La Política como problema, no como solución

La Política debe servir como vehículo para afrontar los problemas de las sociedades democráticas y resolverlos. En caso contrario, los ciudadanos comienzan con el tiempo a desilusionarse con su sistema de gobierno, a desconfiar de las instituciones y a buscar opciones más radicales o inexploradas. En definitiva, a alejarse de los valores y pactos implícitos que toda Nación debe firmar de forma tácita. Lo que se denominó hace siglos como “contrato social” y que implicaba unos lazos que unían a toda una población, con independencia de cuestiones religiosas o ideológicas, tiende a deshacerse lentamente y, al cabo de los años, de un modo casi imperceptible, empiezan a desmoronarse o a agrietarse unos cimientos que creíamos sólidos.

Varias son las señales que evidencian que, a día de hoy, el sistema de partidos y la forma de hacer política genera más problemas que soluciones, poniendo en peligro ese delicado equilibrio sobre el que se sostienen las democracias occidentales. La polarización por bloques irreconciliables (ya sea de izquierda-derecha o en función de posiciones nacionalistas), la huida hacia actitudes más extremas y la incapacidad de llegar a acuerdos convierten a los Parlamentos en lugares para la práctica de un ineficaz “diálogo de sordos”, y a sus miembros en personas incapaces de afrontar por sí mismas las funciones que tienen encomendadas, al limitarse a obedecer directrices que provienen de los centros de decisión de las formaciones políticas a las que pertenecen.

Se trata de un fenómeno bastante frecuente. En Italia, por ejemplo, no se ponen de acuerdo para hallar un candidato que sustituya a su Jefe del Estado. Sergio Mattarella, de ochenta años, tenía previsto abandonar su cargo a principios de febrero pero, tras semanas de negociaciones y votaciones, el Parlamento no logró acordar un reemplazo. En Bélgica varias veces han estado sin Gobierno durante casi año y medio por la imposibilidad de llegar a acuerdos para su elección. En España tampoco hay forma de que las Cortes Generales decidan renovar el Consejo General del Poder Judicial, que continúa compuesto por miembros con su mandato caducado desde hace años, perpetuando así una situación vergonzosa.

Y son sólo algunas muestras entre centenares que ejemplifican esta realidad. Consecuencia: las instituciones se bloquean, los problemas se enquistan, las posturas se radicalizan y los ciudadanos contemplan cómo sus inquietudes y dificultades diarias no encuentran respuestas adecuadas. Ello genera un enorme desapego hacia el ya citado “contrato social” implícito, iniciándose de ese modo la  desestabilización de la organización sobre la que se asienta el sistema.

En nuestro país hemos aceptado como lógico y normal que no pueda existir un acuerdo de gobierno entre los dos principales partidos, ya que lo impide la ideología. Ni siquiera esperamos un pacto de mínimos, no ya para gobernar, sino para mantener o reformar puntualmente los elementos clave de nuestro modelo de convivencia. Como efecto, las formaciones minoritarias controlan políticamente los grandes temas de Estado, al buscar en ellos los complementos necesarios para sumar en la aritmética parlamentaria. Consecuencia: acostumbrarnos a paradojas absurdas como que los Presupuestos Generales del Estado dependan de que en la plataforma audiovisual Netflix se eleve la cuota de catalán en las series que emita, o que, pese al reconocimiento general de la necesidad de reformar el Senado o la propia Constitución, no se lleve a cabo ante el clima de refriega y enfrentamiento permanentes. Estas realidades, a todas luces descabelladas, resultan constantes y habituales en la actualidad.

Urge que la población sea consciente de lo fácil que es destruir, y de lo complicado y laborioso que es construir. Tal vez crean que todos los derechos están consolidados y que únicamente cabe la opción de progresar y mejorar. Sin embargo, no hay que olvidar que la involución es posible y que la Democracia, tal y como estamos acostumbrados a conocerla, puede cambiar o, incluso, desaparecer. El asalto al Capitolio de Estados Unidos hace apenas un año parecía impensable, pero sucedió. No aceptemos, pues, lo inaceptable, y recriminemos comportamientos indignos que, por su reiteración, han derivado en costumbre consolidada. Sobre todo, se precisa una ciudadanía crítica y reivindicativa, al margen de siglas. Nuestra democracia no resistirá mucho tiempo más si se aplaude a un partido y se abuchea a otro sin un mínimo análisis razonable. La relación de una persona con la política no puede ser la de un forofo con su equipo de fútbol. Es hora de criticar también a “los nuestros”, de exigir comportamientos exquisitos y de diferenciar entre el interés general y la estrategia partidista. O se recuperan de una vez por todas las metas comunes y los beneficios colectivos, más allá de las ideologías, o la tradicional Democracia occidental se estudiará en los futuros libros de Historia como una reliquia del pasado.

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