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Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo: la pugna por defender cada uno su ámbito de competencias

En los últimos días se han publicado diversas noticias referentes a varias sentencias del Tribunal Constitucional, las cuales han anulado previas resoluciones del Tribunal Supremo que confirmaban algunas condenas por el denominado “Caso de los ERE”, en donde se enjuició a una red de corrupción política integrada en el seno de la Junta de Andalucía, gobernada por aquel entonces por el Partido Socialista Obrero Español, y con la implicación del Sindicato Unión General de Trabajadores. A raíz de estas decisiones del T.C. se ha vuelto a reavivar una vieja polémica entre ambos tribunales sobre sus respectivos ámbitos de competencia, donde el T.S. se queja de que el Constitucional invade precisamente ese ámbito de competencias que le corresponde.

La controversia entre ambos órganos no es nueva. Se remonta décadas en el tiempo. De hecho, en el año 1999 la catedrática de Derecho Constitucional Rosario Serra Cristóbal publicó su libro “La guerra de las dos cortes”, sobre las tensiones y desavenencias producidas entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional con ocasión de las sentencias y resoluciones dictadas por cada uno de estos órganos, que el otro interpretaba como invasiones de sus competencias, cuando no como auténticos ataques hacia su institución.

En pura teoría, la delimitación de las competencias de cada uno debería estar clara. El Supremo es el máximo intérprete de la ley y el Constitucional es el máximo interprete de la Constitución. Más que una jerarquía entre ambos tribunales, existe una jerarquía entre las normas que cada uno interpreta de forma incuestionable. De ahí que, cuando el Constitucional considera que se ha vulnerado la Constitución puede (y debe) anular las resoluciones judiciales que han originado dicha vulneración, de la misma forma que anula normas que no respetan nuestra Carta Magna.

Pero el centro de la disputa se sitúa cuando el Constitucional se dedica a sentar doctrina sobre cómo debe interpretarse la ley, para que dicha interpretación sea acorde a la Constitución. Es ahí cuando la tradicional separación de funciones (uno tiene la última palabra sobre cómo interpretar y aplicar la ley, y el otro sobre cómo interpretar y aplicar la Constitución) salta por los aires. El T.C. ha construido una doctrina, avalada por buena parte de los constitucionalistas, que defiende que si una ley se puede interpretar de varias formas, unas acordes a la Constitución y otras no, es dicho tribunal el que tiene que fijar el criterio interpretativo correcto, para evitar declarar nula la ley que emana del Parlamento. Por el contrario, en otros Estados se actúa de otra forma y, como defiende otra corriente doctrinal, sólo el T.S. debería decir cómo interpretar la ley y, si resulta que esa forma de interpretación el Constitucional la considera contraria a la Constitución, lo que debería hacer es anularla, no corregir el criterio interpretativo del Supremo.

En cualquier caso, y al margen de la anterior discusión, todavía inacabada, lo cierto es que, existiendo una clara jerarquía entre la Constitución y la ley, no debería existir extrañeza por que el Tribunal Constitucional anule una sentencia del Supremo, hallándose ello dentro de la normalidad constitucional. Otra cuestión diferente sería, como sostienen algunos sectores, que la principal motivación del Constitucional para anular la sentencia del Supremo sea política y no jurídica. Aquí nos enfrentamos al espinoso, delicado y, por ahora, irresoluble asunto de la independencia de los órganos de control respecto del ámbito político, y la tendencia a nombrar jueces o juristas afines, simpatizantes o cercanos a ideologías y partidos.

Cuando la sombra de la duda se torna evidente, crecen los comentarios y discursos que califican de decisión política lo que adopta forma de sentencia, aunque quienes cuestionan las decisiones ni siquiera se hayan leído las resoluciones judiciales, porque cuando el recelo y la desconfianza anida y crece, no basta con tener la potestad de imponer y hacer cumplir tales sentencias. Si se pierde la autoridad moral, la degradación resulta inevitable.

En el concreto caso de los “ERE”, la primera sentencia del Tribunal Constitucional hacía referencia a Doña Magdalena Álvarez Arza, antigua Ministra de Fomento y Consejera de Economía y Hacienda de la Junta de Andalucía en el momento de los hechos enjuiciados. En este caso, la postura del Constitucional posee ciertamente sólidos argumentos jurídicos, dado que sólo anula la condena por el delito de prevaricación y, este concreto delito, tal y como se configura en el Código Penal, está previsto en exclusiva para autoridades o funcionarios públicos que, a sabiendas de su injusticia, dicten resoluciones arbitrarias en un asunto administrativo. Sin embargo, los hechos imputados a la condenada se referían a la elaboración y aprobación de los anteproyectos y proyectos de las leyes de presupuestos de la Comunidad Autónoma de Andalucía para los ejercicios 2002, 2003 y 2004. Es decir, hablamos de un acto parlamentario (no administrativo) que, en realidad, fue aprobado por el Parlamento. No se niega que dichos anteproyectos y proyectos de ley fueran ilegales porque infringían la normativa presupuestaria en vigor en aquel momento: lo que se pone en cuestión es que un acto parlamentario pueda ser constitutivo de un delito de prevaricación con la redacción actual del Código Penal.

Cuestión diferente suponen las sucesivas sentencias del Constitucional que afectan a otros condenados, dado que las estimaciones parciales de sus recursos de amparo hacen referencia también al delito de malversación, no sólo al de prevaricación. Es en este punto donde el Constitucional realiza una argumentación algo más enrevesada, para llegar a la conclusión de que la condena del delito de malversación vulnera el derecho a la presunción de inocencia. Por ello, varios votos particulares defienden que, en este caso, el T.C. se extralimita respecto al ámbito de interpretación de la legalidad que se atribuye al Tribunal Supremo y, ciertamente, en este aspecto, la interpretación y aplicación de la ley impuesta en la sentencia por el Constitucional parece más propia de un órgano encargado de la exégesis de la legalidad que de la constitucionalidad.

La polémica continuará. Pero, más allá de los posicionamientos jurídicos que puedan defenderse, conviene poner el acento en el problema de autoridad que existe en el Constitucional, derivado de una política de nombramientos que alienta y favorece el cuestionamiento de sus decisiones, por más que, en algunos casos, puedan considerarse acertadas y, en otros, desafortunadas. Porque cuando la sombra de la duda se extiende y la credibilidad se deteriora, es el propio sistema el que se tambalea.

Reinventarse o morir: ideas para mejorar la Democracia

Un amplio análisis histórico lleva a la conclusión de que la forma de organización social y política siempre evoluciona y no habrá ninguna configuración del poder que sea eterna. Así, la organización social y política de la antigua Gracia no era igual a la del Imperio Romano, ni coincidente con las ideas del Estado Absoluto, ni estas últimas tenían nada que ver con cómo se configuraron las instituciones tras las revoluciones liberales hasta que, finalmente, apareció la idea del actual “Estado Social y Democrático de Derecho”. Siguiendo dicho razonamiento, se podría concluir que la manera en la que se entiende y organiza el Poder en la actualidad pasará, y aparecerán nuevas ideas, estructuras, regulaciones y relaciones sociales.

Quién sabe si lo que entendemos hoy por Democracia será estudiado en los futuros libros de Historia como una etapa obsoleta, caduca y terminada, del mismo modo que nuestros jóvenes estudian ahora la época del feudalismo. A saber cómo se nos juzgará. Pero, si asumimos que todo esto pasará o, al menos, evolucionará, tal vez podríamos analizar algunos cambios para orientar esa transformación en mejora, aprendiendo de los errores y orientando el rumbo en otra dirección.

Se dice que la Democracia está en crisis, que las pugnas políticas resultan cada vez más polarizadas, que la tendencia parece dirigirse hacia los extremismos, que el descontento en los votantes les hace buscar propuestas cada vez más antisistema, que buena parte de los problemas reales (acceso a la vivienda, listas de espera en sanidad, precariedad laboral, inmigración…) no sólo no se solucionan, sino que se agravan. Cada vez con mayor frecuencia surgen candidatos cuyos programas se redactan sobre la base de “ir contra el establishment”, entendido este concepto (“establishment”) como “grupo de personas que detenta el poder y su forma de ejercerlo”.

Por ello, desde algunos sectores académicos, filosóficos y científicos se están lanzando ideas para o reinventarse o aceptar el, a la larga, fatal desenlace de nuestra forma de vida. He aquí alguna de las propuestas. Curiosamente, el análisis de cada una de ellas supone, más que un cambio radical, un retorno al origen. Se parte de que el problema se halla en la degradación de la separación de poderes, en la involución producida por la concentración de poder en los Ejecutivos y en la desnaturalización de la Democracia en cuanto al poder de decisión del votante y del ciudadano. Si eso es así, más que un cambio, se trata de una vuelta a las ideas más clásicas surgidas en el origen del Constitucionalismo:

  1. Otorgar más poder al votante y al ciudadano, y quitárselo a los partidos políticos. Ahora mismo, la persona electa (diputado, senador, etc.) considera que debe más su puesto al partido que le coloca en las listas que al ciudadano que le vota. Para ello, se propone la implantación de listas abiertas y no bloqueadas, de tal manera que se refuerce la conexión del votante con su representante y se debilite la relación entre el representante y el partido al que pertenece. Incluso en algunos casos, se sugiere la implantación de distritos donde se elija a un único representante, pudiendo presentarse varias personas de una misma ideología o partido para que el elector le designe directamente.
  2. Incentivar la participación ciudadana directa. Potenciar los referéndums, al estilo suizo, la iniciativa legislativa popular, e incluso la implantación de preguntas directas de los ciudadanos a los miembros del Ejecutivo y a sus representantes parlamentarios, eliminando las bochornosas “sesiones de control al Gobierno” actuales (que se han convertido en una pelea de patio de colegio), de modo que los miembros de dicho Gobierno expliquen a la ciudadanía sus decisiones, o que los parlamentarios expliquen a sus electores el sentido de sus votos en las Asambleas Legislativas.
  3. Implantar mecanismos de censura de los votantes hacia sus representantes. Ahora mismo se acepta la moción de censura del Parlamento al Gobierno. Se trataría de implantar una moción de censura de los votantes de una circunscripción o distrito electoral a un concreto representante, si entienden que no les está representando correctamente o no está votando en el Parlamento conforme a su programa o a sus promesas electorales.
  4. Revertir el número de cargos elegidos por los partidos políticos. Su incapacidad para elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial o a los del Tribunal Constitucional se ha demostrado clara y manifiesta. Hemos soportado más de cinco años con el mandato de los miembros del CGPJ caducado y más de dos años con un magistrado menos en el Constitucional. Tanto los enfrentamientos y las estrategias partidistas como la tendencia cada vez menos disimulada de nombrar a afines para ocupar esos puestos, simpatizantes y personas directamente vinculadas al Gobierno o a sus siglas, desnaturalizan la necesaria separación y la imagen de imparcialidad imprescindibles en este tipo de órganos. Igualmente, los partidos políticos se han convertido en agencias de colocación de militantes e incondicionales en empresas públicas y en cargos de lo más variopinto (desde Paradores Nacionales a Radio Televisión Española, desde las Embajadas al Centro de Investigaciones Sociológicas…). Cientos de puestos repartidos al margen de la formación, el mérito y la capacidad para impulsar una red de discípulos y adeptos. Para nombrar al CGPJ se llegó incluso a proponer un sorteo, con tal de quebrar su paralización.
  5. Fomentar la educación como mecanismo para la formación de personas libres, críticas y preparadas. La Democracia sólo funciona con una ciudadanía bien formada e informada, una ciudadanía con criterio y exigente con sus responsables. De lo contrario, se enfrenta a una legión de forofos a unas siglas o a un líder que terminan votando al mismo estilo que los hinchas de fútbol apoyan a su equipo. Para abordar ese desafío, la educación se torna esencial, pero la hemos descuidado como pilar fundamental que sostiene al resto.

En definitiva, reinventarse o morir. Comenzar ya a construir el modelo de convivencia del mañana, sobre la base de reconocer los errores, erradicar los fanatismos y rescatar las ideas básicas que conformaron originalmente el sistema sobre el que hoy desarrollamos nuestras vidas.

Parlamento Europeo: ¿Sabemos lo que votamos?

El próximo 9 de junio cientos de millones de europeos estamos llamados a las urnas para elegir los 720 escaños del Parlamento Europeo, 15 eurodiputados más que en las últimas elecciones. Es posible que a muchas personas las instituciones europeas les resulten algo lejano en la distancia y piensen que poco o nada les puede afectar lo que se debata y decida en Bruselas o Estrasburgo. Sin embargo, numerosos avances, así como nuevas normativas e impulsos políticos, vienen de fuera de nuestras fronteras, marcándonos un camino a seguir. Ciertamente se advierte todavía un tanto de descoordinación e, incluso, incumplimientos flagrantes por parte de los Estados miembros, hacia lo que ordena la Unión Europea. Las tensiones existentes en estas organizaciones internacionales entre la vieja idea de la soberanía estatal y la unión política, así como la evolución incompleta hacia un Estado federal europeo, generan que no siempre los poderes públicos estatales y los órganos comunitarios se muevan en la misma dirección. Sin embargo, no pocas de nuestras realidades a día de hoy han tenido un origen en las políticas y las decisiones adoptadas en esas sedes aparentemente tan alejadas.

España elige a 61 eurodiputados, dos más que en los pasados comicios. La distribución de esos 720 escaños por países se lleva a cabo atendiendo a criterios poblacionales. Alemania, como país más poblado, es el de mayor representación, con 96, seguido de Francia, con 81. En el otro extremo se sitúan Chipre, Malta y Luxemburgo, que sólo designan a 6. Y es que el Parlamento Europeo se alza como órgano representativo de la población de la Unión Europea. Los elegidos no se organizan por su procedencia geográfica, sino por sus afinidades políticas. Así, por ejemplo, los candidatos del Partido Popular español se encuadran dentro del Grupo del Partido Popular Europeo. Los del PSOE, en el de la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas. Los de Ciudadanos, en el Renew Europe Group. BNG y ERC, en el Grupo de los Verdes/Alianza Libre Europea. Vox, en el de los Conservadores y Reformistas Europeos y Podemos, Anticapitalistas e Izquierda Unida, en el de La Izquierda en el Parlamento Europeo.

Dicho Parlamento ha ido ganando en importancia y en competencias con cada nueva reforma efectuada en los Tratados de la Unión. No obstante, a diferencia de las Asambleas Legislativas nacionales, no legisla en solitario, dado que la función legislativa la comparte con el Consejo de la Unión Europea. Pese a ello, ha participado de forma destacada en multitud de normas que, finalmente, han afectado directamente a la vida de los ciudadanos de todos los Estados miembros. Como muestra, en el año 2022 el 57% de las leyes aprobadas por las Cortes Generales en España provenían de previas directivas y decisiones europeas.

A su vez, el Parlamento Europeo elige a quien ocupa la presidencia de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la Unión, actualmente en manos de Ursula von der Leyen. Así, teniendo en cuenta el resultado electoral, el Consejo Europeo (los jefes de Estado y de Gobierno de los países) propone al Parlamento Europeo, por mayoría cualificada, un candidato al cargo de Presidente de la Comisión. Pero, tras esa propuesta, es el propio Parlamento Europeo quien lo designa por mayoría.

Cuestiones trascendentales que afectan a millones de ciudadanos, tales como la defensa de los consumidores, las normas sobre protección de datos o la lucha contra el cambio climático y contra la precariedad laboral derivada de la temporalidad en el empleo, por poner sólo algunos ejemplos, constituyen realidades que a día de hoy nos ocupan y preocupan, por insistencia e impulso de las decisiones que nos llegan desde los órganos comunitarios.

Existen distorsiones o disfuncionalidades que impiden avanzar en lo que debería ser un desarrollo coherente y armónico entre el ordenamiento jurídico de la Unión Europea y el interno de cada Estado y, singularmente, del español. Sucede, básicamente por dos razones: la primera, el incumplimiento sistemático por parte del Gobierno de nuestro país a adaptarse y acatar las normas comunitarias; la segunda, cierta resistencia por parte de nuestro Tribunal Supremo a asumir en determinados casos la jurisprudencia que proviene del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Como prueba de lo primero, baste señalar que España cerró el pasado año 2023 como el país de la Unión Europea con más expedientes abiertos por incumplir las normas medioambientales comunitarias. Pero no es un problema exclusivamente referido al medio ambiente. Al inicio de 2022, España tenía 107 expedientes abiertos por diferentes tipos de infracción. Ninguna otra nación contaba con tantos. Ello suele acarrear multas cuantiosas y abundantes sentencias por parte del Tribunal de la Unión Europea que deberían avergonzar a nuestros dirigentes.

Como prueba de lo segundo, en más de una ocasión ha tenido que ser nuestro Tribunal Constitucional el que anule sentencias del Tribunal Supremo y de otros tribunales, por no respetar la primacía del Derecho de la Unión Europea y no dar cumplimiento a la interpretación que de esas normas comunitarias realiza el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Tal era la conflictividad entre nuestros tribunales y los órganos judiciales de la Unión que hubo de modificar nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial para introducir un artículo nuevo (el artículo 4 bis) y recalcar lo que era obvio, que los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del TJUE. Pese a ello, las pugnas entre los órganos judiciales por asuntos como las denominadas “cláusulas suelo” en las hipotecas concedidas por las entidades financieras, o el abuso de la contratación temporal por parte de las Administraciones Públicas, evidencian que la normalidad en el anclaje judicial entre Estados miembros y Unión Europea debe todavía mejorarse.

Por todo lo expuesto anteriormente, las elecciones al Parlamento Europeo no son unos comicios secundarios ni poco importantes que afectan a una institución con escasa o nula repercusión en nuestro devenir diario. Todo lo contrario. Resultan muy relevantes. Y desde la Unión Europea, con mayor o menor acierto, con más o menos efectividad, se marcarán las líneas a seguir en asuntos tan importantes como la inmigración, la regulación de la Inteligencia Artificial e, incluso, la defensa del Estado de Derecho dentro de los países que la componen.

 

La legitimidad política y sus límites: una reflexión sobre la elección de órganos sin naturaleza política

Hace algunas semanas el Consejo de Administración de Radio Televisión Española, tras estudiar y descartar una fórmula de “presidencia rotatoria” para dicho ente, designó a Concepción Cascajosa como nueva presidenta provisional de RTVE. Esta mujer entró en la corporación pública a instancias del PSOE y milita en el citado partido. Tras difundirse su elección entre los medios de comunicación, volvió a avivarse la eterna polémica a causa de la cada vez más acusada politización de órganos que, pese a su naturaleza pública, no están llamados a funcionar como órganos políticos, ni menos aún partidistas. Los partidos políticos funcionan de facto como órganos de colocación de militantes y simpatizantes en instituciones de toda índole y en empresas de lo más variopinto, llevando la fórmula de la elección política hasta unos límites que desvirtúan la esencia de dichas instituciones y repercuten en su correcto funcionamiento.

La Democracia parte de una sencilla y lógica teoría ideal, que termina complicándose a medida que se transforma en una realidad práctica menos perfecta de lo planteado en los manuales. El pueblo libre elige a unos representantes que ocupan los principales órganos representativos, con el fin de elaborar las leyes y ejercer las acciones de gobierno conforme al sentir ideológico de la mayoría, dentro del marco establecido en la Constitución. Sin embargo, este utópico y perfecto plan se va distorsionando a medida que se lleva a cabo. La normativa electoral, los grupos de presión y la concentración de poder en las formaciones políticas van generando alteraciones, en ocasiones no perceptibles a primera vista, que desvían el resultado final de aquel planteamiento diseñado en un inicio. Pero lo cierto es que, en esencia, los conceptos de legitimidad política y función representativa asociados a la elección existente entre la ciudadanía y el cargo electo constituyen la base de todo sistema que pretenda ser democrático.

Paradójicamente, fuera de los órganos de naturaleza política, dichos conceptos pierden su razón de ser e, incluso, dañan los cimientos de un verdadero Estado de Derecho. Por ejemplo, nos estamos acostumbrando a hablar de jueces conservadores o progresistas; a aceptar con naturalidad que un órgano como el Consejo General de Poder Judicial se reparta entre afines a los partidos políticos, en función de la composición de las Cortes Generales; a que los Consejos de Administración de las empresas públicas se compongan de militantes y cargos políticos en proporción a los resultados electorales. En definitiva, a que el trasfondo de la representación política lo impregne todo. Esta nueva (y peligrosa) realidad afecta también a otros principios básicos del sistema constitucional, ya que la separación de poderes, los controles y la independencia, objetividad y neutralidad de determinados órganos se pierden o, al menos, se difuminan de modo alarmante.

No cualquier órgano colegiado debe establecerse como una asamblea representativa del pueblo. No cualquier institución ha de responder al reparto de las siglas existentes en las Cortes Generales a resultas de unas elecciones. No cualquier organismo está llamado a representar a todas y cada una de las singularidades de una sociedad plural, ya sean políticas, religiosas, étnicas o de otra condición. La pretensión de extender la representatividad política más allá de los órganos de estricta naturaleza política supone una nefasta idea, tendente a pervertirlos a través de pugnas y dialécticas que no les son propias.

La situación se torna vergonzante y deshonrosa en casos especialmente dolorosos, como el que afecta al Consejo General del Poder Judicial. Con la totalidad de sus miembros desempeñando un mandato caducado desde hace más de un lustro, la previsión legal de que sean el Congreso de los Diputados y el Senado quienes los designen se ha revelado como un calamitoso fracaso, traduciéndose en uno de los episodios más indignos de la reciente historia de nuestra Carta Magna. Desde el punto de vista de la separación de poderes y de las necesarias independencia, objetividad y neutralidad en el desempeño de sus funciones, esta premisa de que a las formaciones políticas les corresponde elegir un número de miembros del órgano de gobierno de los jueces en función de los escaños obtenidos electoralmente no puede resultar más grotesca.

El GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) lleva reclamando insistentemente a nuestro país una serie de importantes cambios, en aras a erradicar ese sesgo político intervencionista en ámbitos que no le competen. Pero, visto lo visto, da igual que la Comisión Europea o el Consejo de Europa nos reprueben y censuren año tras año por este lamentable espectáculo. Se nos solicitan criterios legales objetivos para el nombramiento de los altos cargos de la judicatura, un cambio en el método de elección del Fiscal General y la revisión de su normativa, así como la eliminación de la intervención de representantes políticos en la elección de los miembros del CGPJ. Las directrices del Consejo son claras: “cuando existe una composición mixta de los consejos judiciales, para la selección de los miembros judiciales se aconseja que estos sean elegidos por sus pares (siguiendo métodos que garanticen la representación más amplia del Poder Judicial en todos los niveles) y que las autoridades políticas, como el Parlamento o el Poder Ejecutivo, no participen en ninguna etapa del proceso de selección”.

En definitiva, esa labor de representación y de orientación política y social, que resulta tan lógica y loable en algunos órganos, se torna indeseable y despreciable en otros. Ni la legitimidad obtenida por medio de una elección democrática da derecho a trasladarla a todo tipo de instituciones, ni la misión de cualquier organización estriba en representar a la totalidad de las sensibilidades de la población.

Inteligencia artificial: entre el oxímoron y la ley

El Parlamento Europeo aprobó el pasado 13 de marzo por 523 votos a favor, 46 en contra y 49 abstenciones la denominada “Ley de Inteligencia Artificial de la Unión Europea”. Bien es cierto que, de entrada, existe la polémica sobre si se puede afirmar con rigor que una máquina pueda tener la cualidad de la inteligencia. De la misma manera que la expresión “realidad virtual” supone una contradicción en sí misma (si es virtual, no es real), se defiende por parte de varios sectores humanistas y filosóficos que una máquina no puede ser inteligente, dado que, como artefacto programado, actúa mecánicamente conforme a su programación, sin que tenga capacidad de entender, aprender, pensar y crear, al menos no como tales verbos fueron concebidos, es decir, como habilidad del ser humano (o de otro ser vivo) autónomo e independiente. Pero, dejando a un lado el posible oxímoron de base que nace del asunto en cuestión, lo cierto es que la norma aprobada intenta dar respuesta normativa a un problema (o a una oportunidad) que no podemos ignorar.

En cualquier caso, la norma europea se enfrenta a la “inteligencia artificial” como un riesgo a controlar. Ya en 2017, el Consejo Europeo instó a «concienciarse de la urgencia de hacer frente a las nuevas tendencias, lo que comprende cuestiones como la inteligencia artificial […], garantizando al mismo tiempo un elevado nivel de protección de los datos, así como los derechos digitales y las normas éticas». En 2019 el Consejo de la Unión Europea destacó la importancia de garantizar el pleno respeto de los derechos de los ciudadanos europeos y pidió que se revisase la legislación pertinente en vigor, con vistas a garantizar su adaptación a las nuevas oportunidades y retos que plantea la IA. El reto es regular o controlar la opacidad, la complejidad, el sesgo, cierto grado de imprevisibilidad y los comportamientos parcialmente autónomos de ciertos sistemas de IA, para garantizar su compatibilidad con los derechos fundamentales y facilitar la aplicación de las normas jurídicas.

Buena parte de la norma se halla destinada a prohibir. Así, expresamente se prohíbe:

  1. a) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de un sistema de IA que se sirva de técnicas subliminales que trasciendan la conciencia de una persona, para alterar de manera sustancial su comportamiento de un modo que provoque, o sea probable que provoque, perjuicios físicos o psicológicos a esa persona o a otra.
  2. b) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de un sistema de IA que aproveche alguna de las vulnerabilidades de un grupo específico de personas debido a su edad o discapacidad física o mental, para alterar de manera sustancial el comportamiento de una persona que pertenezca a dicho grupo de un modo que provoque, o sea probable que provoque, perjuicios físicos o psicológicos a esa persona o a otra.
  3. c) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de sistemas de IA por parte de las autoridades públicas o en su representación con el fin de evaluar o clasificar la fiabilidad de personas físicas durante un período determinado de tiempo, atendiendo a su conducta social o a características personales o de su personalidad conocidas o predichas, de forma que la clasificación social resultante provoque una o varias de las situaciones siguientes:

i)un trato perjudicial o desfavorable hacia determinadas personas físicas o colectivos enteros en contextos sociales que no guarden relación con los contextos donde se generaron o recabaron los datos originalmente.

ii)un trato perjudicial o desfavorable hacia determinadas personas físicas o colectivos enteros que es injustificado o desproporcionado con respecto a su comportamiento social o la gravedad de este.

  1. d) El uso de sistemas de identificación biométrica remota «en tiempo real» en espacios de acceso público, salvo que dicho uso sea estrictamente necesario para alcanzar uno o varios de los objetivos siguientes:

i)la búsqueda selectiva de posibles víctimas concretas de un delito, incluidos menores desaparecidos.

ii)la prevención de una amenaza específica, importante e inminente para la vida o la seguridad de las personas físicas o de un atentado terrorista.

iii)la detección, la localización, la identificación o el enjuiciamiento de la persona que ha cometido o se sospecha que ha cometido determinados delitos.

Pero, obviamente, el problema y los retos no son europeos sino mundiales. El 30 de octubre de 2023, el presidente de los Estados Unidos Joe Biden emitió la denominada “Executive Order on Safe, Secure, and Trustworthy Artificial Intelligence”, donde se proclama que el Gobierno Federal tratará de promover principios y acciones responsables de seguridad y protección de la IA con otras naciones, para garantizar que la IA beneficie a todo el mundo en lugar de exacerbar las desigualdades, amenazar los derechos humanos y causar otros daños.

España, por su parte, dio luz verde recientemente el Real Decreto 729/2023, de 22 de agosto, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia Española de Supervisión de Inteligencia Artificial. Corresponde a esta Agencia llevar a cabo tareas de supervisión, asesoramiento, concienciación y formación dirigidas a entidades de derecho público y privado, para la adecuada implementación de toda la normativa nacional y europea en torno al adecuado uso y desarrollo de los sistemas de inteligencia artificial, más concretamente, de los algoritmos. Además, la Agencia desempeñará la función de inspección, comprobación, sanción y demás que le atribuya la normativa europea que le resulte de aplicación y, en especial, en materia de inteligencia artificial.

Parece evidente que nos encontramos ante un momento crucial en la historia de la Humanidad, uno de esos puntos de inflexión que determinará si las oportunidades que la nueva tecnología nos ofrece serán usadas en beneficio de la prosperidad común o se destinarán a nuevas formas de control, represión y discriminación. No es ciencia ficción. Se trata de nuestro presente y nuestro futuro.

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