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Menores inmigrantes: entre el laberinto competencial y la política de hechos consumados
Asistimos de modo innegable a una crisis migratoria con especial incidencia en las Islas Canarias, debido al repunte en la llegada de personas que huyen de su lugar de origen por innumerables motivos, aunque dicha crisis termine afectando globalmente a toda España y a la Unión Europea. A tan atroz problema se suma otra dificultad añadida, consistente en la incapacidad de las diferentes Administraciones para apoyarse entre sí y aportar soluciones, al menos parciales, a semejante desafío. Toda nuestra normativa sobre extranjería se halla repleta de llamadas a la colaboración y a la coordinación entre el Estado y las diferentes Comunidades Autónomas, pero en este caso parece que se ha optado por la confrontación y la batalla jurídica, además de política, pese a que ello suponga retrasar cualquier tipo de solución al asunto.
Por la estricta aplicación del principio de solidaridad, la presión migratoria no debería recaer sobre una concreta zona del territorio nacional, razón por la cual el artículo 2 bis de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, establece que «el Estado garantizará el principio de solidaridad, consagrado en la Constitución, atendiendo a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia». La literalidad es clara, como también lo es su incumplimiento.
Con relación a los menores, se parte de una situación que se ha consolidado como costumbre por la vía de los hechos consumados, pero que no es producto de la aplicación de la normativa existente, la cual no contempla ni regula esta realidad tal y como se está produciendo, y que consiste en que los menores avistados en alta mar procedentes de la costa occidental africana y rescatados por los barcos de salvamento marítimo del Estado deben ser llevados a Canarias y, por ello, que ha de ser esta Comunidad Autónoma la llamada a asumir su custodia, atendimiento y tutela.
Cierto es que, conforme al artículo 35 de la ya citada Ley de Extranjería, deberán ser los servicios competentes de protección de menores de la Comunidad Autónoma en la que “se halle” el menor los que deban asumir su cuidado y tutela. Por ello, la competencia autonómica va implícita al previo hecho físico territorial relativo a que el menor en desamparo “se halla” en la Comunidad Autónoma. La pregunta sería si, dentro de esa situación fáctica que determina la competencia de la Administración (la ubicación del menor), debemos incluir, no sólo a los menores que residen o se encuentran en la región que sea, sino también a aquellos que los funcionarios del Estado que desarrollan funciones de salvamento marítimo decidan llevar al territorio de una concreta CCAA, con independencia del grado de saturación y capacidad asistencial de la misma.
Para ello, hemos de preguntarnos si existe un precepto normativo que obligue a esos funcionarios estatales, que realizan labores de vigilancia fronteriza en el mar o labores de salvamento, a desembarcar a las personas a las que rescatan en un puerto determinado, sobre todo partiendo del citado principio expuesto en el artículo 2 bis ya mencionado, relativo a que el Estado deberá, en virtud del principio de solidaridad, atender «a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia». En el concreto caso canario, la pregunta es: ¿Están obligados los funcionarios estatales que rescatan a los migrantes en alta mar en la zona occidental africana a llevar a esas personas a Canarias? Como consecuencia de ello, ¿está obligada la Comunidad Autónoma canaria a asumir la competencia de tutela de todos esos menores que recibe del Estado?
Nadie puede discutir la obligación de prestar asistencia y rescate a quien se encuentre en peligro o a la deriva en alta mar. Dicha obligación se recoge en numerosas normas internacionales, empezando por la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Más problemas suscita la cuestión de qué hacer con los rescatados, dado que esas mismas normas internacionales establecen que se les debe desembarcar en un “puerto seguro”, siendo este un concepto indeterminado que genera más dudas. Lo que internacionalmente se denomina “place of safety”, tan sólo hace referencia a tres ideas básicas: un lugar donde la seguridad de los supervivientes ya no esté amenazada; un lugar donde sus necesidades humanas básicas (sobre todo, alimentación y atención médica) estén garantizadas; y un lugar desde el que se pueda organizar el transporte para el próximo o último destino de los supervivientes.
Dentro de la Unión Europea rige el Reglamento 656/2014 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de mayo de 2014, por el que se establecen normas para la vigilancia de las fronteras marítimas exteriores en el marco de la cooperación operativa coordinada por la Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores de los Estados miembros de la Unión Europea. En su artículo 10 se menciona la opción de que se desembarque en la costa del Estado miembro que realiza el rescate (sin especificar en cuál en concreto), o en el tercer país del que se suponga que haya partido el buque. Sí es cierto que existen previsiones que establecen la prohibición de desembarco en un país en el que existan sospechas fundadas de peligro para la vida, la integridad o la libertad de las personas rescatadas.
Al parecer, la decisión de llevar a Canarias a las personas rescatadas en alta mar en la zona occidental de África se debe a una razón meramente geográfica y de proximidad, decisión a primera vista lógica, pero que no deriva claramente de un imperativo legal. Por ello, la exigencia a la Administración autonómica de que tutele y asista a estos menores inmigrantes, alegando que “se hallan” en Canarias, deriva principalmente de una vía de hecho generalizada y continua en el tiempo impuesta por el Estado: que al rescatarlos en alta mar, los trae a las Islas Canarias.
Se añade a lo anterior el hecho indiscutible y no controvertido de que los recursos materiales, logísticos y humanos de los que dispone la Comunidad Autónoma canaria para atender a estos menores están sobrepasados y que los servicios autonómicos se encuentran colapsados. Siendo esto así, la pregunta sería si lo más adecuado para la asistencia de estos menores inmigrantes consiste en llevarles al puerto meramente más cercano, a sabiendas de que allí, por la congestión y magnitud de su llegada, no podrán ser atendidos correctamente o, por el contrario, en atención al principio de solidaridad expuesto, debe el Estado establecer un reparto, evitando que sólo determinadas zonas sufran en toda su intensidad la presión migratoria.
Se ha pretendido desde diversos sectores vender la imagen de que el Gobierno de Canarias, ante la congestión e imposibilidad de atender correctamente a estos menores, ha vulnerado los derechos de los menores migrantes, al establecer un protocolo con unos requisitos a la entrega por el Estado de los rescatados en alta mar. Parece defenderse que la Comunidad Autónoma de Canarias deba tener recursos y capacidad ilimitada para atender a cuantas personas decida el Estado enviar a su territorio, así como que esa decisión estatal de desembarcar allí a estas personas determina que son menores que “se hallan” en Canarias y que, por ello, debe asumir la competencia.
Sin embargo, dudo mucho que semejante discurso sitúe los derechos del menor en el centro del debate, como también dudo que pueda legítimamente el Estado sobredimensionar ilimitadamente la competencia autonómica con su decisión de desembarcar a los rescatados en alta mar siempre en el mismo sitio, sin tener en cuenta el mandato (constitucional y legal) de atender «a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia».
El Consejo de Estado, en su Dictamen 1.606/2024, defiende que, al ser menores que “se hallan” en Canarias, suya es la competencia, y que cualquier limitación o requisito impuesto a la recepción de esos menores que el Estado decide desembarcar en Canarias supone una vulneración de derechos fundamentales de los mismos. Algo similar parece opinar la Fiscalía. Me permito discrepar de ambas afirmaciones y, en cualquier caso, siendo competencias en las que se requiere coordinación, colaboración y cumplimiento por ambas partes (Estado y CCAA), me sorprende que solamente se mire, analice y critique a una de esas partes.
Kamala Harris, Donald Trump y el singular sistema electoral norteamericano
El 5 de noviembre se producirá en los Estados Unidos de América la votación popular que determinará la elección de su Presidente. La designación está marcada por numerosos condicionantes y excepcionalidades, insólitas en una democracia de casi doscientos cincuenta años. Como máximos aspirantes, figura un candidato republicano que ya ha sido Presidente, pero que opta al cargo sin ocuparlo, condenado en sentencia por treinta y cuatro cargos penales, con más procesos judiciales pendientes y un intento de asesinato fallido. Del otro lado, una candidata demócrata, actualmente Vicepresidenta, que se postula de forma precipitada tras la renuncia más o menos forzada del actual Presidente. El resultado afectará de forma global al resto del mundo, dada la importancia económica, militar y geoestratégica del país norteamericano. He aquí algunas singularidades que merece la pena conocer:
Las elecciones para la proclamación del Presidente de los Estados Unidos se realizan cada cuatro años, siempre el primer martes después del primer lunes de noviembre. La designación de los candidatos dentro de los partidos se produce durante los meses anteriores a la jornada electoral, por medio de un proceso previo (primarias o “caucus”) donde los votantes eligen, de entre quienes se presentan a la elección, a la persona que consideran más idónea o que les gusta más para presentarse a las elecciones. Tienen lugar en cada uno de los Estados miembros. Este año los republicanos iniciaron este camino el 15 de enero en Iowa, mientras que los demócratas lo hicieron el 3 de febrero en Carolina del Sur. Dentro de este periodo destinado a conocer a los candidatos de los partidos, existe una jornada especial conocida como “el supermartes”, por coincidir ese día las votaciones en muchos Estados.
Una singularidad de estas “primarias” supone el modo de participación de la ciudadanía. Simplificando la cuestión, se pueden distinguir dos tipos:
- Abiertas: La población puede votar en las primarias del partido de su elección, independientemente de su propia afiliación partidista. Es decir, no es un requisito para participar en la elección del candidato de un concreto partido ser militante del mismo o manifestarle su adhesión. Sin embargo, no se puede votar en más de una elección primaria de un partido. Se debe elegir solamente una.
- Cerradas: Los votantes deben declarar su afiliación a un partido antes de las elecciones primarias y sólo pueden votar en las primarias de ese partido.
Para poder votar en Estados Unidos, el ciudadano debe registrarse como votante. Los requisitos y formas para hacerlo varían en función del Estado miembro y del tipo de elección. Para poder optar al cargo de Presidente, sólo las personas que tenga la nacionalidad norteamericana por nacimiento serán elegibles, siempre que sean mayores de 35 años de edad y hayan residido en el país al menos catorce años.
En cada una de esas primarias o “caucus” se designa a cierto número de delegados. Es decir, el candidato que obtiene el mayor respaldo recibe los delegados en juego en esa elección. Dichos delegados son miembros activos del partido, líderes o personas que han apoyado al candidato. La cantidad de delegados que gana dicho candidato varía en función de los Estados y depende, además, de las reglas internas del partido. Al terminar las elecciones primarias y “caucus”, los delegados seleccionados acuden a la Convención Nacional del partido. Se trata del evento donde los partidos ratifican la elección de sus candidatos a Presidente y Vicepresidente. En esas Convenciones Nacionales participan dos tipos de delegados:
- Los denominados “delegados comprometidos”, que deben apoyar al candidato que se les asigna durante el proceso de las primarias o asambleas del partido (caucus).
- Los denominados “delegados no comprometidos” o “superdelegados”, que pueden apoyar al candidato presidencial de su preferencia. Son una minoría, y normalmente los designan los partidos entre gobernadores, expresidentes o congresistas.
El primer Presidente de Estados Unidos fue George Washington, que gobernó de 1789 a 1797. Hasta ahora sólo ha habido un Presidente que ha ganado la Presidencia dos veces no consecutivas, Grover Cleveland, como vigésimo segundo (de 1885 a 1889) y vigésimo cuarto (de 1893 a 1897) mandatario de EE.UU.. Si en noviembre ganase Donald Trump, sería el segundo de la Historia que repitiera sin ostentar el cargo. Tampoco ha habido nunca una mujer Presidenta de los Estados Unidos. Catorce Vicepresidentes han llegado a ser Presidentes. Nueve, debido a la muerte del Presidente electo, ya sea por asesinato o por enfermedad. Cinco, después de terminar su mandato como Vicepresidentes. John Quincy Adams y George W. Bush son los dos hijos de Presidentes que también han llegado a serlo.
En las elecciones a la Presidencia, no se designa Presidente de forma directa a quien más votos ha obtenido. Cada Estado miembro tiene asignado un determinado número de compromisarios. El Estado que cuenta con más es California, con cincuenta y cuatro. Hasta ocho Estados designan sólo tres. La suma de dichos compromisarios conforma el denominado “Colegio Electoral de los Estados Unidos”, que es el formalmente encargado de elegir al Presidente y al Vicepresidente de la nación. En cinco ocasiones, el Presidente finalmente electo no fue el candidato que más votos populares recibió, pero sí el de más compromisarios en ese Colegio Electoral: John Q. Adams, Ruthegord Hayes, Benjamin Harrison, George W. Bush y Donald Trump. En las elecciones del año 2016, Trump obtuvo 62.985.106 votos, frente a los 65.853.625 de Hillary Clinton. Sin embargo, Trump logro 306 votos de los compromisarios del Colegio Electoral, frente a los 232 de Clinton.
Parlamento Europeo: ¿Sabemos lo que votamos?
El próximo 9 de junio cientos de millones de europeos estamos llamados a las urnas para elegir los 720 escaños del Parlamento Europeo, 15 eurodiputados más que en las últimas elecciones. Es posible que a muchas personas las instituciones europeas les resulten algo lejano en la distancia y piensen que poco o nada les puede afectar lo que se debata y decida en Bruselas o Estrasburgo. Sin embargo, numerosos avances, así como nuevas normativas e impulsos políticos, vienen de fuera de nuestras fronteras, marcándonos un camino a seguir. Ciertamente se advierte todavía un tanto de descoordinación e, incluso, incumplimientos flagrantes por parte de los Estados miembros, hacia lo que ordena la Unión Europea. Las tensiones existentes en estas organizaciones internacionales entre la vieja idea de la soberanía estatal y la unión política, así como la evolución incompleta hacia un Estado federal europeo, generan que no siempre los poderes públicos estatales y los órganos comunitarios se muevan en la misma dirección. Sin embargo, no pocas de nuestras realidades a día de hoy han tenido un origen en las políticas y las decisiones adoptadas en esas sedes aparentemente tan alejadas.
España elige a 61 eurodiputados, dos más que en los pasados comicios. La distribución de esos 720 escaños por países se lleva a cabo atendiendo a criterios poblacionales. Alemania, como país más poblado, es el de mayor representación, con 96, seguido de Francia, con 81. En el otro extremo se sitúan Chipre, Malta y Luxemburgo, que sólo designan a 6. Y es que el Parlamento Europeo se alza como órgano representativo de la población de la Unión Europea. Los elegidos no se organizan por su procedencia geográfica, sino por sus afinidades políticas. Así, por ejemplo, los candidatos del Partido Popular español se encuadran dentro del Grupo del Partido Popular Europeo. Los del PSOE, en el de la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas. Los de Ciudadanos, en el Renew Europe Group. BNG y ERC, en el Grupo de los Verdes/Alianza Libre Europea. Vox, en el de los Conservadores y Reformistas Europeos y Podemos, Anticapitalistas e Izquierda Unida, en el de La Izquierda en el Parlamento Europeo.
Dicho Parlamento ha ido ganando en importancia y en competencias con cada nueva reforma efectuada en los Tratados de la Unión. No obstante, a diferencia de las Asambleas Legislativas nacionales, no legisla en solitario, dado que la función legislativa la comparte con el Consejo de la Unión Europea. Pese a ello, ha participado de forma destacada en multitud de normas que, finalmente, han afectado directamente a la vida de los ciudadanos de todos los Estados miembros. Como muestra, en el año 2022 el 57% de las leyes aprobadas por las Cortes Generales en España provenían de previas directivas y decisiones europeas.
A su vez, el Parlamento Europeo elige a quien ocupa la presidencia de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la Unión, actualmente en manos de Ursula von der Leyen. Así, teniendo en cuenta el resultado electoral, el Consejo Europeo (los jefes de Estado y de Gobierno de los países) propone al Parlamento Europeo, por mayoría cualificada, un candidato al cargo de Presidente de la Comisión. Pero, tras esa propuesta, es el propio Parlamento Europeo quien lo designa por mayoría.
Cuestiones trascendentales que afectan a millones de ciudadanos, tales como la defensa de los consumidores, las normas sobre protección de datos o la lucha contra el cambio climático y contra la precariedad laboral derivada de la temporalidad en el empleo, por poner sólo algunos ejemplos, constituyen realidades que a día de hoy nos ocupan y preocupan, por insistencia e impulso de las decisiones que nos llegan desde los órganos comunitarios.
Existen distorsiones o disfuncionalidades que impiden avanzar en lo que debería ser un desarrollo coherente y armónico entre el ordenamiento jurídico de la Unión Europea y el interno de cada Estado y, singularmente, del español. Sucede, básicamente por dos razones: la primera, el incumplimiento sistemático por parte del Gobierno de nuestro país a adaptarse y acatar las normas comunitarias; la segunda, cierta resistencia por parte de nuestro Tribunal Supremo a asumir en determinados casos la jurisprudencia que proviene del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
Como prueba de lo primero, baste señalar que España cerró el pasado año 2023 como el país de la Unión Europea con más expedientes abiertos por incumplir las normas medioambientales comunitarias. Pero no es un problema exclusivamente referido al medio ambiente. Al inicio de 2022, España tenía 107 expedientes abiertos por diferentes tipos de infracción. Ninguna otra nación contaba con tantos. Ello suele acarrear multas cuantiosas y abundantes sentencias por parte del Tribunal de la Unión Europea que deberían avergonzar a nuestros dirigentes.
Como prueba de lo segundo, en más de una ocasión ha tenido que ser nuestro Tribunal Constitucional el que anule sentencias del Tribunal Supremo y de otros tribunales, por no respetar la primacía del Derecho de la Unión Europea y no dar cumplimiento a la interpretación que de esas normas comunitarias realiza el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Tal era la conflictividad entre nuestros tribunales y los órganos judiciales de la Unión que hubo de modificar nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial para introducir un artículo nuevo (el artículo 4 bis) y recalcar lo que era obvio, que los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del TJUE. Pese a ello, las pugnas entre los órganos judiciales por asuntos como las denominadas “cláusulas suelo” en las hipotecas concedidas por las entidades financieras, o el abuso de la contratación temporal por parte de las Administraciones Públicas, evidencian que la normalidad en el anclaje judicial entre Estados miembros y Unión Europea debe todavía mejorarse.
Por todo lo expuesto anteriormente, las elecciones al Parlamento Europeo no son unos comicios secundarios ni poco importantes que afectan a una institución con escasa o nula repercusión en nuestro devenir diario. Todo lo contrario. Resultan muy relevantes. Y desde la Unión Europea, con mayor o menor acierto, con más o menos efectividad, se marcarán las líneas a seguir en asuntos tan importantes como la inmigración, la regulación de la Inteligencia Artificial e, incluso, la defensa del Estado de Derecho dentro de los países que la componen.
El sectarismo como forma de hacer política
En las últimas semanas han proliferado los comentarios sobre el nivel (o, para ser más precisos, la falta de nivel) de los debates e interpretaciones que los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado llevan a cabo durante sus intervenciones. Las denominadas “sesiones de control al Gobierno”, establecidas en teoría para que el órgano parlamentario fiscalice y solicite rendición de cuentas al Ejecutivo, se han convertido en un diálogo de sordos donde los ataques personales, la falta de modales y la bronca entre los representantes del pueblo evidencian, no sólo la incapacidad de la institución parlamentaria para cumplir sus fines constitucionalmente encomendados, sino una degeneración política, social e institucional que debería alertarnos, si no avergonzarnos.
Paralelamente a lo anterior, se acrecientan las llamadas de atención ante el surgimiento de nuevos extremismos y populismos, cuando en realidad el problema no sólo estriba en la aparición de novedosas formaciones políticas con propuestas más radicales, sino en la evolución de los partidos políticos con dilatadas trayectorias hacia esos postulados más extremos. No supone sólo que el centro político se haya tornado inexistente, es que la comunicación y la posibilidad de entendimiento entre los bloques parece quebrada de tal modo que se impiden la formación de consensos y la consecución de objetivos comunes.
Obviamente, no faltan personas encantadas ante este panorama. Se sienten cómodas en la reyerta dialéctica y buscan constantemente herir al contrario. En la dinámica de “estás conmigo o contra mí”, no hay lugar para la avenencia, de la misma forma que el que se sienta en el escaño de enfrente ya no es un adversario político, sino un enemigo. Cada vez aumentan quienes entienden la convivencia como la imposición de un bloque sobre otro, derrotándolo a todos los niveles. Y para lograr tal fin, mejor que ejercer una buena labor propia, procede restregar las miserias y debilidades del oponente.
En ese sentido, las crónicas parlamentarias que transmiten los medios de comunicación se asemejan más a un constante “meme”, con el que los parlamentarios pretenden inundar las redes sociales, generando titulares con frases burlonas y cínicas, o promoviendo aplausos y abucheos de uno y otro sector del hemiciclo.
El artículo 103 del Reglamento del Congreso establece que los oradores serán llamados al orden “cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o de sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad”, o cuando “faltaren a lo establecido para la buena marcha de las deliberaciones”, o de cualquier otra forma “alteraren el orden de las sesiones”. En sentido similar cursa el artículo 101 del Reglamento del Senado.
No obstante, el problema no radica en que se ofenda al decoro de la Cámara, sino en la carencia misma del propio decoro. En su reciente sentencia 25/2023, de 17 de abril, el Tribunal Constitucional ya manifestó lo complejo y difuso de definir el decoro y, sobre todo, de establecer los límites estrictos de dicho concepto. Mencionaba el TC que ese término, como cualquier palabra, posee un significado que evoluciona con el tiempo. Así, en el siglo XIX el decoro se entendía de forma diferente a la de doscientos años después por lo que, en gran medida, queda en manos de la Presidencia de la Cámara fijar esos límites, por lo que nos enfrentamos entonces a un nuevo problema: la cada vez más acusada falta de imparcialidad y profesionalidad en quién ocupa dicho cargo.
En cualquier caso, si verdaderamente se considera esta situación como un problema, se debe estudiar su origen para poder corregirlo. A mi juicio, constituye un factor determinante la creciente banalización de la función educativa, entendida como labor de formación de seres racionales, críticos y librepensadores. Cada vez resulta más acusada la tendencia a funcionar como sectas en diferentes ámbitos, ya sea en la religión, en la política, en el deporte o en la cultura. A los simpatizantes, forofos, adeptos o miembros de un determinado colectivo se les reclama obediencia y seguimiento ciego, basado en la pleitesía a un líder u organización y en la defenestración de cualquiera que ose cuestionar las decisiones adoptadas. Para ello, es necesario contar con personas que progresivamente piensen menos por sí mismas, carezcan de capacidad crítica y se limiten a situarse detrás de una bandera, de unas siglas o de un escudo para defenderlos con o sin razón, con o sin argumentos, frente a cualquier interlocutor. Recurriendo a un símil deportivo, se trata de ser menos libres y más “hooligans”.
Otro ejemplo ilustrativo muy actual: en determinados círculos de poder, el hecho de criticar la actuación de Israel sobre territorio palestino equivale a convertirse en “antisemita” y odiar a los judíos. No se contempla la posibilidad de cuestionar la acción del gobierno israelí sin pasar a formar parte de los enemigos de todo el pueblo de Israel. Existen otros supuestos menos trascendentales, pero que responden al mismo paradigma, como el aficionado que sólo ve el penalti en el área del equipo contrario y nunca en la propia, o el espectador que defenestra una creación artística por los postulados personales de su autor, dejando a un lado la belleza y la calidad de la obra. Se ha llegado al extremo de promover vetos y boicots a actos académicos universitarios cuyos participantes no piensan como algunos consideran que se debe pensar.
Ser sectario (cuyo significado, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, se vincula a pertenecer a una secta) se alza como una práctica demasiado común en estos tiempos que corren, y en la que lo principal se reduce a seguir las directrices de un líder, sin realizar un previo análisis o un examen objetivo, sosegado y riguroso. Sigmund Freud decía: “Si dos individuos están siempre de acuerdo en todo, puedo asegurar que uno de los dos piensa por ambos”, circunstancia que se evidencia cuando la totalidad de miembros de los grupos parlamentarios votan siempre a las órdenes de su portavoz, o cuando los partidarios de una formación política defienden por sistema a “los suyos” y nunca a los “contrarios”.
O recuperamos la capacidad de la ciudadanía para formarse y pensar por sí misma, libre y racionalmente, o el sectarismo destruirá el Parlamentarismo y la manera correcta de entender la Democracia. Y, obviamente, ese objetivo pasa por la Educación que, como la Justicia, permanece eternamente relegada a un segundo plano para nuestros representantes políticos.
Periodistas, pseudoperiodistas y derecho a la información
Recientemente se ha dado a conocer que el PSOE, por medio de su director de Comunicación, Ion Antolín, ha remitido sendos escritos a las Direcciones de Comunicación y a las Mesas de cada una de las cámaras legislativas de las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado), solicitando la revisión de las reglas que se aplican a la hora de conceder acreditaciones a los medios de comunicación para trabajar dentro del Parlamento, con el objeto de que se pueda denegar el acceso a lo que el partido define como «pseudoperiodistas» que actúan más bien como «activistas» y difunden noticias falsas.
Es más, el propio Partido Socialista apunta a una serie de medios a los que no acredita en su sede de Ferraz ni en el Complejo de la Moncloa, pidiendo que las Mesas del Congreso y del Senado, con el asesoramiento de las asociaciones profesionales y la Red de Colegios Profesionales de Periodistas, establezcan unas reglas claras que, con criterios técnicos y profesionales, articulen la concesión de acreditaciones en las sedes parlamentarias, estableciendo, además, un procedimiento sancionador que posibilite la retirada de credenciales a quienes no respeten una serie de reglas deontológicas.
El artículo 20 de la Constitución reconoce y protege el derecho a comunicar libremente información veraz por cualquier medio de difusión, llegando a afirmar que ese derecho no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa. En ese mismo artículo también se ampara la libertad de expresión. Si bien ambas libertades son diferentes, no siempre son fácilmente distinguibles ante una concreta comunicación que se recibe. En principio, la libertad de expresión hace referencia a la libertad para comunicar pensamientos, ideas y opiniones, y la libertad de información se refiere a la comunicación de hechos. Ello implica que la libertad de expresión conlleva un matiz subjetivo (opinión), mientras que libertad de información contiene un significado que trata de ser objetivo (hecho).
Lo que se pretende plantear con esta petición del Partido Socialista hace referencia a quién puede ser titular del derecho a informar y, como medio de comunicación o periodista, recibir ese tipo de acreditaciones para poder ejercer una profesión tan básica y necesaria para el normal funcionamiento de una democracia. Es evidente que el periodista, además de su libertad informativa, es titular de la libertad de expresión y, además de informar, puede opinar, como cualquier ciudadano. Igualmente obvio es que los medios de comunicación mantienen lo que se denomina una “línea editorial”, referida a la orientación ideológica del tratamiento de la información, y que se puede analizar tanto como una libertad del medio de comunicación como como una seguridad para los consumidores de noticias, los cuales recibimos la información siendo conscientes de que se nos proporciona desde una orientación o visión concreta de esa realidad.
El problema radica en los límites que se establecen a todos esos derechos. ¿Qué es información y qué opinión? ¿Qué es una noticia falsa o una manipulación interesada de la realidad y qué una legítima valoración u opinión subjetiva de los hechos transmitidos? ¿Cuándo se está informando y cuándo se está manipulando? Y, sobre todo, si se quiere poder diferenciar todo eso, ¿a quién corresponde decir qué es verdad y qué es mentira, y otorgar carnets o credenciales para informar? No son preguntas fáciles de responder con rigor y objetividad, ni problemas sencillos de solucionar.
Si bien en otros países de nuestro entorno, como en el caso de Italia, la profesión de periodista está regulada legalmente en cuanto a las formas, procedimientos y requisitos para su acceso y ejercicio, en España la situación es otra. Aunque existen títulos universitarios de Periodismo o de Ciencias de la Información, el ejercicio de la profesión va por otro lado, sin que exista una legislación que establezca requisitos o formalidades para el desarrollo de tal actividad, o se establezca un “estatuto jurídico” del periodista con una concreta regulación de derechos y obligaciones.
Es cierto que la vigente Constitución Española no limita el disfrute de los derechos vinculados a la información a ningún concreto requisito y, en ese sentido, cualquier ciudadano puede informar y alegar ese derecho como propio. Distinta cuestión supone hablar del ejercicio de una profesión que pretenda regularse, lo cual sí es posible, pero se insiste que en España, hasta la fecha, nunca se ha regulado ni parece que esté previsto hacerse en un futuro próximo. Así, en la antigua sentencia del Tribunal Constitucional 6/1981 ya se afirma que «son estos derechos, derechos de libertad frente al poder y comunes a todos los ciudadanos. Quienes hacen profesión de (…) la comunicación de información, los ejercen con mayor frecuencia que el resto de sus conciudadanos, pero no derivan de ello ningún privilegio». Y en la posterior sentencia 30/1982 se concluye también que el derecho a la información «sirve en la práctica, sobre todo, de salvaguardia a quienes hacen de la búsqueda y difusión de la información su profesión específica». Más clara es la posición en la sentencia del Tribunal Constitucional 165/1987, en donde se puede leer que la especial protección del derecho de información alcanza «su máximo nivel cuando la libertad es ejercitada por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública, que es la prensa entendida en su más amplia acepción. Esto, sin embargo, no significa que la misma libertad no deba ser reconocida en iguales términos a quienes no ostentan igual cualidad profesional, pues los derechos de la personalidad pertenecen a todos».
Por todo ello, resulta muy discutible que desde una institución pública se pueda censurar previamente a determinado medio de comunicación o a determinadas personas que ejercen como periodistas, alegando que sus publicaciones no se ajustan a la realidad. Así, procede recordar la sentencia del Tribunal Supremo que concluyó que Vox no tenía derecho a impedir el acceso al periódico “El País” y la “Cadena SER” a sus actos públicos electorales durante la campaña para las Elecciones Generales del 10 de noviembre de 2019, como también que el Parlamento Europeo votó recientemente la denominada “Ley de Libertad de los Medios de Comunicación”, por la que se obliga a los Estados miembros a que garanticen el pluralismo de los medios y a que protejan su independencia frente a injerencias gubernamentales, políticas, económicas o privadas. Esta norma, además, prohíbe expresamente todo tipo de intromisión en las decisiones editoriales de los medios de comunicación, así como que se ejerza presión externa sobre los periodistas, acceder a contenido cifrado en sus dispositivos u obligarlos a revelar sus fuentes.
Habrá que tener cuidado con cómo se pretende, desde las instituciones públicas y los partidos políticos, determinar quién es periodista y medio acreditado y quién no. Está en juego la información, una de las libertades sobre las que se cimienta la democracia, así como la efectividad de la prohibición de la censura informativa.