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EL ETERNO PROBLEMA DE NUESTRO MODELO TERRITORIAL
Los miembros de la Asociación de Constitucionalistas de España acabamos de celebrar nuestro Decimotercer Congreso en Zaragoza los pasados días 19 y 20 de febrero, cuyo tema principal se ha centrado en el eterno problema del modelo territorial español, con el desafío soberanista catalán como protagonista. En mi opinión, nos hallamos ante una controversia política de descomunal envergadura, fundamentalmente por dos razones. La primera, porque se trata de un problema generado y agrandado precisamente por nuestra clase dirigente. Y la segunda, porque es esa sinrazón partidista y ese tozudo empeño de enrocarse en posturas inmovilistas los que impiden una aceptable solución.
Es innegable que la descentralización territorial del poder necesita de una reforma y que persistir en este escenario tan solo servirá para prolongar la agonía de una enfermedad que venimos padeciendo desde hace demasiado tiempo. De hecho, remontándonos a 1978, el tan vitoreado consenso de la Transición no fue tal en lo referente a la concreción del modelo territorial del Estado. Muy al contrario, la falta de acuerdo provocó que la Carta Magna no se pronunciara sobre aspectos básicos del sistema autonómico, posponiendo su solución para el futuro. Se pretendía que otras leyes completaran después aquel dibujo que apenas mostraba pinceladas básicas de una especie de cuasifederalismo y se aspiraba a que un hipotético acuerdo posterior neutralizara los desencuentros existentes a finales de la década de los setenta. Sin embargo, treinta y cinco años después, la mala experiencia nos dicta que no procede perpetuar indefinidamente el disenso. Ese gran acuerdo no llega y, lo que es todavía peor, los conflictos se acrecientan.
Por ejemplo, que el Senado no cumple con las funciones constitucionales que tiene encomendadas, que como segunda cámara legislativa se encuentra muy lejos de lo que debería ser, que la indeterminación de la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas genera únicamente conflictos e inseguridad jurídica, y que el sistema de financiación es malo. Pero, pese al unánime reconocimiento de tales deficiencias, nada se hace por solventarlas. Se persiste en las carencias y se adopta una postura de pasividad a la espera de que los problemas se arreglen por sí solos, circunstancia que evidentemente no sucede.
DEMOCRACIA, PARTIDOS POLÍTICOS Y PRIMARIAS
La ley española que regula los partidos políticos, si bien establece que estas particulares asociaciones se ajustarán en su organización, estructura interna, funcionamiento y actividad a los principios democráticos, no impone en modo alguno el sistema de primarias para la elección de candidatos a presentar como cabeza de lista en las diferentes elecciones. Se establece que los órganos directivos de tales partidos se determinarán en sus respectivos estatutos y que deberán ser provistos mediante sufragio libre y secreto, pero dentro de ese concepto de “órganos directivos” no se incluye al candidato a las elecciones.
También se recoge en la norma legal que los estatutos deberán prever, asimismo, procedimientos de control democrático de los dirigentes elegidos, y que los afiliados tienen derecho a participar en las actividades del partido y en los órganos de gobierno y representación, así como a ser electores y elegibles para sus cargos. Tampoco de este apartado se puede concluir exigencia alguna de utilizar la fórmula de las primarias para la designación de los puestos en las candidaturas que concurran a los procesos electorales. Por lo tanto, la ley delega en la reglamentación interna de cada partido cómo se procederá a la elección de las personas que lo representarán en los diversos comicios a los que concurra.
Pese a que esta norma legal española es relativamente reciente (del año 2002, con reformas puntuales posteriores), parece resultar desfasada para los tiempos que corren y para la progresiva demanda de participación más directa de la población en las decisiones que afectan a la estructura democrática del sistema. Las primarias no son una panacea perfecta que carezca de inconvenientes pero, sin duda alguna, suponen un salto hacia adelante, tanto cualitativo como cuantitativo, en lo referente a la legitimación del elegido y a la lucha contra la galopante desafección de la ciudadanía hacia los políticos y sus partidos.