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Criticar o atacar al Tribunal Constitucional
La reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el primer Estado de alarma estimó parcialmente un recurso de inconstitucionalidad, declarando contrarias a nuestra Constitución algunas de las medidas contenidas en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, especialmente las referidas a la libertad de circulación, y que derivaron en un confinamiento domiciliario. La resolución ha generado un gran revuelo pero, más allá de lo discutible que se pueda considerar, sorprende la virulencia y agresividad de determinados ataques que ha recibido el Tribunal o, más concretamente, algunos de sus Magistrados, ya que van más allá de la crítica a su decisión para derivar en la ofensa personal y el insulto profesional.
Puede calificarse de lamentable el espectáculo generado, incluso, desde dentro de la propia institución, en la que por primera vez, que yo recuerde, uno de los miembros ataca a sus compañeros en su voto particular a la sentencia con una serie de adjetivos impropios de su condición, un hecho que posteriormente el autor reconoció y rectificó, publicando la web del Tribunal una nota en la que, además de anunciar una nueva versión suavizada de dicho voto, expresaba sus disculpas y asumía que había proferido hacia sus colegas expresiones desafortunadas e inmerecidas.
Vivimos sin duda un periodo de especial crispación y mediocridad. La concepción partidista de la realidad, el fanatismo ideológico, la falta de grandeza y la permanente visión del contrario como el enemigo a batir han convertido el debate político en una pugna improcedente en atención a las responsabilidades que los dirigentes tienen entre manos. Basta presenciar algunos minutos de las denominadas “sesiones de control al Gobierno” para evidenciar cuán bajo ha caído la calidad de nuestros diputados y senadores, circunstancia de la que, por supuesto, es corresponsable el pueblo que los elige. Pero todavía resulta más preocupante, si cabe, que esta clase de batallas viscerales se trasladen a los campos judicial, informativo y académico, utilizando idéntico lenguaje hiriente, descalificador e insultante.
Es obvia la complejidad que entraña el tema de discusión y, ante la ausencia de precedentes del hecho enjuiciado, no creo que ninguna de ambas posturas pueda tildarse de disparate, tal y como se ha pretendido vender desde ciertos sectores. A mi juicio, ninguna solución u opción a tomar era perfecta, puesto que dejaría siempre algún cabo suelto, habida cuenta el uso inevitable de herramientas jurídicas obsoletas y, además, no creadas para enfrentar este concreto problema. El tamaño de la manta ofrecida por nuestro ordenamiento no resultaba suficiente para cubrirlo todo, de tal manera que, si se daba cobertura a una parte, se dejaba a otra al descubierto y sin completo amparo legal.
Según mi parecer, el presupuesto de hecho (crisis sanitarias, epidemias y situaciones de contaminación graves) encajaba bien en el Estado de alarma, pero las medidas necesarias para combatirlo se hallaban previstas en el Estado de excepción. Sin perjuicio de que, desde la lógica o desde la perspectiva sanitaria, el confinamiento se alzase como la vía más adecuada, desde el punto de vista jurídico no encajaba en el Estado de alarma. Tal vez la frontera que separa la limitación de un derecho de su suspensión resulte difusa pero, de la forma en la que se impuso, todo parece indicar que desbordaba las previsiones normativas. En un Estado de alarma se puede “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”. Sin embargo, intentar incluir dentro de la anterior frase un confinamiento domiciliario es extender la interpretación jurídica a unos niveles excesivamente forzados.
Así las cosas, si yo me tuviese que decantar por una de las dos opciones, me sumaría a la posición mayoritaria del Tribunal, aunque sin tachar a quienes opinan en sentido contrario de “legos”, ni de ridiculizarlos acusándoles de recurrir a “disquisiciones doctrinales”. Reconozco que también poseen sus argumentos, si bien yo no los estimo suficientes ni los juzgo los más sólidos. En su caso, pienso que habría que modificar la normativa sobre emergencias sanitarias para evitar situaciones como las que hemos tenido que vivir.
Dicho esto, lo que no puedo compartir en absoluto ni considero una argumentación jurídica válida en un Estado Constitucional, es alegar la defensa del Gobierno como elemento determinante para decidir sobre la constitucionalidad o no de la medida que ha adoptado. He tenido que leer varias manifestaciones de queja sobre lo desamparado que queda el Ejecutivo ante futuras pandemias, o reflexiones sobre la necesidad de que la Justicia juzgue con cierta perspectiva de conservación de las decisiones de los Poderes Públicos por el mero hecho de ser Poderes Públicos. Volvemos a la teórica (y cada vez menos práctica) idea de que todo lo que proviene del Gobierno se realiza en interés general y que cualquier impugnación que reciba responde a intereses privados o subjetivos menos defendibles. A título particular, creo que semejante postura equivale a alejarse por completo de los valores del Constitucionalismo. La Constitución nació para limitar y controlar a los Poderes Públicos y para salvaguardar los derechos de los ciudadanos frente a los mismos. Esa es su esencia y esa esa es su razón de ser. Si pretendemos convertir nuestro sistema en un conglomerado de garantías en favor de los Gobiernos, deberemos cerrar la etapa del Constitucionalismo y abrir otra centrada en otros valores y principios diferentes.
Y no crean que soy un defensor a ultranza del Tribunal Constitucional. En absoluto. He manifestado disconformidad con algunas de sus sentencias y, sobre todo, me escandaliza la oscura y aberrante forma de gestionar su agenda, tanto en el sentido de la tardanza en la toma de decisiones como en su preferencia a la hora de agilizar unos temas y de ralentizar (o directamente hibernar) otros, hasta convertir en ineficaz su función. Me preocupa asimismo la desnaturalización del recurso de amparo, que ha desaparecido como mecanismo de defensa de los derechos de los ciudadanos para trocar en otra impugnación más objetiva para la defensa de la Constitución, y no para la protección subjetiva de los derechos de la gente. Por no hablar del alarmante bloqueo en la renovación de sus miembros, o de la politización de sus nombramientos. En definitiva, el Tribunal Constitucional es susceptible de críticas, pero no debe ser atacado como institución, ni padecer los vulgares métodos de la confrontación política en el análisis de sus sentencias y decisiones.
La parte molesta de la libertad o el problema de fijar sus límites
Numerosas personas comienzan a tener la sensación de que el espacio reservado para la libertad individual es cada vez más pequeño. La libertad constituye un concepto complejo y extraño que tan pronto se ensalza como se teme, y que tan pronto se proclama como un derecho esencial y básico para una sociedad como se defiende la necesidad de imponerle límites a modo de mecanismo de defensa. De la libertad surge la plena dignidad del individuo y de la comunidad en la que vive, así como también la difusión de ideas y actos que pretenden destruir o enturbiar los valores y principios que sustentan la convivencia, y nos encontramos ante el difícil problema de ponerle coto sin desnaturalizar lo que significa y sin permitir que se convierta en una herramienta para la destrucción del conjunto de derechos y libertades.
En los últimos tiempos da la impresión de que en esa compleja labor están ganando terreno quienes defienden la reducción de la esfera de libertades sobre el argumento de la seguridad y la defensa de nuestro modelo de sociedad. Y, dentro de esa paradójica lucha, la libertad de expresión se alza como uno de los frentes en los que se batalla con mayor crudeza. Cada vez más a menudo toleramos oír exclusivamente aquello que se ajusta a nuestra forma de pensar y, ante la perspectiva de que otras ideas contrarias sean difundidas y empiecen a incrementar simpatizantes, nos rebelamos y a contraatacamos poniendo más y más límites.
Es cierto que la libertad debe presentarlos y que la defensa de valores y principios básicos requiere de normas que eviten su autodestrucción. Karl Popper en su obra “La sociedad abierta y sus enemigos”, publicada en el año 1945, formuló la denominada “Paradoja de la Tolerancia”. Con ella intentaba alertar sobre los peligros de ser excesivamente permisivo con las ideologías extremistas en las sociedades libres. Defendía que, tolerando a los intolerantes, éstos acabarían imponiéndose y convenciendo a amplios sectores de la ciudadanía, produciéndose finalmente la eliminación de la tolerancia como principio y valor de una comunidad. Dicho de otro modo, la tolerancia llevada al extremo puede resultar autodestructiva. En palabras del propio Popper, «la tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia (…) tenemos, por tanto, que reclamar en nombre de la tolerancia el derecho a no tolerar la intolerancia».
Recientemente Donald Trump ha interpuesto diversas demandas por censura contra Google, Facebook y Twitter, a raíz de mantenerle expulsado de sus redes sociales, una medida que tomaron dichas compañías como consecuencia del asalto al Capitolio y de los bulos publicados por el ex presidente norteamericano referidos a un fraude electoral en Estados Unidos. Sin embargo el propio mandatario, que se queja de cómo afectaron a su libertad, censura también sin contemplaciones a quienes no piensan como él. Conviene recordar que la Corte de Apelaciones del Estado de Nueva York declaró inconstitucional que el entonces inquilino de la Casa Blanca bloquease en Twitter a los usuarios críticos con sus políticas. Por unanimidad, los magistrados manifestaron que la acción de “bloquear” a aquellos que le cuestionaban a través de la red social implicaba una violación de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que garantiza dicha libertad. “La Primera Enmienda no permite a un funcionario público que utiliza las redes sociales con fines oficiales excluir a personas de un diálogo abierto en Internet por el hecho de que hayan expresado opiniones con las que el funcionario no esté de acuerdo”, detalló el juez Barrington Parker. Se trata de un buen ejemplo de cómo alguien clama por su libertad al mismo tiempo que limita la de los demás, y se queja de la censura pero la ejerce al mismo tiempo, en función de su subjetiva ideología.
Nuestros Tribunales, tanto internos como internacionales, proclaman con rotundidad que la libertad de expresión ampara, no sólo las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también las que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. El límite tendrá lugar cuando lo que se difunda incite, promueva o justifique el odio basado en la intolerancia. Es en este punto donde tiene cabida el concepto del “discurso del odio”, caracterizado por justificar y propiciar la discriminación de grupos vulnerables.
No obstante, es preciso subrayar que los peligros de la difusión de ideas o discursos que pueden terminar afectando a la esencia de los valores y libertades de una sociedad se sustenta en el presupuesto de que buena parte de su ciudadanía va a asumir dicho discurso intolerante, es decir, que ideas extremistas de todo signo calan y convencen a personas que integran comunidades libres y democráticas. Cabría, por lo tanto, analizar tal hecho a fin de atajar correctamente el problema. La pregunta sería cómo es posible que en sectores norteamericanos persista todavía el Ku Klux Klan, o partidos nazis en Alemania, o dictaduras comunistas extendidas por el planeta, o fenómenos de fanatismo religioso. Si sumamos a quienes odian a los negros, a los migrantes, a los cristianos, a los musulmanes, a los indigentes, a las mujeres y a tantos otros colectivos, la cifra resulta verdaderamente sangrante. A casi doscientos cincuenta años vista desde el surgimiento de las revoluciones liberales y de las Constituciones, resulta muy desolador constatar que, ante el reto de la libertad, continuamos siendo unas sociedades demasiado inmaduras.
Pandemia y Estado Autonómico: el desorden que dejas
Siempre les comento a mis alumnos que lo innegociable e imprescindible de un Estado Constitucional es el Estado de Derecho, la Democracia y la separación de poderes. Ese es el mínimo indispensable para que una sociedad pueda merecidamente calificarse como constitucionalista. A partir de ahí, cómo quiera organizarse esa sociedad (Monarquía o República, Estado unitario, federal, centralista o descentralizado…) ya depende de las preferencias de su ciudadanía. Francia es un República centralista, España es una Monarquía descentralizada, Alemania es un Estado Federal y así sucesivamente. Ahora bien, cabe exigir que, una vez haber optado por un concreto modelo, la forma de regularlo, organizarlo y ponerlo en práctica sea coherente y rigurosa para que resulte eficiente y eficaz.
Nuestro modelo autonómico siempre ha estado presidido por una gran confusión en la distribución de competencias. Saber hasta dónde llegan las que corresponden al Estado en, por ejemplo, Educación o Sanidad, y dónde empiezan las de cada una de las Comunidades Autónomas equivale, en algunos casos, a un galimatías y a casi una apuesta adivinatoria, más que a una respuesta cierta tras analizar las normas que regulan el reparto competencial. Ello genera, no sólo confusión e inseguridad jurídica, sino también numerosos conflictos judiciales y un laberinto burocrático en el que, en no pocas ocasiones, el ciudadano de a pie se acaba perdiendo. Dicho de otra manera, yo no critico la decisión de nuestro Constituyente de apostar por un modelo descentralizado (opción válida y legítima como cualquier otra), sino su modo de llevarla a la práctica.
La pandemia ha hecho aún más evidente la desorganización de nuestro Estado Autonómico, llevando sus contradicciones y disfuncionalidades hasta unos límites realmente absurdos. Nunca como en esta coyuntura se ha visto con mayor claridad cómo nuestros cargos públicos defendían la necesidad de un plan común adoptado por el Gobierno Central para todo el territorio y, al mismo tiempo, proclamaban la conveniencia de que cada Autonomía tomase el mando y gestionase la situación descontrolada, imprevisible y sin precedentes generada por el coronavirus. Con el empeño de, al parecer, lograr un círculo cuadrado, se ha intentado simultáneamente afrontar el problema desde una perspectiva unitaria, global y nacional, y también desde otra descentralizada y acorde con las competencias que en materia de Sanidad posee cada una de las Comunidades Autónomas. En consecuencia, el caos, la incertidumbre y la judicialización de demasiadas decisiones han vuelto a demostrar que nuestro sistema autonómico no ha sido bien diseñado.
Con el primer estado de alarma, el Gobierno central recibió abundantes críticas por ser el único en tomar decisiones. Sin embargo, cuando en las posteriores prórrogas se optó por trasladar a los Ejecutivos autonómicos la responsabilidad de la gestión, se criticaron igualmente las deficiencias que suponía abordar el problema desde diecisiete perspectivas. Hay que reconocer que, a la hora de decir una cosa y la contraria, nuestros políticos son verdaderos expertos. Defienden una postura cuando gobiernan y otra diametralmente opuesta cuando se hallan en la oposición.
Pero donde se ha apreciado más palpablemente el despropósito de esta desorganización ha sido en la utilización del denominado Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Conforme a nuestra legislación, se trata de un órgano de coordinación y cooperación entre la Administración del Estado y las Comunidades Autónomas para garantizar el derecho a la salud de los ciudadanos en todo el territorio del Estado dado que, conforme al artículo 139.1 de nuestra Constitución, “todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado”. En el fondo, no deja de constituir el enésimo intento de presumir de ese citado círculo cuadrado, habida cuenta que, en coherencia, no se puede afirmar primero que “todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado” para, en la misma norma, posibilitar que derechos como los de la Educación o la Sanidad entren en el reparto competencial e integren, si quiera parcialmente, ese espacio en el que cada CC.AA. puede legislar y adoptar políticas por su cuenta.
En cualquier caso, la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud establece claramente que los acuerdos del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud se plasmarán a través de “recomendaciones”, las cuales saldrán adelante “por consenso”. No obstante, ante las desavenencias entre las diferentes Administraciones, se ha pretendido convertir en “norma jurídica” lo que la ley llama “recomendaciones” y sustituir la regla del consenso por el mecanismo de la mayoría, para defender al mismo tiempo la competencia autonómica en materia de Sanidad con la necesidad de un plan centralizado y uniforme para todo el Estado.
Así no es posible seguir. Urge tomarse en serio la forma de organización de nuestro modelo territorial y decidir de forma razonada y razonable qué competencias deben ser autonómicas y cuáles estatales, a fin de obtener unos resultados más eficaces y justos. Este empecinamiento en querer cuadrar el círculo para afrontar al mismo tiempo los problemas desde el Estado y desde las CC.AA. no sólo es cuestionable, sino que ya se está traduciendo en peores servicios públicos y en menores derechos para los ciudadanos.