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Sobre penalizar las ideas, sus difusiones y sus incitaciones

En los últimos días se ha difundido la noticia de que el Grupo de Estudios de Política Criminal, formado por más de doscientos profesores, jueces y fiscales expertos en Derecho Penal, ha propuesto derogar el delito de ultrajes a España, despenalizar las injurias y limitar los delitos de calumnias y los de odio, de forma que las expresiones que no inciten directamente a la comisión de un delito queden fuera del Código Penal. Igualmente, el Gobierno ha reconocido que está trabajando en una reforma de nuestra normativa penal dirigida a modificar las sanciones relacionadas con la libertad de expresión.

Se trata de un asunto serio y trascendental para una Democracia, por lo que no procede que ninguna reforma ni ningún proyecto de ley estén influenciados por un concreto caso ni por una corriente de opinión pública pasajera. Se suele usar el término “legislar en caliente” para referirse a aquellos cambios legislativos con origen en un hecho o episodio de gran repercusión social que suscita un gran revuelo, dirigiéndose la intención de dicho cambio legislativo a contentar exigencias o acallar voces. Y tampoco esa vía es oportuna. Por ello, todas las Asociaciones de Jueces se han pronunciado también solicitando consenso para no reformar “en caliente” los delitos sobre libertad de expresión.

Cuatro son las ideas clave que deben tenerse en cuenta en relación a este tema como principios o pilares básicos de cualquier Estado Social y Democrático de Derecho:

Primera: La libertad de expresión es uno de los cimientos de nuestro modelo de convivencia. No sólo se trata de un derecho fundamental de cada concreto ciudadano, sino que supone un requisito imprescindible para la existencia de una Democracia y de una comunidad libre. Sin ella no existe pluralismo político, ni debate público de ideas, ni posibilidad de aspirar a un sistema democrático.

Segunda: Entre esas ideas cuya difusión debe permitirse como parte de la esencia misma de nuestro constitucionalismo, figuran las ideas contrarias a las nuestras, las que no nos gustan, las que nos desagradan, las que nos parecen desafortunadas, incluso las que nos repugnan. Como se establece en una de las sentencias del Tribunal Constitucional que muestro siempre a mis alumnos, la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática».

Tercera: Pero incluso esa libertad de expresión tiene límites y, en un Estado de Derecho, tales límites deben ser eficaces, exigibles y, en algunos casos, sancionables si son traspasados. Uno de ellos es el denominado “discurso del odio” y, para distinguir las expresiones amparables en Derecho de las que no lo son, es preciso dilucidar si lo manifestado es fruto de una opción legítima que pudiera estimular el debate tendente a transformar el sistema político o si, por el contrario, persigue difundir hostilidad e incitación al odio y a la intolerancia, totalmente incompatibles con el sistema de valores de una Democracia. Conforme a las recomendaciones del Consejo de Europa y a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, hablamos de expresiones que incitan, promueven o justifican el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo o la intolerancia, incluyendo el nacionalismo agresivo y etnocéntrico, la discriminación y la hostilidad contra las minorías, los inmigrantes y las personas de origen inmigrante. En cualquier caso, como muy bien ha explicado en varios de sus artículos el profesor de Derecho Constitucional Miguel Presno Linera, una cosa es el “discurso del odio” (que claramente incita y fomenta las anteriores conductas) y otra diferente los “discursos odiosos” (que son los que nos parecen profundamente desafortunados, erróneos o mezquinos).

Cuarta: Como una manifestación de lo anterior plenamente reconocida por los tribunales internos y los internacionales, se halla el castigo al denominado “enaltecimiento del terrorismo”, con el que se pretende contrarrestar la loa y la justificación de acciones terroristas, incluyéndose la burla, el escarnio y la humillación de quienes han sufrido esta tragedia, así como la defensa y la exculpación de aquellos que utilizan dicho terrorismo como vía para conseguir sus fines.

Atendiendo a estos cuatro principios, existe margen para reformar y mejorar nuestro Código Penal. Siempre se generará alguna duda o controversia sobre los límites entre la difusión de una idea al amparo de nuestro Derecho y la precedencia de castigarla. Sin embargo, en la inmensa mayoría de supuestos resulta sencillo separar una de otra. La llamativa sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América en el caso Watts vs United States del año 1969 consideró libertad de expresión decir “si tuviera un rifle, la primera persona que querría tener en el punto de mira sería Lyndon B. Johnson”. La explicación radicaba en que un Jefe de Estado no puede incluirse en ningún caso dentro de la categoría de grupo minoritario o desfavorecido, y la reacción penal contra dichas manifestaciones encuentra su justificación en impedir la estigmatización que padecen los grupos vulnerables y dotarlos de protección.

Elecciones, pandemias y vacíos jurídicos

El 21 de diciembre de 2020 se dictó el Decreto 147/2020 de disolución del Parlamento de Cataluña y de convocatoria de elecciones, a tenor de la incapacidad de los grupos políticos de dicha Asamblea autonómica para proponer un candidato a Presidente o Presidenta de la Generalitat tras la ejecución de la sentencia que inhabilitó a Quim Torra por la comisión de un delito de desobediencia. Es evidente que cuando se convocaron las elecciones continuaba vigente el Estado de Alarma amparado en el Real Decreto 926/2020, así como también su extraña y sospechosa prórroga hasta las 00:00 horas del día 9 de mayo de 2021. Por supuesto, permanecíamos en plena pandemia descontrolada y, por lo tanto, se sabía con certeza que los comicios se desarrollarían en una coyuntura excepcional, en plena batalla contra el coronavirus.

Así las cosas, el 15 de enero se dictó el Decreto 1/2021 por el que se dejaba sin efecto la celebración de las elecciones al Parlamento de Cataluña previstas para el 14 de febrero, como consecuencia de la crisis sanitaria causada por el Covid-19. En dicha resolución se afirmaba que “las circunstancias sanitarias impiden garantizar las condiciones para el desarrollo de un proceso electoral en libertad de concurrencia, votación y ejecución sin solución de continuidad, ya que la ciudadanía no podría asistir libremente a los actos de precampaña, campaña electoral y votaciones”, y enlaza con lo anterior indicando que tal situación “no permite garantizar a la ciudadanía ni a los partidos (…) la participación y el ejercicio del derecho de sufragio en igualdad de condiciones y oportunidades, ya que una votación en la que no se pueda efectuar una campaña electoral en condiciones dificulta el debate público entre los candidatos y que el electorado pueda conocer los diferentes programas para decidir su voto”. En otro apartado del Decreto, se trataba de argumentar la medida adoptada diciendo que la situación derivada del Covid-19 “puede alterar la decisión concreta de ir o no a votar y que el resultado final no responda a la voluntad de la colectividad si las personas contagiadas, en cuarentena, vulnerables o ubicadas en determinados ámbitos territoriales no pueden desplazarse para ir a votar”. En definitiva, se utilizaban para justificar la cancelación de las elecciones unos argumentos que debían ser conocidos o, al menos, previstos cuando se convocaron, por no mencionar lo cuestionable que resulta hoy en día la celebración de mítines o actos multitudinarios como única vía para transmitir mensajes o movilizar al electorado.

En cualquier caso, la cuestión no radica en si es o no conveniente desconvocar ante una situación de alerta sanitaria unos comicios previamente convocados. Desde el punto de vista jurídico, la pregunta es si, una vez convocados en situación de Estado de Alarma y plena pandemia, quien lo hace tiene la facultad de dar marcha atrás, ya que tal posibilidad no está prevista ni en la Ley Orgánica de Régimen Electoral General ni en las Leyes Autonómicas que regulan las elecciones en las Comunidades Autónomas. Cierto es que existe un antecedente. En 2020, los procesos electorales del País Vasco y Galicia se aplazaron de su primera fecha prevista, pasando del 5 de abril al 12 de julio. En aquella ocasión sí se realizó, pese a existir el mismo vacío legal que ahora persiste. Pero si dicha posibilidad no estaba contemplada ni prevista ¿cuál ha sido la diferencia entre el aplazamiento de las elecciones gallegas y vascas (que prosperó) y el de las elecciones catalanas (que ha quedado anulado)? Pues que en este segundo caso, alguien decidió recurrir y acudir a los Tribunales.

Las elecciones a cualquier Parlamento están reguladas por normas jurídicas y, en el caso de que un tribunal deba pronunciarse sobre las mismas, también ha de hacerlo fundando su decisión en Derecho. Aquí no valen las conveniencias ni las opiniones sobre lo que se considera mejor o peor. Ante la Justicia sólo vale (y sólo tiene que valer) lo que se ajusta a Derecho. ¿Por qué ha decidido el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña anular el Decreto que dejaba sin efecto las elecciones? Porque los Magistrados han tenido en cuenta, en primer lugar, que la decisión de suspensión de unos comicios ya convocados no está prevista en nuestro ordenamiento jurídico. Pero, además, porque han valorado que existe un especial interés público en la celebración de estas elecciones, habida cuenta que, si no se celebran en la fecha señalada, se abre un periodo prolongado de provisionalidad que afecta al normal funcionamiento de las instituciones democráticas. También se ha tenido en cuenta que esta decisión afecta al Derecho Fundamental de sufragio activo y pasivo, y no es posible, con la regulación del Estado de Alarma en la mano, privar a la ciudadanía de acudir a votar. Igualmente, los jueces analizaron las demás medidas restrictivas que estaban aplicándose y que permitían los desplazamientos y posibilitaban la realización de otras actividades compatibles con ir a las urnas (con independencia de que también sea viable recurrir al voto por correo).

Lo ideal hubiese sido reformar la normativa electoral para incluir esta situación actualmente ausente de los textos y, de ese modo, darle cobertura legal. Resulta innegable que desde el 14 de marzo de 2020 han dispuesto de tiempo más que de sobra para abordar legislativamente este asunto. Sin embargo, no han sabido o no han querido. Sea como fuere, es preciso transmitir a la sociedad que el controvertido fallo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña no se ha dictado en términos de mera conveniencia. El trasfondo nunca versó sobre si era mejor o peor celebrar o suspender las elecciones, sino si la decisión era jurídicamente válida, tanto en lo relativo a la competencia de la autoridad que suspendió la votación como a la correcta ponderación de los derechos afectados por la misma.

Y, por enésima vez, tengo que denunciar el hecho arraigado de que, cuando la urgencia y la emergencia entran por la puerta, el Derecho sale por la ventana. Demasiadas autoridades han forzado al máximo sus habilitaciones y facultades (hasta, en algunos casos, quebrantarlas), amparándose en el razonamiento de estar adoptando las medidas necesarias para luchar contra el virus, en la línea del viejo aforismo “el fin justifica los medios”. Ahora bien, cabe indicar que los niveles de inseguridad jurídica que estamos padeciendo de un tiempo a esta parte son, asimismo, otra modalidad de pandemia, que afecta en este caso al Estado de Derecho y a los derechos de los ciudadanos. Si procede reformar nuestras normas para adecuarlas a estos momentos convulsos, hágase. Pero, si no, las facultades para limitar derechos e, incluso, suspenderlos no deben darse por supuestas, ni menos aún pueden fundamentarse simplemente en que, dadas las circunstancias, se considera lo mejor.

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