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Modelo territorial: la difícil tarea de contentar a todo el mundo

Existe una gran diversidad en los modelos de organización democráticos y constitucionalistas. Lo que define y determina que un Estado se halle dentro de los denominados sistemas creados y amparados por el constitucionalismo es el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales, la separación y el control de los poderes públicos y la proclamación de imperio de la ley como base del Estado de Derecho. A partir de ahí, ser una República o una Monarquía, o configurarse como un país centralista o descentralizado, depende de cómo quiera organizarse su ciudadanía. El problema español radica en cuánto nos cuesta ponernos de acuerdo en esa forma de organización. Por ello, asistimos de forma recurrente a diversas reclamaciones para implantar modelos antagónicos, generándose así un debate que provoca crispación política y relega a un segundo plano otros muchos problemas que afectan directamente a la población.

Contentar a todo el mundo se torna imposible. Se debe encontrar un modelo que agrade a una amplia mayoría para que, de ese modo, la legitimidad del sistema sea superior. Hasta ahora se ha implantado en España el denominado “Estado Autonómico”. Contiene numerosos fallos, entre ellos el laberíntico sistema de distribución de competencias o la irritante irrelevancia del Senado como Cámara de representación territorial. Pero, a pesar de sus errores, ha sustentado una convivencia que dura ya más de cuarenta años. De cuando en cuando se ponen sobre la mesa nuevas propuestas, dado que en una democracia no deben existir temas “tabú”, pero finalmente es la soberanía del pueblo la que tiene siempre la última palabra. Entre esas propuestas, figuran las siguientes:

 

1.- El modelo del Estado Federal: Muy común dentro de los Estados Constitucionalistas y perfectamente asumible siempre que se sigan los procedimientos de reforma establecidos. En el caso de España, encajaría en el supuesto de un Estado unitario que se transforma para generar varios Estados miembros bajo una misma Constitución. No obstante lo anterior, en este debate se suele considerar que supondría una mayor descentralización de la que ya tenemos y que ello derivaría en más competencias para las Comunidades Autónomas, al pasar a ser un Estado miembro dentro de la Federación. La realidad, sin embargo, es que nuestro nivel de descentralización con el actual Estado Autonómico es muy elevado e incluso superior a algunas Federaciones. Es más, en algunas de ellas (por ejemplo, Alemania) se han empezado a cuestionar su propio modelo de reparto competencial y resultan frecuentes las reformas constitucionales, no sólo para clarificar esa distribución de materias entre Federación y “Landers” (nombre que reciben allí los Estados miembros), sino para que la Federación asuma nuevas facultades y materias.

2.- El modelo de la “Nación de Naciones”: Con independencia de lo que políticamente cada quien quiera entender por “Nación” o “Nacionalidad”, lo importante cuando se trata de elaborar normas jurídicas y definir la organización territorial es determinar el titular de la soberanía y saber si hablamos de Estados independientes (cada uno con su respectiva Constitución) que llegan a acuerdos propios del Derecho Internacional para abordar sus intereses comunes o si, por el contrario, se configuran dentro de una sola Constitución, como única norma jurídica suprema interna de un Estado. Dicho de otra manera, no existe el “Estado confederal”. Lo que existen son las “Confederaciones de Estados”. O hablamos de un Estado (una soberanía, una Constitución y un acuerdo jurídico interno para organizarse) o hablamos de varios Estados (cada uno soberano, cada uno con su Constitución) que por la vía del Derecho Internacional llegan a acuerdos. La cuestión de si por tener una lengua o dialecto propios, o una cultura autóctona, o unas costumbres o historia común, faculta para hablar de una Nación o, por contra, se requiere algo más, entraña un debate más político que jurídico. Lo determinante es cómo nos organicemos por la vía de las normas jurídicas que van a establecer dicha organización. Y ahí no hay mucho margen para los eufemismos.

Dicho esto, el significado de Nación depende de las épocas y de las perspectivas de estudio. Un primer concepto se relaciona con una población aglutinada en comunidad y en un espacio geográfico determinado, con lazos culturales basados en la lengua, las costumbres y las tradiciones. Esta idea persiste en la Edad Media y en los inicios de la Edad Moderna. Ya con la evolución histórica, jurídica y, sobre todo, con la llegada del constitucionalismo, tal idea se supera, y comienza a vincularse con la nacionalidad, la soberanía y la unidad. Así, nuestra primera Constitución de 1812 decía que la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios y que la soberanía reside en la Nación. Nuestra actual Constitución de 1978 afirma en su Preámbulo que el texto constitucional es fruto del uso de la soberanía que hace la Nación, recalcando que la soberanía nacional reside en el pueblo español y que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, como patria común e indivisible de todos los españoles.

Resulta evidente que la introducción de los elementos “soberanía”, “nacionalidad” y “unidad” para configurar el concepto de Nación determina un significado muy distinto al usado inicialmente, cuando dichos conceptos jurídicos ni siquiera existían. Así que, por muy legítimos que se alcen los debates entre la clase política, o por muy variopintos que se otorguen los significados al sustantivo en cuestión desde el punto de vista sociológico, al final se trata de plasmar a través normas jurídicas qué hacemos con la soberanía y qué pasaporte vamos a usar. Llegados a este punto, en nuestra tradición jurídico constitucional partimos de la soberanía del conjunto de la población española, por lo que tienden a coincidir Estado y Nación.

3.- El modelo del Estado Libre Asociado: Con independencia de que se pueda poner a Puerto Rico como ejemplo para aplicarse posteriormente en España, yo entiendo que no es viable tomarlo como referencia para implantarlo por la vía de la reforma de nuestra Constitución. Sin entrar en el espinoso tema de si la isla se considera todavía una colonia o no, y de si su Constitución de 1952 responde a las características de una Constitución en sentido estricto, esta opción, claramente excepcional y atípica, sólo es realmente viable si se parte de dos previos Estados soberanos, cada uno con sus respectivas Constituciones para, posteriormente, por medio de un Convenio Internacional, establecer pactos y acuerdos. De entrada, esta posibilidad no tiene cabida en el caso español, donde las Comunidades Autónomas ni son soberanas, ni cuentan con una Constitución, ni un supuesto pacto con el Estado poseería naturaleza de convenio o tratado internacional.

 

Sea como fuere, y aunque se llegue a una postura común sobre qué se entiende por “Nación” y qué modalidad de pactos pueden existir entre los diferentes territorios de España con el Estado, volvemos al punto de partida: ¿Cuál es la postura mayoritaria del conjunto de la ciudadanía española, que es la llamada en todo caso a decidir en una hipotética reforma constitucional de semejante calado? Porque no cabe obviar que, en democracia y en materia de consensos constitucionales, lo importante es la decisión de una holgada mayoría de la población. Urge plantearnos estos asuntos por medio de un análisis serio y riguroso, alejado de demagogias, estrategias partidistas y planteamientos inviables, dado que cada vez con mayor frecuencia asistimos a defensas de postulados basados en argumentaciones fraudulentas e interpretaciones demasiado forzadas que persiguen el objetivo de lograr el círculo cuadrado. Es decir, que persiguen un imposible.

 

Fraudes parlamentarios

Una de los grandes objetivos de las revoluciones liberales que dieron origen a los modelos constitucionalistas fue el de limitar el poder. La esencia de las Constituciones, además de proclamar y garantizar derechos fundamentales a la ciudadanía, reside en separar y controlar a los Poderes Públicos, siguiendo la premisa de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Sin embargo, poco a poco los sólidos cimientos sobre los que se asienta nuestro modelo de convivencia y de libertades tienden a sufrir grietas y erosiones y, cada vez con mayor frecuencia, observamos conductas de pasividad y tolerancia que admiten, tanto la acumulación de poder, como el incumplimiento de las normas por parte las diferentes Administraciones y órganos políticos, a menudo intentando disfrazar lo que constituye una clara negación de la esencia del modelo constitucionalista con proclamas demagógicas o, lo que resulta aún más peligroso, con una interpretación de la legitimidad ganada en las urnas que implica una arbitraria potestad a la hora de aplicar o no dichas normas, aprobadas para regular y controlar a esos representantes electos.

En las últimas semanas hemos asistido a la constitución de los grupos parlamentarios en las Cortes Generales elegidas en las pasadas elecciones del 23 de julio. La importancia de tener un grupo parlamentario propio y no terminar mezclado y diluido en el denominado “Grupo Mixto” es económica y asimismo política. La magnitud del dinero que se recibe, unida a la posibilidad de presentar iniciativas parlamentarias, hace que a los partidos políticos les interese enormemente contar con ese grupo propio. Sin embargo, se trata de una cuestión prevista y reglamentada a través de normas jurídicas de aplicación e interpretación clara.

Conforme al Reglamento del Congreso de los Diputados, para formar un grupo en dicha Cámara se debe contar con, al menos, quince parlamentarios. Existe otra alternativa, consistente en tener, como mínimo, cinco diputados si han obtenido el quince por ciento de los votos en las circunscripciones en que hubieren presentado candidatura, o el cinco por ciento de los emitidos en el conjunto de la Nación. Se aclara además que, en ningún caso, pueden constituir un grupo parlamentario separado diputados que pertenezcan a un mismo partido ni que, al tiempo de las elecciones, pertenecieran a formaciones políticas que no se hubieran enfrentado ante el electorado. En el caso del Senado, cada grupo parlamentario debe estar compuesto por diez senadores al menos.

Ante los resultados de las últimas elecciones generales, en el Congreso de los Diputados cumplen los requisitos exigidos PP, PSOE, Vox, Sumar, EH Bildu y PNV. No lo hacen ERC, Junts per Catalunya, BNG, Coalición Canaria y UPN. Se trata de datos numéricos, de operaciones matemáticas y, por ello, de criterios objetivos sin margen para la apreciación o valoración.

Sin embargo, tanto en esta legislatura como en otras anteriores se produce el denominado “préstamo de diputados”, en virtud del cual unas formaciones “prestan” diputados a otras que no alcanzan el número mínimo exigido para formar grupo, posibilitando así su constitución. Acto seguido, abandonan ese grupo parlamentario sobrevenido y vuelven a adscribirse a su grupo político inicial.

Se trata de un ejemplo de manual del denominado “fraude de ley”, que básicamente consiste en utilizar una estratagema, en principio no prohibida, con el fin de saltarse una norma jurídica que no se desea cumplir o cuya aplicación se desea evitar. Con dicha norma en la mano, resulta evidente quién puede optar a formar un grupo parlamentario y quién no, pero con estos “préstamos temporales de diputados” las formaciones eluden la normativa caprichosamente, por motivos de estricta conveniencia política.

En esta ocasión, PSOE y Sumar han “prestado” varios escaños a ERC y Junts per Catalunya durante unos días, una práctica que no supone ninguna novedad. En anteriores legislaturas, tales “préstamos” se han efectuado tanto por el PSOE como por el PP, involucrando en la operativa a CiU, PNV, Coalición Canaria, UPN, PAR, UPyD, Foro Asturias o BNG.

El Tribunal Constitucional todavía no se ha pronunciado en sentencia sobre el fondo de este asunto. En 2007 dictó un Auto por el que inadmitió un recurso de amparo del PP contra la decisión de la Mesa del Congreso de conceder un grupo propio a ERC sin cumplir con los mínimos legales exigidos por el Reglamento, al considerar que no se justificaba una decisión de fondo del asunto con el argumento de que el acto recurrido no vulneraba ningún derecho fundamental de los recurrentes. Curiosamente, en el año 2002 sí dictó sentencia y analizó el fondo de la cuestión planteada, pero para avalar la denegación de la constitución de un grupo parlamentario al BNG, por no cumplir los requisitos contenidos en el Reglamento del Congreso.

En cualquier caso, mientras no se modifique o derogue, la aplicación o inaplicación de la norma no puede quedar al arbitrio de una decisión política, porque eso es tanto como negar el carácter de norma jurídica al Reglamento Parlamentario, o como afirmar que un órgano político puede decidir a su capricho si se aplica o no una reglamentación dictada precisamente para organizar y limitar a los Poderes Públicos.

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