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Tránsfugas, partidos políticos y electorado: ¿quién traiciona a quién?

Ya en plena resaca de votaciones, pactos e investiduras en miles de municipios y en autonomías de toda España, se vuelve a hablar de tránsfugas y de traiciones, retomándose ese eterno debate de si la representación del votante ha de recaer sobre la persona del candidato elegido o sobre el aparato del partido político bajo cuyas siglas se presenta a las elecciones. Desde hace varias décadas se han establecido medidas legislativas y políticas para evitar el fenómeno denominado “transfuguismo”, al entenderse que supone un falseamiento de los resultados electorales que provoca, además de una sensación de fraude en los votantes, el fomento de la corrupción, el debilitamiento del sistema de partidos y el riesgo de  inestabilidad política.

El 7 de julio de 1998 se firmó el denominado “Acuerdo sobre un código de conducta política en relación con el transfuguismo en las Corporaciones Locales” por la mayor parte de las formaciones políticas existentes en aquellos momentos. Tal documento definía al tránsfuga en la Administración Local como “los concejales que abandonen los partidos o agrupaciones en cuyas candidaturas resultaron elegidos”. Sin embargo, aquel pacto de 1998 evolucionó y el 23 de mayo de 2006 se firmó otro, ampliando notablemente el concepto de transfuguismo por medio del siguiente tenor literal: “A los efectos del presente Acuerdo, se entiende por tránsfugas a los representantes locales que, traicionando a sus compañeros de lista y/o de grupo -manteniendo estos últimos su lealtad con la formación política que los presentó en las correspondientes elecciones locales-, o apartándose individualmente o en grupo del criterio fijado por los órganos competentes de las formaciones políticas que los han presentado, o habiendo sido expulsados de éstas, pactan con otras fuerzas para cambiar o mantener la mayoría gobernante en una entidad local, o bien dificultan o hacen imposible a dicha mayoría el gobierno de la entidad”.

Dicha ampliación del concepto adoptado por acuerdo entre los partidos políticos no tuvo una traslación a la legislación estatal sobre el tema. Así, por ejemplo, en la exposición de motivos de la Ley Orgánica 2/2011, de 28 de enero, por la que se modifica la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General se habla del transfuguismo como una “anomalía que ha incidido negativamente en el sistema democrático y representativo y que se ha conocido como transfuguismo”, refiriéndose a la misma como “la práctica de personas electas en sus candidaturas que abandonan su grupo y modifican las mayorías de gobierno”.

Además, nuestro Tribunal Constitucional ha negado sistemáticamente que, con las actuales normas, el partido político como tal pueda autoproclamarse receptor de la legitimidad de los votantes. Muy ilustrativa es su sentencia 10/1983, en la que se habla de la ilegitimidad constitucional de la pretendida conexión entre expulsión del partido y pérdida del cargo público, y todo ello por no ser viable que las decisiones de una asociación puedan romper el vínculo existente entre representantes y representados. Así, en la sentencia se dice literalmente: “Al otorgar al partido la facultad de privar al representante de su condición cuando lo expulsa de su propio seno (…) el precepto infringe, de manera absolutamente frontal, el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos a través de representantes”.

Una de las medidas contra el transfuguismo hace referencia a la creación de un grupo denominado de los “no adscritos” que, según el artículo 73.3 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, está destinado a “aquéllos que no se integren en el grupo político que constituya la formación electoral por la que fueron elegidos o que abandonen su grupo de procedencia”.

En Canarias se produce una peculiaridad y es que, tanto nuestra Ley 7/2015, de 1 de abril, de Municipios, como nuestra Ley 8/2015, de 1 de abril, de Cabildos Insulares, amplían los supuestos en los que los concejales o consejeros deben pasar al grupo de los “no adscritos” a los que sean expulsados de sus formaciones políticas, yendo más allá de lo establecido en la ley básica estatal (que también es de obligado cumplimiento para las Comunidades Autónomas), restringiendo así sus derechos económicos y de participación al establecer que no será de aplicación a los miembros no adscritos la situación de dedicación exclusiva o parcial, como tampoco pueden ser designados para el desempeño de cargos o puestos directivos en las entidades públicas o privadas dependientes de la corporación, existiendo por ello dudas jurídicas sobre la plena validez de esta regulación más restrictiva en contraposición a la legislación básica estatal de aplicación y a la propia Constitución.

Más allá de los reproches morales, éticos y políticos asociados al fenómeno del “transfuguismo”, es preciso analizar un elemento crucial: si la representación y la legitimidad popular del acta de concejal o del consejero descansa sobre la persona o descansa sobre el partido político. En función de la opción elegida, el análisis tomará un camino u otro. Y lo cierto es que, cuando este asunto tan peliagudo se pone sobre la mesa, no es habitual mantener una postura clara y uniforme, ya que la percepción de si quien traiciona al electorado con sus decisiones es el propio concejal o es el partido al que pertenece genera opiniones para todos los gustos. En todo caso, lo que resulta incuestionable es que el  actual sistema electoral padece una grave contradicción, habida cuenta que, tanto la persona física como la formación política, se atribuyen simultáneamente la representatividad popular. No hallamos, pues, ante otra importantísima reforma pendiente que nadie tiene intención de abordar para darle una definitiva solución.

La democracia del pasado para la sociedad del futuro

Son muy numerosas las personas que no entienden por qué en un sistema parlamentario no se permite que los electores voten a los miembros de los gobiernos, ya sean locales, autonómicos o nacionales. De hecho, cuando introducen sus papeletas en las urnas, la inmensa mayoría de los votantes cree que está eligiendo a su alcalde o a su presidente, error que continúan arrastrando legislatura tras legislatura. En los orígenes del parlamentarismo, el Ejecutivo (de ahí su denominación) era un mero brazo ejecutor del Legislativo. La Cámara de Representantes ejercía su control sobre él y la finalidad de sus funciones, burocráticas y administrativas, consistía en llevar a la práctica las normas emanadas de los Parlamentos. Por lo tanto, nos situábamos ante un poder a la sombra de otro poder en el que el centro de gravedad del sistema descansaba sobre la Asamblea. Por esa razón, lo relevante era que los ciudadanos participasen sólo en la elección de los miembros parlamentarios.

Es obvio que el panorama ha evolucionado. Ahora el poder de los Parlamentos se ha mediatizado y el de los Gobiernos ha aumentado exponencialmente, desvirtuando así las reglas iniciales del sistema parlamentario clásico. Ese citado centro de gravedad se ha ido trasladando hasta situarse cada vez más cerca del Ejecutivo, que ha agrandado sus competencias y facultades convirtiéndose en el verdadero motor político de las democracias. En la actualidad, los Gobiernos pueden dictar normas con el mismo rango de ley que los Parlamentos, los Presupuestos Generales del Estado pueden ser propuestos únicamente por los primeros y los Presidentes se han convertido en el cargo por antonomasia de una democracia.

Sin embargo, dicha evolución (en algunos casos, cabría mejor hablar de mutación) no ha conllevado la revisión de las tradicionales y arcaicas reglas electorales, cuya caduca visión, en la que el ciudadano debe limitarse a elegir a sus representantes en el Parlamento sin participar en la designación de los miembros de los Ejecutivos, seguimos heredando. Para los vetustos cánones del sistema parlamentario, el Gobierno continúa personificando ese mero brazo ejecutor de la Cámara de Representantes, ese cuerpo burocrático y administrativo controlado por y al servicio de la Asamblea. Ajeno al enorme cambio producido en los últimos siglos, el parlamentarismo clásico nos impone un modelo electoral anclado en un pasado que ya no existe.

A todo lo anterior ha de añadirse que, en determinados casos, el tradicional control del Legislativo sobre el Ejecutivo se ha caricaturizado hasta el extremo por culpa de la denominada “disciplina de partido”, que impone al diputado de turno obedecer las órdenes de un líder que, desde la sede de su formación política, maneja los hilos impidiendo la independencia que requiere toda labor de control. En este sentido, se ha aceptado como una situación normal -incluso deseable y hasta comprensible- que los diputados del partido que ejerce la labor gubernamental no efectúen ninguna vigilancia ni supervisión sobre ella, sino que, en atención a sus siglas, se limiten a defenderla y aplaudirla.

Es otra razón de peso por la que, a mi juicio, los sistemas parlamentarios presentan evidentes signos de caducidad en varias de sus señas de identidad. No se trata de constatar que están en crisis, puesto que la crisis es global y afecta a todos los sistemas. Se trata de reconocer que su empeño por encadenarse a unas tradiciones teóricas que ya nadie practica, ahonda aún más en la desafección, el desinterés y la desilusión del electorado ante semejante forma de hacer política.

Porque, tras su participación en las elecciones, la ciudadanía asiste entre perpleja e indignada al mercadeo de puestos y al reparto de cargos llamados a  configurar lo que debería ser una verdadera democracia. Si tú me apoyas aquí, yo te apoyo allí. A ti te tocan tantas consejerías y a mí, la presidencia. Con tal de que no salga aquel, te cedo a ti la alcaldía. Después, aparece ese grupo político que, pese a contar con el menor número de votos y escaños, se siente facultado para orientar las políticas durante los próximos cuatro años y se relame al redactar su listado de exigencias. Mientras tanto, los votantes continuamos marginados y atónitos.

Creo firmemente que ya ha llegado el momento de revisar y repensar nuestro modelo de gobierno. No es posible seguir impidiendo que los votantes participen activa y directamente en la elección de los órganos de naturaleza política más relevantes de una democracia. Y los gobiernos lo son. Tal vez no lo fueran en sus inicios, pero esa época pasó y no volverá jamás. Sin embargo, se da la paradoja de que los propios encargados de cambiar las normas (a saber, los partidos políticos) se resisten a la más mínima modificación que les reste un ápice de su cuota de poder. Y ante esta tesitura tan rechazable es preciso, al menos, que la población sea muy consciente de que la democracia del pasado pretende imponerse a la sociedad del presente y del futuro por quienes ejercen el poder.

La ignorancia como arma

La democracia, las libertades y el Estado de Derecho siempre han contado con peligrosos enemigos. Hasta ahora, sus amenazas tradicionales figuraban en los libros de Historia bajo el paradigma de las guerras y los conflictos bélicos. En la actualidad, sin embargo, están adoptando la forma de ataques terroristas como vías de expresión del fundamentalismo, sea religioso o político. Los riesgos y peligros van a existir a nuestro alrededor inevitablemente, si bien evolucionando y adaptándose a los nuevos tiempos. Internet y las redes sociales, por ejemplo, han abierto nuevos campos de batalla digitales. Consciente de dicha realidad, la Unión Europea ha comenzado a elaborar sus estrategias para contrarrestar algunas prácticas de desinformación con el fin de proteger sus sistemas democráticos y la correcta formación del debate público. Así, se ha ideado un potente Plan de Acción que va a entrar en vigor en el presente año 2019 con el ánimo de neutralizar cualquier campaña que use la mentira, la desinformación y el bulo para influir en el modo de pensar de la ciudadanía.

Esta circunstancia ha cobrado fuerza al aprovechar una nueva debilidad del sistema. Toda ofensiva contra el tradicional modelo constitucional de derechos y libertades contiene en su origen alguna fragilidad del mismo. Si en el pasado los puntos débiles se centraban en las materias de seguridad y defensa, la flaqueza actual es padecida directamente por los ciudadanos, a modo de virus introducido en sus organismos. Dicho virus es la ignorancia, un perfecto caldo de cultivo donde puede fructificar una “fake new” hasta el extremo de manipular nuestra mentalidad y nuestro voto. Una persona poco o nada formada y carente, además, de cualquier pensamiento crítico, es la depositaria ideal para albergar la munición del odio, la intolerancia y la estupidez. Y, desde ese punto de partida, el siguiente paso consistirá en tratar de detonarla sobre los cimientos del modelo democrático.

El Plan de Acción contra la desinformación puesto en marcha por la Unión Europea propone un conjunto de acciones que permitan un enfoque conjunto y coordinado de todas las instituciones europeas y de los Estados miembros para afrontar la avalancha de falsedades que nos inundan tendentes a destruir unos logros que nos ha costado siglos conquistar. Se sustenta sobre cuatro pilares:

  1. El aumento de recursos para frenar el torrente de desinformación. El grupo especial de Comunicación Estratégica y la célula de Fusión Híbrida de la Unión Europea en el Servicio Europeo de Acción Exterior, junto con las delegaciones de la UE en los países vecinos, serán reforzadas con personal especializado y potentes herramientas de análisis de datos.
  2. El establecimiento de respuestas coordinadas a los ataques, implementando para ello un sistema de alerta rápida entre las Instituciones de la UE y los Estados miembros, de modo que se facilite el intercambio de datos y evaluaciones de las campañas para hacer frente a la desinformación en tiempo real. Cumplir este objetivo requiere que los Estados miembros se conciencien del impacto negativo y de la desestabilización social que puede provocar la desinformación.
  3. La exigencia del cumplimiento del código de buenas prácticas a las plataformas que ofrecen información en línea, lo que posibilita la identificación de cuentas falsas e interacciones no humanas. De esta manera, se busca garantizar la transparencia de la publicidad política, ya que se conseguirá cerrar cuentas falsas activas y cooperar con los investigadores para detectar campañas de desinformación.
  4. La creación de grupos de verificación y contraste de datos, además de la sensibilización a la ciudadanía de las posibles campañas de desinformación a través de programas específicos y de un apoyo firme a estos equipos de verificadores e investigadores que trabajen en su detección temprana en las redes sociales.

En este sentido, la Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Moguerini, ha manifestado que “la salud de la democracia depende de que haya un debate abierto, libre y justo. Tenemos el deber de proteger este espacio y no permitir que nadie siembre el odio, la división y la desconfianza en la democracia. Como Unión Europea, hemos decidido actuar juntos y reforzar nuestra respuesta para impulsar nuestros principios y mejorar la capacidad de resistencia de nuestras sociedades, tanto dentro de nuestras fronteras como en los países vecinos. Es la manera europea de responder ante uno de los grandes desafíos de nuestra época”.

Cabría reflexionar sobre cuál es nuestra parte de culpa ante la existencia de esta nueva amenaza. ¿Hemos desatendido nuestro modelo educativo? ¿Nos hemos despreocupado del objetivo de lograr una ciudadanía formada y libre? ¿Hemos retrocedido en la corrección de las desigualdades que mitiguen la frustración y la desesperación de las personas para evitar que se radicalicen? ¿Constituimos una sociedad fácilmente manipulable? ¿Somos los propios ciudadanos el punto débil de nuestra democracia? Si alguna (o todas) de estas preguntas conlleva una respuesta afirmativa, somos sin duda corresponsables del desastre.

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