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Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo: la pugna por defender cada uno su ámbito de competencias

En los últimos días se han publicado diversas noticias referentes a varias sentencias del Tribunal Constitucional, las cuales han anulado previas resoluciones del Tribunal Supremo que confirmaban algunas condenas por el denominado “Caso de los ERE”, en donde se enjuició a una red de corrupción política integrada en el seno de la Junta de Andalucía, gobernada por aquel entonces por el Partido Socialista Obrero Español, y con la implicación del Sindicato Unión General de Trabajadores. A raíz de estas decisiones del T.C. se ha vuelto a reavivar una vieja polémica entre ambos tribunales sobre sus respectivos ámbitos de competencia, donde el T.S. se queja de que el Constitucional invade precisamente ese ámbito de competencias que le corresponde.

La controversia entre ambos órganos no es nueva. Se remonta décadas en el tiempo. De hecho, en el año 1999 la catedrática de Derecho Constitucional Rosario Serra Cristóbal publicó su libro “La guerra de las dos cortes”, sobre las tensiones y desavenencias producidas entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional con ocasión de las sentencias y resoluciones dictadas por cada uno de estos órganos, que el otro interpretaba como invasiones de sus competencias, cuando no como auténticos ataques hacia su institución.

En pura teoría, la delimitación de las competencias de cada uno debería estar clara. El Supremo es el máximo intérprete de la ley y el Constitucional es el máximo interprete de la Constitución. Más que una jerarquía entre ambos tribunales, existe una jerarquía entre las normas que cada uno interpreta de forma incuestionable. De ahí que, cuando el Constitucional considera que se ha vulnerado la Constitución puede (y debe) anular las resoluciones judiciales que han originado dicha vulneración, de la misma forma que anula normas que no respetan nuestra Carta Magna.

Pero el centro de la disputa se sitúa cuando el Constitucional se dedica a sentar doctrina sobre cómo debe interpretarse la ley, para que dicha interpretación sea acorde a la Constitución. Es ahí cuando la tradicional separación de funciones (uno tiene la última palabra sobre cómo interpretar y aplicar la ley, y el otro sobre cómo interpretar y aplicar la Constitución) salta por los aires. El T.C. ha construido una doctrina, avalada por buena parte de los constitucionalistas, que defiende que si una ley se puede interpretar de varias formas, unas acordes a la Constitución y otras no, es dicho tribunal el que tiene que fijar el criterio interpretativo correcto, para evitar declarar nula la ley que emana del Parlamento. Por el contrario, en otros Estados se actúa de otra forma y, como defiende otra corriente doctrinal, sólo el T.S. debería decir cómo interpretar la ley y, si resulta que esa forma de interpretación el Constitucional la considera contraria a la Constitución, lo que debería hacer es anularla, no corregir el criterio interpretativo del Supremo.

En cualquier caso, y al margen de la anterior discusión, todavía inacabada, lo cierto es que, existiendo una clara jerarquía entre la Constitución y la ley, no debería existir extrañeza por que el Tribunal Constitucional anule una sentencia del Supremo, hallándose ello dentro de la normalidad constitucional. Otra cuestión diferente sería, como sostienen algunos sectores, que la principal motivación del Constitucional para anular la sentencia del Supremo sea política y no jurídica. Aquí nos enfrentamos al espinoso, delicado y, por ahora, irresoluble asunto de la independencia de los órganos de control respecto del ámbito político, y la tendencia a nombrar jueces o juristas afines, simpatizantes o cercanos a ideologías y partidos.

Cuando la sombra de la duda se torna evidente, crecen los comentarios y discursos que califican de decisión política lo que adopta forma de sentencia, aunque quienes cuestionan las decisiones ni siquiera se hayan leído las resoluciones judiciales, porque cuando el recelo y la desconfianza anida y crece, no basta con tener la potestad de imponer y hacer cumplir tales sentencias. Si se pierde la autoridad moral, la degradación resulta inevitable.

En el concreto caso de los “ERE”, la primera sentencia del Tribunal Constitucional hacía referencia a Doña Magdalena Álvarez Arza, antigua Ministra de Fomento y Consejera de Economía y Hacienda de la Junta de Andalucía en el momento de los hechos enjuiciados. En este caso, la postura del Constitucional posee ciertamente sólidos argumentos jurídicos, dado que sólo anula la condena por el delito de prevaricación y, este concreto delito, tal y como se configura en el Código Penal, está previsto en exclusiva para autoridades o funcionarios públicos que, a sabiendas de su injusticia, dicten resoluciones arbitrarias en un asunto administrativo. Sin embargo, los hechos imputados a la condenada se referían a la elaboración y aprobación de los anteproyectos y proyectos de las leyes de presupuestos de la Comunidad Autónoma de Andalucía para los ejercicios 2002, 2003 y 2004. Es decir, hablamos de un acto parlamentario (no administrativo) que, en realidad, fue aprobado por el Parlamento. No se niega que dichos anteproyectos y proyectos de ley fueran ilegales porque infringían la normativa presupuestaria en vigor en aquel momento: lo que se pone en cuestión es que un acto parlamentario pueda ser constitutivo de un delito de prevaricación con la redacción actual del Código Penal.

Cuestión diferente suponen las sucesivas sentencias del Constitucional que afectan a otros condenados, dado que las estimaciones parciales de sus recursos de amparo hacen referencia también al delito de malversación, no sólo al de prevaricación. Es en este punto donde el Constitucional realiza una argumentación algo más enrevesada, para llegar a la conclusión de que la condena del delito de malversación vulnera el derecho a la presunción de inocencia. Por ello, varios votos particulares defienden que, en este caso, el T.C. se extralimita respecto al ámbito de interpretación de la legalidad que se atribuye al Tribunal Supremo y, ciertamente, en este aspecto, la interpretación y aplicación de la ley impuesta en la sentencia por el Constitucional parece más propia de un órgano encargado de la exégesis de la legalidad que de la constitucionalidad.

La polémica continuará. Pero, más allá de los posicionamientos jurídicos que puedan defenderse, conviene poner el acento en el problema de autoridad que existe en el Constitucional, derivado de una política de nombramientos que alienta y favorece el cuestionamiento de sus decisiones, por más que, en algunos casos, puedan considerarse acertadas y, en otros, desafortunadas. Porque cuando la sombra de la duda se extiende y la credibilidad se deteriora, es el propio sistema el que se tambalea.

Reinventarse o morir: ideas para mejorar la Democracia

Un amplio análisis histórico lleva a la conclusión de que la forma de organización social y política siempre evoluciona y no habrá ninguna configuración del poder que sea eterna. Así, la organización social y política de la antigua Gracia no era igual a la del Imperio Romano, ni coincidente con las ideas del Estado Absoluto, ni estas últimas tenían nada que ver con cómo se configuraron las instituciones tras las revoluciones liberales hasta que, finalmente, apareció la idea del actual “Estado Social y Democrático de Derecho”. Siguiendo dicho razonamiento, se podría concluir que la manera en la que se entiende y organiza el Poder en la actualidad pasará, y aparecerán nuevas ideas, estructuras, regulaciones y relaciones sociales.

Quién sabe si lo que entendemos hoy por Democracia será estudiado en los futuros libros de Historia como una etapa obsoleta, caduca y terminada, del mismo modo que nuestros jóvenes estudian ahora la época del feudalismo. A saber cómo se nos juzgará. Pero, si asumimos que todo esto pasará o, al menos, evolucionará, tal vez podríamos analizar algunos cambios para orientar esa transformación en mejora, aprendiendo de los errores y orientando el rumbo en otra dirección.

Se dice que la Democracia está en crisis, que las pugnas políticas resultan cada vez más polarizadas, que la tendencia parece dirigirse hacia los extremismos, que el descontento en los votantes les hace buscar propuestas cada vez más antisistema, que buena parte de los problemas reales (acceso a la vivienda, listas de espera en sanidad, precariedad laboral, inmigración…) no sólo no se solucionan, sino que se agravan. Cada vez con mayor frecuencia surgen candidatos cuyos programas se redactan sobre la base de “ir contra el establishment”, entendido este concepto (“establishment”) como “grupo de personas que detenta el poder y su forma de ejercerlo”.

Por ello, desde algunos sectores académicos, filosóficos y científicos se están lanzando ideas para o reinventarse o aceptar el, a la larga, fatal desenlace de nuestra forma de vida. He aquí alguna de las propuestas. Curiosamente, el análisis de cada una de ellas supone, más que un cambio radical, un retorno al origen. Se parte de que el problema se halla en la degradación de la separación de poderes, en la involución producida por la concentración de poder en los Ejecutivos y en la desnaturalización de la Democracia en cuanto al poder de decisión del votante y del ciudadano. Si eso es así, más que un cambio, se trata de una vuelta a las ideas más clásicas surgidas en el origen del Constitucionalismo:

  1. Otorgar más poder al votante y al ciudadano, y quitárselo a los partidos políticos. Ahora mismo, la persona electa (diputado, senador, etc.) considera que debe más su puesto al partido que le coloca en las listas que al ciudadano que le vota. Para ello, se propone la implantación de listas abiertas y no bloqueadas, de tal manera que se refuerce la conexión del votante con su representante y se debilite la relación entre el representante y el partido al que pertenece. Incluso en algunos casos, se sugiere la implantación de distritos donde se elija a un único representante, pudiendo presentarse varias personas de una misma ideología o partido para que el elector le designe directamente.
  2. Incentivar la participación ciudadana directa. Potenciar los referéndums, al estilo suizo, la iniciativa legislativa popular, e incluso la implantación de preguntas directas de los ciudadanos a los miembros del Ejecutivo y a sus representantes parlamentarios, eliminando las bochornosas “sesiones de control al Gobierno” actuales (que se han convertido en una pelea de patio de colegio), de modo que los miembros de dicho Gobierno expliquen a la ciudadanía sus decisiones, o que los parlamentarios expliquen a sus electores el sentido de sus votos en las Asambleas Legislativas.
  3. Implantar mecanismos de censura de los votantes hacia sus representantes. Ahora mismo se acepta la moción de censura del Parlamento al Gobierno. Se trataría de implantar una moción de censura de los votantes de una circunscripción o distrito electoral a un concreto representante, si entienden que no les está representando correctamente o no está votando en el Parlamento conforme a su programa o a sus promesas electorales.
  4. Revertir el número de cargos elegidos por los partidos políticos. Su incapacidad para elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial o a los del Tribunal Constitucional se ha demostrado clara y manifiesta. Hemos soportado más de cinco años con el mandato de los miembros del CGPJ caducado y más de dos años con un magistrado menos en el Constitucional. Tanto los enfrentamientos y las estrategias partidistas como la tendencia cada vez menos disimulada de nombrar a afines para ocupar esos puestos, simpatizantes y personas directamente vinculadas al Gobierno o a sus siglas, desnaturalizan la necesaria separación y la imagen de imparcialidad imprescindibles en este tipo de órganos. Igualmente, los partidos políticos se han convertido en agencias de colocación de militantes e incondicionales en empresas públicas y en cargos de lo más variopinto (desde Paradores Nacionales a Radio Televisión Española, desde las Embajadas al Centro de Investigaciones Sociológicas…). Cientos de puestos repartidos al margen de la formación, el mérito y la capacidad para impulsar una red de discípulos y adeptos. Para nombrar al CGPJ se llegó incluso a proponer un sorteo, con tal de quebrar su paralización.
  5. Fomentar la educación como mecanismo para la formación de personas libres, críticas y preparadas. La Democracia sólo funciona con una ciudadanía bien formada e informada, una ciudadanía con criterio y exigente con sus responsables. De lo contrario, se enfrenta a una legión de forofos a unas siglas o a un líder que terminan votando al mismo estilo que los hinchas de fútbol apoyan a su equipo. Para abordar ese desafío, la educación se torna esencial, pero la hemos descuidado como pilar fundamental que sostiene al resto.

En definitiva, reinventarse o morir. Comenzar ya a construir el modelo de convivencia del mañana, sobre la base de reconocer los errores, erradicar los fanatismos y rescatar las ideas básicas que conformaron originalmente el sistema sobre el que hoy desarrollamos nuestras vidas.

Conceptos jurídicos y lenguaje: cuando hablamos de lo mismo, pero no nos entendemos.

Son numerosos los conceptos jurídicos que tienden a desvirtuarse cuando se utilizan en un lenguaje coloquial, lejos del rigor que se le presupone al jurista. Además, la deformación de la idea en cuestión puede bordear la transgresión si se mezcla con el discurso político y la verborrea partidista. Pero el principal problema se genera cuando, ni siquiera desde un punto de vista estrictamente jurídico, dicha noción presenta un significado claro y un contenido homogéneo. En esos casos, la comprensible ignorancia del lego se mezcla con la ambigüedad del experto y termina chocando con la interpretación sesgada del político, para formar un batiburrillo conceptual confuso y enredado. Todos hablando de lo mismo y todos en un sentido diferente. De esa forma, es normal que no se llegue a entendimiento alguno.

Entre los términos más usados, malinterpretados y oscuros, se encuentra el de “imputado”. Tal era el desconcierto generado por dicha palabra que se intentó solucionar buscando otra que la sustituyese. Así, en virtud de un cambio en la ley, lo que antes se denominaba “imputado” ahora se denomina “investigado”. Sin embargo, como era de esperar, tal modificación no ha solucionado nada. Los medios de comunicación siguen recurriendo a uno u otro concepto indistintamente y, en general, ha calado la sensación de que la reforma legal supuso un intento estéril de maquillar la mala fama y el desprestigio implícito de dicho vocablo.

Para provocar aún más caos y generar mayor polémica, se añade la confrontación existente entre el derecho a la presunción de inocencia con las “etiquetas” que se colocan a los investigados durante el proceso penal e, incluso, con la adopción de medidas que constriñen la libertad de esas personas durante la tramitación del procedimiento. Del mismo modo que se reconoce que, hasta la sentencia final, debe prevalecer la apariencia de inocencia de los implicados, también se debe aceptar que, en ocasiones, se hace necesario imponer decisiones cautelares antes del juicio. La tardanza de la maquinaria judicial por diversas razones (carencia de medios, insuficiencia de jueces, sobrecarga de trabajo, complejidad de los asuntos, etc…) conlleva que, con determinados requisitos y garantías, se pueda limitar esa presunción de inocencia acordando antes de la sentencia final medidas como la prisión provisional, el embargo de bienes o la retirada de pasaportes, difícilmente compatibles con esa predicada aureola de inocencia hasta que se dicte la resolución tras el juicio.

Así, nuestro Tribunal Constitucional ha dictaminado en no pocas ocasiones la constitucionalidad y perfecta compatibilidad entre el derecho a la presunción de inocencia y la adopción de las medidas cautelares, no siendo dicha presunción ni un derecho absoluto ni un límite para la protección de otros derechos y principios constitucionales igualmente merecedores de protección. No es de extrañar que, llevado este debate al terreno político, se manosee a conveniencia el concepto de imputado. Las exigencias de dimisiones, asunciones de responsabilidades políticas y acusaciones de culpabilidad por un lado, frente a las proclamas de presunción de inocencia, oportunismo partidista, demagogia e incoherencia por otro, inundan los telediarios y las tertulias de debate.

El verdadero problema, en mi opinión, estriba en una precaria y arcaica regulación legal de nuestro procedimiento penal, que ha creado una figura jurídica (“imputado” o “investigado”) que, en realidad, pretende aglutinar dentro de un mismo concepto situaciones de lo más diversas y, por lo tanto, no equiparables. Por ello, terminamos llamando de la misma manera a personas que se hallan en situaciones muy diferentes, generando confusión y propiciando la manipulación.

Por ejemplo, “imputado” o “investigado” es aquel sobre quien recae una acusación delictiva y al que un juez, en una resolución judicial suficientemente motivada, impone medidas limitativas de libertad (como la prisión provisional) o restrictivas (como la retirada del pasaporte o la obligación de comparecer en el juzgado determinados días), argumentando, entre otras cuestiones, sólidos indicios, evidencias de culpabilidad y riesgos que deben evitarse (como la fuga del reo, la destrucción de pruebas o la posibilidad de que continúe delinquiendo).

Igualmente, será “imputada” o “investigada” la persona sobre la que recae una acusación delictiva, pero sobre la que el juez no impone ninguna medida limitativa o restrictiva de libertad, prosiguiendo el procedimiento ante la necesidad de llevar a cabo más diligencias de investigación y esclarecimiento de los hechos. En bastantes ocasiones, tras esas posteriores diligencias o averiguaciones, las causas se archivan y las imputaciones se levantan, resultando temporal y transitoria la situación en la que el acusado se ve inmerso. Se trata de una consecuencia inevitable, derivada de la necesaria labor de investigación judicial. Es más, en estos casos el afectado puede estar “imputado” o “investigado” durante meses (o años) sin un auto que justifique de forma motivada su situación, más allá de la necesaria investigación judicial y la existencia de sospechas propiciadas por la denuncia de la parte acusadora.

A veces, la llamada a declarar como “imputado” o “investigado” se debe a la obligación del juez de escuchar la versión del acusado de un delito sobre lo ocurrido, estando el procedimiento judicial en una fase tan inicial que sólo esa versión de la acusación puede servir de base para dicha llamada. En ese sentido, yo mismo me he encontrado a menudo con resoluciones judiciales llamando a declarar en calidad de imputadas a algunas personas, como primera medida a adoptar ante la denuncia de un particular, basándose dicha resolución en la necesidad de investigar unos hechos y sin que exista argumentación o motivación alguna por la que el órgano judicial considere que existe responsabilidad penal del citado ante el Juzgado. Y ello es así porque, conforme al artículo 486 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, “la persona a quien se impute un acto punible deberá ser citada sólo para ser oída”.

Igualmente, “imputado” o “investigado” es la figura apta para que un ciudadano pueda comparecer en el proceso penal con todos sus derechos y garantías. Además, en numerosas ocasiones se imputa a alguien para asegurarle el ejercicio de determinados derechos en un procedimiento penal, y para avalar el cumplimiento de las garantías constitucionales, sin que se exija un previo análisis o comprobación sobre los indicios o certezas de la acusación. Dicho de otra manera, a un juez de instrucción, para imputar a una persona en una fase inicial del proceso, no se le requiere a que efectúe profundos análisis ni llegue a conclusiones sobre la posible responsabilidad de aquella. Se puede producir una imputación formal e inicial, siendo esta una situación inevitable y que realmente se prevé más como una salvaguarda de los derechos de la persona afectada que como un razonamiento judicial del que se pueda deducir o concluir responsabilidad alguna.

Es por ello que el término “imputado” o “investigado” puede estar referido a situaciones graves de las que, quizá, se desprendan serios indicios de responsabilidad criminal como, también, a situaciones más nimias, sin claras repercusiones penales y de las que no se deriva, inicialmente, culpabilidad alguna. En definitiva, sirve para lo más y para lo menos. Por lo tanto, sería conveniente una reforma en profundidad del procedimiento de enjuiciamiento criminal, para diferenciar claramente situaciones y conceptos. De lo contrario, seguiremos asistiendo a un baile de declaraciones encontradas, diálogos de sordos y rifirrafes sin sentido.

Parlamento Europeo: ¿Sabemos lo que votamos?

El próximo 9 de junio cientos de millones de europeos estamos llamados a las urnas para elegir los 720 escaños del Parlamento Europeo, 15 eurodiputados más que en las últimas elecciones. Es posible que a muchas personas las instituciones europeas les resulten algo lejano en la distancia y piensen que poco o nada les puede afectar lo que se debata y decida en Bruselas o Estrasburgo. Sin embargo, numerosos avances, así como nuevas normativas e impulsos políticos, vienen de fuera de nuestras fronteras, marcándonos un camino a seguir. Ciertamente se advierte todavía un tanto de descoordinación e, incluso, incumplimientos flagrantes por parte de los Estados miembros, hacia lo que ordena la Unión Europea. Las tensiones existentes en estas organizaciones internacionales entre la vieja idea de la soberanía estatal y la unión política, así como la evolución incompleta hacia un Estado federal europeo, generan que no siempre los poderes públicos estatales y los órganos comunitarios se muevan en la misma dirección. Sin embargo, no pocas de nuestras realidades a día de hoy han tenido un origen en las políticas y las decisiones adoptadas en esas sedes aparentemente tan alejadas.

España elige a 61 eurodiputados, dos más que en los pasados comicios. La distribución de esos 720 escaños por países se lleva a cabo atendiendo a criterios poblacionales. Alemania, como país más poblado, es el de mayor representación, con 96, seguido de Francia, con 81. En el otro extremo se sitúan Chipre, Malta y Luxemburgo, que sólo designan a 6. Y es que el Parlamento Europeo se alza como órgano representativo de la población de la Unión Europea. Los elegidos no se organizan por su procedencia geográfica, sino por sus afinidades políticas. Así, por ejemplo, los candidatos del Partido Popular español se encuadran dentro del Grupo del Partido Popular Europeo. Los del PSOE, en el de la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas. Los de Ciudadanos, en el Renew Europe Group. BNG y ERC, en el Grupo de los Verdes/Alianza Libre Europea. Vox, en el de los Conservadores y Reformistas Europeos y Podemos, Anticapitalistas e Izquierda Unida, en el de La Izquierda en el Parlamento Europeo.

Dicho Parlamento ha ido ganando en importancia y en competencias con cada nueva reforma efectuada en los Tratados de la Unión. No obstante, a diferencia de las Asambleas Legislativas nacionales, no legisla en solitario, dado que la función legislativa la comparte con el Consejo de la Unión Europea. Pese a ello, ha participado de forma destacada en multitud de normas que, finalmente, han afectado directamente a la vida de los ciudadanos de todos los Estados miembros. Como muestra, en el año 2022 el 57% de las leyes aprobadas por las Cortes Generales en España provenían de previas directivas y decisiones europeas.

A su vez, el Parlamento Europeo elige a quien ocupa la presidencia de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la Unión, actualmente en manos de Ursula von der Leyen. Así, teniendo en cuenta el resultado electoral, el Consejo Europeo (los jefes de Estado y de Gobierno de los países) propone al Parlamento Europeo, por mayoría cualificada, un candidato al cargo de Presidente de la Comisión. Pero, tras esa propuesta, es el propio Parlamento Europeo quien lo designa por mayoría.

Cuestiones trascendentales que afectan a millones de ciudadanos, tales como la defensa de los consumidores, las normas sobre protección de datos o la lucha contra el cambio climático y contra la precariedad laboral derivada de la temporalidad en el empleo, por poner sólo algunos ejemplos, constituyen realidades que a día de hoy nos ocupan y preocupan, por insistencia e impulso de las decisiones que nos llegan desde los órganos comunitarios.

Existen distorsiones o disfuncionalidades que impiden avanzar en lo que debería ser un desarrollo coherente y armónico entre el ordenamiento jurídico de la Unión Europea y el interno de cada Estado y, singularmente, del español. Sucede, básicamente por dos razones: la primera, el incumplimiento sistemático por parte del Gobierno de nuestro país a adaptarse y acatar las normas comunitarias; la segunda, cierta resistencia por parte de nuestro Tribunal Supremo a asumir en determinados casos la jurisprudencia que proviene del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Como prueba de lo primero, baste señalar que España cerró el pasado año 2023 como el país de la Unión Europea con más expedientes abiertos por incumplir las normas medioambientales comunitarias. Pero no es un problema exclusivamente referido al medio ambiente. Al inicio de 2022, España tenía 107 expedientes abiertos por diferentes tipos de infracción. Ninguna otra nación contaba con tantos. Ello suele acarrear multas cuantiosas y abundantes sentencias por parte del Tribunal de la Unión Europea que deberían avergonzar a nuestros dirigentes.

Como prueba de lo segundo, en más de una ocasión ha tenido que ser nuestro Tribunal Constitucional el que anule sentencias del Tribunal Supremo y de otros tribunales, por no respetar la primacía del Derecho de la Unión Europea y no dar cumplimiento a la interpretación que de esas normas comunitarias realiza el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Tal era la conflictividad entre nuestros tribunales y los órganos judiciales de la Unión que hubo de modificar nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial para introducir un artículo nuevo (el artículo 4 bis) y recalcar lo que era obvio, que los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del TJUE. Pese a ello, las pugnas entre los órganos judiciales por asuntos como las denominadas “cláusulas suelo” en las hipotecas concedidas por las entidades financieras, o el abuso de la contratación temporal por parte de las Administraciones Públicas, evidencian que la normalidad en el anclaje judicial entre Estados miembros y Unión Europea debe todavía mejorarse.

Por todo lo expuesto anteriormente, las elecciones al Parlamento Europeo no son unos comicios secundarios ni poco importantes que afectan a una institución con escasa o nula repercusión en nuestro devenir diario. Todo lo contrario. Resultan muy relevantes. Y desde la Unión Europea, con mayor o menor acierto, con más o menos efectividad, se marcarán las líneas a seguir en asuntos tan importantes como la inmigración, la regulación de la Inteligencia Artificial e, incluso, la defensa del Estado de Derecho dentro de los países que la componen.

 

El problema jurídico, político y social de la vivienda

El artículo 47 de la Constitución dice literalmente que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, por lo que resulta comprensible que, quien lea esa frase, llegue a la conclusión de que se trata de un derecho equivalente al resto de derechos fundamentales contenidos en nuestra Carta Magna. Llegados a este punto, nos corresponde a los juristas y a los constitucionalistas la ingrata y tediosa labor de rebajar tan altas expectativas creadas. En realidad, no nos hallamos ante un derecho fundamental de la ciudadanía, sino ante un principio rector de la política social y económica, que se configura como una obligación para los Poderes Públicos, los cuales deben orientar su labor para lograr dicho objetivo. De hecho, el citado artículo 47 expresa asimismo que “los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”.

Desde hace tiempo, el problema del acceso a una vivienda digna se ha acrecentado, dificultando enormemente o, en algunos casos, directamente imposibilitando la emancipación juvenil respecto del hogar familiar, y suponiendo un factor que agrava las desigualdades económicas de nuestra sociedad. Acceder a esa vivienda se torna costoso, bien sea por la vía del alquiler o la de la compraventa, acentuándose más aún la dificultad a tenor de la progresiva concentración de la población en núcleos urbanos. Se impone la regla matemática de que, ante la poca oferta y la mucha demanda, el precio sube, afectando a los planes de numerosos miembros de las nuevas generaciones a la hora de independizarse y de formar sus propias familias.

En los archipiélagos canario y balear, y en otras zonas turísticas, el panorama empeora a causa del empuje con el que personas de alto poder adquisitivo que residen fuera de nuestras fronteras deciden trasladarse a atractivos destinos vacacionales, empeorando de ese modo la anterior regla ya expuesta acerca de la oferta y la demanda. No pocos responsables políticos barajan la alternativa de limitar a los extranjeros la adquisición de inmuebles pero, como sucede con cualquier idea, ha de ajustarse a las leyes y normas vigentes.

De entrada, se debe clarificar qué significa el término “extranjero”, habida cuenta de que la dualidad nacional-extranjero ha quedado obsoleta desde el ingreso de España en la hoy denominada “Unión Europea”, debiendo diferenciarse bien entre nacionales, extranjeros y ciudadanos comunitarios. En ese sentido, si por extranjero se define a todo ciudadano de un Estado no integrado en dicha Unión Europea, el margen para limitar, restringir o impedir su acceso al mercado inmobiliario se acrecienta. Sin embargo, en el caso de afectar a nuestros conciudadanos comunitarios, la cuestión se complica sobremanera.

Evidentemente, hay que descartar por completo cualquier intento de aprobar limitaciones o restricciones a que los españoles adquiramos viviendas dentro de nuestro propio país. Nuestra Constitución deja claro y sin margen de maniobra posible que no se puede impedir a un ciudadano nacional español adquirir bienes o servicios en cualquier parte de España, ni cambiar su residencia dentro de nuestras fronteras.

En el caso de la Unión Europea, los Tratados Internacionales fundacionales recogen expresamente la libre circulación de personas, capitales y servicios, estableciéndose prohibiciones expresas a las medidas que pretendan condicionar o impedir esa libre circulación. Además, el artículo 21.2 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE indica que “se prohíbe toda discriminación por razón de nacionalidad en el ámbito de aplicación de los Tratados”, lo que proscribe cualquier medida que pretenda, por razón de la nacionalidad, establecer medidas en contra de las personas por el tipo de pasaporte que porten.

Por lo que se refiere a las Islas Canarias, su condición de región ultraperiférica la singulariza respecto al resto del Estado español. En los Tratados de la Unión Europea se reconoce que determinadas regiones (como Canarias), en atención a su lejanía, insularidad, reducida superficie, relieve o dependencia económica, son merecedoras de un tratamiento singular, considerando que esas características perjudican gravemente a su desarrollo. En ese caso, el Consejo de la Unión, a propuesta de la Comisión y previa consulta al Parlamento Europeo, adoptará medidas específicas para la aplicación de los Tratados en dichas regiones.

De todas maneras, más allá de la posibilidad (en mi opinión, muy remota) de impedir que los ciudadanos comunitarios adquieran inmuebles en las Islas Canarias (desconozco si, asimismo, se pretende impedir que vengan temporalmente, aunque no realicen compra alguna), cabe preguntarse si no existen otras vías más sencillas para mejorar el problema del acceso a la vivienda. Por ejemplo, se puede regular mejor o restringir que, en zonas de uso residencial, se exploten económicamente viviendas como alojamientos turísticos; se pueden establecer gravámenes a las viviendas desocupadas durante la mayoría del año; y, sobre todo, se puede construir vivienda pública para introducir en el mercado más oferta destinada a esos residentes que no pueden acceder a una vivienda en el mercado libre.

Los Poderes Públicos están incumpliendo de forma flagrante el mandato constitucional de orientar sus políticas al acceso a una vivienda digna. Canarias lleva décadas sin construir vivienda pública, y no por falta de suelo. Con manifiesta dejación de sus funciones, los sucesivos responsables políticos han preferido centrar sus esfuerzos en establecer regulaciones para que el sector privado y los propietarios se impliquen en esta materia y, así, han aprobado leyes para limitar a los ciudadanos la subida de sus alquileres o para impedir desahucios en propiedades privadas, pero obviando por completo cualquier aportación desde el sector público para la resolución de este conflicto. Urge ya una reflexión rigurosa y una asunción de responsabilidades por parte de quienes las tienen, para afrontar de una vez por todas esta terrible realidad social. En otras palabras, un compromiso efectivo para resolver un problema tan gravísimo que parece crónico e irremediable.

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