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Responsabilidades políticas y/o jurídicas: matrimonio mal avenido
De un tiempo a esta parte, el debate sobre el alcance de las responsabilidades políticas de los cargos públicos, centrado en el momento concreto en el que deben empezar a asumirse, ya sea vía dimisión o cese, ha cobrado un especial protagonismo. Como la mayoría de los participantes en el mismo son personas con un evidente interés partidista, o responsables de partidos con posturas marcadas por sus propias estrategias electorales, es frecuente asistir a un cruce de discursos sin sentido ni coherencia. Los actores de tan pintoresca tragicomedia siempre suelen ver la paja en el ojo ajeno pero nunca la viga en el propio, o tienden a aplicar la “ley del embudo”, escogiendo la parte ancha o la estrecha a conveniencia, en función de si el razonamiento afecta a un compañero de filas o a un adversario. Por ello, procede analizar esta situación con objetividad, perspectiva y distancia (además de con un mínimo de rigor jurídico) para no caer en polémicas estériles que sólo conducen a titulares crispados y a pugnas sectarias.
Para empezar, se debe asumir que la responsabilidad política no siempre es coincidente con la jurídica. Una conducta puede no ser delito y, sin embargo, merecer un reproche moral, ético y político del que se derive la petición de abandono de determinado puesto, argumentando que la ostentación del mismo precisa de una pulcritud que trasciende al Código Penal. Por lo tanto, la existencia de una conducta punible no es siempre el criterio escogido para reclamar un cese o una dimisión. El código de conducta aplicable a los representantes públicos puede resultar más o menos estricto, y los ciudadanos, igualmente, ser más o menos implacables. Lo que no es procedente es mostrar piedad y clemencia o severidad e inflexibilidad en función del carnet que porte el enjuiciado o del color de las ideas que defienda el afectado. En ese caso, las reglas de honradez a las que nos aferramos no serán más que una mera excusa, una falacia cambiante a discreción. En una escena de la película “Candidata al poder” se dice: «Los principios sólo significan algo si nos atenemos a ellos también cuando nos resultan inconvenientes». Cierto al cien por cien. En caso contrario, mera palabrería.
Pero de más espinosa aún puede calificarse la controversia sobre el momento en el que la tramitación de un determinado proceso penal debe afectar al cargo público implicado. A ella, además, se añade una galimatías jurídico que, en vez de aclarar la cuestión, le empaña todavía más. De entrada, es preciso reconocer que, a este respecto, nuestras normas de enjuiciamiento son muy precarias. No es defendible que dentro del mismo concepto de “investigado” (antes “imputado”) quepa tanto una persona llamada sólo a declarar y que hace uso de sus garantías de defensa, como otra en la que, después de varias diligencias judiciales, el juez aprecie suficientes indicios de culpabilidad y decrete medidas cautelares (retirada de pasaporte, obligación de presentarse en el juzgado, etc.). Es decir, el término “investigado” refleja situaciones variopintas y se utiliza tanto para garantizar derechos como para establecer medidas restrictivas ante serios indicios de perpetración de actos delictivos. Sin duda, pues, urge una modificación de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, para establecer una mejor y más moderna regulación que sepa amoldarse tanto a los derechos y a la presunción de inocencia como a la efectiva persecución y enjuiciamiento de la criminalidad.
De igual forma, nuestro proceso penal -que presume de garantista- presenta preocupantes lagunas y déficits que hacen dudar de su plena eficacia. La escasez de medios en los Juzgados y en la Fiscalía, unida a la limitación temporal de las investigaciones, no ayuda a que los profesionales de la Justicia dediquen el tiempo y la atención necesarios en la totalidad de los casos, lo que da lugar a resultados no deseables. Existe cierta inseguridad jurídica en la fase de instrucción, de tal manera que llegan a juicio oral procedimientos que, a todas luces, no deberían hacerlo. La reciente noticia de una madre, enjuiciada penalmente tras ser acusada de quitarle el móvil a su hijo para que este se pusiera a estudiar, da buena muestra de ello. Obviamente, la mujer salió absuelta y el juez, no sólo la absolvió, sino que elogió su comportamiento. Pero lo cierto es que tuvo que sentarse en el banquillo de los acusados, constatando a todas luces que los filtros destinados a que sólo terminen en una vista los casos que así lo merecen, no funcionan siempre. En consecuencia, se debe reclamar una modificación normativa.
En mi opinión, hasta que eso ocurra, procede la asunción de responsabilidades políticas en la fase de instrucción (cuando, mediante resolución judicial motivada y detallada, se adopten medidas cautelares contra un responsable político) o, en su caso, en el momento de la apertura de juicio oral. Otra cosa bien distinta es que un concreto mandatario se comprometa a dimitir en otro momento del proceso diferente a los anteriormente reseñados. En dicho supuesto, el abandono de su cargo, más que una consecuencia derivada de su situación procesal, lo será del más elemental cumplimiento de la palabra dada.
Instituciones lentas, problemas eternos
Hace apenas unos días se ha aprobado en el Congreso de los Diputados la creación de una Subcomisión para el estudio de la reforma de la Ley Electoral del Estado. La medida, promovida por el PSOE y Ciudadanos, ha sido apoyada por todos los grupos parlamentarios, a excepción del PNV. En el ámbito autonómico también existen propuestas similares. Sin ir más lejos, se ha abierto en Canarias otra Comisión de Estudio para la modificación de su sistema electoral, mundialmente conocido por sus elevados niveles de desproporción, desigualdad del valor del voto y aplicación de altísimas y duplicadas barreras electorales, que colocan a nuestro archipiélago a la cabeza de las normativas electorales más injustas del planeta.
En este concreto asunto, lo más llamativo es el plazo de tiempo que venimos arrastrando los problemas que de él se derivan. Y es que estas deficiencias en la representatividad de nuestros parlamentarios se remontan ya varias décadas atrás. En realidad, a los mismos orígenes de nuestro actual modelo constitucional. Así, la configuración del actual sistema electoral proviene de una norma preconstitucional, la Ley para la Reforma Política de 4 de enero de 1977, cuyos principios fueron recogidos de forma prácticamente íntegra en el Real Decreto-Ley 20/1977 de 18 de marzo, que reguló las primeras elecciones democráticas. Posteriormente, la Constitución de 1978 elevó a rango constitucional los aspectos sustanciales del citado Decreto-Ley. En el marco de la referida previsión constitucional, la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio de Régimen Electoral General, reguló de forma concreta el sistema electoral español diseñado en la Transición. Al cabo de varias décadas, con más experiencia y, sobre todo, tras descubrir los fallos y los déficits de aquella primera regulación, resulta necesario afrontar los cambios para garantizar una serie de valores y principios que actualmente se encuentran muy difuminados, por no decir caricaturizados.
Se suele atribuir a Napoleón Bonaparte la siguiente frase: «Si quieres solucionar un problema, nombra un responsable. Si quieres que el problema perdure, crea una Comisión». Ciertamente, los antecedentes referidos a otras Comisiones no son muy halagüeños. En el año 2012, por ejemplo, se anunció la constitución de una destinada a estudiar la supuesta modificación del Senado para convertirlo en lo que realmente debería ser: una Cámara de representación territorial. Casi cinco años después, no existen resultados efectivos de la misma. Cada legislatura finaliza sin acuerdo y, tras la celebración de nuevas elecciones, la tarea se retoma con escasas esperanzas.
Los datos que invitan a ser pesimista y a no esperar a corto plazo un mejorado sistema electoral a nivel nacional son varios. Para empezar, dicha Subcomisión no posee capacidad legislativa y tan sólo emitirá un dictamen con conclusiones a la finalización de sus trabajos. Durante la última legislatura del presidente Zapatero, y por espacio de dos años, una Subcomisión del Congreso de los Diputados ya abordó sin éxito la reforma de la Ley Electoral. Además, los fuertes reparos de los partidos mayoritarios (que son mayoritarios, precisamente, a causa del actual sistema electoral) no invitan a pensar que vayan a poner facilidades para aumentar ni la proporcionalidad ni la igualdad del valor del voto.
En el fondo, estamos hablando de un problema político. De hecho, cuando existe voluntad por parte de los partidos, las leyes se reforman con celeridad. Baste recordar la reciente modificación de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General para que las Elecciones Generales no se celebraran el día de Navidad. Se tramitó y aprobó con extrema rapidez, en apenas unos meses. Es obvio que, desde el punto de vista jurídico, los problemas de nuestro sistema electoral están más que estudiados desde hace largo tiempo y se vienen denunciando sistemáticamente por numerosos profesionales de diversas disciplinas del Derecho. Si hubiera un verdadero interés en resolver este asunto, no se debería prolongar década tras década. Es por ello que esa imagen de lentitud que transmiten las instituciones, decididas a eternizar determinados problemas por razones de estrategia partidista, cala profundamente en la ciudadanía. Y con mucha razón.
En todo caso, procede aplaudir y apoyar estas comisiones (la nacional y las autonómicas) ya en marcha, aunque también urge exigirles soluciones efectivas a corto y medio plazo. De lo contrario, Napoleón tendría razón cuando afirmaba que recurrir a estos comités no era más que una cortina de humo para distraer la atención de la ciudadanía.
Los objetivos de la Subcomisión son ambiciosos y el ámbito del debate muy amplio. Así, entre las cuestiones a estudiar, se encuentran las siguientes: mejorar la capacidad de la ciudadanía de expresar su voluntad en los procesos electorales, facilitando un mayor grado de decisión de los electores sobre quiénes han de ser finalmente sus representantes, con el desbloqueo de las listas electorales mediante el establecimiento de un sistema de preferencias; avanzar hacia el objetivo de conseguir una presencia cada vez más equilibrada de ambos sexos en el ámbito de la representación política, profundizando en el camino ya abierto por la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombre; mejorar la capacidad de participación política de los españoles residentes en el exterior, constatada la injusticia de un modelo que ha hecho disminuir notablemente la participación electoral de este colectivo, mediante la supresión del voto rogado; abordar las reformas e impulsar los medios necesarios para facilitar el voto electrónico; posibilitar de forma efectiva el ejercicio del voto de las personas con discapacidad que hoy no pueden ejercerlo; regular la celebración de debates electorales; buscar instrumentos que permitan el ejercicio de una rendición de cuentas individual de los candidatos y fomentar la vinculación directa de todos ellos, no sólo de los cabezas de lista, con sus electores; o abrir el debate sobre el derecho de sufragio de los jóvenes mayores de 16 años. Son todos temas importantes y que podrían mejorar notablemente la calidad de nuestra democracia.
Dos de los objetivos que se persiguen, tanto a nivel nacional como canario, son mejorar la proporcionalidad de la representación de la población según el territorio y paliar los déficits de igualdad en el valor del voto. La manifiesta descompensación que existe entre la población y el territorio produce distorsiones que merecen ser corregidas. Tanto el Congreso de los Diputados como los Parlamentos Autonómicos son cámaras legislativas que representan al pueblo. Esa es su naturaleza y su esencia. La inclusión de elementos territoriales en dichas asambleas es lícita, pero siempre y cuando no desvirtúen su verdadera razón de ser.
Como ha señalado el Consejo de Estado en un informe emitido en 2009 sobre propuestas de modificación del Régimen Electoral General, el principio de igualdad de voto no agota su significado en la igualdad formal en el ejercicio del derecho de sufragio sino que, además, exige una igualdad sustancial de los votos emitidos, de forma que todos ellos tengan un similar peso para la obtención de representación. Sin embargo, actualmente el valor del voto difiere de manera ostensible en función de la circunscripción en la que se ejerza el derecho de sufragio. Ese mismo Consejo de Estado apuntó en el citado texto que la correspondencia entre el número de escaños y el número papeletas de algunas candidaturas electorales genera hoy en día importantes desajustes que afectan a la igualdad de oportunidades de los partidos. El sistema electoral del Congreso de los Diputados se caracteriza por una importante restricción de la proporcionalidad, beneficiando a los partidos que concentran sus votos en determinadas circunscripciones y penalizando la dispersión de los mismos, aunque se trate de partidos que en el cómputo nacional obtienen mayor apoyo popular.
En el concreto caso de Canarias, la situación es especialmente dramática. Nuestra Constitución establece un principio de proporcionalidad en la representación de las Asambleas Legislativas en función de la población, consecuencia lógica de su función primordial de representación del pueblo. Sin embargo, hasta la fecha se ha prescindido de dicho elemento a la hora de configurar nuestro sistema, primando las equivalencias territoriales sobre las poblacionales y creándose en la práctica una especie de Senado o Cámara territorial cuando, en teoría y con la normativa en la mano, debería ser una Cámara que representase al pueblo de Canarias.
Nuestra realidad se basa en un elemento geográfico insular y en una distribución nada homogénea de la población. En torno al ochenta y dos por ciento de los canarios residen en las dos islas capitalinas, mientras que el dieciocho por ciento restante habita en las cinco islas no capitalinas. Sin embargo, Tenerife y Gran Canaria eligen exactamente los mismos diputados que las denominadas islas periféricas. Tomando los datos del censo electoral de los últimos comicios celebrados en el archipiélago, 1.386.537 personas con derecho a sufragio eligen a 30 diputados, mientras que 274.735 ciudadanos eligen a los otros 30 diputados. Esta manifiesta descompensación genera una distrofia del sistema y desnaturaliza el Parlamento.
Sin duda, el problema trasciende al mero debate político y académico, y produce efectos prácticos muy relevantes que afectan a la calidad de nuestra democracia. Es por esa deformación de nuestras reglas electorales por lo que, al final, el tercer partido en número de votos se convierte en el primero en número escaños, y candidaturas con cincuenta y cuatro mil votos se quedan sin representación parlamentaria, mientras que otras con cinco mil obtienen tres diputados. Dicho de otra manera, nuestro sistema electoral manipula la voluntad de la ciudadanía canaria expresada en las urnas y configura una composición de la institución parlamentaria distorsionada y sin la imprescindible conexión directa con lo manifestado en las urnas el día de las elecciones.
Como se refleja en el texto de la citada propuesta aprobada en el Congreso, una reforma electoral puede constituir un instrumento adecuado para mejorar la calidad democrática y, específicamente, puede ayudar a mejorar la percepción de los ciudadanos sobre la calidad de su representación política. Por lo tanto, manos a la obra. Sin pausa y con rigor. Son ya demasiados años de retraso en una cuestión tan trascendental para cualquier Democracia.
Redes sociales y derecho a la propia imagen
Hace apenas una semana se ha dado a conocer una sentencia del Tribunal Supremo sobre el uso por parte de los medios de comunicación de fotografías sacadas de perfiles abiertos en las redes sociales. En concreto, el asunto se remonta a una demanda interpuesta por un ciudadano contra el periódico “La Opinión de Zamora”, con motivo de la publicación de una noticia relativa a un hecho violento que tuvo lugar en la citada localidad castellana y que se ilustró con la imagen de uno de los implicados extraída de Facebook. El demandante solicitó de la Justicia una condena para dicho diario por una supuesta intromisión ilegítima en dos de sus derechos fundamentales (a la intimidad y a la propia imagen).
Si bien el Tribunal Supremo rechazó finalmente que la actuación del medio de comunicación vulnerase el derecho a la intimidad, sí consideró que se conculcó el derecho a la propia imagen. El Alto Tribunal considera que el hecho de subir una fotografía a una red social haciéndola accesible al público en general, no autoriza a un tercero a reproducirla en un medio de comunicación sin el consentimiento de su titular. Afirman los magistrados que la finalidad de una cuenta abierta en una red social es la comunicación de su titular con terceros y la posibilidad de que esos terceros puedan acceder al contenido de dicha cuenta e interactuar con su titular, pero no que la imagen se pueda publicar en un periódico.
Sin embargo, a mi juicio, en esta decisión no se ha ponderado suficientemente el derecho a la información, que también está implicado en la controversia. Como en muchos otros supuestos donde colisionan entre sí varios Derechos Fundamentales (el de la libertad con el de la seguridad, el del honor con el de la libertad de expresión, etc.) se debe llevar a cabo un análisis de los intereses y valores constitucionalmente en juego para, finalmente, darle la primacía a uno de ellos en función de las circunstancias del caso.
Dado que el Tribunal Supremo se decantó por la preferencia del derecho a la información del periódico frente al derecho a la intimidad del ciudadano, basándose para ello en la veracidad de la noticia, su relevancia pública, su acomodo a los usos sociales (más concretamente, a los cánones de las crónicas de sucesos) y a la ausencia de cualquier tipo de extralimitación morbosa, tendría que haber procedido de igual forma para decidir sobre el otro derecho supuestamente afectado (el de la propia imagen).
El derecho a la propia imagen hace referencia a la facultad que todos tenemos de reproducirla y, al mismo tiempo, de negarnos a que esa representación física sea utilizada por terceras personas sin nuestro consentimiento. Con ello, lo que se pretende preservar es su difusión pública, que nada tiene que ver con un supuesto derecho al anonimato. Así, en palabras del Tribunal Constitucional, se trata del poder de impedir la obtención, reproducción o publicación de la propia imagen por parte de un tercero no autorizado.
Sin embargo, dicho derecho puede chocar claramente con el derecho de la prensa de difundir noticias, en el sentido más amplio del término. Tal es así que el propio Tribunal Supremo reconoce que, si hubieran sido los fotógrafos del diario los encargados de tomar la foto con ocasión del dispositivo de cobertura del reportaje, nada se habría podido achacar al medio de comunicación si la hubiera publicado posteriormente. Por lo tanto, se admite que, en determinados casos, sí resulta procedente la captación de la imagen, así como su utilización y difusión, cuando está conectada con una información veraz y de relevancia pública.
En el fondo, más que la publicación en sí de la imagen, lo que se critica en la reciente sentencia del Supremo es el modo de obtención de la misma. De ser esto así, la afectación del derecho a la propia imagen es, a mi juicio, más cuestionable, puesto que esas supuestas objeciones esgrimidas en la argumentación de la resolución judicial tienen más que ver con la propiedad de esa concreta fotografía y con la vía utilizada para conseguirla que con el verdadero significado del derecho constitucional supuestamente afectado.
Considero que el Supremo entra en contradicciones cuando, en algunos párrafos de la sentencia, fundamenta los perjuicios para el demandante en su perfecta identificación y en el pleno reconocimiento de sus rasgos para, asimismo, aceptar que esta clase de noticias de relevancia pública pueden ilustrarse con imágenes captadas por los fotógrafos del medio, sin que exista entonces vulneración de derechos. A mi parecer, no se han ponderado correctamente las implicaciones constitucionales del derecho a la información y, además, se ha sobredimensionado el aspecto de la propiedad de la fotografía y su forma de obtención.
Subir fotos a las redes sociales en un perfil público y accesible, abierto y sin restricciones, para después echarse las manos a la cabeza por la difusión de las mismas es, a mi juicio, un comportamiento cuando menos rebatible. Y condenar su uso para complementar una noticia veraz, de relevancia pública y plenamente acorde a los usos periodísticos supone (insisto) no ponderar correctamente las implicaciones constitucionales del derecho a la información. En todo caso, el Tribunal Constitucional tendrá la última palabra.