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Los diferentes límites del derecho a informar y a opinar
Recientemente el Tribunal Supremo ha dado a conocer una sentencia en la que analiza los diferentes límites de la libertad de expresión y del derecho a la información cuando pudieran entrar en colisión con el derecho al honor. Los hechos se remontan a 2021, año en que el periodista Eduardo Inda calificó en diversas intervenciones televisivas y escritas al ex Vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, y a su partido, Podemos, como “antidemocráticos”. Asimismo, les atribuyó estar financiados “por dos dictaduras”, en referencia a Venezuela e Irán, regímenes ambos que vulneran los Derechos Humanos. El citado dirigente y su formación política interpusieron inicialmente una demanda que fue desestimada por la titular del Juzgado de Primera Instancia número 33 de Madrid. Recurrieron en apelación y, en este caso, la Sección Octava de la Audiencia Provincial madrileña dictó otro fallo desestimando nuevamente el recurso. Siguieron insistiendo y, ya en casación, el Tribunal Supremo se ha pronunciado el pasado 1 de octubre.
El Alto Tribunal comienza delimitando los derechos en conflicto en el presente caso. Si bien no había duda de que se invocaba el derecho al honor de los afectados por las manifestaciones del periodista, existía mayor controversia en cuanto al derecho que pudiera asistir al emisor de tales declaraciones. Los recurrentes insistían en que su derecho al honor entraba en pugna con el derecho a la información, mientras que para los Tribunales era la libertad de expresión la que podía afectar al honor de demandantes y recurrentes. La anterior diferencia resulta relevante, pues los requisitos y límites de ambos derechos difieren.
El TS explica que la libertad de expresión cuenta con un campo de acción más amplio que la libertad de información, ya que la primera no comprende, como la segunda, la comunicación de hechos, sino la emisión de juicios, creencias, pensamientos y opiniones de carácter personal y subjetivo. Es decir, mientras que la libertad de información comprende la comunicación de hechos susceptibles de contrastarse con datos objetivos, la segunda se mueve en el difuso campo de la subjetividad. En el primer caso se requiere veracidad en las afirmaciones. En el segundo, no.
El problema estriba en que no siempre resulta sencillo separar la expresión de pensamientos, ideas y opiniones (garantizada por el derecho a la libertad de expresión) de la simple transmisión de hechos (garantizada por el derecho a la libertad de información), toda vez que dicha expresión de pensamientos necesita a menudo apoyarse en la narración de los hechos, y a la inversa. Cuando concurren en un mismo texto elementos informativos y valorativos procede disociarlos y, sólo cuando se torne imposible hacerlo, habrá de atenderse al elemento preponderante. A juicio de los Magistrados, en el caso que nos ocupa no es posible separar opinión de información y por ello, atendiendo tanto al contenido de las manifestaciones como al contexto en que se produjeron, se considera la opinión el elemento preponderante.
No obstante, el problema no termina ahí. Pese a no exigirse el requisito de veracidad en las afirmaciones, queda todavía por analizar si se ha vulnerado el derecho al honor de los demandantes. En este sentido, el Supremo concluye que, planteado un conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor, la ponderación entre ambos y el juicio para resolverlo han de llevarse a cabo teniendo presente la prevalencia funcional del derecho a la libertad de expresión, en función de su doble carácter de libertad individual y de garantía institucional de una opinión pública libre e indisolublemente unida al pluralismo político dentro de un Estado democrático. Esa dimensión institucional supone que dicha libertad «goce de un amplio cauce para el intercambio de ideas y opiniones», que ha de ser «lo suficientemente generoso como para que pueda desenvolverse sin angostura; esto es, sin timidez y sin temor». Tanto los límites a la libertad de expresión como su contenido deben ser «interpretados de tal modo que el derecho fundamental no resulte desnaturalizado» (el entrecomillado son citas literales de la sentencia del Tribunal Constitucional 112/2016, de 20 junio, y 83/2023, de 4 de julio).
La valoración de los Magistrados indica que el asunto subyacente en las declaraciones versaba sobre cuestiones de interés general, tanto por la naturaleza de la materia en sí (la crítica política) como por aquellos a los que afectaba (un dirigente político y su partido), dado que reiteradamente se ha considerado por los Tribunales (tanto el Supremo como el Constitucional) que el carácter del cargo público o de la posición política expone a esas personas a un nivel de crítica muy superior al de quienes no ostentan tal condición.
A pesar de que los recurrentes insistían en su demanda y recursos sobre la falta de veracidad objetiva de las afirmaciones de Inda, la Sala, literalmente, afirma: «La controversia afectaría a la existencia de base fáctica suficiente. Esta no puede confundirse con la exactitud de las manifestaciones realizadas. Tampoco puede referirse al carácter lícito o ilícito de la recepción de fondos provenientes de estos Estados, pues en las manifestaciones cuestionadas no se tachaba de ilegal esta conducta, ni el reproche político y moral que suponen las afirmaciones cuestionadas derivan de la ilicitud de la recepción de fondos, sino de que los mismos provienen de dos Estados que los demandados consideran como regímenes dictatoriales y vulneradores de los Derechos Humanos de oponentes políticos, homosexuales y mujeres».
Ciertamente, esa pretensión de fijar los límites entre lo tolerable y lo intolerable resulta, cuando menos, discutible. De hecho, existen otras sentencias que reflejan un resultado contrario, generándose así cierta inseguridad jurídica. Sea como fuere, la sentencia del Alto Tribunal establece de forma clara la diferencia entre información y opinión, extrayéndose de la misma los diferentes límites de cada uno de dichos derechos.
Menores inmigrantes: entre el laberinto competencial y la política de hechos consumados
Asistimos de modo innegable a una crisis migratoria con especial incidencia en las Islas Canarias, debido al repunte en la llegada de personas que huyen de su lugar de origen por innumerables motivos, aunque dicha crisis termine afectando globalmente a toda España y a la Unión Europea. A tan atroz problema se suma otra dificultad añadida, consistente en la incapacidad de las diferentes Administraciones para apoyarse entre sí y aportar soluciones, al menos parciales, a semejante desafío. Toda nuestra normativa sobre extranjería se halla repleta de llamadas a la colaboración y a la coordinación entre el Estado y las diferentes Comunidades Autónomas, pero en este caso parece que se ha optado por la confrontación y la batalla jurídica, además de política, pese a que ello suponga retrasar cualquier tipo de solución al asunto.
Por la estricta aplicación del principio de solidaridad, la presión migratoria no debería recaer sobre una concreta zona del territorio nacional, razón por la cual el artículo 2 bis de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, establece que «el Estado garantizará el principio de solidaridad, consagrado en la Constitución, atendiendo a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia». La literalidad es clara, como también lo es su incumplimiento.
Con relación a los menores, se parte de una situación que se ha consolidado como costumbre por la vía de los hechos consumados, pero que no es producto de la aplicación de la normativa existente, la cual no contempla ni regula esta realidad tal y como se está produciendo, y que consiste en que los menores avistados en alta mar procedentes de la costa occidental africana y rescatados por los barcos de salvamento marítimo del Estado deben ser llevados a Canarias y, por ello, que ha de ser esta Comunidad Autónoma la llamada a asumir su custodia, atendimiento y tutela.
Cierto es que, conforme al artículo 35 de la ya citada Ley de Extranjería, deberán ser los servicios competentes de protección de menores de la Comunidad Autónoma en la que “se halle” el menor los que deban asumir su cuidado y tutela. Por ello, la competencia autonómica va implícita al previo hecho físico territorial relativo a que el menor en desamparo “se halla” en la Comunidad Autónoma. La pregunta sería si, dentro de esa situación fáctica que determina la competencia de la Administración (la ubicación del menor), debemos incluir, no sólo a los menores que residen o se encuentran en la región que sea, sino también a aquellos que los funcionarios del Estado que desarrollan funciones de salvamento marítimo decidan llevar al territorio de una concreta CCAA, con independencia del grado de saturación y capacidad asistencial de la misma.
Para ello, hemos de preguntarnos si existe un precepto normativo que obligue a esos funcionarios estatales, que realizan labores de vigilancia fronteriza en el mar o labores de salvamento, a desembarcar a las personas a las que rescatan en un puerto determinado, sobre todo partiendo del citado principio expuesto en el artículo 2 bis ya mencionado, relativo a que el Estado deberá, en virtud del principio de solidaridad, atender «a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia». En el concreto caso canario, la pregunta es: ¿Están obligados los funcionarios estatales que rescatan a los migrantes en alta mar en la zona occidental africana a llevar a esas personas a Canarias? Como consecuencia de ello, ¿está obligada la Comunidad Autónoma canaria a asumir la competencia de tutela de todos esos menores que recibe del Estado?
Nadie puede discutir la obligación de prestar asistencia y rescate a quien se encuentre en peligro o a la deriva en alta mar. Dicha obligación se recoge en numerosas normas internacionales, empezando por la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Más problemas suscita la cuestión de qué hacer con los rescatados, dado que esas mismas normas internacionales establecen que se les debe desembarcar en un “puerto seguro”, siendo este un concepto indeterminado que genera más dudas. Lo que internacionalmente se denomina “place of safety”, tan sólo hace referencia a tres ideas básicas: un lugar donde la seguridad de los supervivientes ya no esté amenazada; un lugar donde sus necesidades humanas básicas (sobre todo, alimentación y atención médica) estén garantizadas; y un lugar desde el que se pueda organizar el transporte para el próximo o último destino de los supervivientes.
Dentro de la Unión Europea rige el Reglamento 656/2014 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de mayo de 2014, por el que se establecen normas para la vigilancia de las fronteras marítimas exteriores en el marco de la cooperación operativa coordinada por la Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores de los Estados miembros de la Unión Europea. En su artículo 10 se menciona la opción de que se desembarque en la costa del Estado miembro que realiza el rescate (sin especificar en cuál en concreto), o en el tercer país del que se suponga que haya partido el buque. Sí es cierto que existen previsiones que establecen la prohibición de desembarco en un país en el que existan sospechas fundadas de peligro para la vida, la integridad o la libertad de las personas rescatadas.
Al parecer, la decisión de llevar a Canarias a las personas rescatadas en alta mar en la zona occidental de África se debe a una razón meramente geográfica y de proximidad, decisión a primera vista lógica, pero que no deriva claramente de un imperativo legal. Por ello, la exigencia a la Administración autonómica de que tutele y asista a estos menores inmigrantes, alegando que “se hallan” en Canarias, deriva principalmente de una vía de hecho generalizada y continua en el tiempo impuesta por el Estado: que al rescatarlos en alta mar, los trae a las Islas Canarias.
Se añade a lo anterior el hecho indiscutible y no controvertido de que los recursos materiales, logísticos y humanos de los que dispone la Comunidad Autónoma canaria para atender a estos menores están sobrepasados y que los servicios autonómicos se encuentran colapsados. Siendo esto así, la pregunta sería si lo más adecuado para la asistencia de estos menores inmigrantes consiste en llevarles al puerto meramente más cercano, a sabiendas de que allí, por la congestión y magnitud de su llegada, no podrán ser atendidos correctamente o, por el contrario, en atención al principio de solidaridad expuesto, debe el Estado establecer un reparto, evitando que sólo determinadas zonas sufran en toda su intensidad la presión migratoria.
Se ha pretendido desde diversos sectores vender la imagen de que el Gobierno de Canarias, ante la congestión e imposibilidad de atender correctamente a estos menores, ha vulnerado los derechos de los menores migrantes, al establecer un protocolo con unos requisitos a la entrega por el Estado de los rescatados en alta mar. Parece defenderse que la Comunidad Autónoma de Canarias deba tener recursos y capacidad ilimitada para atender a cuantas personas decida el Estado enviar a su territorio, así como que esa decisión estatal de desembarcar allí a estas personas determina que son menores que “se hallan” en Canarias y que, por ello, debe asumir la competencia.
Sin embargo, dudo mucho que semejante discurso sitúe los derechos del menor en el centro del debate, como también dudo que pueda legítimamente el Estado sobredimensionar ilimitadamente la competencia autonómica con su decisión de desembarcar a los rescatados en alta mar siempre en el mismo sitio, sin tener en cuenta el mandato (constitucional y legal) de atender «a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia».
El Consejo de Estado, en su Dictamen 1.606/2024, defiende que, al ser menores que “se hallan” en Canarias, suya es la competencia, y que cualquier limitación o requisito impuesto a la recepción de esos menores que el Estado decide desembarcar en Canarias supone una vulneración de derechos fundamentales de los mismos. Algo similar parece opinar la Fiscalía. Me permito discrepar de ambas afirmaciones y, en cualquier caso, siendo competencias en las que se requiere coordinación, colaboración y cumplimiento por ambas partes (Estado y CCAA), me sorprende que solamente se mire, analice y critique a una de esas partes.
Derecho a la intimidad, redes sociales y matrimonio
El Tribunal Supremo ha publicado recientemente una sentencia en la que analiza los conflictos generados por la publicación en una red social, por parte de un cónyuge, de fotos de su pareja. Dicho fallo judicial resulta de interés a la hora de abordar una serie de conflictos cada vez más habituales, dada la proliferación y el uso habitual de dichos sistemas de comunicación y de difusión de mensajes e imágenes. Los protagonistas de esta historia son una ciudadana española (la demandante) y un ciudadano francés (el demandado), que contrajeron matrimonio en mayo de 2021. Durante varios días de octubre y noviembre del citado año, el demandado publicó en su muro de Facebook diversas fotografías captadas en fechas anteriores, donde aparecía la imagen de la demandante. Las fotos habían sido tomadas con consentimiento de la mujer, que posó para su obtención, relativas a momentos agradables y lúdicos de la vida cotidiana de la familia, en muchas de las cuales aparece también el propio demandado. Según se afirma en la sentencia, consta que la propia demandante reaccionó en dicho muro de Facebook utilizando los denominados “me gusta”.
La pareja se rompió y en abril de 2022, ya iniciados los trámites de divorcio, se presentó una demanda por parte de la mujer, alegando vulnerados sus derechos a la intimidad y a la propia imagen, y solicitando una condena para su todavía marido de diez mil euros, así como la eliminación de esas imágenes difundidas en redes sociales.
En Primera y Segunda Instancias se desestimó la demanda. El Juzgado consideró que, dadas las circunstancias del caso, resultaba razonable que el esposo entendiese que su esposa le autorizaba a la publicación de fotografías familiares, sin que parezca lógico “exigir un consentimiento individualizado para cada una de las fotografías, siendo todas ellas de similares características», lo que llevó al juzgador a entender que no se habían vulnerado los derechos a la intimidad y a la propia imagen de la demandante, «teniendo en cuenta que consta acreditada su autorización a publicaciones anteriores, y que las fotografías publicadas carecen de alcance lesivo en la dignidad” de la esposa, puesto que su contenido era acorde a los usos sociales.
La mujer apeló el fallo y la Audiencia Provincial desestimó igualmente el recurso. En esta segunda sentencia, si bien se afirma que constaba probado que en el pasado existieron fotografías con la imagen de la demandante que habían sido previamente divulgadas en redes sociales con su consentimiento, la Audiencia argumentó que «el consentimiento expreso otorgado por la actora para divulgar las fotografías a las cuales acabamos de aludir no puede extenderse más allá de esos concretos actos, por lo que su publicación no implica la concurrencia del consentimiento, ni mucho menos expreso, en cuanto a la inclusión de las fotografías objeto de disputa en el perfil de Facebook del demandado”. Pese a lo anterior, la Audiencia desestimó el recurso, concluyendo que “los usos sociales y el contexto en el que se produjo la publicación de las fotografías objeto de la demanda» debía otorgar la razón al marido.
La esposa continuó recurriendo y llevó el caso hasta el Tribunal Supremo. En la sentencia del Alto Tribunal se puede leer que “Internet y, en concreto, las redes sociales, ofrecen grandes expectativas de comunicación e interacción social, pero generan también grandes riesgos al constituir un cauce para difundir contenidos que afectan a derechos de diferente naturaleza, en concreto, a los derechos de la personalidad (honor, intimidad y propia imagen)”, para concluir que “contemplado de esta manera el panorama tecnológico actual y aceptando que la aparición de las redes sociales ha cambiado el modo en el que las personas se socializan, hemos de advertir sin embargo -por obvio que ello resulte- que los usuarios continúan siendo titulares de derechos fundamentales y que su contenido continúa siendo el mismo que en la era analógica».
Ahora bien, aunque no haya diferencias en el texto de la normativa que reconoce y garantiza esos derechos, la presencia en nuestra sociedad de Internet y, más en concreto, de las redes sociales, y la sociedad de la información en la que se insertan, supone un cambio relevante, ya que esas normas han de ser interpretadas en relación con la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, todo ello como establece el artículo tercero del Código Civil.
Es relevante, por ello, analizar hasta qué punto las redes sociales han creado unos determinados «usos sociales» en la interactuación de los internautas en las mismas y valorar también la trascendencia de la conducta del afectado por la publicación de su imagen en RRSS, para determinar si ha existido el «consentimiento expreso» (que, según la ley, excluiría la existencia de intromisión ilegítima en los derechos). Para el TS resulta relevante que, en el momento en que se produjeron los hechos, la demandante y el demandado eran cónyuges, sin que conste la existencia de crisis en el matrimonio, que sí existía posteriormente cuando se interpuso la demanda. Por tal razón, la jurisprudencia establecida con respecto a la utilización de la imagen ajena o a la publicación de datos que afectan a la intimidad, relativos a otros contextos en los que no existen esos especiales vínculos entre las personas afectadas, no es trasladable automáticamente a un caso como el objeto de este litigio.
Para los magistrados del máximo órgano de nuestro Poder Judicial, resulta muy relevante, tanto el contenido de las imágenes (calificado de normal, habitual o, incluso de “anodinas o inocuas”), como las reacciones posteriores de la demandante por medio de la interacción del “me gusta”. Así, literalmente el Supremo manifiesta: “dados los usos sociales generados por las redes sociales, una actuación como la de la demandante, consintiendo en ser fotografiada por su marido cuando sabía que este era titular de una cuenta de Facebook, clicando «me gusta» (o su correlativo en francés, «j’adore») en varias de las fotografías colocadas en el muro de dicha cuenta de Facebook en las que aparecía la demandante (lo que, además, demuestra que accedía a dicha cuenta con regularidad), sin haber objetado en momento alguno dicha conducta de su marido ni haberle solicitado que retirara las fotografías de su cuenta de Facebook, debe considerarse, apreciada en su conjunto, como una actuación concluyente demostrativa de consentimiento a que su imagen fuera no solo captada sino también publicada en la cuenta de Facebook por su marido”.
Es más, en otra parte de la sentencia se dice: “Más aún, en el contexto de una relación matrimonial como la que existía en ese momento, en la que, en caso de que un cónyuge no esté de acuerdo en el uso que el otro haga de su imagen en las redes sociales, la conducta razonable es hacérselo saber al otro cónyuge y solicitarle que retire las fotografías de su muro de Facebook, lo que, de acuerdo con el relato de hechos que establecen las sentencias de instancia, no ocurrió en este caso”.
Lógicamente, los nuevos usos sociales no justifican una exposición pública ilimitada de los hechos concernientes a la intimidad personal y familiar cuando afectan a otras personas, por más que estas pertenezcan al círculo familiar o de amigos cercano al titular de la cuenta de la red social, pues existen facetas que podrían calificarse como del ámbito más estricto de la intimidad en las que, para desvelarlas públicamente, ha de extremarse la exigencia de un consentimiento expreso e indubitado de la persona afectada. Por todo ello, también el Tribunal Supremo desestimó el recurso de casación y ratificó la desestimación de las pretensiones de la esposa demandante.
Parlamento Europeo: ¿Sabemos lo que votamos?
El próximo 9 de junio cientos de millones de europeos estamos llamados a las urnas para elegir los 720 escaños del Parlamento Europeo, 15 eurodiputados más que en las últimas elecciones. Es posible que a muchas personas las instituciones europeas les resulten algo lejano en la distancia y piensen que poco o nada les puede afectar lo que se debata y decida en Bruselas o Estrasburgo. Sin embargo, numerosos avances, así como nuevas normativas e impulsos políticos, vienen de fuera de nuestras fronteras, marcándonos un camino a seguir. Ciertamente se advierte todavía un tanto de descoordinación e, incluso, incumplimientos flagrantes por parte de los Estados miembros, hacia lo que ordena la Unión Europea. Las tensiones existentes en estas organizaciones internacionales entre la vieja idea de la soberanía estatal y la unión política, así como la evolución incompleta hacia un Estado federal europeo, generan que no siempre los poderes públicos estatales y los órganos comunitarios se muevan en la misma dirección. Sin embargo, no pocas de nuestras realidades a día de hoy han tenido un origen en las políticas y las decisiones adoptadas en esas sedes aparentemente tan alejadas.
España elige a 61 eurodiputados, dos más que en los pasados comicios. La distribución de esos 720 escaños por países se lleva a cabo atendiendo a criterios poblacionales. Alemania, como país más poblado, es el de mayor representación, con 96, seguido de Francia, con 81. En el otro extremo se sitúan Chipre, Malta y Luxemburgo, que sólo designan a 6. Y es que el Parlamento Europeo se alza como órgano representativo de la población de la Unión Europea. Los elegidos no se organizan por su procedencia geográfica, sino por sus afinidades políticas. Así, por ejemplo, los candidatos del Partido Popular español se encuadran dentro del Grupo del Partido Popular Europeo. Los del PSOE, en el de la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas. Los de Ciudadanos, en el Renew Europe Group. BNG y ERC, en el Grupo de los Verdes/Alianza Libre Europea. Vox, en el de los Conservadores y Reformistas Europeos y Podemos, Anticapitalistas e Izquierda Unida, en el de La Izquierda en el Parlamento Europeo.
Dicho Parlamento ha ido ganando en importancia y en competencias con cada nueva reforma efectuada en los Tratados de la Unión. No obstante, a diferencia de las Asambleas Legislativas nacionales, no legisla en solitario, dado que la función legislativa la comparte con el Consejo de la Unión Europea. Pese a ello, ha participado de forma destacada en multitud de normas que, finalmente, han afectado directamente a la vida de los ciudadanos de todos los Estados miembros. Como muestra, en el año 2022 el 57% de las leyes aprobadas por las Cortes Generales en España provenían de previas directivas y decisiones europeas.
A su vez, el Parlamento Europeo elige a quien ocupa la presidencia de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la Unión, actualmente en manos de Ursula von der Leyen. Así, teniendo en cuenta el resultado electoral, el Consejo Europeo (los jefes de Estado y de Gobierno de los países) propone al Parlamento Europeo, por mayoría cualificada, un candidato al cargo de Presidente de la Comisión. Pero, tras esa propuesta, es el propio Parlamento Europeo quien lo designa por mayoría.
Cuestiones trascendentales que afectan a millones de ciudadanos, tales como la defensa de los consumidores, las normas sobre protección de datos o la lucha contra el cambio climático y contra la precariedad laboral derivada de la temporalidad en el empleo, por poner sólo algunos ejemplos, constituyen realidades que a día de hoy nos ocupan y preocupan, por insistencia e impulso de las decisiones que nos llegan desde los órganos comunitarios.
Existen distorsiones o disfuncionalidades que impiden avanzar en lo que debería ser un desarrollo coherente y armónico entre el ordenamiento jurídico de la Unión Europea y el interno de cada Estado y, singularmente, del español. Sucede, básicamente por dos razones: la primera, el incumplimiento sistemático por parte del Gobierno de nuestro país a adaptarse y acatar las normas comunitarias; la segunda, cierta resistencia por parte de nuestro Tribunal Supremo a asumir en determinados casos la jurisprudencia que proviene del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
Como prueba de lo primero, baste señalar que España cerró el pasado año 2023 como el país de la Unión Europea con más expedientes abiertos por incumplir las normas medioambientales comunitarias. Pero no es un problema exclusivamente referido al medio ambiente. Al inicio de 2022, España tenía 107 expedientes abiertos por diferentes tipos de infracción. Ninguna otra nación contaba con tantos. Ello suele acarrear multas cuantiosas y abundantes sentencias por parte del Tribunal de la Unión Europea que deberían avergonzar a nuestros dirigentes.
Como prueba de lo segundo, en más de una ocasión ha tenido que ser nuestro Tribunal Constitucional el que anule sentencias del Tribunal Supremo y de otros tribunales, por no respetar la primacía del Derecho de la Unión Europea y no dar cumplimiento a la interpretación que de esas normas comunitarias realiza el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Tal era la conflictividad entre nuestros tribunales y los órganos judiciales de la Unión que hubo de modificar nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial para introducir un artículo nuevo (el artículo 4 bis) y recalcar lo que era obvio, que los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del TJUE. Pese a ello, las pugnas entre los órganos judiciales por asuntos como las denominadas “cláusulas suelo” en las hipotecas concedidas por las entidades financieras, o el abuso de la contratación temporal por parte de las Administraciones Públicas, evidencian que la normalidad en el anclaje judicial entre Estados miembros y Unión Europea debe todavía mejorarse.
Por todo lo expuesto anteriormente, las elecciones al Parlamento Europeo no son unos comicios secundarios ni poco importantes que afectan a una institución con escasa o nula repercusión en nuestro devenir diario. Todo lo contrario. Resultan muy relevantes. Y desde la Unión Europea, con mayor o menor acierto, con más o menos efectividad, se marcarán las líneas a seguir en asuntos tan importantes como la inmigración, la regulación de la Inteligencia Artificial e, incluso, la defensa del Estado de Derecho dentro de los países que la componen.
La legitimidad política y sus límites: una reflexión sobre la elección de órganos sin naturaleza política
Hace algunas semanas el Consejo de Administración de Radio Televisión Española, tras estudiar y descartar una fórmula de “presidencia rotatoria” para dicho ente, designó a Concepción Cascajosa como nueva presidenta provisional de RTVE. Esta mujer entró en la corporación pública a instancias del PSOE y milita en el citado partido. Tras difundirse su elección entre los medios de comunicación, volvió a avivarse la eterna polémica a causa de la cada vez más acusada politización de órganos que, pese a su naturaleza pública, no están llamados a funcionar como órganos políticos, ni menos aún partidistas. Los partidos políticos funcionan de facto como órganos de colocación de militantes y simpatizantes en instituciones de toda índole y en empresas de lo más variopinto, llevando la fórmula de la elección política hasta unos límites que desvirtúan la esencia de dichas instituciones y repercuten en su correcto funcionamiento.
La Democracia parte de una sencilla y lógica teoría ideal, que termina complicándose a medida que se transforma en una realidad práctica menos perfecta de lo planteado en los manuales. El pueblo libre elige a unos representantes que ocupan los principales órganos representativos, con el fin de elaborar las leyes y ejercer las acciones de gobierno conforme al sentir ideológico de la mayoría, dentro del marco establecido en la Constitución. Sin embargo, este utópico y perfecto plan se va distorsionando a medida que se lleva a cabo. La normativa electoral, los grupos de presión y la concentración de poder en las formaciones políticas van generando alteraciones, en ocasiones no perceptibles a primera vista, que desvían el resultado final de aquel planteamiento diseñado en un inicio. Pero lo cierto es que, en esencia, los conceptos de legitimidad política y función representativa asociados a la elección existente entre la ciudadanía y el cargo electo constituyen la base de todo sistema que pretenda ser democrático.
Paradójicamente, fuera de los órganos de naturaleza política, dichos conceptos pierden su razón de ser e, incluso, dañan los cimientos de un verdadero Estado de Derecho. Por ejemplo, nos estamos acostumbrando a hablar de jueces conservadores o progresistas; a aceptar con naturalidad que un órgano como el Consejo General de Poder Judicial se reparta entre afines a los partidos políticos, en función de la composición de las Cortes Generales; a que los Consejos de Administración de las empresas públicas se compongan de militantes y cargos políticos en proporción a los resultados electorales. En definitiva, a que el trasfondo de la representación política lo impregne todo. Esta nueva (y peligrosa) realidad afecta también a otros principios básicos del sistema constitucional, ya que la separación de poderes, los controles y la independencia, objetividad y neutralidad de determinados órganos se pierden o, al menos, se difuminan de modo alarmante.
No cualquier órgano colegiado debe establecerse como una asamblea representativa del pueblo. No cualquier institución ha de responder al reparto de las siglas existentes en las Cortes Generales a resultas de unas elecciones. No cualquier organismo está llamado a representar a todas y cada una de las singularidades de una sociedad plural, ya sean políticas, religiosas, étnicas o de otra condición. La pretensión de extender la representatividad política más allá de los órganos de estricta naturaleza política supone una nefasta idea, tendente a pervertirlos a través de pugnas y dialécticas que no les son propias.
La situación se torna vergonzante y deshonrosa en casos especialmente dolorosos, como el que afecta al Consejo General del Poder Judicial. Con la totalidad de sus miembros desempeñando un mandato caducado desde hace más de un lustro, la previsión legal de que sean el Congreso de los Diputados y el Senado quienes los designen se ha revelado como un calamitoso fracaso, traduciéndose en uno de los episodios más indignos de la reciente historia de nuestra Carta Magna. Desde el punto de vista de la separación de poderes y de las necesarias independencia, objetividad y neutralidad en el desempeño de sus funciones, esta premisa de que a las formaciones políticas les corresponde elegir un número de miembros del órgano de gobierno de los jueces en función de los escaños obtenidos electoralmente no puede resultar más grotesca.
El GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) lleva reclamando insistentemente a nuestro país una serie de importantes cambios, en aras a erradicar ese sesgo político intervencionista en ámbitos que no le competen. Pero, visto lo visto, da igual que la Comisión Europea o el Consejo de Europa nos reprueben y censuren año tras año por este lamentable espectáculo. Se nos solicitan criterios legales objetivos para el nombramiento de los altos cargos de la judicatura, un cambio en el método de elección del Fiscal General y la revisión de su normativa, así como la eliminación de la intervención de representantes políticos en la elección de los miembros del CGPJ. Las directrices del Consejo son claras: “cuando existe una composición mixta de los consejos judiciales, para la selección de los miembros judiciales se aconseja que estos sean elegidos por sus pares (siguiendo métodos que garanticen la representación más amplia del Poder Judicial en todos los niveles) y que las autoridades políticas, como el Parlamento o el Poder Ejecutivo, no participen en ninguna etapa del proceso de selección”.
En definitiva, esa labor de representación y de orientación política y social, que resulta tan lógica y loable en algunos órganos, se torna indeseable y despreciable en otros. Ni la legitimidad obtenida por medio de una elección democrática da derecho a trasladarla a todo tipo de instituciones, ni la misión de cualquier organización estriba en representar a la totalidad de las sensibilidades de la población.