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La legitimidad política como problema democrático
La Constitución Española establece que el Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, quien también lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey para un período de cinco años. Para los últimos elegidos, dicho lapso temporal expiró en diciembre de 2018. Es decir, en estos momentos llevan casi dos años con su mandato caducado. Por su parte, la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo establece que dicho órgano será elegido por las Cortes Generales para un período de cinco años. Francisco Fernández Marugán es el actual Defensor del Pueblo, cargo que ocupa “en funciones” tras expirar el mandato de la anterior designada (Soledad Becerril) hace ya más de tres años. Asimismo, cuatro magistrados del Tribunal Constitucional (entre ellos, su Presidente y su Vicepresidenta) han agotado desde noviembre del pasado año el periodo para el que fueron designados.
Las Cortes Generales son las encargadas de la elección de estos puestos y, por ello, igualmente las culpables de esta anómala situación que afecta tan gravemente a varias instituciones del Estado. La mayoría necesaria para las renovaciones (tres quintas partes de sus miembros) conlleva la necesidad de llegar a acuerdos entre diferentes formaciones que representen un amplio espectro parlamentario. Ante tan evidente como lamentable realidad, los grupos políticos se echan la culpa unos a otros, pero su vaivén de reproches no soluciona el problema, que ya se ha prolongado mucho más de lo tolerable.
Más allá de analizar la incapacidad de los partidos a la hora de cumplir con sus obligaciones, urge una profunda reflexión acerca del método de elección de algunos de estos órganos, sobre todo de los vinculados con el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, que requieren de una independencia y una separación del resto de poderes en general y de las siglas políticas en particular, para que su función jurisdiccional, su toma de decisiones y su imagen de autonomía, neutralidad y sometimiento único al Derecho se perciban con claridad y nitidez por la sociedad.
Existe la cuestionable y peligrosa tendencia a extender la legitimidad política surgida de unas elecciones a algunos ámbitos completamente alejados de la dinámica partidista. Es más, se pretende que la legitimidad democrática termine siendo la razón de ser de órganos cuyo fundamento y funciones se encuentran en las antípodas del escenario político. La triste realidad es que, a día de hoy, la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y de los magistrados del Tribunal Constitucional se plantea como un reparto de cuotas entre los partidos, en función de la envergadura de sus grupos parlamentarios. Tantos diputados y senadores tienes, pues tantos puestos de vocales del Consejo General del Poder Judicial y tantos magistrados del máximo órgano defensor de la Constitución te toca elegir. Esta forma de entender las renovaciones institucionales, además de suponer una tergiversación del espíritu de las normas que regulan los nombramientos, degenera inevitablemente en una perversión del sistema.
Como es lógico, esta grave cuestión ha trascendido fuera de nuestras fronteras. El Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), dependiente del Consejo de Europa, ha vuelto a alertarnos en 2020 sobre la falta de independencia judicial si no modificamos el sistema de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial. En concreto, ha recomendado realizar una evaluación del marco legislativo que rige el órgano de gobierno de los jueces y sus efectos sobre la independencia real y la percibida de este órgano respecto a cualquier influencia indebida. Ya en 2018 el mismo grupo publicó un informe que concluía que España no cumplía cuatro de las once recomendaciones efectuadas en 2013 y que las otras siete se habían cumplido sólo parcialmente.
Gran parte del asunto se originó en el año 1985, cuando la Ley Orgánica del Poder Judicial modificó el método de elección de los miembros del CGPJ. Hasta entonces, las Cortes Generales sólo elegían a ocho de sus veinte vocales pero, tras dicha reforma, se amplió la designación a la totalidad de sus miembros. Curiosamente, a partir de aquel momento las promesas de los dos grandes partidos del país han ido variando en función de encontrarse en el Gobierno o en la oposición. Tanto PSOE como PP han llevado a sus programas electorales y defendido vivamente el cambio en el sistema de elección cuando no han desempeñado el Poder Ejecutivo, olvidando automáticamente su compromiso al llegar al Palacio de la Moncloa. Por lo tanto, todo parece indicar que, incomprensiblemente, la legitimidad política se ha convertido en un serio problema democrático, pues se pretende una y otra vez imponerla en ámbitos que le deben ser ajenos.
Estado de alarma, estado de confusión
Tras casi cien días de estado de alarma y setenta y cinco jornadas más en busca de un escenario parecido a la normalidad, todo parece indicar que no avanzamos según lo esperado. La finalización del periodo vacacional, unida al inicio del curso escolar y al enorme cansancio del conjunto de la sociedad ante la prolongación de una situación tan anómala, insegura y dolorosa, requería de un anuncio de tiempos mejores o de la proclamación de una etapa de estabilidad y bonanza pero, por desgracia, no va a ser así. A prácticamente medio año vista de la entrada en vigor del citado estado de alarma como consecuencia de la pandemia de coronavirus, el mensaje que se nos transmite es la llegada de un porvenir incierto ante el que el propio Presidente del Gobierno propone que sean los responsables de los diecisiete Ejecutivos autonómicos quienes ahora soliciten la citada medida.
Ante una eventual repetición de coyunturas ya vividas, considero que es preciso aclarar determinadas cuestiones acerca de la regulación de los estados excepcionales, con independencia de que se defienda que la actual normativa vigente, destinada a combatir las tragedias sanitarias, sea obsoleta, desfasada o, incluso, inútil para la cruda realidad que acontece.
1.- El Estado de alarma se aprueba por el Gobierno del Estado, lo que implica que es responsabilidad de este órgano (y no de otro) ponderar si se dan los presupuestos de hecho para su proclamación, así como adoptar las medidas oportunas para retornar a la normalidad lo antes posible, siendo el Ejecutivo el que defienda ante las Cortes Generales las ulteriores prórrogas que estime necesarias si un primer plazo de quince días no resultara suficiente para resolver la tesitura.
2.- Es verdad que el artículo 5 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio establece que cuando los hechos que motivan y justifican el estado de alarma afecten exclusivamente a todo o a parte del ámbito territorial de una Comunidad Autónoma, su Presidente podrá solicitar al Gobierno central la declaración del citado estado. El término “exclusivamente” no es mío, sino que se recoge así en la ley, resultando suficientemente ilustrativo su significado. En todo caso, se trata de una mera solicitud que no modifica ni la competencia ni la responsabilidad de la institución llamada a tomar la decisión (el Gobierno del Estado).
3.- Asimismo, el artículo 7 establece que, a los efectos del Estado de alarma, la autoridad competente será el Gobierno del Estado o, por delegación de éste, el Presidente de la Comunidad Autónoma, pero sólo cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte de su territorio. De nuevo se utiliza el término “exclusivamente” y de nuevo dota al precepto de un inequívoco significado. Si el problema fuese global y afectara a varias Comunidades Autónomas, tal autoridad no podría delegarse, debiendo el Ejecutivo central tomar el mando de una crisis que, por sus repercusiones sobre un conjunto de territorios, requeriría de una estrategia acorde con la amplitud del ámbito territorial afectado.
4.- La declaración del Estado de alarma no suspende los derechos fundamentales ni los principios básicos de nuestro modelo constitucional, ni paraliza el control del Ejecutivo por el Parlamento, ni supone un apagón “de hecho” de las leyes y normas en vigor. Ciertamente se puede limitar la circulación y la permanencia de personas y vehículos a horas y en lugares determinados, e impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados. Se puede asimismo limitar o racionar el uso de servicios y el consumo de artículos de primera necesidad pero, si se quiere ir más allá, caben sólo dos alternativas: o decretar el estado de excepción o modificar la actual normativa sobre el estado de alarma.
5.- Aparte del estado de alarma, existen otros mecanismos para enfrentarse a una enfermedad altamente contagiosa. La Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública permite a las autoridades sanitarias adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato. También se prevé el tratamiento y hospitalización de quienes constituyan un peligro para la salud de la población debido a su contagio. Cabe, además, una llamada genérica a otras posibles medidas que, por su falta de concreción, tampoco pueden suponer una derogación “de facto” y sin control de los derechos y libertades de la ciudadanía.
En estos últimos meses hemos asistido a auténticas ignominias jurídicas justificadas en la necesidad de controlar la enfermedad y en el miedo a sus consecuencias: Decretos Leyes del Gobierno modificando Leyes Orgánicas del Parlamento; suspensión “de facto” de derechos durante el desarrollo del Estado de alarma; adopción de medidas limitativas de las libertades de la generalidad de los ciudadanos por medio de resoluciones gubernamentales que ni siquiera adoptaban la forma de Decreto; grupos políticos solicitando que las decisiones tomadas por los Ejecutivos en el contexto de la crisis sanitaria no pasaran por el control de los jueces, etc.
Existen demasiadas personas que consideran que, en situaciones como la que padecemos actualmente, las normas y las leyes son secundarias y deben doblegarse sin quejas con tal de lograr el objetivo. Ya se sabe: la vieja teoría de lo urgente por encima de lo importante y lo (supuestamente) necesario por delante de lo deseable. Por lo visto para ellos, cuando la crisis entra por la puerta, el Derecho debe salir por la ventana. Sin embargo, si esta forma de proceder se admite, nos situaría ante un precedente que, como ocurre con todos los precedentes, se repetiría en el futuro. Por consiguiente, nuestros valores y principios constitucionales únicamente nos servirán si nos atenemos a ellos incluso cuando no nos convengan. Por el contrario, si únicamente recurrimos a ellos en épocas de tranquilidad y bonanza, no dejarán de ser más que papel mojado.