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Amnistía y “Lawfare”: maquillaje y eufemismo
Las últimas semanas (y, a buen seguro, las venideras) han estado marcadas por el pacto establecido entre el PSOE y Junts Per Catalunya (partido al que pertenece Carles Puigdemont), así como por la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Ejecutivo. Desde el punto de vista político se pueden realizar múltiples consideraciones, si bien yo me intentaré centrar exclusivamente en las jurídicas. Por un lado, el Partido Popular debe reconocer de una vez por todas la diferencia entre ganar las Elecciones Generales y poder formar Gobierno. En España lo logra quien obtenga más apoyos en el Congreso de los Diputados, sea el partido con más diputados o no. Por otra parte, el Partido Socialista ha de ser consciente de que posee un amplio margen para llegar a acuerdos con sus futuros socios, pero no un margen ilimitado. No podrá extralimitarse en modo alguno ni de la Constitución ni de las previsiones que sobre el Estado de Derecho figuran en los Tratados y normas de la Unión Europea.
Y, aunque los socialistas defiendan ahora las bondades de la amnistía, deberían admitir al menos que existen fundadas razones para rechazarla, si quiera porque ellos mismos avalaban dicha postura hasta las elecciones celebradas en julio, existiendo declaraciones tanto de Pedro Sánchez como de varios de sus ministros manifestando su inconstitucionalidad y su inconveniencia. Se necesita una gran cantidad maquillaje y una potente campaña de marketing para dar un giro de ciento ochenta grados en apenas unos meses y proclamar como constitucional lo que antes no lo era. Pero, en política, parece que todo cabe y la conveniencia partidista tiene más peso que los ideales que supuestamente la sustentan. Sin embargo, el ámbito jurídico, pese a disponer también de cierto margen para la interpretación normativa, no es tan flexible como para pasar del negro al blanco por arte de magia.
Ciertamente nuestra Carta Magna no utiliza en ningún momento la palabra “amnistía” y, por lo tanto, no la prohíbe expresamente. Ahora bien, varios artículos y mandatos constitucionales posibilitan deducir inequívocamente su veto. Así, el artículo 62 prohíbe expresamente los “indultos generales”. La diferencia entre la amnistía y el indulto radica en que el segundo supone un perdón posterior a que los juzgados o tribunales juzguen y condenen, mientras que la primera supone un impedimento legal a que el Poder Judicial pueda realizar su labor jurisdiccional. Por ello, si se prohíbe la medida de gracia de menor calado, no puede defenderse que se permita la de mayor entidad.
A pesar de que el Tribunal Constitucional no se ha pronunciado sobre la constitucionalidad de una amnistía, pues no ha existido ninguna con posterioridad a la entrada en vigor de nuestra Constitución, sí existen algunos de sus pronunciamientos en este sentido. Por ejemplo, en el Auto 32/1981 ya se manifestaba claramente que las medidas generales de gracia están prohibidas de forma expresa por la citada norma constitucional.
Todo ello por no hablar de otras consideraciones, como que la fundamentación teórica de las amnistías halla cabida ante alteraciones bruscas de Formas de Estado o de modelos de convivencia que impliquen un cambio de legitimidad jurídica y política. Cabe aludir en este punto al tránsito de una dictadura a una democracia, supuesto que dio lugar a la ley de amnistía aprobada en nuestro país en 1977.
Obviamente, no pueden compararse con rigor las denominadas “amnistías fiscales” con este otro tipo de amnistía. Para empezar, y al margen de las valoraciones políticas que cada cual quiera defender al respecto, las amnistías fiscales no implican en ningún caso que los defraudadores no deban pagar nada por el dinero no declarado. Se establecen porcentajes de pago más benévolos que acarrean, en todo caso, una recaudación para la Hacienda Pública, sin perjuicio de que, a cambio de las declaraciones y los ingresos derivados de ella, no se impongan multas, recargos u otras sanciones. Hablamos, no obstante, de efectos eminentemente administrativos y de relaciones entre ciudadanía y Hacienda, no de la imposibilidad de los tribunales para perseguir delitos y aplicar las leyes de forma genérica.
Pero, además de la amnistía, se ha de incorporar al vocabulario político la expresión “Lawfare”. Al parecer, resulta habitual recurrir a un término extranjero o a algún concepto de sonoridad más agradable para ocultar el verdadero significado de lo que sucede. El eufemismo consiste en utilizar una palabra más suave o decorosa en vez de otra considerada de mal gusto, grosera o incómoda de pronunciar y oír.
La pretensión consiste en hacer ver que los jueces y tribunales han actuado movidos por motivaciones políticas y en contra de determinadas ideologías, de tal manera que los procesos judiciales y las condenas pronunciadas no se deben a la aplicación de las leyes sino a una persecución política. No seré yo quien afirme que hay que estar de acuerdo con todas sus resoluciones. De hecho, discrepo de ellas en no pocas ocasiones. Pero la regla básica, esencial, elemental e imprescindible del Estado de Derecho estriba en el acatamiento de las normas y de las sentencias judiciales, gusten o no.
El Constitucionalismo, en sus diferentes versiones, comporta dos grandes objetivos: por una parte, organizar y limitar al poder y, por otra, reconocer y garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. No se entienden los modelos constitucionales ni las democracias surgidas de los mismos sin el control y limitación de los Poderes Públicos, es decir, de los gobiernos, de los partidos políticos y de los cargos públicos. Como es lógico, cualquier poder se resiste a ser controlado y fiscalizado y desde hace siglos la tensión entre los órganos judiciales que controlan y los poderes públicos controlados se ha producido y se seguirá produciendo. No constituye ninguna novedad.
Ahora bien, debe quedar meridianamente claro que el Poder Judicial, con sus aciertos y sus errores, juzga actos, no ideas. Jamás ha existido una sola condena por defender ideas, pero sí por ejecutar actuaciones en defensa de las mismas que se han considerado contrarias al ordenamiento jurídico. Determinados líderes políticos piensan que la legitimidad que les otorga los votos les inviste de una especie de impunidad, de tal manera que pueden hacer y deshacer a su antojo, amparados en unas determinadas aspiraciones y sin que por ello se les pueda denunciar, procesar o condenar. En definitiva, defienden una sociedad con dos tipos de personas: el conjunto de la ciudadanía, que debe cumplir con todas las normas y con todas las sentencias, les gusten o no, y los mandatarios, gobernantes y líderes políticos, que pueden verse inmunes a la hora de rendir cuentas ante la Justicia y de cumplir las normas en función de sus particulares ideologías o creencias.
Evidentemente, eso no es democracia, eso no es un Estado de Derecho y eso no es un sistema constitucional. Se pretende dar un primer paso para cambiar la esencia misma de ese sistema y que sean los órganos de naturaleza política los que controlen y fiscalicen el Poder Judicial. No es, pues, de extrañar que todas las asociaciones de jueces y fiscales, tanto las calificadas de “progresistas” como las denominadas “conservadoras”, hayan compartido manifiestos y comunicados criticando y rechazando el pacto entre el PSOE y “Junts per Catalunya”
Aunque el Partido Socialista cuente con la legitimidad constitucional para formar Gobierno si recibe el apoyo mayoritario del Congreso, debería reflexionar sobre los medios utilizados para la consecución de sus fines. De hecho, muchos de sus líderes, presentes y pasados, se muestran abiertamente contrarios al modo en el que la actual dirección está negociando la investidura del nuevo Gobierno. Porque estas cuestiones no tienen que ver con ser de izquierdas o de derechas, militantes de un partido o apolíticos. Tienen que ver con la defensa, por encima de todo, de una serie de valores y principios. Y cuando defiendes esos valores y principios, también tienes que ceñirte a ellos cuando no te convienen. De lo contrario, no los defiendes.
Confusión o separación de poderes, he ahí la cuestión
Ninguno de los grandes logros que el constitucionalismo ha aportado a nuestro modelo de convivencia resulta garantizado. La democracia, el régimen de libertades, la separación de poderes o el imperio de la ley, por más que estén reconocidos en nuestro ordenamiento y sus teorías se enseñen en nuestras aulas, pueden degradarse o revertirse si no existe una actitud vigilante y una defensa firme de estos pilares sobre los que se asienta nuestra convivencia. Percibo que en muchos discursos y proclamas se hace referencia a dichos valores constitucionales y principios básicos como si su mera proclamación implicase su efectividad. Las normas jurídicas no cuentan con una varita mágica que asegure su cumplimiento. Por ello, se torna peligroso que exista un relajamiento a la hora de defender la esencia más elemental de nuestra forma de Estado. El mero hecho de llevar varias décadas disfrutando de determinados derechos y garantías no asegura que suceda así en el futuro.
Por lo que se refiere concretamente a la separación de poderes, en España partimos de un modelo autocalificado de separación “flexible”, de tal forma que se permiten ciertas interrelaciones entre poderes. Así, el Presidente del Gobierno puede disolver el Parlamento y es el Congreso de los Diputados quien le elige y le cesa, una prueba palpable que el Legislativo y el Ejecutivo, si bien tienen su origen en dos poderes separados y autónomos, se influyen y condicionan mutuamente. En otros Estados, sin embargo, la separación de poderes es más rígida y tales influencias de entre el Legislativo y el Ejecutivo no están previstas ni se autorizan.
No obstante, aun partiendo de ese modelo de separación de poderes denominado flexible, y aunque se admitan con mayor o menor grado de crítica esas vías de mutuo condicionamiento entre Gobierno y Parlamento, la visión cambia cuando semejantes interrelaciones se establecen con el Poder Judicial. A fin de cuentas, Legislativo y Ejecutivo se hallan condicionados por la legitimidad política, por las mayorías ideológicas existentes y por los juegos aritméticos en función de la mayor representatividad de los diferentes partidos políticos o coaliciones. Sin embargo, esa vertiente política debe ser ajena al Poder Judicial y, con el fin de incluir expresamente al Tribunal Constitucional, a cualquier órgano que realice una labor de control jurisdiccional sobre la labor del resto de Poderes Públicos.
Por tanto, asistimos a una degradación muy preocupante de nuestra separación de poderes. Los límites de lo tolerable, que hasta ahora hemos aceptado por esa “separación flexible”, se han traspasado, y asistimos con excesiva pasividad y hasta complacencia a una auténtica confusión de poderes. El origen de este escenario debe situarse en la cada vez más elevada concentración de poder en los partidos políticos, que termina por establecer “de facto” un único centro decisor, convirtiendo al resto de órganos en meros ejecutores de los deseos y determinaciones de los aparatos partidistas.
Y no me refiero sólo a la denominada “disciplina de partido”, que impone en su voto a diputados y senadores el acatamiento ciego a las órdenes del portavoz del grupo político correspondiente. Esta actitud, expresamente prohibida en nuestra Constitución, se ha asentado y aceptado, desplazando al Parlamento del centro de gravedad del sistema a ser mera comparsa de lo convenido en las sedes de los partidos. De hecho, ya antes habíamos asistido a ejemplos similares, como cuando desde Moncloa se anunció quién iba a ser el próximo Presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo (pese a que su elección recae en dicho Consejo). El grado de naturalidad con el que aceptamos este tipo de situaciones es de tal magnitud que ni siquiera se disimula quién toma las decisiones y quiénes las obedecen.
Por lo tanto, nos hallamos ante una encrucijada: o cambiamos nuestro modelo y nos sumergimos de lleno en la confusión de poderes, o luchamos por la separación de estos. No cabe término medio. La politización de órganos como el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial resulta de todo punto innegable. Para formar parte del primero se nombra a ex ministros de gobiernos y a simpatizantes de los partidos. Y para integrar el segundo, la elección se entiende como una designación de cuotas de los partidos políticos en función de la mayor o menor representatividad parlamentaria. Así pues, o revertimos esta tendencia o mejor será llamar a las cosas por su nombre y desterrar el concepto de “separación de poderes” de nuestro vocabulario y de los manuales de Derecho.
Un grupo de profesores y académicos en colaboración con la Fundación “Hay Derecho”, ha trabajado en un manifiesto que recoge unas “Buenas prácticas para los nombramientos políticos de los órganos constitucionales de garantía”. Dicho documento puede leerse y descargarse desde el siguiente enlace:
En el citado texto se puede leer: «Como advirtió tempranamente el Tribunal Constitucional, se ha consumado el “riesgo de que las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olviden el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan solo a la división de fuerzas existentes en su propio seno y distribuyan los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos del poder” (STC 108/1986, de 29 de julio, FJ. 13)»
De forma más reciente, se ha afirmado la inconstitucionalidad de este sistema de reparto por cuotas ciegas, como ha afirmado el profesor Manuel Aragón Reyes, catedrático de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional. Conviene que, aunque tengamos nuestra ideología y nuestra preferencia por determinados partidos, dejemos a un lado el seguimiento ciego a lo que dice el líder de turno y nos paremos a pensar si realmente es este sistema de confusión de poderes el que queremos. Si la respuesta es no, debemos hacer algo al respecto, porque de lo contario un día nos despertaremos y determinados órganos que deberían estar alejados de las pugnas políticas ejercerán como una tercera cámara más que, junto al Congreso y Senado, decidirá en base a premisas ideológicas o, peor aún, partidistas.