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Lo que nos perdemos los españoles por el miedo de los políticos

No creo que se pueda negar que contamos con una democracia asentada. De hecho, llevamos ya más de cuarenta años convocando elecciones y ejerciendo el derecho al voto de forma libre y periódica para elegir la composición de diversas instituciones: Parlamento Europeo, Congreso de los Diputados, Senado, Parlamentos Autonómicos, Plenos Municipales y, en la España insular, Cabildos y Consejos insulares. Pero, como todo en la vida, también en lo que se refiere a la democracia podemos conformarnos o ser exigentes, aspirar a más o resignarnos con lo que tenemos. Dicho de otro modo, conseguido el sistema democrático y alcanzado un cierto nivel de calidad, cabe acomodarse y dar por bueno el modelo o, por el contrario, ser consciente de sus deficiencias y aspirar a mejorarlo para lograr cotas más perfectas de participación política y sistemas de elección más próximos a la excelencia electoral. Frente a dicha dicotomía, mucho me temo que los españoles hemos optado por la despreocupación y la dejadez, perpetuando así, a estas alturas del sigo XXI, una forma bastante caduca de ejercer el derecho al voto.

Nuestra Ley Orgánica de Régimen Electoral General está a punto de cumplir treinta y cinco años, tratando desde el año 1985 a los votantes como a niños pequeños a quienes se les debe dejar elegir lo mínimo. Los partidos políticos controlan los nombres que figuran en las listas lectorales y su posición en ellas. Por esa razón, los líderes y quienes acaparan el denominado “aparato” colocan a sus fieles y obedientes devotos en los denominados “puestos de salida”, de tal manera que el ciudadano se limita a introducir en la urna un sobre con unas concretas siglas. Carece de posibilidades para escoger con plena libertad a las personas que, a su juicio, pueden representarle mejor, como tampoco su orden dentro de las listas electorales, que le viene impuesto desde las sedes de las distintas formaciones políticas. En otras palabras, los partidos cocinan y hasta mastican la composición de sus candidaturas, dejando al cuerpo electoral la mera opción de tragársela o no. Así se concibe a día de hoy la democracia en España.

Que a cuatro décadas vista desde que se aprobó y entró en vigor nuestra Constitución continúe tratándose así al electorado puede deberse a dos causas: o porque se considere que aún no está capacitado para tomar decisiones o, como segunda razón, porque sus dirigentes tengan pánico a perder el control de los grupos parlamentarios. En mi opinión, el inmovilismo que padecemos se debe a ambas, si bien la última es la que impide que ni siquiera se pueda hablar en serio de la reforma de nuestra actual ley electoral para, de una vez por todas, permitir que el pueblo tome parte en un mayor número de decisiones.

¿Resulta tan descabellado poder votar para el Congreso de los Diputados a candidatos de distintos partidos, como ocurre en el Senado?¿Es ciertamente una locura que el ciudadano escoja como cabeza de lista a quien el líder condenó a un puesto muy relegado? ¿Supone acaso un peligro que los votantes decidan con libertad a los integrantes de la institución a elegir? No nos engañemos. Ahora mismo nos limitamos a elegir de facto unas siglas, porque las personas llamadas a conformar Parlamentos, Asambleas y Corporaciones Locales se deciden por los órganos de dirección de los partidos políticos en base a sus concretos intereses. Ni siquiera las escasas formaciones que se apuntan al sistema de primarias quedan fuera de esta crítica.  En su caso, si bien el poder de decisión del líder se difumina levemente en la fase previa a la presentación de las candidaturas, en la jornada de votación los electores también se encuentran encorsetados, debiendo asumir tanto el listado completo de nombres como el orden pactado desde las estructuras del partido.

Creo firmemente que la Ley Orgánica del Régimen Electoral General de 1985 debería haberse revisado hace tiempo. Sin embargo, no se ha hecho y, lo que es peor, no se hará. Las razones son muy simples. A los dirigentes, por supuesto, no les interesa y, mientras tanto, la ciudadanía permanece aletargada sin prestar atención a este asunto esencial. Los presidenciables someten a un férreo control a los componentes de sus listas y hacen gala de su poder para garantizarse un tropel de fieles seguidores que no planteen objeciones ni pegas, alejados del criterio y del debate. Y los votantes, entre tanto, parecen más preocupados por el fútbol y los cotilleos que por prestar una mínima atención al hecho de que pueden reclamar y de que deben exigir una cuota de participación democrática más elevada. Por el contrario, apenas muestran interés por formarse e informarse sobre cómo ejercer más responsablemente su derecho a participar en las decisiones políticas de su país. En conclusión, que los unos por los otros, la casa sin barrer.

Cámaras ocultas y periodismo de investigación

Hace unos días se dio a conocer una sentencia del Tribunal Constitucional en la que se afirma, contradiciendo una anterior decisión del Tribunal Supremo, que “la Constitución excluye, por regla general, la utilización periodística de la cámara oculta en cuanto que constituye una grave intromisión ilegítima en los derechos fundamentales a la intimidad personal y a la propia imagen”, aunque matiza también que “su utilización podrá excepcionalmente ser legítima cuando no existan medios menos intrusivos para obtener la información”. Tal resolución tiene su origen en una reclamación contra unos periodistas que acudieron al despacho de un “coach y consultor personal” haciéndose pasar por clientes y fingiendo uno de ellos que padecía cáncer. Grabaron la visita con cámara oculta y días más tarde emitieron un reportaje televisivo titulado “¿Un falso gurú de la felicidad?”, calificándole de “sanador” sin titulación alguna relacionada con la salud, pese a atribuirse a sí mismo capacidad para curar toda clase de enfermedades.

Normalmente, cuando entran en conflicto el derecho fundamental a emitir una información veraz con el derecho a la intimidad, al honor o a la propia imagen, el criterio determinante para decantarse en favor del primero es la relevancia pública de la noticia publicada o transmitida, todo ello basado en la esencial misión que cumplen los medios de comunicación en aras a contribuir a la formación de una opinión pública libre, indisolublemente unida al pluralismo político propio de un Estado democrático.

A propósito del requisito de la relevancia pública de la información, se debe tener en cuenta que hablamos de hechos noticiables por su importancia o significación social para contribuir a la formación de la opinión pública. Así, tal y como manifestó el propio Tribunal Constitucional en su sentencia 29/2009, sólo tras haber constatado la concurrencia de esa relevancia, resulta posible afirmar que la información de la que se trate está especialmente protegida, por ser susceptible de encuadrarse dentro del espacio que una prensa libre debe tener asegurado en un sistema democrático. En ese mismo sentido se pronuncia el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, destacando que el factor decisivo en la primacía de la libertad de información estriba en la contribución a un debate de interés general que la información publicada realice. No hablamos, por tanto, de la morbosa curiosidad de una parte del público, sino de un asunto de trascendencia social por la materia que se aborda.

No se trata de negar que ese modo de captación de los hechos afecte en alguna medida a la intimidad, al honor o al derecho a la propia imagen de la persona grabada. Se parte de la anterior premisa y se acepta. Lo que sucede es que la afectación a esos derechos queda relegada a un segundo plano, priorizándose la mayor importancia de los otros derechos involucrados en el asunto: tanto el derecho del periodista a dar información como el derecho del ciudadano a recibirla, si la misma es veraz y posee relevancia pública. Utilizando las propias palabras del Constitucional, en esos casos los derechos subjetivos de los ciudadanos involucrados y afectados por la labor de investigación periodística “se debilitan”.

Recientemente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en sentencia de 22 de febrero de 2018, estimó el recurso de una cadena de televisión griega que había sido sancionada por difundir en varios programas televisivos diversos reportajes con cámara oculta. En esa ocasión, la grabación mostraba a un miembro del Parlamento griego que presidía la comisión sobre el juego electrónico entrando en un salón de juegos y jugando en dos máquinas. El Tribunal de Estrasburgo anuló la sanción impuesta a la cadena. Bien es cierto que también se castigó al medio de comunicación por otras grabaciones posteriores en las que se captaron, también de manera oculta, las imágenes del mismo cargo público en reuniones posteriores con los periodistas tratando de negociar la forma de presentar el incidente. En dicho caso el Tribunal Europeo no revocó la sanción, al considerar que en las demás grabaciones, dado el lugar y la forma en los que se produjeron, sí existía una legítima expectativa de privacidad y, además, consideró que los periodistas ejercieron presión sobre la persona afectada.

Por todo lo anterior el Tribunal Constitucional concluye que, como regla general, la Constitución excluye la utilización periodística de la cámara oculta en cuanto que supone una grave intromisión ilegítima en los derechos fundamentales a la intimidad personal y a la propia imagen. No obstante, su utilización podrá excepcionalmente ser legítima cuando no existan medios menos intrusivos para obtener una información, siempre y cuando tenga relevancia pública. Además, añade que los medios de comunicación social que difundan imágenes obtenidas mediante cámara oculta deberán distorsionar el rostro y la voz de las personas grabadas cuando su identificación no sirva al interés general en la información. Por último, tampoco podrán difundirse imágenes que muestren situaciones o comportamientos que menoscaben innecesariamente la reputación de las personas.

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