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LO QUE QUEREMOS DECIR Y LO QUE QUIEREN OIR
Decía el filósofo Immanuel Kant que «el Derecho es el conjunto de condiciones que permiten a la libertad de cada uno acomodarse a la libertad de todos». Esa bella e idílica frase, impecable en la teoría, ofrece no pocas dificultades para llevarla a la práctica de una forma certera y pacífica. En los últimos días hemos asistido a muchos ejemplos en los que se cuestiona el límite de la libertad de expresión, esa frágil e insegura línea que separa el ejercicio de un derecho sagrado para cualquier democracia avanzada de la vulneración de otros bienes jurídicos igualmente respetables, como la dignidad y el honor de las personas o colectivos. En el acierto a la hora de fijar esa difuminada frontera se centran las esperanzas de construir entre todos una convivencia armoniosa y en el enriquecimiento de los valores constitucionales de los que nos sentimos tan orgullosos.
De una parte, esa linde divisoria no puede impedir, en modo alguno, la crítica e, incluso, la burla jocosa de ideas y pensamientos. Los militantes que se sienten ofendidos ante cualquier manifestación que no se pliegue ante sus ideales y postulados no pretenden convivir en democracia, sino acabar con ella para imponer su ideología o religión. Si a eso unimos la incuestionable importancia de la libertad de expresión para el funcionamiento y desarrollo de los Estados Constitucionales, no podemos sino concluir que no es posible limitar este derecho por el mero hecho de que el contenido de lo que se difunde no guste o pueda ofender a determinada persona o colectivo.
EL COLOR DEL CRISTAL CON QUE SE MIRA
Decía el escritor español Ramón de Campoamor que “en este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. Quizá por eso asistimos asombrados a los análisis distintos y divergentes de una misma realidad que provienen de los líderes políticos de nuestro país. Según a quién prestemos atención, escucharemos que estamos saliendo de la crisis y que lo peor de este periodo devastador y sacrificado ya ha pasado. Por el contrario, para otros continuamos asistiendo a una decadencia económica, laboral y educativa que, unida al desvalor de los grandes principios jurídicos y de los derechos de los ciudadanos, nos conduce a un presente alarmante y a un futuro incierto y poco esperanzador.
Con el ánimo de privar a este análisis de cualquier sesgo político, de maquillar la realidad con palabras ambiguas o de manipularla con discursos malintencionados, suele ser costumbre recurrir a los números, paradigma de la exactitud y la objetividad. Pero, por desgracia, también al campo de las matemáticas llega la labor de adulteración de la citada realidad en favor de quien construye su discurso. Los mismos indicadores económicos pueden servir para argumentar una posición y la contraria, a través de una pelea de datos, gráficos y estadísticas que termina por aburrir y desalentar aún más, si cabe, a la ciudadanía.
Sí, el paro se reduce, la prima de riesgo ha descendido, pagamos nuestra deuda soberana a un interés más bajo, controlamos más del déficit y hemos saneado la banca. Todo eso es cierto. ¿Pero son esas las metas que la población anhelaba alcanzar? ¿Son esos los objetivos que nuestra Constitución impone a los Poderes Públicos? ¿Le sirve de algo a un ciudadano encontrar un trabajo si éste es temporal, precario y con un salario que no le permite aspirar a una vida digna?