El problema jurídico, político y social de la vivienda

El artículo 47 de la Constitución dice literalmente que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, por lo que resulta comprensible que, quien lea esa frase, llegue a la conclusión de que se trata de un derecho equivalente al resto de derechos fundamentales contenidos en nuestra Carta Magna. Llegados a este punto, nos corresponde a los juristas y a los constitucionalistas la ingrata y tediosa labor de rebajar tan altas expectativas creadas. En realidad, no nos hallamos ante un derecho fundamental de la ciudadanía, sino ante un principio rector de la política social y económica, que se configura como una obligación para los Poderes Públicos, los cuales deben orientar su labor para lograr dicho objetivo. De hecho, el citado artículo 47 expresa asimismo que “los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”.

Desde hace tiempo, el problema del acceso a una vivienda digna se ha acrecentado, dificultando enormemente o, en algunos casos, directamente imposibilitando la emancipación juvenil respecto del hogar familiar, y suponiendo un factor que agrava las desigualdades económicas de nuestra sociedad. Acceder a esa vivienda se torna costoso, bien sea por la vía del alquiler o la de la compraventa, acentuándose más aún la dificultad a tenor de la progresiva concentración de la población en núcleos urbanos. Se impone la regla matemática de que, ante la poca oferta y la mucha demanda, el precio sube, afectando a los planes de numerosos miembros de las nuevas generaciones a la hora de independizarse y de formar sus propias familias.

En los archipiélagos canario y balear, y en otras zonas turísticas, el panorama empeora a causa del empuje con el que personas de alto poder adquisitivo que residen fuera de nuestras fronteras deciden trasladarse a atractivos destinos vacacionales, empeorando de ese modo la anterior regla ya expuesta acerca de la oferta y la demanda. No pocos responsables políticos barajan la alternativa de limitar a los extranjeros la adquisición de inmuebles pero, como sucede con cualquier idea, ha de ajustarse a las leyes y normas vigentes.

De entrada, se debe clarificar qué significa el término “extranjero”, habida cuenta de que la dualidad nacional-extranjero ha quedado obsoleta desde el ingreso de España en la hoy denominada “Unión Europea”, debiendo diferenciarse bien entre nacionales, extranjeros y ciudadanos comunitarios. En ese sentido, si por extranjero se define a todo ciudadano de un Estado no integrado en dicha Unión Europea, el margen para limitar, restringir o impedir su acceso al mercado inmobiliario se acrecienta. Sin embargo, en el caso de afectar a nuestros conciudadanos comunitarios, la cuestión se complica sobremanera.

Evidentemente, hay que descartar por completo cualquier intento de aprobar limitaciones o restricciones a que los españoles adquiramos viviendas dentro de nuestro propio país. Nuestra Constitución deja claro y sin margen de maniobra posible que no se puede impedir a un ciudadano nacional español adquirir bienes o servicios en cualquier parte de España, ni cambiar su residencia dentro de nuestras fronteras.

En el caso de la Unión Europea, los Tratados Internacionales fundacionales recogen expresamente la libre circulación de personas, capitales y servicios, estableciéndose prohibiciones expresas a las medidas que pretendan condicionar o impedir esa libre circulación. Además, el artículo 21.2 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE indica que “se prohíbe toda discriminación por razón de nacionalidad en el ámbito de aplicación de los Tratados”, lo que proscribe cualquier medida que pretenda, por razón de la nacionalidad, establecer medidas en contra de las personas por el tipo de pasaporte que porten.

Por lo que se refiere a las Islas Canarias, su condición de región ultraperiférica la singulariza respecto al resto del Estado español. En los Tratados de la Unión Europea se reconoce que determinadas regiones (como Canarias), en atención a su lejanía, insularidad, reducida superficie, relieve o dependencia económica, son merecedoras de un tratamiento singular, considerando que esas características perjudican gravemente a su desarrollo. En ese caso, el Consejo de la Unión, a propuesta de la Comisión y previa consulta al Parlamento Europeo, adoptará medidas específicas para la aplicación de los Tratados en dichas regiones.

De todas maneras, más allá de la posibilidad (en mi opinión, muy remota) de impedir que los ciudadanos comunitarios adquieran inmuebles en las Islas Canarias (desconozco si, asimismo, se pretende impedir que vengan temporalmente, aunque no realicen compra alguna), cabe preguntarse si no existen otras vías más sencillas para mejorar el problema del acceso a la vivienda. Por ejemplo, se puede regular mejor o restringir que, en zonas de uso residencial, se exploten económicamente viviendas como alojamientos turísticos; se pueden establecer gravámenes a las viviendas desocupadas durante la mayoría del año; y, sobre todo, se puede construir vivienda pública para introducir en el mercado más oferta destinada a esos residentes que no pueden acceder a una vivienda en el mercado libre.

Los Poderes Públicos están incumpliendo de forma flagrante el mandato constitucional de orientar sus políticas al acceso a una vivienda digna. Canarias lleva décadas sin construir vivienda pública, y no por falta de suelo. Con manifiesta dejación de sus funciones, los sucesivos responsables políticos han preferido centrar sus esfuerzos en establecer regulaciones para que el sector privado y los propietarios se impliquen en esta materia y, así, han aprobado leyes para limitar a los ciudadanos la subida de sus alquileres o para impedir desahucios en propiedades privadas, pero obviando por completo cualquier aportación desde el sector público para la resolución de este conflicto. Urge ya una reflexión rigurosa y una asunción de responsabilidades por parte de quienes las tienen, para afrontar de una vez por todas esta terrible realidad social. En otras palabras, un compromiso efectivo para resolver un problema tan gravísimo que parece crónico e irremediable.

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