Una Constitución para el futuro

Los días 26 y 27 de abril se celebró en la Facultad de Derecho de la Universidad de Málaga el XVI Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España, a la cual pertenezco. Bajo el lema “40 años de Constitución: una mirada al futuro”, se ha pretendido analizar la necesidad de plantear una reforma constitucional como método para garantizar otras cuatro décadas (al menos) de convivencia dentro de un marco jurídico y político que resuelva los problemas actuales que padecemos, y que se adapte y modernice en atención a los cambios producidos durante este casi medio siglo de vigencia. La organización del evento constituyó varias mesas de trabajo, con nombres tan ilustrativos como “La reforma constitucional en serio” o “La crisis del modelo territorial”, evidenciando que no nos hallamos ante un asunto que pueda calificarse de secundario o baladí, y que tampoco hace referencia a controversias que se resolverán por sí solas ni con el mero paso del tiempo. Al contrario. El inmovilismo, la pasividad y la indiferencia hacia este importante reto supondría profundizar en las dificultades a las que nos enfrentamos, cuando no entrar en una deriva completamente alejada de los valores y principios que se proclamaron con la aprobación de nuestra Carta Magna.

Desde hace ya muchos años los profesores de Derecho Constitucional (y también de otras disciplinas) han venido manifestando la imperiosa necesidad de abordar con decisión su reforma como vía para fortalecerla y dignificar la importante función que está llamada a desempeñar. Cuando se elaboró la primera Constitución del mundo, la de los Estados Unidos de América de 1787, muchas personas se plantearon cuánto tiempo convendría mantenerla sin ser revisada. Thomas Jefferson sostuvo que no debería permanecer inalterada más de una generación, alegando que no era bueno para la Nación que lo dispuesto por individuos ya desaparecidos de la actividad política siguiera vinculando a ciudadanos presentes y futuros. Se tome o no esta anécdota histórica como referencia, lo cierto es que, además de la necesidad de vincular a las nuevas generaciones con las normas y reglas más elementales del juego democrático, otros dos datos corroboran lo esencial de la labor reformadora: el aprendizaje derivado de los errores y la incorporación de las novedades y evoluciones.

Los argumentos utilizados normalmente para contrarrestar este clamor en favor de una modificación constitucional no son más que excusas cansinas que obedecen al miedo paralizante o a la ignorancia peligrosa. Se alega, por ejemplo, que no existe consenso para tal cambio. Sin embargo, parece evidente que el acuerdo mayoritario es el resultado final de un proceso de negociación y análisis, nunca el inicial. Dicho de otro modo, los artífices de nuestra Transición no se reunieron por primera vez con todo pactado y atado. Por lo tanto, no cabe exigir que el punto de partida sea una manifestación de unanimidad o una mayoría cualificada. En su caso, será la meta y, para alcanzarla, primero procederá reunir, debatir y consensuar desde la discrepancia. También he oído numerosas voces que pretenden oponerse a una variación de nuestro texto normativo fundamental con la táctica de enumerar los aciertos y bondades del articulado ahora mismo vigente. Personalmente, aplaudo dichos aciertos y reconozco dichas bondades, pero se trata de construir una Constitución para el futuro, no de anclarse en la melancolía de un pasado cada vez más alejado del presente.

Sobre la mesa figura ya abundante material. El catedrático Javier García Roca publicó hace algunos años el libro “Pautas para una reforma constitucional”. También, bajo la denominación “Ideas para una reforma constitucional”, varios profesores ilustres, encabezados por Santiago Muñoz Machado, aportaron una serie de líneas básicas para acometer esta inaplazable tarea.

A mi juicio, son cinco los temas a abordar con urgencia:

1.- Nuestro modelo territorial: Para disponer de un Senado que sea una verdadera Cámara territorial, clarificar la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas y, por supuesto, decidir definitivamente qué tipo de sistema deseamos para convivir. Todo ello, no como fórmula para apaciguar a los nacionalismos mutados en grupos independentistas (tarea probablemente imposible), sino para mejorar una forma de Estado que, pese a sus éxitos y sus buenas intenciones, evidencia unas carencias preocupantes.

2.- La revisión de nuestro catálogo de Derechos Fundamentales: Para incorporar los nuevos derechos surgidos y enmendar algunos fallos descubiertos a lo largo de estas cuatro décadas.

3.- La reforma de los sistemas electorales: Para corregir las disfunciones y garantizar una mayor equiparación entre lo votado por los ciudadanos en las urnas y la posterior composición de los Parlamentos. Y, no solo para lograr una mayor proporcionalidad, sino también para conseguir una implicación superior de los ciudadanos como sujetos políticos protagonistas de la vida en democracia.

4.- Establecer una regulación de nuestras relaciones con la Unión Europea y clarificar los vínculos de los Tribunales internos con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

5.- Profundizar en la separación de poderes, sobre todo en lo relativo al Poder Judicial, revisando la elección y composición de su Consejo General y la figura del Ministerio Fiscal.

Se podrían citar otras, como la supresión de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona pero, en todo caso, lo que no es de recibo es empecinarse en celebrar el “cumpleaños” de nuestra Constitución momificándola como si fuese inalterable. Por ese camino tan solo lograremos destruirla.

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