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Parlamento Europeo: ¿Sabemos lo que votamos?

El próximo 9 de junio cientos de millones de europeos estamos llamados a las urnas para elegir los 720 escaños del Parlamento Europeo, 15 eurodiputados más que en las últimas elecciones. Es posible que a muchas personas las instituciones europeas les resulten algo lejano en la distancia y piensen que poco o nada les puede afectar lo que se debata y decida en Bruselas o Estrasburgo. Sin embargo, numerosos avances, así como nuevas normativas e impulsos políticos, vienen de fuera de nuestras fronteras, marcándonos un camino a seguir. Ciertamente se advierte todavía un tanto de descoordinación e, incluso, incumplimientos flagrantes por parte de los Estados miembros, hacia lo que ordena la Unión Europea. Las tensiones existentes en estas organizaciones internacionales entre la vieja idea de la soberanía estatal y la unión política, así como la evolución incompleta hacia un Estado federal europeo, generan que no siempre los poderes públicos estatales y los órganos comunitarios se muevan en la misma dirección. Sin embargo, no pocas de nuestras realidades a día de hoy han tenido un origen en las políticas y las decisiones adoptadas en esas sedes aparentemente tan alejadas.

España elige a 61 eurodiputados, dos más que en los pasados comicios. La distribución de esos 720 escaños por países se lleva a cabo atendiendo a criterios poblacionales. Alemania, como país más poblado, es el de mayor representación, con 96, seguido de Francia, con 81. En el otro extremo se sitúan Chipre, Malta y Luxemburgo, que sólo designan a 6. Y es que el Parlamento Europeo se alza como órgano representativo de la población de la Unión Europea. Los elegidos no se organizan por su procedencia geográfica, sino por sus afinidades políticas. Así, por ejemplo, los candidatos del Partido Popular español se encuadran dentro del Grupo del Partido Popular Europeo. Los del PSOE, en el de la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas. Los de Ciudadanos, en el Renew Europe Group. BNG y ERC, en el Grupo de los Verdes/Alianza Libre Europea. Vox, en el de los Conservadores y Reformistas Europeos y Podemos, Anticapitalistas e Izquierda Unida, en el de La Izquierda en el Parlamento Europeo.

Dicho Parlamento ha ido ganando en importancia y en competencias con cada nueva reforma efectuada en los Tratados de la Unión. No obstante, a diferencia de las Asambleas Legislativas nacionales, no legisla en solitario, dado que la función legislativa la comparte con el Consejo de la Unión Europea. Pese a ello, ha participado de forma destacada en multitud de normas que, finalmente, han afectado directamente a la vida de los ciudadanos de todos los Estados miembros. Como muestra, en el año 2022 el 57% de las leyes aprobadas por las Cortes Generales en España provenían de previas directivas y decisiones europeas.

A su vez, el Parlamento Europeo elige a quien ocupa la presidencia de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la Unión, actualmente en manos de Ursula von der Leyen. Así, teniendo en cuenta el resultado electoral, el Consejo Europeo (los jefes de Estado y de Gobierno de los países) propone al Parlamento Europeo, por mayoría cualificada, un candidato al cargo de Presidente de la Comisión. Pero, tras esa propuesta, es el propio Parlamento Europeo quien lo designa por mayoría.

Cuestiones trascendentales que afectan a millones de ciudadanos, tales como la defensa de los consumidores, las normas sobre protección de datos o la lucha contra el cambio climático y contra la precariedad laboral derivada de la temporalidad en el empleo, por poner sólo algunos ejemplos, constituyen realidades que a día de hoy nos ocupan y preocupan, por insistencia e impulso de las decisiones que nos llegan desde los órganos comunitarios.

Existen distorsiones o disfuncionalidades que impiden avanzar en lo que debería ser un desarrollo coherente y armónico entre el ordenamiento jurídico de la Unión Europea y el interno de cada Estado y, singularmente, del español. Sucede, básicamente por dos razones: la primera, el incumplimiento sistemático por parte del Gobierno de nuestro país a adaptarse y acatar las normas comunitarias; la segunda, cierta resistencia por parte de nuestro Tribunal Supremo a asumir en determinados casos la jurisprudencia que proviene del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Como prueba de lo primero, baste señalar que España cerró el pasado año 2023 como el país de la Unión Europea con más expedientes abiertos por incumplir las normas medioambientales comunitarias. Pero no es un problema exclusivamente referido al medio ambiente. Al inicio de 2022, España tenía 107 expedientes abiertos por diferentes tipos de infracción. Ninguna otra nación contaba con tantos. Ello suele acarrear multas cuantiosas y abundantes sentencias por parte del Tribunal de la Unión Europea que deberían avergonzar a nuestros dirigentes.

Como prueba de lo segundo, en más de una ocasión ha tenido que ser nuestro Tribunal Constitucional el que anule sentencias del Tribunal Supremo y de otros tribunales, por no respetar la primacía del Derecho de la Unión Europea y no dar cumplimiento a la interpretación que de esas normas comunitarias realiza el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Tal era la conflictividad entre nuestros tribunales y los órganos judiciales de la Unión que hubo de modificar nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial para introducir un artículo nuevo (el artículo 4 bis) y recalcar lo que era obvio, que los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del TJUE. Pese a ello, las pugnas entre los órganos judiciales por asuntos como las denominadas “cláusulas suelo” en las hipotecas concedidas por las entidades financieras, o el abuso de la contratación temporal por parte de las Administraciones Públicas, evidencian que la normalidad en el anclaje judicial entre Estados miembros y Unión Europea debe todavía mejorarse.

Por todo lo expuesto anteriormente, las elecciones al Parlamento Europeo no son unos comicios secundarios ni poco importantes que afectan a una institución con escasa o nula repercusión en nuestro devenir diario. Todo lo contrario. Resultan muy relevantes. Y desde la Unión Europea, con mayor o menor acierto, con más o menos efectividad, se marcarán las líneas a seguir en asuntos tan importantes como la inmigración, la regulación de la Inteligencia Artificial e, incluso, la defensa del Estado de Derecho dentro de los países que la componen.

 

El sectarismo como forma de hacer política

En las últimas semanas han proliferado los comentarios sobre el nivel (o, para ser más precisos, la falta de nivel) de los debates e interpretaciones que los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado llevan a cabo durante sus intervenciones. Las denominadas “sesiones de control al Gobierno”, establecidas en teoría para que el órgano parlamentario fiscalice y solicite rendición de cuentas al Ejecutivo, se han convertido en un diálogo de sordos donde los ataques personales, la falta de modales y la bronca entre los representantes del pueblo evidencian, no sólo la incapacidad de la institución parlamentaria para cumplir sus fines constitucionalmente encomendados, sino una degeneración política, social e institucional que debería alertarnos, si no avergonzarnos.

Paralelamente a lo anterior, se acrecientan las llamadas de atención ante el surgimiento de nuevos extremismos y populismos, cuando en realidad el problema no sólo estriba en la aparición de novedosas formaciones políticas con propuestas más radicales, sino en la evolución de los partidos políticos con dilatadas trayectorias hacia esos postulados más extremos. No supone sólo que el centro político se haya tornado inexistente, es que la comunicación y la posibilidad de entendimiento entre los bloques parece quebrada de tal modo que se impiden la formación de consensos y la consecución de objetivos comunes.

Obviamente, no faltan personas encantadas ante este panorama. Se sienten cómodas en la reyerta dialéctica y buscan constantemente herir al contrario. En la dinámica de “estás conmigo o contra mí”, no hay lugar para la avenencia, de la misma forma que el que se sienta en el escaño de enfrente ya no es un adversario político, sino un enemigo. Cada vez aumentan quienes entienden la convivencia como la imposición de un bloque sobre otro, derrotándolo a todos los niveles. Y para lograr tal fin, mejor que ejercer una buena labor propia, procede restregar las miserias y debilidades del oponente.

En ese sentido, las crónicas parlamentarias que transmiten los medios de comunicación se asemejan más a un constante “meme”, con el que los parlamentarios pretenden inundar las redes sociales, generando titulares con frases burlonas y cínicas, o promoviendo aplausos y abucheos de uno y otro sector del hemiciclo.

El artículo 103 del Reglamento del Congreso establece que los oradores serán llamados al orden “cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o de sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad”, o cuando “faltaren a lo establecido para la buena marcha de las deliberaciones”, o de cualquier otra forma “alteraren el orden de las sesiones”. En sentido similar cursa el artículo 101 del Reglamento del Senado.

No obstante, el problema no radica en que se ofenda al decoro de la Cámara, sino en la carencia misma del propio decoro. En su reciente sentencia 25/2023, de 17 de abril, el Tribunal Constitucional ya manifestó lo complejo y difuso de definir el decoro y, sobre todo, de establecer los límites estrictos de dicho concepto. Mencionaba el TC que ese término, como cualquier palabra, posee un significado que evoluciona con el tiempo.  Así, en el siglo XIX el decoro se entendía de forma diferente a la de doscientos años después por lo que, en gran medida, queda en manos de la Presidencia de la Cámara fijar esos límites, por lo que nos enfrentamos entonces a un nuevo problema: la cada vez más acusada falta de imparcialidad y profesionalidad en quién ocupa dicho cargo.

En cualquier caso, si verdaderamente se considera esta situación como un problema, se debe estudiar su origen para poder corregirlo. A mi juicio, constituye un factor determinante la creciente banalización de la función educativa, entendida como labor de formación de seres racionales, críticos y librepensadores. Cada vez resulta más acusada la tendencia a funcionar como sectas en diferentes ámbitos, ya sea en la religión, en la política, en el deporte o en la cultura. A los simpatizantes, forofos, adeptos o miembros de un determinado colectivo se les reclama obediencia y seguimiento ciego, basado en la pleitesía a un líder u organización y en la defenestración de cualquiera que ose cuestionar las decisiones adoptadas. Para ello, es necesario contar con personas que progresivamente piensen menos por sí mismas, carezcan de capacidad crítica y se limiten a situarse detrás de una bandera, de unas siglas o de un escudo para defenderlos con o sin razón, con o sin argumentos, frente a cualquier interlocutor. Recurriendo a un símil deportivo, se trata de ser menos libres y más “hooligans”.

Otro ejemplo ilustrativo muy actual: en determinados círculos de poder, el hecho de criticar la actuación de Israel sobre territorio palestino equivale a convertirse en “antisemita” y odiar a los judíos. No se contempla la posibilidad de cuestionar la acción del gobierno israelí sin pasar a formar parte de los enemigos de todo el pueblo de Israel. Existen otros supuestos menos trascendentales, pero que responden al mismo paradigma, como el aficionado que sólo ve el penalti en el área del equipo contrario y nunca en la propia, o el espectador que defenestra una creación artística por los postulados personales de su autor, dejando a un lado la belleza y la calidad de la obra. Se ha llegado al extremo de promover vetos y boicots a actos académicos universitarios cuyos participantes no piensan como algunos consideran que se debe pensar.

Ser sectario (cuyo significado, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, se vincula a pertenecer a una secta) se alza como una práctica demasiado común en estos tiempos que corren, y en la que lo principal se reduce a seguir las directrices de un líder, sin realizar un previo análisis o un examen objetivo, sosegado y riguroso. Sigmund Freud decía: “Si dos individuos están siempre de acuerdo en todo, puedo asegurar que uno de los dos piensa por ambos”, circunstancia que se evidencia cuando la totalidad de miembros de los grupos parlamentarios votan siempre a las órdenes de su portavoz, o cuando los partidarios de una formación política defienden por sistema a “los suyos” y nunca a los “contrarios”.

O recuperamos la capacidad de la ciudadanía para formarse y pensar por sí misma, libre y racionalmente, o el sectarismo destruirá el Parlamentarismo y la manera correcta de entender la Democracia. Y, obviamente, ese objetivo pasa por la Educación que, como la Justicia, permanece eternamente relegada a un segundo plano para nuestros representantes políticos.

Periodistas, pseudoperiodistas y derecho a la información

Recientemente se ha dado a conocer que el PSOE, por medio de su director de Comunicación, Ion Antolín, ha remitido sendos escritos a las Direcciones de Comunicación y a las Mesas de cada una de las cámaras legislativas de las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado), solicitando la revisión de las reglas que se aplican a la hora de conceder acreditaciones a los medios de comunicación para trabajar dentro del Parlamento, con el objeto de que se pueda denegar el acceso a lo que el partido define como «pseudoperiodistas» que actúan más bien como «activistas» y difunden noticias falsas.

Es más, el propio Partido Socialista apunta a una serie de medios a los que no acredita en su sede de Ferraz ni en el Complejo de la Moncloa, pidiendo que las Mesas del Congreso y del Senado, con el asesoramiento de las asociaciones profesionales y la Red de Colegios Profesionales de Periodistas, establezcan unas reglas claras que, con criterios técnicos y profesionales, articulen la concesión de acreditaciones en las sedes parlamentarias, estableciendo, además, un procedimiento sancionador que posibilite la retirada de credenciales a quienes no respeten una serie de reglas deontológicas.

El artículo 20 de la Constitución reconoce y protege el derecho a comunicar libremente información veraz por cualquier medio de difusión, llegando a afirmar que ese derecho no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa. En ese mismo artículo también se ampara la libertad de expresión. Si bien ambas libertades son diferentes, no siempre son fácilmente distinguibles ante una concreta comunicación que se recibe. En principio, la libertad de expresión hace referencia a la libertad para comunicar pensamientos, ideas y opiniones, y la libertad de información se refiere a la comunicación de hechos. Ello implica que la libertad de expresión conlleva un matiz subjetivo (opinión), mientras que libertad de información contiene un significado que trata de ser objetivo (hecho).

Lo que se pretende plantear con esta petición del Partido Socialista hace referencia a quién puede ser titular del derecho a informar y, como medio de comunicación o periodista, recibir ese tipo de acreditaciones para poder ejercer una profesión tan básica y necesaria para el normal funcionamiento de una democracia. Es evidente que el periodista, además de su libertad informativa, es titular de la libertad de expresión y, además de informar, puede opinar, como cualquier ciudadano. Igualmente obvio es que los medios de comunicación mantienen lo que se denomina una “línea editorial”, referida a la orientación ideológica del tratamiento de la información, y que se puede analizar tanto como una libertad del medio de comunicación como como una seguridad para los consumidores de noticias, los cuales recibimos la información siendo conscientes de que se nos proporciona desde una orientación o visión concreta de esa realidad.

El problema radica en los límites que se establecen a todos esos derechos. ¿Qué es información y qué opinión? ¿Qué es una noticia falsa o una manipulación interesada de la realidad y qué una legítima valoración u opinión subjetiva de los hechos transmitidos? ¿Cuándo se está informando y cuándo se está manipulando? Y, sobre todo, si se quiere poder diferenciar todo eso, ¿a quién corresponde decir qué es verdad y qué es mentira, y otorgar carnets o credenciales para informar? No son preguntas fáciles de responder con rigor y objetividad, ni problemas sencillos de solucionar.

Si bien en otros países de nuestro entorno, como en el caso de Italia, la profesión de periodista está regulada legalmente en cuanto a las formas, procedimientos y requisitos para su acceso y ejercicio, en España la situación es otra. Aunque existen títulos universitarios de Periodismo o de Ciencias de la Información, el ejercicio de la profesión va por otro lado, sin que exista una legislación que establezca requisitos o formalidades para el desarrollo de tal actividad, o se establezca un “estatuto jurídico” del periodista con una concreta regulación de derechos y obligaciones.

Es cierto que la vigente Constitución Española no limita el disfrute de los derechos vinculados a la información a ningún concreto requisito y, en ese sentido, cualquier ciudadano puede informar y alegar ese derecho como propio. Distinta cuestión supone hablar del ejercicio de una profesión que pretenda regularse, lo cual sí es posible, pero se insiste que en España, hasta la fecha, nunca se ha regulado ni parece que esté previsto hacerse en un futuro próximo. Así, en la antigua sentencia del Tribunal Constitucional 6/1981 ya se afirma que «son estos derechos, derechos de libertad frente al poder y comunes a todos los ciudadanos. Quienes hacen profesión de (…) la comunicación de información, los ejercen con mayor frecuencia que el resto de sus conciudadanos, pero no derivan de ello ningún privilegio». Y en la posterior sentencia 30/1982 se concluye también que el derecho a la información «sirve en la práctica, sobre todo, de salvaguardia a quienes hacen de la búsqueda y difusión de la información su profesión específica». Más clara es la posición en la sentencia del Tribunal Constitucional 165/1987, en donde se puede leer que la especial protección del derecho de información alcanza «su máximo nivel cuando la libertad es ejercitada por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública, que es la prensa entendida en su más amplia acepción. Esto, sin embargo, no significa que la misma libertad no deba ser reconocida en iguales términos a quienes no ostentan igual cualidad profesional, pues los derechos de la personalidad pertenecen a todos».

Por todo ello, resulta muy discutible que desde una institución pública se pueda censurar previamente a determinado medio de comunicación o a determinadas personas que ejercen como periodistas, alegando que sus publicaciones no se ajustan a la realidad. Así, procede recordar la sentencia del Tribunal Supremo que concluyó que Vox no tenía derecho a impedir el acceso al periódico “El País” y la “Cadena SER” a sus actos públicos electorales durante la campaña para las Elecciones Generales del 10 de noviembre de 2019, como también que el Parlamento Europeo votó recientemente la denominada “Ley de Libertad de los Medios de Comunicación”, por la que se obliga a los Estados miembros a que garanticen el pluralismo de los medios y a que protejan su independencia frente a injerencias gubernamentales, políticas, económicas o privadas. Esta norma, además, prohíbe expresamente todo tipo de intromisión en las decisiones editoriales de los medios de comunicación, así como que se ejerza presión externa sobre los periodistas, acceder a contenido cifrado en sus dispositivos u obligarlos a revelar sus fuentes.

Habrá que tener cuidado con cómo se pretende, desde las instituciones públicas y los partidos políticos, determinar quién es periodista y medio acreditado y quién no. Está en juego la información, una de las libertades sobre las que se cimienta la democracia, así como la efectividad de la prohibición de la censura informativa.

El odio y su repercusión en el mundo del Derecho

Los medios de comunicación han difundido la denuncia que el PSOE ha presentado ante el Ministerio Fiscal por los hechos acaecidos frente a su sede de la madrileña calle Ferraz la pasada Nochevieja, cuando decenas de personas apalearon una piñata con el rostro del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Entre los varios delitos que considera el Partido Socialista susceptibles de investigarse, figura el denominado ”delito de odio”. Con independencia de las valoraciones éticas, morales o políticas de cada persona sobre el hecho en cuestión, así como sobre actos similares dirigidos anteriormente hacia otros líderes o formaciones partidistas, procede efectuar algunas aclaraciones o puntualizaciones desde una estricta perspectiva jurídica.

En primer lugar, aunque pueda resultar obvio o innecesario, procede dejar claro que no pueden regularse por norma los sentimientos humanos y que, por ello, no se puede imponer ni sancionar el odio, como tampoco el amor o, en su caso, la indiferencia hacia individuos o colectivos. Cabrá educar, concienciar o promover campañas de sensibilización, pero ninguna ley podrá imponer un determinado sentir, ni castigar la expresión de otro contrario al considerado deseable.

A partir de ahí, el odio se contempla en nuestro Código Penal desde dos perspectivas diferentes. Por un lado, como agravante a la hora de aplicar una pena por un concreto delito. Así, el artículo 22 apartado cuarto del CP considera como agravante cometer un delito por motivos racistas o por otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, o por la etnia o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, aporofobia o exclusión social, o por su discapacidad. La animadversión y el desprecio hacia esas personas o colectivos no se castiga como tal, sino como consecuencia de la comisión de un delito autónomo. Si se comete un homicidio, lesión o vejación, y la motivación está vinculada a la antipatía y la rabia del agresor hacia dichas características de la víctima, se le impondrá una pena mayor.

En segundo lugar, no ya como agravante de otro delito, sino como delito propiamente dicho, el artículo 510 del Código Penal castiga una serie de conductas contra personas o colectivos por las mismas razones ya expuestas en el apartado anterior. Se trata de un precepto extenso y complejo que, como resumen, persigue las conductas por las que se promueve o incita al odio, la hostilidad, la discriminación o la violencia contra un grupo, una parte del mismo, o un individuo determinado, por esas circunstancias expuestas derivadas de su raza, sexo, religión, orientación sexual, etcétera.

Por supuesto, uno de los principales problemas que existen en el ámbito jurídico radica en compatibilizar lo anterior con la libertad de expresión, por la que se pueden difundir libremente y como ejercicio de un derecho fundamental ideas o manifestaciones que no siempre resultan agradables al oído. Así, nuestro Tribunal Constitucional, entre otras en su célebre sentencia 112/2016 de 20 de junio, establece que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática». Es decir, no existe el derecho a no ser ofendido. Otra forma más coloquial de expresarlo, aunque provenga de un relevante magistrado, es la famosa frase del juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Robert Jackson, cuando afirmaba que “el precio de la libertad de expresión es aguantar una gran cantidad de basura”.

Lo cierto es que tal libertad de expresión también tiene límites, aunque no de todos ellos se ocupa el Derecho Penal por la vía del delito. Lo que sí se ha de recalcar, precisamente para poder trazar esa frontera que delimitará los propios límites es que, conforme a la Jurisprudencia tanto interna (Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional) como internacional (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), para que exista delito de incitación al odio la acción debe dirigirse contra un colectivo calificado de “especialmente vulnerable”. A sensu contrario, si el supuesto destinatario de ese odio no se encuadra dentro de los denominados “colectivos vulnerables”, no se podrá aplicar el artículo 510 del CP.

La quema en 2019 de un monigote que, por aquel entonces, simbolizaba al expresidente catalán Carles Puigdemont, protagonizó otro episodio de los que se intentó perseguir como delito de incitación al odio. Sin embargo, en aquella ocasión los Tribunales descartaron la comisión del delito. Otro caso similar también tuvo lugar años atrás, cuando apareció colgado de un árbol un muñeco tiroteado representando a Santiago Abascal. El líder de VOX ejerció la acusación particular, reclamando una condena de tres años de prisión por un delito de odio. Nuevamente, la Justicia no consideró aplicable el denominado “delito de odio”, si bien lo condenó por amenazas a la pena de ocho meses de prisión y una multa. Así pues, considero que resulta inapropiado pretender la condena por un “delito de odio” de los hechos acaecidos en fin de año frente a la sede del PSOE, con independencia de la reprobación ética o moral que susciten.

Por último, conviene resaltar la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, condenando a España en más de una ocasión por las sanciones penales ante actos como la quema de la imagen del rey Felipe VI y recalcando que los cargos políticos, incluidos el Jefe del Estado y el Presidente del Gobierno, tienen que soportar una mayor injerencia en su honor y en su reputación, y que es el conjunto de la sociedad, y no los Tribunales, quien debe calificar las formas de protesta, rechazando determinadas conductas desagradables.

 

Incapacidades propias y ayudas ajenas

Hace algunos días se publicó una noticia en la que se afirmaba que el Gobierno de España había solicitado oficialmente a la Comisión Europea su mediación en las negociaciones para avanzar en la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Inmediatamente, también se difundió que Didier Reynders, Comisario europeo de Justicia,  estaba » reflexionando sobre esta solicitud de las autoridades españolas». Asimismo, semanas atrás ya se había dado a conocer que el PSOE y Junts per Catalunya habían recurrido a la supervisión de un verificador internacional, en concreto un diplomático salvadoreño, para que realizara una serie de funciones indeterminadas como mediador, iniciándose para ello una ronda de contactos en Suiza.

Existen numerosos manuales que ensalzan las bondades de la mediación para la resolución de conflictos. La intervención de un “tercero” neutral e imparcial que ayuda a dos personas a comprender el origen de sus diferencias, a conocer la visión del otro y a encontrar soluciones para resolver sus controversias puede suponer una alternativa apta para desatascar determinados problemas. No seré yo quien cuestione tal opción como vía para avanzar en la armonía y dejar atrás las disputas. La Ley 5/2012, de 6 de julio, de Mediación en Asuntos Civiles y Mercantiles, en su artículo primero establece que “se entiende por mediación aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador”.

No obstante lo anterior, cuando se trata de un Estado, de problemas constitucionales o de la política al más alto nivel, resulta más cuestionable que el recurso de la mediación se contemple con naturalidad y normalidad. De hecho, la mencionada ley excluye expresamente las controversias en las Administraciones Públicas de cualquier mediación posible. Cierto es que algunos pasos tienden a trasladar las herramientas de la mediación a los conflictos internacionales, pero en este caso ni siquiera se puede hablar de problemas entre dos países o de pugnas transfronterizas entre diferentes Estados, sino de divergencias internas de un país que se intentan resolver con la vigilancia, control o intercesión de una persona u órgano internacional, incluso trasladando al extranjero la ubicación de las conversaciones entre las partes en conflicto.

Y no puede verse con naturalidad dicho recurso a la mediación pues se supone que internamente existen instituciones y mecanismos especialmente previstos para discutir, debatir y resolver los problemas políticos y jurídicos que se planteen entre los partidos políticos o acerca del cumplimiento de las normas. El que se torne necesario solicitar ayuda a la Comisión Europea para renovar el Consejo General del Poder Judicial, o se requiera ir a Ginebra bajo la observancia de un diplomático extranjero para que el PSOE y Junts per Catalunya sean capaces de conversar, constata la incapacidad propia para abordar un asunto tan sencillo como nombrar a los miembros de un órgano o debatir políticamente entre partidos.

Es precisamente a este punto al que quiero llegar, al de la constatación de la incapacidad propia que conduce a recurrir a la ayuda ajena. Esta situación debe causar vergüenza y, ante la evidencia de ese fracaso personal, provocar una reacción para promover un cambio. Que los miembros del Consejo General del Poder Judicial lleven cinco años con el mandato caducado y que durante todo ese tiempo las Cortes Generales no hayan podido nombrar a los nuevos cargos debería abochornar a sus responsables. Y que dos formaciones políticas no puedan utilizar el Parlamento para discutir sus posiciones evidencia de nuevo la inutilidad de una institución cada vez más entregada al Ejecutivo. En definitiva, acudir a entidades y organismos internacionales para resolver cuestiones internas de nuestro país, lejos de constituir un signo de madurez y responsabilidad, obra como un reflejo de incompetencia.

Carece de sentido ocultar la realidad o disfrazarla de lo que no es. El Parlamento ya no sirve para discutir nuestros problemas políticos y los representantes no cumplen su función en las instituciones. Entonces, ¿qué opciones restan? Una, normalizar y aceptar esa manifiesta incapacidad y lanzarse a pedir ayuda internacional. Otra, llevar a cabo reformas internas para recuperar unas Cortes Generales que cumplan sus funciones de acuerdo a su naturaleza.

Urge repensar el modelo parlamentario, a día de hoy en situación de letargo, por no decir moribundo. Las Cortes Generales se hallan desnaturalizadas, habida cuenta de que son la institución que controla al Gobierno y que, de forma libre, representa al pueblo. Actualmente, una ficción, por no decir una ciencia ficción. Diputados y senadores no controlan a nadie. Más bien, son controlados por los partidos y acatan las directrices de sus órganos de dirección. La disciplina de partido (prohibida expresamente por nuestra Constitución, pero admitida en la práctica) y el control respecto de quiénes integran las listas electorales, han convertido a “nuestros” representantes en cumplidores dóciles y obedientes a sus respectivas siglas.

Ciertamente, tal y como establece la ley, los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial deben ser elegidos por los diputados y senadores de las Cortes Generales. Sin embargo, la realidad es que no eligen nada ni a nadie. Ni siquiera son ellos los que se reúnen en el Parlamento de la Nación para llegar a acuerdos. Esperan a que sus líderes se pongan de acuerdo en las respetivas sedes de sus partidos y escojan según su criterio para, a posteriori, limitarse a pulsar el botón que les ordenan. Un fenómeno similar sucede con el denominado “problema catalán”. Diputados y senadores tampoco se ocupan de este tema. Aguardan pacientemente a que el Gobierno y Carles Puigdemont fijen las reglas sobre cuándo, cómo, dónde y quiénes se reúnen para, a renglón seguido, apretar dicho botón que se les indique. Para eso, pues, no necesitamos un Parlamento.

Es preciso acabar con esta situación y abordar cambios en las normas electorales y en la regulación de las asambleas legislativas, a fin de reforzar la separación de poderes, recuperar la institución parlamentaria como centro de gravedad del sistema político y ejercer la verdadera representatividad de los diputados y senadores electos respecto de sus electores. En caso contrario, habrá que admitir esa incapacidad propia para resolver los problemas y que conduce a solicitar ayuda internacional.

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