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Experimentos jurídicos peligrosos

Se ha anunciado desde el Gobierno de la Nación que a partir del próximo 9 de mayo, fecha en la que pierde vigencia el actual Estado de Alarma, no existe intención de prorrogarlo. Al mismo tiempo, se lanza también el mensaje de que ello no significa que la situación de peligro derivada de la crisis sanitaria ocasionada por la pandemia de coronavirus haya acabado ni esté a punto de finalizar. Es más, se insiste de forma contundente en que continuarán siendo necesarias medidas restrictivas y que, a partir de ese concreto día, serán las Comunidades Autónomas las que, cada una por su cuenta, establecerán las normas a cumplir para contener y combatir la enfermedad.

El Estado de Alarma otorgaba cierta cobertura jurídica a buena parte de las limitaciones a la movilidad y a las demás restricciones que venimos soportando los ciudadanos. El artículo cuarto de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio habla literalmente de “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”, como presupuesto de hecho que habilita a la declaración de dicha situación excepcional y, expresamente, permite la limitación de “la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”, o también de intervenir “locales de cualquier naturaleza”.

El decaimiento del Estado de Alarma supone una buena noticia si, efectivamente, no van a ser necesarias las restricciones asociadas a él. Lo que no tiene ningún sentido es suprimir la cobertura jurídica que permite implantar y exigir todas las medidas asociadas a la lucha contra la enfermedad que requieren la limitación de algún derecho fundamental para, acto seguido, transmitir a la sociedad que van a tener que continuar suportando dichas limitaciones y que cada Comunidad Autónoma impondrá las prohibiciones que considere oportunas. Estado de alarma y limitación de Derechos Fundamentales forman un binomio lógico que dota de cierta seguridad jurídica a estos periodos de incertidumbre y caos, de tal manera que pretender separarlos y continuar con uno pero sin el otro es una temeridad.

Da la sensación de que no se ha aprendido nada, habida cuenta que este escenario ya lo hemos vivido. Desde que finalizó el primer Estado de Alarma en junio de 2020 hasta que comenzó el actual en octubre del mismo año, sufrimos unos meses en los que las Autonomías impusieron cierres perimetrales y prohibiciones varias sin una clara habilitación constitucional o legal, sometiendo a la sociedad a una grotesca inseguridad jurídica y haciéndola testigo de decisiones contradictorias y diferentes de sus correspondientes Tribunales Superiores de Justicia. Ahora se pretende de nuevo acudir a la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública para defender tales actuaciones y, personalmente, no puedo estar de acuerdo con esta afirmación. Dicha norma faculta a tomar determinadas decisiones con el fin de controlar “enfermedades transmisibles”, si bien habla literalmente del “control de los enfermos” y de “las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos”, no de la totalidad de la población. Y, aunque también permite adoptar otras disposiciones usando la expresión de “que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”, no cabe considerar en modo alguno que tal frase equivalga a un “cheque en blanco” para hacer cualquier cosa. Conviene recordar cómo han interpretado la doctrina y la jurisprudencia la expresión “podrá adoptar las medidas necesarias” que contiene el tristemente famoso artículo 155 de nuestra Constitución y que en absoluto constituye una puerta abierta a cualquier idea u ocurrencia que se le pase por la cabeza al gobernante de turno. Además, usar la Ley Orgánica 3/1986 como si pudiese sustituir sin diferencia alguna al Estado de Alarma, sería vaciar de contenido la normativa sobre Estados excepcionales y dar la espalda a toda una construcción jurisprudencial sobre cómo, cuándo y por qué se pueden limitar los Derechos Fundamentales.

Más parece que nuestro Gobierno está realizando una serie de experimentos jurídicos peligrosos sin valorar ni ponderar sus consecuencias, entre ellos anunciar (apenas veinticuatro horas después de la entrada en vigor de la Ley 2/2021, que impone el uso de mascarillas en espacios públicos y al aire libre) que pretende revisar o modificar la aplicación de dicha norma legal por medio de una decisión del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud de España. Otra patada a los manuales de fuentes del Derecho y otro disparate jurídico que acarrearía el suspenso de los alumnos de las Facultades de Derecho que dieran semejante respuesta en un examen. No ha lugar, pues, a estos experimentos de riesgo en el ámbito jurídico, aunque algunos dirigentes persistan en jugar con fuego a la hora de adoptar decisiones e imponer medidas.

Ministros-magistrados y Magistrados-ministros

Fernando Grande-Marlaska, actual Ministro del Interior y antiguo Magistrado de la Audiencia Nacional, ha acaparado portadas y titulares de los medios informativos con ocasión de dos noticias que evidencian la nociva y dañina influencia que ejerce la Política sobre el ámbito de la aplicación del Derecho. Tanto la sentencia del Juzgado Central de lo Contencioso Administrativo número 8 de fecha 31 de marzo de 2021 (que anuló el cese del ex Coronel Jefe de la Comandancia de Madrid, Diego Pérez de los Cobos), como las prácticas de entrada en domicilios particulares sin orden judicial (dentro de las medidas de vigilancia y cumplimiento de las restricciones impuestas por la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19), han demostrado cómo el jurista ha dado paso al político y, con ello, cómo el pensamiento partidista y la ideología han anulado por completo el razonamiento jurídico y el respeto a los principios, valores y derechos básicos en una sociedad libre y constitucional.

En el fondo, estamos simplemente ante otra muestra de degradación de nuestro sistema, inicialmente construido e ideado para controlar y limitar al Gobierno y a quienes ejercen el poder político, pero que, desde hace tiempo, está evolucionando hacia un régimen en el que quienes detentan dicho poder acaparan y concentran más y más facultades, y aprueban y adoptan más y más decisiones, restringiendo el ámbito de libertades del individuo y convirtiendo en controlador al órgano controlado, todo ello bajo el pretexto de defender un supuesto interés general que deciden ellos mismos, amparándose en la legitimidad que les otorga el hecho de haber accedido a sus cargos a través de cauces democráticos.

Tener que escuchar a un otrora juez defender la entrada de la Policía en un domicilio sin consentimiento de sus titulares y sin resolución judicial, sosteniendo sin ruborizarse ni titubear siquiera que, si el inmueble ha sido alquilado bajo un régimen de arrendamiento vacacional, pierde su condición de morada, o que la investigación del cumplimiento de medidas administrativas puede considerarse un delito flagrante, únicamente certifica la degradación de nuestro sistema constitucional. A raíz de esta pandemia habrá un antes y un después en el mundo del Derecho y, a buen seguro, podremos hablar de secuelas importantes para nuestro ordenamiento jurídico cuando esta enfermedad nos abandone. Porque presenciar las declaraciones de un Ministro de un Gobierno de un Estado constitucionalista que, a su vez, es un Magistrado al que se le presupone un amplio conocimiento normativo, ignorando de forma palmaria una serie de derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución, y negando reiteradamente la jurisprudencia asentada y consolidada de nuestros Tribunales Supremo y Constitucional, nos debe alertar sobre el rumbo que está tomando esta forma de Estado a la que presuntuosamente nos gusta denominar Estado Social y Democrático de Derecho, aunque a renglón seguido olvidemos groseramente en nuestro día a día el significado de dichos términos.

En la película “Candidata al poder” (2000), el protagonista dice una frase que resume muy bien mi mensaje: “Los principios sólo significan algo si nos atenemos a ellos también cuando nos resultan inconvenientes». Lo cierto es que se nos llena la boca de valores, derechos y principios legales pero sólo cuando nos conviene, porque, en cuanto nos resultan engorrosos o molestos, prescindimos de ellos con una insultante facilidad.

Sobre la sentencia relativa al cese del ex Coronel Diego Pérez de los Cobos, su mera lectura demuestra cuán cerca se halla de los conceptos de “abuso de derecho”, “desviación de poder” e, incluso, de alguna figura delictiva. Literalmente se declara probado que dicho cese se produjo por su negativa a informar al Gobierno sobre unas investigaciones derivadas de un procedimiento judicial que, por expreso mandato legal y por orden judicial, estaban amparados por la reserva y el secreto. En su fundamento jurídico decimoquinto, la resolución judicial dice: “No podemos concluir más que el motivo de la decisión discrecional de cese era ilegal, en tanto que el cese estuvo motivado por cumplir con lo que la ley y el expreso mandato judicial ordenaban, tanto a la Unidad Orgánica de Policía Judicial como a sus superiores, en este caso al Sr. Pérez de los Cobos, esto es, no informar del desarrollo de las investigaciones y actuaciones en curso; lo que, entre otras cosas, podría haber sido constitutivo de un ilícito penal”. Tal extracto tendría que avergonzar a cualquier persona, con independencia de sus ideas o su pertenencia a un partido. Por ello, debería existir un consenso dirigido a depurar responsabilidades. Sin embargo, en España, o se utilizan las sentencias como armas arrojadizas o se niega la mayor, en función del bando en el que se milite.

Mi crítica, que en realidad es una llamada a la reflexión, no va en contra de ninguna ideología ni formación política, sino de actitudes, comportamientos y actos concretos provenientes de las más variadas siglas. Va en contra de desnaturalizar nuestro sistema constitucional. Va en contra de continuar por la senda de concentrar más y más poder en el Gobierno, al margen de su signo. Va en contra de justificar cualquier tipo de barbaridad por el mero hecho de que provenga de un cargo ocupado con legitimidad electoral. Y, sobre todo, va en contra de una ciudadanía aletargada que asiste, pasiva e indolente, a todos estos hechos. En contra de quienes, por pura estrategia partidista, defienden una postura y la contraria, prescindiendo de cualquier análisis objetivo. Más aún, en contra de esos grupos que, por culpa de su manifiesta irresponsabilidad, sirven de argumento a los que mandan para seguir convirtiendo su poder limitado y controlable en un poder ilimitado y fuera de control.

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