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Amnistía y “Lawfare”: maquillaje y eufemismo

Las últimas semanas (y, a buen seguro, las venideras) han estado marcadas por el pacto establecido entre el PSOE y Junts Per Catalunya (partido al que pertenece Carles Puigdemont), así como por la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Ejecutivo. Desde el punto de vista político se pueden realizar múltiples consideraciones, si bien yo me intentaré centrar exclusivamente en las jurídicas. Por un lado, el Partido Popular debe reconocer de una vez por todas la diferencia entre ganar las Elecciones Generales y poder formar Gobierno. En España lo logra quien obtenga más apoyos en el Congreso de los Diputados, sea el partido con más diputados o no. Por otra parte, el Partido Socialista ha de ser consciente de que posee un amplio margen para llegar a acuerdos con sus futuros socios, pero no un margen ilimitado. No podrá extralimitarse en modo alguno ni de la Constitución ni de las previsiones que sobre el Estado de Derecho figuran en los Tratados y normas de la Unión Europea.

Y, aunque los socialistas defiendan ahora las bondades de la amnistía, deberían admitir al menos que existen fundadas razones para rechazarla, si quiera porque ellos mismos avalaban dicha postura hasta las elecciones celebradas en julio, existiendo declaraciones tanto de Pedro Sánchez como de varios de sus ministros manifestando su inconstitucionalidad y su inconveniencia. Se necesita una gran cantidad maquillaje y una potente campaña de marketing para dar un giro de ciento ochenta grados en apenas unos meses y proclamar como constitucional lo que antes no lo era. Pero, en política, parece que todo cabe y la conveniencia partidista tiene más peso que los ideales que supuestamente la sustentan. Sin embargo, el ámbito jurídico, pese a disponer también de cierto margen para la interpretación normativa, no es tan flexible como para pasar del negro al blanco por arte de magia.

Ciertamente nuestra Carta Magna no utiliza en ningún momento la palabra “amnistía” y, por lo tanto, no la prohíbe expresamente. Ahora bien, varios artículos y mandatos constitucionales posibilitan deducir inequívocamente su veto. Así, el artículo 62 prohíbe expresamente los “indultos generales”. La diferencia entre la amnistía y el indulto radica en que el segundo supone un perdón posterior a que los juzgados o tribunales juzguen y condenen, mientras que la primera supone un impedimento legal a que el Poder Judicial pueda realizar su labor jurisdiccional. Por ello, si se prohíbe la medida de gracia de menor calado, no puede defenderse que se permita la de mayor entidad.

A pesar de que el Tribunal Constitucional no se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de una amnistía, pues no ha existido ninguna con posterioridad a la entrada en vigor de nuestra Constitución, sí existen algunos de sus pronunciamientos en este sentido. Por ejemplo, en el Auto 32/1981 ya se manifestaba claramente que las medidas generales de gracia están prohibidas de forma expresa por la citada norma constitucional.

Todo ello por no hablar de otras consideraciones, como que la fundamentación teórica de las amnistías halla cabida ante alteraciones bruscas de Formas de Estado o de modelos de convivencia que impliquen un cambio de legitimidad jurídica y política. Cabe aludir en este punto al tránsito de una dictadura a una democracia, supuesto que dio lugar a la ley de amnistía aprobada en nuestro país en 1977.

Obviamente, no pueden compararse con rigor las denominadas “amnistías fiscales” con este otro tipo de amnistía. Para empezar, y al margen de las valoraciones políticas que cada cual quiera defender al respecto, las amnistías fiscales no implican en ningún caso que los defraudadores no deban pagar nada por el dinero no declarado. Se establecen porcentajes de pago más benévolos que acarrean, en todo caso, una recaudación para la Hacienda Pública, sin perjuicio de que, a cambio de las declaraciones y los ingresos derivados de ella, no se impongan multas, recargos u otras sanciones. Hablamos, no obstante, de efectos eminentemente administrativos y de relaciones entre ciudadanía y Hacienda, no de la imposibilidad de los tribunales para perseguir delitos y aplicar las leyes de forma genérica.

Pero, además de la amnistía, se ha de incorporar al vocabulario político la expresión “Lawfare”. Al parecer, resulta habitual recurrir a un término extranjero  o a algún concepto de sonoridad más agradable para ocultar el verdadero significado de lo que sucede. El eufemismo consiste en utilizar una palabra más suave o decorosa en vez de otra considerada de mal gusto, grosera o incómoda de pronunciar y oír.

La pretensión consiste en hacer ver que los jueces y tribunales han actuado movidos por motivaciones políticas y en contra de determinadas ideologías, de tal manera que los procesos judiciales y las condenas pronunciadas no se deben a la aplicación de las leyes sino a una persecución política. No seré yo quien afirme que hay que estar de acuerdo con todas sus resoluciones. De hecho, discrepo de ellas en no pocas ocasiones. Pero la regla básica, esencial, elemental e imprescindible del Estado de Derecho estriba en el acatamiento de las normas y de las sentencias judiciales, gusten o no.

El Constitucionalismo, en sus diferentes versiones, comporta dos grandes objetivos: por una parte, organizar y limitar al poder y, por otra, reconocer y garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. No se entienden los modelos constitucionales ni las democracias surgidas de los mismos sin el control y limitación de los Poderes Públicos, es decir, de los gobiernos, de los partidos políticos y de los cargos públicos. Como es lógico, cualquier poder se resiste a ser controlado y fiscalizado y desde hace siglos la tensión entre los órganos judiciales que controlan y los poderes públicos controlados se ha producido y se seguirá produciendo. No constituye ninguna novedad.

Ahora bien, debe quedar meridianamente claro que el Poder Judicial, con sus aciertos y sus errores, juzga actos, no ideas. Jamás ha existido una sola condena por defender ideas, pero sí por ejecutar actuaciones en defensa de las mismas que se han considerado contrarias al ordenamiento jurídico.  Determinados líderes políticos piensan que la legitimidad que les otorga los votos les inviste de una especie de impunidad, de tal manera que pueden hacer y deshacer a su antojo, amparados en unas determinadas aspiraciones y sin que por ello se les pueda denunciar, procesar o condenar. En definitiva, defienden una sociedad con dos tipos de personas: el conjunto de la ciudadanía, que debe cumplir con todas las normas y con todas las sentencias, les gusten o no, y los mandatarios, gobernantes y líderes políticos, que pueden verse inmunes a la hora de rendir cuentas ante la Justicia y de cumplir las normas en función de sus particulares ideologías o creencias.

Evidentemente, eso no es democracia, eso no es un Estado de Derecho y eso no es un sistema constitucional. Se pretende dar un primer paso para cambiar la esencia misma de ese sistema y que sean los órganos de naturaleza política los que controlen y fiscalicen el Poder Judicial. No es, pues, de extrañar que todas las asociaciones de jueces y fiscales, tanto las calificadas de “progresistas” como las denominadas “conservadoras”, hayan compartido manifiestos y comunicados criticando y rechazando el pacto entre el PSOE y “Junts per Catalunya”

Aunque el Partido Socialista cuente con la legitimidad constitucional para formar Gobierno si recibe el apoyo mayoritario del Congreso, debería reflexionar sobre los medios utilizados para la consecución de sus fines. De hecho, muchos de sus líderes, presentes y pasados, se muestran abiertamente contrarios al modo en el que la actual dirección está negociando la investidura del nuevo Gobierno. Porque estas cuestiones no tienen que ver con ser de izquierdas o de derechas, militantes de un partido o apolíticos. Tienen que ver con la defensa, por encima de todo, de una serie de valores y principios. Y cuando defiendes esos valores y principios, también tienes que ceñirte a ellos cuando no te convienen. De lo contrario, no los defiendes.

Jurar y prometer… o no

Hace escasas semanas se dio a conocer una sentencia del Tribunal Constitucional que resolvía un recurso de amparo presentado por algunos diputados del Partido Popular en el Congreso, contra el acuerdo de la Presidenta de la Cámara Baja adoptado en la sesión constitutiva de la XIII Legislatura, celebrada el 21 de mayo de 2019, y por la que se consideró debidamente prestado el juramento o promesa de acatamiento de la Constitución de veintinueve representantes electos que utilizaron en sus fórmulas diversas expresiones al “sí juro” o “sí prometo”. Así, algunos de ellos reinventaron el enunciado inicialmente previsto para cumplir con el trámite, añadiendo menciones a los «presos políticos», la «República catalana» o «vasca», a las denominadas “Trece Rosas”, al planeta o a la «España vaciada». En la deliberación del citado recurso se abstuvo el magistrado Juan Carlos Campo Moreno, antiguo Ministro de Justicia del Gobierno de Pedro Sánchez, debido a su relación personal con la Presidenta del Congreso, autora de la resolución recurrida.

De entrada, en el fallo del T.C. se advierte que no ha enjuiciado si las fórmulas de acatamiento usadas por los diputados en cuestión contravienen las normas parlamentarias, sino solamente si ello afectó al núcleo esencial del derecho de representación política de los demandantes de amparo, dado que los recurrentes alegaron que, al admitir como juramento o promesa esas otras expresiones, se había vulnerado el derecho a la representación política del artículo 23.2 de la Constitución. Centrado, pues, el debate en tal aspecto, la decisión mayoritaria del Constitucional fue que con la decisión de Meritxell Batet no se vulneró el derecho fundamental de los recurrentes.

Desde hace décadas el Alto Tribunal ha mantenido una doctrina (por ejemplo, en su sentencia 119/1990) por la que, para considerar cumplido el requisito de acatamiento de la Constitución, no bastaría sólo con emplear la fórmula ritual, sino hacerlo, además, sin acompañarla de cláusulas o expresiones que, de una u otra forma, varíen, limiten o condicionen su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello. Sin embargo, sí ha permitido la adición de palabras que no desvirtúen el significado del juramento o promesa, como sucede con la coletilla «por imperativo legal».

En ese sentido, resultan célebres las manifestaciones del Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo expresadas en una de las sesiones del juicio que terminó condenando por sedición a varios diputados y cargos públicos en relación a los hechos ocurridos el 1 de octubre de 2017 en Cataluña. Durante uno de los interrogatorios, una testigo dijo que respondería “por imperativo legal”, a lo que el Presidente de la Sala manifestó: «Usted está sentada ahí por imperativo legal, ha respondido a las preguntas de su letrado por imperativo legal, ha respondido a las preguntas del Ministerio Fiscal por imperativo legal… Y ahora tiene el imperativo legal de responder a la circular… Todo lo que ha pasado esta mañana es por imperativo legal».

Evidentemente, numerosas conductas de los ciudadanos se cumplen porque lo impone la ley. Pagamos impuestos por exigencia de las normas, de la misma manera que acatamos el Código de la Circulación o cualquier otra regla de convivencia regulada en la normativa vigente y válidamente aprobada. Por lo tanto, se trata de un añadido superfluo y absurdo. El artículo 9 de nuestra Carta Magna ya establece que la ciudadanía y los Poderes Públicos se hallan sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.

No obstante, esta sentencia del T.C. cuenta con los votos discrepantes de cuatro de sus miembros. Ricardo Enríquez Sancho, César Tolosa Tribiño, Enrique Arnaldo Alcubilla y Concepción Espejel Jorquera defienden que el recurso debió ser estimado y que el Tribunal tendría que haber declarado vulnerado el derecho de los recurrentes en cuanto a los juramentos prestados que, o bien eran ininteligibles o introducían adiciones que los desnaturalizaban y vaciaban de sentido, al incluir reservas o condicionamientos irreconciliables con la exigencia de acatamiento de la Constitución. En realidad, estos disidentes de la postura mayoritaria consideran que el Constitucional evitó pronunciarse sobre la verdadera cuestión de fondo, perdiendo una gran oportunidad para zanjar el debate sobre esta polémica.

Imponer un requisito como este para acceder a la condición de diputado o senador no vulnera el derecho fundamental del candidato al acceso y ejercicio del cargo público, pues tal derecho «no comprende el de participar en los asuntos públicos por medio de representantes que no acaten formalmente la Constitución» (sentencia 101/1983, de 18 de noviembre, del Tribunal Constitucional). El acto de juramento o promesa es individual y, como dice el Supremo, no puede entenderse cumplido de manera implícita por el acceso a un cargo o a un empleo público, ni tampoco puede entenderse cumplimentado de forma tácita en otros deberes, como el de «actuar en el ejercicio de sus funciones».

Ahora bien, el propio Tribunal Constitucional ha establecido en reiteradas sentencias que esta manifestación de quienes quieren optar a un cargo público no debe interpretarse como una adhesión ideológica al texto constitucional, ni tampoco como una conformidad total a su contenido. Nuestra Constitución, como norma de cabecera de un Estado democrático plural, respeta las ideologías que defienden su modificación por los cauces procedimentales previstos. Dicho de otro modo, los candidatos y candidatas se comprometen a respetar el ordenamiento jurídico, aunque puedan defender su reforma y su discurso difiera de las reglas vigentes en cada momento.

La respuesta del Derecho al sentimiento de odio

El mundo del fútbol ha protagonizado estas últimas semanas las portadas de todos los medios de comunicación, al hilo de los lamentables incidentes ocurridos durante un partido disputado entre el Real Madrid y el Valencia C.F.. Fue tal el revuelo originado que la titular del Juzgado de Instrucción número 10 de la capital del Turia ha abierto un procedimiento judicial para investigar dichos acontecimientos, ante la posible comisión de un delito de odio. El odio, como tal, no es sancionable y, como cualquier otro sentimiento humano, no puede regularse a través de normas jurídicas. Por ley no cabe imponer el amor ni la simpatía, ni tampoco es posible prohibir el rechazo o la animadversión personal ni colectiva. Los sentires y pensamientos internos resultan inabarcables para el ámbito del Derecho.

Cuestión bien distinta se deriva de convertir dichos sentimientos en actos externos. En ese caso, la regulación jurídica sí cuenta con la posibilidad de penalizar los comportamientos en que se traducen. Mediante las leyes se regulan conductas que la mayoría de la sociedad considera reprochables y perseguibles y, en esa línea, desde hace varios años la respuesta jurídica a aquellas que reflejan odio hacia las personas y colectivos minoritarios o vulnerables revisten especial importancia. Así, conviene resaltar tres concretos aspectos sobre la citada cuestión:

1.- El odio como agravante en la comisión de delitos: A la hora de decidir la concreta pena a imponer, el artículo 22 de nuestro Código Penal considera una agravante que el delito castigado sea perpetrado por motivos racistas u otra clase de discriminación, referente a la ideología, religión o creencias de la víctima. Ello significa que, sea cual sea el delito cometido (lesiones, asesinato, injurias, etc..), si el motivo que llevó al delincuente a cometerlo fue la raza, el sexo, la edad y la orientación o identidad sexual de la víctima, el castigo debe ser mayor. Todo delito lleva aparejada una penalidad que ofrece al juez una horquilla, que va desde una pena mínima a una máxima. Al configurarse como agravante, se obliga al juzgador a escoger la pena más elevada.

2.- El odio como delito en sí mismo: El artículo 510 del Código penal castiga una amplia variedad de conductas vinculadas con las acciones ejecutadas por motivos de odio a un determinado colectivo. Entre ellas figuran:

  1. a) los que públicamente fomenten o inciten, directa o indirectamente, al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, su origen nacional, sexo, orientación sexual, aporofobia, enfermedad o discapacidad.
  2. b) los que produzcan y difundan escritos o cualquier otra clase de material que, por su contenido, sean idóneos para fomentar o incitar al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada, por las mismas razones expresadas en el apartado anterior.
  3. c) los que lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito de alguno de los grupos vulnerables señalados anteriormente, o de cualquier persona por idénticos motivos de los ya reseñados.

Las penas a imponer pueden ir desde los seis meses hasta los cuatro años de prisión, además de multa. Igualmente, está prevista la inhabilitación especial para profesión u oficio educativos en el ámbito docente o deportivo por un tiempo superior, entre tres y diez años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta en su caso en la sentencia. Por último, se faculta al juez o tribunal a acordar la destrucción, borrado o inutilización del soporte usado para la comisión del delito.

3.- El discurso del odio como límite a la libertad de expresión: La libertad de expresión, como cualquier derecho fundamental, tiene límites, siendo el más destacado el denominado “discurso del odio”, que se configura como las palabras pronunciadas en unos términos que supongan una incitación directa a la violencia contra determinadas razas, colectivos o creencias. Para poder diferenciar cuándo estamos ante discursos amparados por la libertad que debe exigirse en un Estado Social y Democrático de Derecho y cuándo, ante opciones que no están legitimadas, debemos dilucidar si tales palabras son expresión de una opción política o ideológica legítima que pudieran estimular el debate social o si, por el contrario, persiguen desencadenar un reflejo emocional de hostilidad incitando y promoviendo el odio y la intolerancia, incompatibles con el sistema de valores de la democracia.

Por otro lado, y al margen de la concreta respuesta que dé el Derecho a este tipo de actuaciones, existe el reproche social, vinculado a la consideración que para la sociedad posean estas conductas, y que pueden y deben generar una reacción de la ciudadanía ante comportamientos que se consideren ética o moralmente reprobables.

El voto como vía para ejercer el derecho a la participación política

Nuestra Democracia se fundamenta en la participación de la ciudadanía en la elección de los órganos asamblearios de representación política. La población (europea, nacional, autonómica, isleña o municipal) elige a la institución colegiada correspondiente (Parlamento Europeo, Congreso de los Diputados y Senado, Parlamento Autonómico y Plenos de las diferentes corporaciones locales). Esa elección se materializa a través del uso de una herramienta básica: el voto. Conviene repasar, pues, las características básicas del mismo, para obtener un mayor conocimiento sobre cómo ejercemos nuestro derecho a la participación política, consagrado en nuestra Constitución como derecho fundamental.

1.- No elegimos a los Ejecutivos ni a los cargos unipersonales de Gobierno: El ciudadano ha de ser consciente de que, en modo alguno, su voto sirve para la elección directa del Presidente del Gobierno de la Nación, ni del Jefe del Ejecutivo Autonómico, ni del Alcalde de su municipio. Nos basamos en un sistema parlamentario en el que el pueblo elige al órgano asambleario colegiado, siendo luego éste el que se encarga de designar al líder del órgano ejecutivo. Sí es cierto que, en el caso de Canarias, cuando se eligen a los Consejeros del órgano insular (Cabildo), se produce una designación automática del Presidente de dicha institución en el cabeza de lista de la candidatura que ha recibido más votos. Con esta única excepción, a los Presidentes del Gobierno y a los Alcaldes los designarán los miembros de los Plenos de los Parlamentos y del conjunto de concejales.

2.- Voto a una lista cerrada: En nuestro sistema, los partidos políticos o las coaliciones electorales confeccionan unas listas electorales, las cuales conforman una papeleta con una serie de nombres. El votante escoge la lista a la que votar, pero en modo alguno participa en la composición de esa lista ni, por ello, en quiénes terminarán ocupando los asientos en la institución a elegir. Es decir, formalmente se vota a una candidatura, a unas concretas siglas que se presentan a las elecciones, pero el pueblo, cuando ejerce su derecho al voto, debe aceptar el completo listado de nombres y apellidos que en ella aparece, sin que pueda dejar de otorgar su designación a uno o a alguno de los miembros de tal lista. La única excepción a esta regla es la designación de los miembros del Senado, donde el sistema de voto es completamente diferente, debiendo el elector marcar con una cruz unos nombres concretos, que pueden pertenecer incluso a partidos diferentes. El Senado es la única institución en la que el votante elige nominalmente a personas determinadas. En el resto de los casos, debe asumir la composición íntegra de una única candidatura confeccionada por el aparato del partido político o de la coalición electoral.

3.- Voto a una lista bloqueada: Por derivación de lo anterior, con la excepción ya apuntada del Senado, el votante no sólo debe asumir el listado de nombres y apellidos propuestos por el partido o la coalición electoral, sino también su orden. Es decir, no puede elegir quién encabeza esa lista de nombres ni alterar de ninguna forma la posición que ocupa cada uno de sus componentes.

4.- El voto en blanco: Además del voto a las diferentes candidaturas, existe otro tipo de voto válido, el voto en blanco, caracterizado por introducir en la urna el sobre vacío, sin ningún tipo de papeleta. Esa opción es legal y dicho voto se contabiliza y se tiene en cuenta a efectos de computar las barreras electorales que deben superarse para optar a un escaño o asiento en el órgano a elegir. No obstante, esos votos en blanco no se verán representados en la institución mediante puestos desocupados o vacíos. Todos los puestos a cubrir se repartirán entre las candidaturas que hayan superado las barreras electorales mínimas. El voto en blanco se debe diferenciar del voto nulo, el cual no se considera un voto válido ni computable a ningún efecto. Este implica que el votante ha introducido en el sobre algún tipo de papeleta diferente de las oficiales, o ha introducido varias, o las ha roto o alterado de alguna manera.

5.- La abstención se considera en nuestro país una manifestación más de la participación política: Sin embargo en algunos países, además de un derecho, es una obligación, existiendo diferentes tipos de sanciones en caso de no votar. Países como Bélgica, Argentina o Egipto, entre otros, mantienen este sistema de voto obligatorio. En España la abstención se considera una opción legítima, aunque sus elevados niveles en algunas elecciones han incrementado los discursos que defienden replantearse la obligatoriedad del voto, ya que la mayor o menor legitimidad de la elección democrática se pondera en función de si la participación en las elecciones ha sido amplia o escasa.

A mi juicio, la conclusión a extraer es que, pese a la extraordinaria importancia del voto como herramienta para la efectividad de la Democracia y su calidad, el ejercicio de este derecho fundamental resulta muy encorsetado y concede una escasa capacidad de elección al ciudadano. Los manuales académicos y los discursos políticos se encargan de resaltar esa extraordinaria importancia del voto para la pervivencia de nuestro modelo democrático, pero el mismo se limita por todos lados y se constriñe innecesariamente. Si verdaderamente se quiere incentivar la participación de la ciudadanía en las elecciones y luchar contra la apatía y la desafección de buena parte de la población ante los comicios, se debe restar poder a los partidos políticos para entregárselo a los ciudadanos.

Debemos tomarnos en serio la puesta en marcha de una reforma electoral que potencie la capacidad de decisión directa de la ciudadanía explorando la vía de las listas abiertas y desbloqueadas, donde la gente puede participar realmente en la composición de los Parlamentos y órganos de representación eligiendo con mayor libertad a los designados, sin imponer unos concretos nombres y un concreto orden en unas listas cerradas y bloqueadas. Igualmente, y dado que nuestro parlamentarismo languidece de la misma forma que se refuerza el poder de los órganos de Gobierno, tal vez sea ya el momento de plantearse una reforma profunda de nuestro sistema, para que la ciudadanía participe directamente en la elección de su Presidente o de su Alcalde, bien por la vía de una segunda vuelta electoral, bien por la implantación de otro tipo de elecciones al margen de las asamblearias.

La Democracia y sus crisis

Según el Centro de Investigaciones Sociológicas, el 90,4% de los españoles está harto de la crispación política, casi el 80% se encuentra preocupado por el tono del debate público y el 62,5% culpa de ello a los políticos. Ciertamente, basta presenciar en el Congreso alguna de las (mal) denominadas “sesiones de control al Gobierno” para constatar cuán bajo se puede llegar a caer en el ejercicio de tan importantes funciones representativas.

Pero no toda la ciudadanía pone el foco sobre los partidos políticos y sus dirigentes a la hora de buscar el origen y la causa de estos males. El filósofo norteamericano Jason F. Brennan, que posee una amplia producción científica y académica sobre la democracia y el ejercicio del derecho al voto, lleva largo tiempo proclamando que los culpables de la degradación del sistema democrático son los votantes, encuadrando a la mayoría dentro del concepto de “hooligans”. Se trataría de quienes acuden a votar cegados por la devoción a unos colores que implica, al mismo tiempo, el odio a los contrarios, así como el apoyo incondicional a los líderes y representantes de su partido. Según el citado profesor, dichos “hooligans”, unidos a los llamados “desinformados”, acaban minando las frágiles teorías sobre las que se asienta nuestro modelo.

Esos cimientos teóricos, perfectos e idílicos, parten de las ideas expresadas por Abraham Lincoln cuando pronunció su célebre frase “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Sin embargo, esa democracia “de manual” se topa con algunas realidades prácticas que van desdibujando la visión utópica de la elección de sus representantes por parte de esos pueblos. Por ello, con el fin de avanzar y poder afrontar así el reto de mejorar la calidad de nuestra democracia, merece la pena tomarse en serio, repensar y reformular las siguientes cuestiones:

 

1.- La libre elección del votante: el ciudadano es teóricamente libre para decidir su voto, libre para escoger a las personas que le representen y libre para decantarse por la opción política con la que se identifique. Pero, en realidad, el espacio en el que desarrolla dicha libertad se torna muy pequeño, puesto que las listas son cerradas y bloqueadas. De modo que, cuando opta por una formación política, se ha de circunscribir estrictamente al orden y a los componentes de una plancha impuesta por el aparato del partido. Su libertad llega únicamente hasta ahí. Quienes al final se presentan como representantes del pueblo son, en realidad, una extensión del cabeza de lista y, por esa razón, le deberán lealtad a él en vez de al ciudadano que introdujo la papeleta en la urna. Y esa lealtad se traducirá después en la famosa “disciplina de partido”, que genera no pocas situaciones vergonzantes.

 

2.- Los programas electorales: en principio, constituyen la base del “contrato” entre el ciudadano que vota y el cargo público que resulta designado. Un partido y una plancha de candidatos presentan un conjunto de propuestas a desarrollar en cada legislatura. Se trata de textos repletos de objetivos ambiciosos, tareas loables y promesas de cambio que casi nadie lee y que, aun en el hipotético caso de que lo hiciese y sirviese para decidir su voto, tampoco existe ningún mecanismo que garantice su cumplimiento. En la vida real, un consumidor víctima de la publicidad engañosa de un producto o un servicio dispone de mayor número de vías de defensa que un votante estafado por un programa electoral que ejerce de mero anzuelo.

 

3.- Los debates electorales: ideados como la herramienta ideal para la confrontación de las capacidades de cada candidato y la validez de sus propósitos, sirven para comparar argumentos y propuestas aunque, por regla general, sólo ponen de manifiesto una capacidad: la de descalificar al contrario y enturbiar la dialéctica con toda clase de reproches, cuando no de insultos. Los auténticos problemas de fondo -Educación, Sanidad, Justicia, entre otros…- quedan relegados, por no decir ignorados, para dar paso a una serie de escándalos más o menos relevantes, metidos con calzador con la única intención de arrinconar al rival.

 

4.- Los sistemas electorales: fórmulas y reglas que permiten traducir a escaños los votos de los electores. Lástima que estos sistemas tiendan a ser poco proporcionales, sobredimensionando o infrarrepresentando a unas formaciones políticas o a otras, al margen de los resultados obtenidos. Resultan de sobra conocidos los casos de partidos que, con muchos menos votos, sacan más escaños que otros que sí han obtenido un mayor apoyo popular. La necesidad de revisión y mejora de nuestras leyes electorales se alza como otra de esas evidencias convertidas en tabú y que nadie está por la labor de afrontar.

 

Caben más reflexiones pero, por el momento, aquí me quedo. Obviamente, somos y debemos ser una democracia. Pero ¿cuánto se parece la que tenemos a la que queremos? ¿Cuánto se ha incrementado en los últimos tiempos la distancia entre la primera y la segunda? Hagámonos ya estas preguntas, antes de que la Democracia se convierta en el problema en lugar de en la solución.

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