La Corte Penal Internacional y su jurisdicción ante la agresión rusa en Ucrania

A raíz de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, varias voces han reclamado la actuación de un tribunal internacional que juzgue crímenes de guerra y castigue la agresión al Estado ucraniano, independiente y soberano. La realidad, sin embargo, es algo más compleja, por no decir decepcionante. La solución a este tipo de conflictos por la senda de la diplomacia, si bien resulta claramente deseable y prioritaria, en este caso se ha visto frustrada por los paranoicos propósitos del autoritario Vladímir Putin. Parece obvio que, a la hora de negociar, debe existir a ambos lados de la mesa el deseo de una resolución pacífica y consensuada, bajo el marco de unos principios comunes y con el objetivo de un final aceptable para todos. Se torna imposible dialogar cuando uno de los partícipes hostiga bélicamente, quiere imponer en exclusiva su postura y sitúa al otro en una posición de sumisión y obediencia ante sus pretensiones. La opción de una jurisdicción internacional que sentencie y condene a unos concretos mandatarios se ha topado siempre con dificultades asociadas a los conceptos de soberanía e independencia, máxime cuando los Estados juzgados ni reconocen ni han ratificado la jurisdicción y la competencia de tales tribunales.

El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, aprobado el 17 de julio de 1998 por la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios de las Naciones Unidas, entró en vigor el 1 de julio de 2002, tras su ratificación por 60 países (entre ellos España, el 24 de octubre de 2000). En la actualidad son 123 las naciones que, con la ratificación del Estatuto de Roma, reconocen y participan de la jurisdicción de dicha Corte. Sin embargo, otros no, como Estados Unidos, Rusia, China, India, Israel o Cuba. Con sede en la ciudad holandesa de La Haya, se trata de un organismo internacional independiente que no forma parte de la estructura de las Naciones Unidas, aunque el 4 de octubre de 2004 se firmó un acuerdo para regular la cooperación entre ambas instituciones.

Su razón de ser se remonta a las atrocidades cometidas a lo largo de la Historia. Por un lado figura la ilusión propia de las sociedades civilizadas y modernas de castigar por la vía de los procedimientos jurisdiccionales con plenas garantías del derecho de defensa, surgiendo el deseo de trasladar esos principios a los delitos cometidos dentro de las contiendas bélicas. La II Guerra Mundial derivó en los denominados “juicios de Nuremberg”, y los genocidios de Ruanda y Yugoslavia llevaron a repetir una fórmula similar. Surgió la necesidad de establecer un tribunal internacional permanente que juzgara a los responsables de las peores masacres sobre la Humanidad.

La Corte está facultada para ejercer su jurisdicción sobre personas respecto de los crímenes más graves con trascendencia internacional, de conformidad con carácter complementario a las jurisdicciones penales nacionales. En concreto, tendrá competencia respecto de los siguientes: a) El crimen de genocidio; b) Los crímenes de lesa humanidad; c) Los crímenes de guerra; d) El crimen de agresión.

Precisamente el “crimen de agresión” se alzaba como el único no regulado ni desarrollado en la primera versión del Estatuto de Roma, debiendo esperar hasta 2010, cuando la primera Conferencia de Revisión del Estatuto de Roma realizada en Kampala (Uganda) aprobó una resolución que añadió el artículo 8 bis, definiendo como crimen de agresión cuando una persona, estando en condiciones de controlar o dirigir efectivamente la acción política o militar de un Estado, planifica, prepara, inicia o realiza un acto de agresión que, por sus características, gravedad y escala, constituya una violación manifiesta de la Carta de las Naciones Unidas. Por “acto de agresión” se entenderá el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro Estado, o de cualquier otra forma incompatible con la Carta de las Naciones Unidas.

De conformidad con la resolución 3314 de la Asamblea General de la ONU de 14 de diciembre de 1974, independientemente de que haya o no una declaración de guerra, se considera acto de agresión la invasión o el ataque por las Fuerzas Armadas de un Estado al territorio de otro Estado; toda ocupación militar, si quiera temporal, que resulte de dicha invasión o ataque; toda anexión, mediante el uso de la fuerza, del territorio de otro Estado o de parte de él; también el bombardeo por las Fuerzas Armadas de un Estado, del territorio de otro Estado, o el empleo de cualesquiera armas por un Estado contra el territorio de otro Estado; y asimismo el bloqueo de los puertos o de las costas de un Estado por las Fuerzas Armadas de otro Estado.

Thomas Lubanga, fundador y ex líder de la Unión de Patriotas Congoleños, fue la primera persona condenada por la Corte en marzo de 2012, como consecuencia del enrolamiento y utilización de niños para participar activamente en el conflicto armado, y fue sentenciado a 14 años de prisión. Jean-Pierre Bemba, ex vicepresidente de la República Centroafricana, resultó igualmente condenado en marzo de 2016 en la primera sentencia de la Corte Penal Internacional por crímenes sexuales y de género, dentro de la aplicación de los crímenes de guerra y de lesa humanidad. Laurent Gbagbo, de Costa de Marfil, resultó el primer Jefe de Estado acusado y sometido a un proceso ante la Corte, si bien fue absuelto de las acusaciones de crímenes de lesa humanidad y de guerra por la violencia postelectoral que tuvo lugar en su país entre diciembre de 2010 y abril de 2011.

Karim Ahmad Khan, Fiscal de la Corte Penal Internacional, ya ha reconocido que dicha Corte no puede ejercer su jurisdicción respeto al crimen de agresión recogido en las enmiendas del Estatuto de Roma, pues ni Ucrania ni la Federación Rusa forman parte de ese instrumento constitutivo del Tribunal de Justicia. No obstante, en su opinión, sí considera que Tribunal Penal Internacional ostenta jurisdicción para investigar actos de genocidio, crímenes de lesa humanidad o de guerra que se cometan en territorio ucraniano, basándose en el hecho de que el 8 de septiembre de 2015 el Ministro de Asuntos Exteriores de Ucrania, Pavló Klimkin, realizó una visita oficial a los Países Bajos en el transcurso de la cual entregó al Secretario de la Corte Penal Internacional la Declaración de Ucrania sobre la aceptación de la jurisdicción de la Corte respecto a los crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra.

Sin embargo, la posibilidad de que esta Corte de Justicia Internacional termine juzgando los actos realizados por Rusia contra Ucrania son remotas, por no reconocer directamente que tal opción es nula. El hecho de que la Federación Rusa no haya firmado el Convenio ni reconozca la jurisdicción de la Corte, unido a su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, imposibilitan que se pueda esperar un juicio por estos crímenes. Nunca se ha juzgado a una “gran potencia”, de modo que todavía actúan con garantía de impunidad en la esfera internacional. Así, por ejemplo, Ucrania, sí ha pedido al Tribunal Internacional de Justicia de la ONU que cite una resolución urgente sobre esta contienda. Sin embargo, se trata de un pleito entre Estados (no un proceso penal contra concretas personas) y, aunque las decisiones adoptadas por el Tribunal Internacional de Justicia de la ONU son teóricamente vinculantes, no existen mecanismos para garantizar su cumplimiento. Circunstancia similar ocurre con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Hace unos días, el órgano del Consejo de Europa ordenó a Rusia detener los ataques contra civiles en Ucrania, tras una petición del propio Gobierno ucraniano, pero tal decisión tampoco surtió ningún efecto. La Federación Rusa, con su dictador a la cabeza, se considera por encima de cualquier reproche internacional o resolución jurídica, y utiliza su soberanía y su potencia armamentística como escudo ante todo tribunal internacional que pretenda detener esta locura.

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