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Democracia caduca, democracia perenne

Theodore Roosevelt fue el vigésimo sexto Presidente de los Estados Unidos de América, en el periodo comprendido entre 1901 y 1909, así como el primero en recibir el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos para poner fin a la guerra entre Rusia y Japón. Una de sus frases más conocidas es la siguiente: “Una gran democracia debe progresar, o pronto dejará de ser o grande o democracia”. En otras palabras, cuando una Nación se convierte en una Democracia, tal logro no puede considerarse nunca como definitivo. Las libertades y las ventajas de dicho sistema pueden degradarse, e incluso perderse, si no se realiza un esfuerzo colectivo por reforzar y progresar constantemente en los valores y elementos imprescindibles para su mantenimiento.

No hace falta ser un gran estudioso ni un avispado analista para concluir que en los últimos años se está produciendo un deterioro en las sociedades que se auto califican como libres y democráticas. El asalto violento al Capitolio con el que inauguramos este 2021 constituye un buen ejemplo de la degeneración de la nación que otrora presumía de ser un modelo a seguir en lo tocante al Constitucionalismo. No obstante, en modo alguno se trata de un problema exclusivamente norteamericano. La violencia, sea física o dialéctica; la desigualdad, sea económica o social; la crisis, sea de valores o patrimonial; y el continuo enfrentamiento, sea religioso, racial o geoestratégico, conforman un caldo de cultivo muy propicio para avivar el descontento de la ciudadanía y la proliferación de los extremismos. Si a ello se añaden los asuntos derivados de una pandemia mundial y de una incontrolable presión migratoria, el porcentaje de ciudadanos que se sienten engañados ante el incumplimiento de las promesas del denominado “Estado de bienestar” y dispuestos a caer en brazos de cualquier discurso que les garantice su particular idea de progreso crece sin remisión.

A mi juicio, nos hemos despreocupado, como sociedad, de robustecer nuestra democracia, bien porque se ha consolidado la pueril y errónea idea de que basta con meter una papeleta en una urna cada cuatro años para sustentarla, bien porque se considera de forma infantil y equivocada que es suficiente con proclamar su existencia en una norma para que resista inalterable cualquier embate. Sin embargo, como ocurre con las hojas de los árboles, la Democracia puede ser también caduca o perenne, sin garantizar eternamente su supuesto escenario de libertad y prosperidad. Cuatro son las enfermedades sociales que nos aquejan y que debemos tratar y curar con afán, al modo que actualmente se lucha contra el coronavirus:

La primera: la división social en bandos irreconciliables. Las luchas religiosas, raciales, económicas y políticas provocan que ahora nos sintamos más divididos que nunca. Encontrar objetivos, principios y deseos que nos unan como sociedad resulta una ardua tarea. Se impone lo que nos separa y da la sensación de que la finalidad no es convencer, ni tampoco respetar a quien piensa distinto, sino aniquilarlo y pasarle por encima. No se ejerce la critica sobre actos o decisiones concretos, sino sobre sus autores, en función de si son “los míos” o “los otros”, y así es imposible construir una nación sobre la que asentar una democracia.

La segunda: la creciente desigualdad genera cada vez una mayor tensión social y supone una fuente de injusticia que, tarde o temprano, explota por algún lado. Todos los informes que analizan esta cuestión, provengan del organismo que provengan (ONU, Consejo de Europa, ONGs, etc.) llevan décadas alertando sobre el incremento de las desigualdades en el mundo, una realidad que evidentemente no se transforma fomentando la vía de las “subvenciones para todos”. Se trata de generar auténticas oportunidades en ámbitos como la educación, el trabajo y la cultura para que generaciones presentes y futuras puedan sentirse libres y desarrolladas en la esfera personal.

La tercera: la paulatina y constante concentración de poder en los Gobiernos, que convierten cada vez más en pura teoría, al margen de la práctica, los frenos, contrapesos y controles imprescindibles en los Poderes Públicos. Idéntica actitud ascendente presentan los partidos políticos a la hora de asfixiar la Democracia, imponiendo sin cesar las listas cerradas y bloqueadas a los votantes, teatralizando sus primarias internas y convirtiendo a sus formaciones en “oficinas de empleo” para sus afiliados, a quienes colocan en los puestos que sea menester, como parásitos incapaces de vivir prescindiendo de un sueldo público y un coche oficial.

La cuarta: la creciente falta de formación de la ciudadanía y la deficiencia de nuestro sistema educativo, que refleja la paradoja de contar con los miembros  con más títulos y conocimientos técnicos y, al mismo tiempo, más crédulos y manipulables, en lugar de más críticos y reflexivos.

Si no tomamos conciencia urgentemente de esta tesitura y comenzamos a mimar nuestra democracia, un día nos levantaremos entre lamentos asistiendo a su pérdida, por colaborar con nuestra actitud a convertir en caduco un sistema que debe ser necesariamente perenne.

Periodismo y Democracia: simbiosis imperfecta

Según el último informe de Reporteros Sin Fronteras (organización no gubernamental internacional de origen francés cuyo objetivo es defender la libertad de prensa en el mundo y, en concreto, a los informadores perseguidos por su actividad profesional), durante el pasado 2020 fueron asesinados 50 periodistas por ejercer su profesión y otros 387 se encuentran presos por realizar dicho trabajo. Son cifras que, aunque se repiten año tras año, hemos asimilado como casi “normales”, y es que todo dato que se reitera una y otra vez corre el riesgo de ser aceptado como una realidad a la que el individuo se termina por acostumbrar. Pero no debería ser así. La relación entre libertad informativa y Democracia es estrecha, habida cuenta que el primer concepto constituye una condición “sine qua non” para la existencia del segundo. Cuanto más perfecta, rigurosa y excelente sea la primera, mejor calidad tendrá la segunda. «La prensa es la artillería de la libertad», decía Hans Christian Andersen. «Las naciones prosperan o decaen simultáneamente con su prensa», decía Joseph Pulitzer. Ambas, afirmaciones certeras. Sin una prensa libre, la libertad queda indefensa y las naciones democráticas caen.

Por ello, debemos preguntarnos si nos preocupa realmente esa calidad de la información que consumimos, la veracidad de las noticias que se difunden y las condiciones en las que un periodista trabaja o un medio de comunicación informa. Mucho se ha hablado estos últimos meses sobre las precarias situaciones laborales del personal sanitario (otro servicio público esencial que ha de ser objeto de nuestra preocupación), pero apenas nadie repara en los canales que emiten las informaciones, por más que resultan fundamentales. Tanto como la Administración de Justicia, la Sanidad o la Educación, la libertad de prensa se alza como indispensable en un Estado Constitucional pleno. Sin embargo, despierta escaso interés entre la ciudadanía y cuenta con una exigua protección en nuestro ordenamiento jurídico.

Es cierto que las estadísticas reflejadas en el informe de Reporteros sin Fronteras se asocian a países como México, China o Arabia Saudí, donde el crimen se sitúa por encima del poder político o la dictadura se ejerce con mano de hierro. Cabría pensar, por lo tanto, que nos hallamos ante un problema ajeno a España aunque, de ser así, incurriríamos en un grave error. Los retos a los que se tienen que enfrentar los periodistas españoles presentan cada vez más complejos y las amenazas que padecen se multiplican, entre ellas las siguientes:

1.- La independencia: El medio de comunicación y los profesionales que trabajan en él deben desarrollar sus funciones con independencia, es decir, desprovistos de presiones o influencias que maquillen y distorsionen la información o, directamente, la oculten. Para ello, es preciso que dispongan de una autosuficiencia económica que evite su dependencia de los grandes centros de poder sobre los que deben informar, así como de unos controles deontológicos eficaces que garanticen la neutralidad y la objetividad en el tratamiento de los hechos noticiables.

2.- Las “Fake News”: La manipulación organizada a gran escala y la propaganda se han acrecentado con la llegada de Internet y las redes sociales. Cualquier vídeo subido a YouTube, cualquier escrito publicado en Twitter, cualquier enlace colgado en Facebook, pueden terminar obteniendo millones de lecturas y reproducciones, elevando a la categoría de noticia lo que no lo es. Millones de personas crédulas están dispuestas a creer lo primero que lean o vean y otros tantos millones de fanáticos tan sólo están dispuestos a leer o ver aquellos contenidos permitidos por sus dogmas o credos. Aceptada esta realidad, urge trabajar para que tanto los crédulos como los fanáticos recuperen el espíritu crítico y el deseo de consumir información rigurosa y veraz.

3.- La censura y las amenazas: Numerosísimas noticias molestan a las diversas esferas del poder (político, económico, criminal, entre otros). Ello supone sufrir presiones con el único propósito de ocultar la noticia, para conservar o agrandar sus cuotas de dominio. Baste recordar cómo otros años el mismo informe de Reporteros Sin Fronteras ha denunciado coacciones provenientes del independentismo catalán sobre determinados periodistas, o reiteración de sentencias condenatorias por negar algunas Administraciones Públicas campañas institucionales a aquellos medios críticos con su gestión.

4.- La ciudadanía: Vivimos una etapa de abandono de los medios de comunicación convencionales en favor de otras alternativas no fiables. Una época de “youtubers” e “influencers” donde no sólo la distinción entre información y opinión es difusa, sino que apenas es posible diferenciar la propaganda de la noticia. Se impone recuperar la confianza en las fuentes tradicionales de información, llamadas a ganarse la confianza a base de profesionalidad, rigor y neutralidad.

5.- La veracidad: Tampoco son buenos tiempos para la verdad y la reflexión. A la gente le gusta leer y escuchar lo previamente interiorizado como postulados de fe inquebrantables. Proliferan los grupos de ofendidos, indignados ante la difusión de ideas que les repelen, y de colectivos que, a modo de secta, atacan a supuestos enemigos y ensalzan a supuestos líderes. La verdad, la objetividad y el análisis en profundidad requieren esfuerzo y dedicación, siendo bastante más sencillo quedarse con el titular políticamente correcto o con la insistencia del eslogan vacío. Esforzarnos por conocer la realidad y la verdad como únicas vías para ser ciudadanos libres y responsables se torna, pues, imprescindible.

Mientras no le dediquemos tiempo y empeño, la necesaria unión entre periodismo y Democracia seguirá presentando una simbiosis imperfecta que perjudicará la calidad de nuestro sistema democrático y que, como decía Joseph Pulitzer, derivará en la decadencia de nuestra sociedad.

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