Monthly Archives: abril 2017
Penas de telediario
Hace unos días se dio a conocer la noticia de que el Consejo General del Poder Judicial había dado la razón a un alcalde detenido por corrupción que reclamaba una indemnización por los daños infligidos durante su arresto a su imagen y a su esfera de intimidad. Los medios de comunicación captaron su rostro cuando dos policías le acompañaban esposado hacia el Juzgado de Instrucción número 1 de la localidad valenciana de Sagunto. Los hechos se remontan a mayo del año 2015, cuando en la denominada “trama del fuego” se inició una operación para investigar el supuesto cobro de comisiones ilegales mediante el amaño de contratas públicas para la venta de helicópteros antiincendios. Con ocasión de dicha operación, el exalcalde fue detenido y, al parecer, los periodistas pudieron tomar fotos del antiguo regidor escoltado y maniatado por la policía.
El razonamiento del órgano de los jueces se basa en la existencia de un protocolo de actuación que debe seguirse en las detenciones y traslados de los presos y detenidos y que, en este caso, no fue respetado por la Policía judicial, lo que propició que los medios de comunicación captasen imágenes del investigado en el exterior del Palacio de Justicia de Sagunto en tan comprometida situación. Los miembros de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF) actuaban aquel día a las órdenes del juzgado como Policía judicial. De ahí se puede deducir que la responsabilidad de su actuación, al menos en parte, recaía en el Juez de Instrucción. Conforme al artículo 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal “la detención deberá practicarse en la forma que menos perjudique al detenido en su persona, reputación y patrimonio. Quienes acuerden la medida y los encargados de practicarla, así como de los traslados ulteriores, velarán por los derechos constitucionales al honor, intimidad e imagen de aquellos, con respeto al derecho fundamental a la libertad de información”.
Además de lo anterior, existen instrucciones del Ministerio del Interior para que las Fuerzas de Seguridad efectúen los traslados de detenidos y presos «proporcionándoles un trato digno y respetuoso con los derechos fundamentales». El Consejo considera que, ni el citado artículo ni las mencionadas instrucciones, se observaron en aquella ocasión, admitiendo que debe indemnizarse a la persona que cursó la queja y que pide al Estado 40.000 euros por vulnerar sus derechos. Aquí, como en otros casos, han de conjugarse principios, reglas y derechos contrapuestos y difíciles de compaginar. El derecho a la información con el derecho a la intimidad, honor y propia imagen. La presunción de inocencia con la necesaria actividad de investigación y persecución de delitos. La imprescindible transparencia e información pública con la privacidad y los datos reservados. Esta amalgama de bases y fundamentos (en buena medida, confrontados) de nuestro modelo constitucional pretenden convivir en armonía en el mismo ordenamiento jurídico, aun siendo evidente que ninguno de ellos puede prevalecer sobre el resto ni puede proclamarse como absoluto, ya que ello supondría construir un círculo cuadrado, es decir, una figura imposible con la que se aspira a conseguir un fin y su contrario.
En ese sentido, desde el punto de vista de la libertad de prensa y del derecho a la información, cabría fijar la línea fronteriza entre la comunicación de noticias veraces y de relevancia pública con la mera difusión del morbo y el sensacionalismo. Esta misma diferenciación ya ha sido acogida por los tribunales. Así, la sentencia del Tribunal Supremo 587/2016 de 4 de octubre habla de “la conveniencia y necesidad de que la sociedad sea informada sobre sucesos de relevancia”, así como de la prevalencia del derecho a la información sobre otros, siempre y cuando no exista una “extralimitación morbosa” o una búsqueda y revelación de aspectos íntimos que no guarden relación con el hecho informativo.
Nuestros tribunales han reconocido también que las imágenes pueden ser un complemento necesario para la trasmisión de un hecho noticioso y, por ello, igualmente amparables que la letra impresa. Por ejemplo, las sentencias del Tribunal Supremo 621/2004 de 1 de julio y del Tribunal Constitucional 72/2007 de 16 de abril incluyen las fotografías como parte del derecho a la información, prevaleciendo sobre el derecho a la propia imagen o a la intimidad cuando resulte asimismo “incuestionable que la información que se transmite es veraz y tiene evidente trascendencia pública”. El problema estriba en establecer esa línea claramente borrosa entre información y morbo, entre noticia y sensacionalismo, entre derecho a informar a la población y vulneración del honor, la intimidad y la imagen de un ciudadano. E, igualmente complejo es el reto de otorgar a las noticias un tratamiento similar y, a la par, ecuánime.
Así, con relación a los hechos referidos anteriormente, ¿se dio el mismo protagonismo periodístico a la detención que a la posterior decisión del juez de dejar en libertad sin fianza al exalcalde? O, en su caso, ¿tendrá la misma repercusión el inicio del proceso que su finalización, cuando dentro de unos años se dicte la resolución definitiva? Dado que es un asunto demasiado complicado y de una gran envergadura, la respuesta de la Justicia se dilatará en el tiempo. Como quiera que se trataba de una red organizada y con delitos de blanqueo de capitales, malversación de caudales públicos y cohecho de por medio, el juez de Sagunto se inhibió en favor de la Audiencia Nacional, formándose una causa que, a estas alturas, reúne ya a una treintena de implicados. Quizás este asunto caiga en el olvido, a diferencia del tremendo revuelo que suscitó al comienzo de la investigación, relegando el seguimiento y posterior desenlace a una breve reseña en páginas interiores de los diarios. Pero, de ser así, tampoco se estaría informando correctamente a la ciudadanía.
Derecho Penal: matando moscas a cañonazos
Durante mi época de estudiante universitario me enseñaron en la Facultad el denominado “Principio de intervención mínima del Derecho Penal”, que implica que las sanciones penales se han de reservar solo para los supuestos merecedores de mayor reproche. Así, el proceso penal -por sus repercusiones y consecuencias- debe limitarse a castigar las conductas más criticables, dejando el resto de comportamientos censurables para otras formas de castigo (como las sanciones administrativas, las demandas civiles, etc.). Algún tiempo después, ya en mis inicios profesionales como abogado, me di cuenta de que aquella regla teórica, como otras muchas, se difuminaba en la práctica hasta hacerse irreconocible.
De hecho, y tras más de veinte años ejerciendo la abogacía en los tribunales, sigo considerando que el citado principio dista enormemente de ser una realidad. Más allá de los manuales y los libros doctrinales, no tiene relevancia alguna. Los costosos medios adscritos al procedimiento penal (jueces instructores, magistrados juzgadores, fiscales, abogados de oficio…) se destinan a judicializar situaciones nimias, intrascendentes o, sencillamente, normales.
La denuncia presentada por un menor hacia su madre por forcejear con él para quitarle el móvil y, de ese modo, obligarle a estudiar, ocupó recientemente los titulares de los medios de comunicación. Expuesta la queja del hijo en un cuartel de la Guardia Civil, la Fiscalía impulsó la acusación, llegando a pedir para la progenitora nueve meses de prisión por un presunto delito de malos tratos en el ámbito doméstico. Se tramitó todo el expediente, se fue a juicio y se dictó sentencia (absolutoria, por supuesto). Es un ejemplo ilustrativo de cómo la idea de aplicar el Derecho Penal únicamente para los casos graves y merecedores de una recriminación más severa se ha convertido en una caricatura, en un anacronismo que sigue enseñándose en las universidades pero que carece de un adecuado reflejo en la realidad.
Igualmente, como una muestra de la desproporción manifiesta entre acciones criticables y facultad represora del Estado, en nuestro país se ha puesto de moda perseguir el sentido del humor (con o sin gracia) y las expresiones artísticas más o menos críticas. La sorna, la ironía, el cinismo y la guasa siempre se han utilizado para meter el dedo en la llaga sobre asuntos polémicos y, en un Estado de Derecho democrático, lo normal es que la libertad de expresión abarque tales manifestaciones. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, en los juzgados se están especializando en abrir procesos moralizadores donde se juzgan chistes, canciones y discursos que, por más “mala leche” que contengan o por muy erróneo que sea su mensaje, tienen como función debatir y confrontar posturas con un toque socarrón, irreverente e incluso faltón. En cualquier caso, estamos hablando de palabras. Algunos se reirán con ellas y otros permanecerán serios. Algunos las aplaudirán y otros las abuchearán. Algunos las compartirán y otros las rebatirán. Pero, tanto los aplausos como los abucheos, las adhesiones y los rechazos, deberían admitirse con normalidad en un sistema democrático maduro.
La Audiencia Nacional, tribunal excepcional con competencias muy concretas (delitos de terrorismo, que causen grave perjuicio a la economía nacional, contra la Corona o sobre narcotráfico) juzgó hace pocos días a una joven que entre 2013 y 2016 tuiteó trece comentarios hirientes sobre el asesinato del almirante Luis Carrero Blanco a manos de terroristas etarras. El Tribunal Supremo ha condenado al cantante César Strawberry por seis tuits en los que ironizaba sobre el retorno a la actividad del Grapo y de la ETA. Asimismo, la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Madrid acaba de ordenar la admisión a trámite de una querella por un delito de incitación al odio presentada por la Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos contra el humorista El Gran Wyoming y el colaborador de su programa de televisión Daniel Mateo, por un gag acerca de la cruz que preside dicho monumento.
Conviene tener muy presente que, ni en España ni en ningún otro Estado constitucionalista, existe el derecho a no sentirse ofendido por los comentarios ajenos. No se castiga el mal gusto al hablar, como tampoco se castiga el mal gusto al vestir. No se sanciona la falta de tacto al expresarse, como tampoco la mala educación al comportarse. La grosería, como la ignorancia, no pueden ser objeto de persecución penal ni administrativa. Cosa distinta es cómo reaccione la ciudadanía ante tales muestras de impertinencia y vulgaridad, ya sea mostrando su disconformidad o recriminando socialmente dichos comportamientos.
Recuérdese que nuestro Tribunal Constitucional en su sentencia 112/2016, de 20 de junio de 2016, manifiesta que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática». Es cierto que la libertad de expresión debe tener límites, como también que es preciso extremar el celo con lo que se persigue o se condena, puesto que la misma vara de medir puede volverse en nuestra contra. Y, tal vez, cuando un día nos paremos a observar a nuestro alrededor, ya no seamos capaces de reconocer la sociedad en la que nos hemos convertido, tan dados como somos a matar las moscas a cañonazos.