MENTIRAS PIADOSAS Y NO TAN PIADOSAS

14327655-concepto-de-estilo-de-vida-verdad-o-mentira-las-palabras-pixelado-en-la-pantalla-digital-3d“Los tres días del Cóndor”, excelente película de Sydney Pollack protagonizada por Robert Redford, cuenta con una secuencia final memorable. El film refleja las vicisitudes de un trabajador de la CIA envuelto accidentalmente en misiones secretas y planes estratégicos para la supuesta salvaguarda de la seguridad nacional y concluye con una escena en la que Redford conversa con uno de los responsables de la citada Agencia Central de Investigación en los siguientes términos: “Lo de ustedes es increíble ¿Creen que no ser cogidos en una mentira es igual que decir la verdad?» La frase, que contiene un mensaje ético aplicable a cualquier persona y a todo tipo de relaciones, presenta una especial trascendencia cuando se trata de analizar las normas que deben regir entre responsables políticos y ciudadanos.

En lo referente a esta cuestión he escuchado de todo, desde declaraciones de dirigentes afirmando con rotundidad que, en tiempos de crisis, hay que decir la verdad a la gente -como si en otros momentos estuviese justificado no hacerlo-, hasta opiniones de que los votantes no estamos capacitados para asumir determinadas noticias y que es mejor que algunas cuestiones de relevancia pública queden relegadas al conocimiento de un círculo más o menos reducido de personas. Desde proclamas sobre el hecho de que hay que aceptar que existen trapos sucios que no conviene que salgan a la luz hasta esa falacia recurrente de que la ciudadanía prefiere no enterarse de todo lo que pasa, ya que lo único verdaderamente relevante es que tenga trabajo y pueda acceder a determinados servicios públicos. Tal visión de la relación entre ciudadanos y dirigentes se asemeja bastante a la de los menores de edad con sus padres o tutores.

Asimismo, la lucha existente entre los medios de comunicación -que se esfuerzan por conseguir noticias- y algunos implicados en ellas -que se esfuerzan en impedir que se difundan- es más que evidente. La pregunta sería: ¿queremos saber de verdad las cosas tal y como son o, como se apunta desde determinados sectores, no estamos capacitados para conocer determinados aspectos de las mismas? O, lo que es peor, ¿quizá sí estemos capacitados pero no nos interesa? Si la respuesta a este último supuesto es afirmativa, estamos dejando los asuntos públicos en manos de terceras personas a las que tan solo pedimos determinados resultados a su gestión y, en función de si los cumplen o no, decidimos cambiar de voto o proclamar nuestra indignación en las calles detrás de una pancarta.

Mi sensación personal es que la mayor parte de la población no se siente atraída por la política. Más allá de algunos eslóganes facilones o de la defensa a ultranza de unas siglas cuyo significado no suele pasar de una mera presunción, la gente no se involucra realmente en el debate de las ideas ni es consciente de lo que supone realmente apostar por unas medidas u otras. La explicación es triple. En primer lugar, una cierta falta de formación. En segundo término, una notable ausencia de interés. Y, en tercero, una creciente desilusión por lo que debería ser el noble arte de la política. Se ha escrito mucho sobre el abismo que separa a votantes y mandatarios a causa de la mala imagen de éstos pero muy poco sobre el hecho de que esa enorme brecha obedece también a la nula inquietud de la ciudadanía por actuar como sujeto político. No estoy hablando de integrar una lista electoral (aunque podría ser) ni de afiliarse a ningún partido, sino de participar en los debates más esenciales para llegar a ser una sociedad culta y preparada, capaz de elegir bien a sus representantes y, posteriormente, exigirles responsabilidades.

En este sentido, quienes pasan de todo, unidos a quienes se limitan a agitar banderas sin un mínimo de reflexión previa, conforman ese sector que algunos consideran incapacitado para participar en los asuntos públicos, que no pasa de ser una masa social a la que no hay que contarle la verdad porque tal vez no esté en condiciones de asumirla ni entenderla, un coto de votantes sin criterio a los que se moviliza con un discurso populista y demagógico. La triste conclusión es que, si además de mentirles, ni siquiera les importa que lo hagan, nuestra joven democracia lo será solo en las formas pero no en el fondo, con el gravísimo peligro que esa desnaturalización conlleva.

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