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No todas las respuestas se encuentran en el ámbito del Derecho

Percibo de una forma cada vez más acusada la tendencia a traducir en norma jurídica varios aspectos de las relaciones sociales, así como ciertos anhelos y deseos a los que aspira el ser humano como miembro de la sociedad. Se pretende convertir en “derecho”, en “sanción” o en “prohibición” cuestiones impensables hasta hace poco tiempo. Es cierto que las normativas son vehículos importantes (en ocasiones, los únicos) para garantizar los cambios colectivos y el progreso comunitario. Los profesores de Derecho Constitucional solemos enseñar la evolución de los derechos por fases históricas, pues cuando surgieron las primeras Constituciones o Declaraciones de Derechos no existía el denominado “derecho al medio ambiente” ni, obviamente, el reciente “derecho a acceso a internet”, que ya ha hallado plasmación en diversas resoluciones de la ONU e, incluso, se ha incorporado a alguna de las más modernas Cartas Magnas. Asimismo, y al margen de la esfera específica de los derechos, se produce una circunstancia similar con las legislaciones sancionadoras y las destinadas a prohibir conductas.

Sin embargo, toda norma jurídica responde a unos planteamientos concretos y posee una estructura determinada, que no siempre se amolda a las aspiraciones de la Humanidad. La buena educación (entendida como cortesía y amabilidad de unos con otros) constituye sin duda un noble empeño, pero no procede legislar para imponer el dar los “buenos días” por las mañanas. Igualmente, casi nadie cuestiona las bondades y ventajas del aseo personal, pero no parece necesario regular la periodicidad entre ducha y ducha ni imponer multas ante su hipotético incumplimiento. Cabe establecer un margen para el cumplimiento voluntario de pautas comúnmente aceptadas, siendo cada individuo quien asuma la necesidad de adoptar como propias una serie de reglas básicas, lógicas y sensatas. A lo sumo, será el rechazo del prójimo la reacción que conlleven los comportamientos educativamente rechazables.

Pese a ello, sin embargo, se ha instalado la querencia a vestir jurídicamente propósitos que no encajan en esa vestimenta. Publicar una norma en el Boletín Oficial del Estado no obra como herramienta mágica que convierta un deseo, por muy ético y loable que resulte,  en realidad, y lo transforme en Derecho Fundamental. El “derecho subjetivo” -en general- y el “derecho fundamental” -en particular- se alzan como conceptos que responden a unas características establecidas y, precisamente por eso, no todo vale.  Desde el punto de vista jurídico, un derecho implica la capacidad de exigencia de su titular y, correlativamente, la obligación de cumplimiento de un tercero, ya sea una persona física o una Administración Pública, pudiendo reclamarse dicho cumplimiento ante un tribunal. Tal estructura (derecho-obligación-reclamación judicial) presenta una configuración incapaz de admitir algunas iniciativas, por muy moral y encomiable que sea su objetivo.

Otra de las diferencias que nos afanamos en trasladar los docentes constitucionalistas es la existente entre Derecho, Derecho Fundamental y Principio Rector, siendo este último un delimitado mandato a los Poderes Públicos para que orienten sus políticas hacia el logro de unas metas (el pleno empleo, el retorno de los inmigrantes españoles, una vivienda digna para todos, etc…), sin que por sí mismos basten para, ante su no consecución, sustentar una demanda contra alguien. En su caso, se podrían presentar reivindicaciones individualizadas cuando los citados poderes públicos, en cumplimiento de dicho mandato, desarrollasen políticas a partir de las cuales comenzaran a surgir los derechos en cuestión.

En un intento de combatir el drama de la soledad, escucho hablar del derecho a no estar solo, creándose en países como Japón hasta Ministerios y leyes sobre la materia. La propia Declaración de los Derechos del Niño -aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas- refleja el “derecho a la comprensión y al amor de los padres y de la sociedad”.  Obviamente, no seré yo quien acoja con desdén semejante utopía, aunque sí afirmo que, por mucho que duela, no puede calificarse como “derecho”. Se pueden incluir, en cuantas declaraciones y tratados se redacten, frases que manifiesten el “derecho a ser feliz” o el “derecho a sentirse querido” pero, de ese modo, se admite, si quiera inconscientemente, la posibilidad de crear unos derechos imposibles de ser reclamados jurídicamente. Con ello, se confunde a la ciudadanía y se devalúa el concepto de “derechos”, generando falsas expectativas a quienes se consideran titulares de los mismos pero que, sin llegar a entenderlo, comprueban con decepción que no pueden ni disfrutarlos ni, menos aún, reclamarlos.

Mi pregunta es la siguiente: ¿necesita realmente nuestra sociedad tener todo regulado bajo el paraguas de una norma jurídica? ¿Acaso no deberíamos movilizarnos ante  la soledad de un anciano sin crear para ello un Ministerio? ¿Sólo somos capaces de responder ante una pandemia por la vía de la sanción y la prohibición? Si las respuestas son afirmativas, es obvio que nuestra educación cívica es un fiasco y nuestro sentimiento de pertenencia a la comunidad, una ficción. En definitiva, que estamos fracasando como especie.

Gobernad vosotros este desastre

El Gobierno del Estado se ha querido quitar la responsabilidad de afrontar y dirigir el problema de la crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19 trasladando a cada una de las Comunidades Autónomas y, lo que es peor aún, a los Tribunales Superiores de Justicia de dichas autonomías y al Tribunal Supremo, las decisiones sobre las medidas restrictivas que se deben seguir imponiendo hasta que concluya la mencionada situación de crisis sanitaria. Esa maniobra de apartarse de la presión mediática y poner el foco de atención en otros ámbitos se produce en ausencia de herramientas jurídicas claras y sin que los órganos del Poder Judicial que ahora han de tomar la decisión sean los adecuados para sentenciar sobre estas cuestiones. Parece que el Ejecutivo Central les ha dicho: Gobernad vosotros este desastre.

En algunas de esas Comunidades Autónomas (Islas Baleares, Islas Canarias, Navarra, Comunidad Valenciana, País Vasco y, en parte, Cataluña) los gobiernos abocan a sus ciudadanos a una paradoja realmente sorprendente y jurídicamente inasumible: se ha prescindido del Estado de Alarma pero se pretende continuar con todas las medidas que limitan o restringen Derechos Fundamentales, tales como los “toques de queda” o los cierres perimetrales. Ante ello, sólo existen dos alternativas: o bien que tales decisiones se pueden tomar sin necesidad de Estado de Alarma alguno (en cuyo caso, la conclusión es que hemos estado más de seis meses en un innecesario Estado de Alarma y todos los discursos sobre su necesidad eran mentira), o bien que, evidentemente, no se pueden adoptar las mismas medidas con Estado de Alarma y sin Estado de Alarma, pues su existencia es la que permite o no implantar y exigir las restricciones y sancionar o no su incumplimiento.

De entrada, no voy a entrar a valorar constitucionalmente las modificaciones que el Gobierno de la Nación ha efectuado vía Decretos Ley en la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa. Tal vez aborde la cuestión en otro artículo. Partiré del discutible presupuesto de que esas modificaciones sean válidas y respetuosas con nuestra Constitución. Se pretende afirmar que, por la aplicación de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad y de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (normativa ordinaria de aplicación en etapas de “normalidad”, es decir, cuando no está vigente un Estado excepcional) y sin necesidad de ningún Estado de Alarma, cualquier autoridad sanitaria puede limitar o restringir los mismos derechos al conjunto de la ciudadanía que en el supuesto de que sí estuviese vigente el repetidamente citado Estado de Alarma.

El Auto del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco de 7 de mayo de 2021 razona y fundamenta por qué eso no es posible. Los artículos de la Ley Orgánica 3/1986 hacen referencia a “las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato”, sin que ello pueda ser extrapolable “a  un colectivo de ciudadanos indeterminado” y respecto de los cuales “no pueda afirmarse que sean enfermos o personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos” (fundamento jurídico quinto del Auto de fecha 7 de mayo de 2021). Y continúa diciendo ese Tribunal: “la Ley 14/1986 en su artículo 26 hace referencia a medidas preventivas que se estimen pertinentes en caso de riesgo inminente y extraordinario para la salud, pero posteriormente alude a incautación o inmovilización de productos, suspensión del ejercicio de actividades, cierres de empresas o sus instalaciones, intervención de medios materiales y personales y otras, que no se especifican, pero que ha de entenderse que deben ser de análoga naturaleza pues en caso contrario, no tendrían cobertura legal ya que lo que no cabe es acordar cualquier medida innominada de cualquier clase y, mucho menos, si se trata de medidas limitativas de derechos fundamentales”.

Dicho de otro modo, las mismas medidas limitativas de Derechos Fundamentales impuestas previo Estado de Alarma, cuando se defendió hasta la saciedad lo imprescindible y necesario de dicho Estado de Alarma para su adopción, no pueden adoptarse alegando una legislación de aplicación y vigencia habitual sin Estado de Alarma, dado que esa legislación está pensada para otros presupuestos de hecho.

El Tribunal Superior de Justicia de Canarias en su Auto del pasado 9 de mayo de 2021 no concede el aval judicial necesario ni al denominado “toque de queda” que se quería implantar en Canarias, ni a las limitación de la entrada y salida de personas en las islas, si bien la razón de dicha denegación no es la expuesta por el Tribunal vasco, sino que se asienta en la ausencia de motivación o justificación de las medidas propuestas por el Ejecutivo canario, así como en la falta de proporcionalidad entre las propuestas gubernamentales y la restricción de los derechos afectados.

Los Tribunales Superiores de Justicia de las Islas Baleares y de la Comunidad Valenciana que sí han avalado la cobertura jurídica de las mismas restricciones a los Derechos Fundamentales, exista o no Estado de Alarma, han proclamado que, efectivamente, el Estado de Alarma no era necesario y que, el ordenamiento jurídico vigente, al margen del derecho excepcional, era más que suficiente para implantar las medidas que sólo se empezaron a adoptar tras la proclamación del Estado de Alarma. No obstante, los Tribunales Superiores de Justicia que sí han avalado esas restricciones en ausencia del Estado de Alarma, lo han hecho con importantes disidencias entre sus magistrados (en el Alto Tribunal balear se aprobó la resolución judicial por tres votos a dos), o con severos reproches hacia el Gobierno por su postura e inacción  (en el caso del Alto Tribunal valenciano, en cuyo Auto puede leerse que “lo deseable (…) hubiera sido -y sigue siendo- una producción normativa idónea y “ad hoc” que solvente los problemas interpretativos con los que nos encontramos y evite la consecuente contradicción de criterios a la que asistimos en su día y estamos abocados a repetir en este momento de finalización del estado de alarma”).

Personalmente no estoy de acuerdo ni con el razonamiento ni con la conclusión de las resolución judiciales que han considerado que sin Estado de Alarma existe cobertura jurídica suficiente para mantener las mismas restricciones que con Estado de Alarma, y creo que dichos fallos están más orientados por un criterio de responsabilidad genérico ante el peligro de la pandemia que por la aplicación rigurosa y garantista de las normas. Ello supone que los Tribunales en cuestión han adoptado un rol de Gobierno más que de órgano judicial, lo cual es inapropiado y más que discutible. Al final, parece ser que han aceptado la orden salida de Moncloa: “Gobernad vosotros este desastre”.

Mitos y leyendas electorales

Una vez finalizada la campaña electoral y celebrados los comicios madrileños (tan criticados por el tono incendiario de los discursos, la pugna dialéctica de bajo nivel de los candidatos y lo que se ha venido a denominar -y casi, a aceptar- “polarización”), me gustaría realizar una serie de reflexiones sobre la base y la esencia de la Democracia. La teoría es perfecta e idílica. En el discurso de Gettysburg en 1863, Abraham Lincoln pronunció su célebre frase “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, que sirve como cimiento y estructura del modelo democrático que se estudia en las Universidades. No obstante, esa Democracia “de manual” se topa con algunas realidades prácticas que van desdibujando esa visión utópica de las elecciones de los representantes por parte del pueblo:

1.- La libre elección del votante: el ciudadano es libre para decidir su voto, libre para escoger a las personas que le representen y libre para decantarse por la opción política con la que se identifique, pero el espacio en el que desarrolla esa libertad es muy pequeño. Las listas son cerradas y bloqueadas. El votante, cuando opta por una formación política, se tiene que circunscribir estrictamente al orden y a los componentes de una plancha impuesta por el aparato del partido. Algo así como las lentejas: si quieres las tomas y, si no, las dejas. Su libertad llega únicamente hasta ahí. Quienes al final se presentan como representantes del pueblo son, en realidad, una extensión del cabeza de lista y, por ello, le deberán lealtad a él en vez de al ciudadano que introdujo la papeleta en la urna. Además, la mayoría de los estudios concluyen que un amplio porcentaje de los electores votan, no tanto para que ganen las siglas que han escogido, cuanto para que pierdan las contrarias. En el fondo, no se trata de querer a quienes ocupen los escaños del Parlamento y después del Gobierno, sino de no querer a sus rivales. En definitiva, nos hemos convertido en una especie de Democracia en negativo.

2.- Los programas electorales: en principio, constituyen la base del “contrato” entre el ciudadano que vota y el cargo público que resulta designado. Un partido y una plancha de candidatos presentan un conjunto de propuestas a desarrollar en la legislatura que va a comenzar. Un texto repleto de objetivos ambiciosos, tareas loables y promesas de cambio. Sin embargo, lo cierto es que casi ningún elector lo lee y, lo que es peor, aunque lo hiciese y decidiese su voto en función de lo leído, ningún mecanismo garantiza su cumplimiento. En la práctica, existen más vías de defensa para un consumidor víctima de la publicidad engañosa de un producto o de un servicio que para un votante estafado por un programa electoral que ejerce de mero anzuelo, de formalidad sin efecto. Y tal realidad viene siendo consentida por la ciudadanía, no me atrevo a decir si por resignación o por simple aceptación.

3.- Los mítines electorales: están pensados como vehículo de transmisión del mensaje político al elector, para convencerle de que vote a una concreta opción. Lamentablemente, a ellos sólo acuden los convencidos, es decir, quienes ya tienen decidido su voto. Incluso las gradas y los asientos se reservan a militantes y simpatizantes que garantizan los aplausos y vítores al candidato, con independencia de su discurso. Se trata de demostraciones de fuerza para reflejar en los medios de comunicación el número de adeptos dedicados a ondear banderas y corear nombres. Puro marketing planificado para que periódicos, televisiones, radios y redes sociales amplifiquen la imagen de un partido con sólidos apoyos y amplio respaldo. También en este punto observo que la gente se ha acomodado a la forma de difusión de dicho mensaje, como si de la publicidad de una marca de bebidas o de vehículos se tratase.

4.- Los debates electorales: ideados como la herramienta perfecta para la confrontación de las capacidades de cada candidato y la validez de sus propósitos, sirven para comparar argumentos y propuestas. Lástima que, por regla general, las únicas capacidades puestas de relieve sean las de descalificar al contrario y enturbiar la dialéctica con toda clase de reproches, cuando no de insultos. Los problemas reales -Educación, Sanidad, Justicia, entre otros…- quedan relegados, por no decir ignorados, para beneficio de diferentes escándalos más o menos relevantes metidos con calzador con la única finalidad de arrinconar al rival. Puntalmente salen a colación los servicios públicos esenciales, pero siempre con escasas posibilidades de sacar algo en limpio. No hay nada como la multiplicidad de Administraciones y la consiguiente duda sobre las competencias respectivas para lanzarse unos a otras las culpas de los desastres. A la postre, el electorado se divide entre quienes tienen claro su voto porque afrontan su participación en las elecciones con la misma devoción con la que el hincha de un equipo de fútbol defiende sus colores o el fanático religioso augura el apocalipsis de los demás credos, y quienes, sin la decisión aún tomada, se sienten huérfanos de opciones convincentes a las que aferrarse.

Caben más reflexiones pero, de momento, aquí me quedo. Esa utópica, idílica y ensalzada Democracia del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” se parece cada vez menos a lo que enseñan los libros y manuales de Derecho y Ciencia Política. Obviamente, somos y debemos ser una Democracia. No pretendo afirmar lo contrario. Pero ¿cuánto se parece la Democracia que tenemos a la que queremos? ¿Cuánto se ha incrementado en los últimos tiempos la distancia entre la primera [la que tenemos] y la segunda [la que queremos]? Hagámonos esas preguntas antes de que la Democracia, en lugar de en la solución, se convierta en el problema.

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