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Educación: Cimiento (olvidado) de cualquier sociedad
El 3 de diciembre de 2018 la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió por consenso proclamar el 24 de enero como “Día Internacional de la Educación”. Establece en una resolución la importancia de una educación de calidad, inclusiva y equitativa para todos como único camino para alcanzar la igualdad de género, romper los ciclos de pobreza que deja rezagados a millones de niños, jóvenes y adultos y, en general, lograr que cualquier sociedad avance, madure y se consolide. Conforme a los datos de la ONU y el informe de seguimiento de la educación en el mundo realizado por la UNESCO, en la actualidad 262 millones de niños y jóvenes continúan sin estar escolarizados y 617 no pueden leer ni manejar los rudimentos del cálculo. Asimismo, menos del 40 por ciento de las niñas del África Subsahariana completan los estudios de Secundaria, mientras que otros 4 millones de niños y jóvenes refugiados no tienen posibilidad de asistir a la escuela.
A mi juicio, y pese a que estos datos reflejan una terrible realidad y manifiestan unos anhelos justos y loables, esconden también dos trampas en las que no debemos caer. La primera, limitarnos a festejar la citada fecha con actos de celebración pero olvidando los problemas durante los trescientos sesenta y cuatro días restantes y convirtiéndola, por tanto, en una hipócrita jornada trufada de bellos eslóganes, posters conmovedores e inmejorables intenciones para, acto seguido, reiterar idénticas conductas sin paliar las carencias lo más mínimo. La segunda, considerar que se trata de un asunto que afecta al denominado “Tercer Mundo” y que en España, un país desarrollado que recoge en su Carta Magna el Derecho a la Educación, no debe constituir una preocupación prioritaria.
En nuestro país todos los partidos políticos coinciden en la necesidad de firmar un Pacto de Estado por la Educación. Sin embargo, legislatura tras legislatura, tan esencial acuerdo fracasa estrepitosamente sin llegar siquiera a abordarlo. En diciembre de 2016 se creó en las Cortes Generales una subcomisión para un “Pacto de Estado Social y Político por la Educación”, pero las discrepancias con el entonces Gobierno del Partido Popular a cuenta de su financiación llevaron a PSOE, Unidos Podemos, ERC, PNV y PDeCAT a abandonar la negociación por lo que, finalmente, se frustró de nuevo la posibilidad culminar con éxito el propósito de apartar a la educación de la lucha partidista y elevarla por encima de estériles pugnas ideológicas hasta colocarla en el centro de cualquier proyecto político que aspire a construir una sociedad democrática con futuro.
Lo cierto es que deberían avergonzarnos las tasas de fracaso y abandono escolar en España, los recortes en medios humanos y materiales en Educación y la ausencia de un auténtico plan educativo que nos involucre a todos como comunidad que desea el progreso. Cada Gobierno que aterriza en la Moncloa prepara “su” ley de educación y no parece que el futuro nos depare un horizonte más esperanzador, a lo que se deben añadir los diversos modelos que algunas Comunidades Autónomas desean implantar al margen, o directamente, en pugna con el estatal.
Los informes PISA de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), que evalúan a alumnos de 15 años de una treintena de países, sitúan a España en una posición que muchos consideran mediocre. Otra estadística que nos deja en evidencia es la referida al abandono educativo temprano. El último dato disponible, pese a ser el más bajo de la serie histórica, (un 19.4%) resulta ser casi el doble del de la media europea y está lejos de los objetivos marcados por la Unión Europea para 2020. La propia OCDE situaba el gasto educativo español en todas las etapas por debajo de la media de los treinta y cinco países que la integran, advirtiendo a España que “una educación de alta calidad necesita una financiación sostenible”. Dicha obviedad sigue esperando a ser llevada a la práctica. A todo lo anterior se añade que, según una encuesta elaborada por la Red por el Diálogo Educativo del Proyecto Atlántida y la Fundación Cotec, los profesores españoles se encuentran desmotivados, desanimados y desincentivados.
Pese a todo, en el último barómetro de Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) la Educación tampoco figura entre nuestras siete principales preocupaciones. Por eso, cuando el pasado 24 de enero se celebró por primera vez el “Día Internacional de la Educación”, experimenté una sensación amarga. Mi impresión es que, como sucede con tantos otros “Días Internacionales de”, se celebrará año tras año sin evidenciar signos de mejora. Ignoro cuándo va a ser tomado en serio este gravísimo problema. Desconozco cuándo los políticos dejarán a un lado sus ridículas rencillas, aparcarán sus enormes egos y dedicarán a este asunto el protagonismo y la importancia que merece. Lo que sí sé es que, de lo contrario, vale más dejarnos de celebraciones el próximo 24 de enero de 2020.
¿Qué clase de votante es usted?
El filósofo norteamericano Jason F. Brennan, que ejerce como profesor en la prestigiosa Universidad de Georgetown y posee una amplia producción científica y académica sobre la democracia y el ejercicio del derecho al voto, ha realizado una peculiar clasificación de los votantes en tres categorías: los “hooligans”, los “hobbits” y los “vulcanianos”. Según él, los “hooligans” acuden a votar cegados por la devoción a unos colores, lo que implica, al mismo tiempo, el odio a los contrarios y el incondicional apoyo a los líderes y representantes de su partido. Aplauden y jalean cualquier iniciativa, eslogan o discurso de quienes consideran “los suyos” y critican con rabia y resentimiento cualquier manifestación del resto de los contrincantes. Desean de igual modo la victoria de sus siglas que la derrota de las de sus rivales. Como esos bochornosos aficionados al fútbol, hacen gala de un comportamiento nada racional y actúan movidos por instintos básicos e irrefrenables. Incapaces de criticar y juzgar a todos por igual, se dedican a disculpar y justificar cualquier acción realizada por los miembros de su bando, pero son severos y hasta inmisericordes ante actuaciones similares, siempre y cuando procedan del adversario. Imaginen lo que debe ser ejercitar el derecho al voto de esa manera.
Por su parte los “hobbits” (que adoptan su nombre de los famosos personajes de la saga literaria de “El señor de los anillos”) se caracterizan por su indiferencia hacia lo que sucede en el exterior de su círculo más inmediato. Mientras tengan garantizado un mínimo grado de comodidad y tranquilidad, se muestran apáticos e indolentes ante la existencia de cualquier problema. Si la contrariedad no les afecta personalmente, se conducen con total pasividad. Como integrantes del cuerpo electoral, manifiestan su desidia a través de la abstención o mediante el ejercicio de unos votos centrados únicamente en sus intereses personales, insensibles ante las dificultades que estén padeciendo sus compatriotas ni, menos aún, los ciudadanos extranjeros. Para Brennan, los “hobbits” disponen además de un nivel de información bastante bajo y no poseen opiniones propias, sino que las toman prestadas, por lo que son fácilmente manipulables a través de la campañas de marketing y publicidad.
Cierran esta peculiar terna los “vulcanianos”, que toman su denominación de la célebre saga galáctica “Star Trek”. Se trata de seres racionales que piensan de un modo científico y no votan ciegamente a un partido ni siguen incondicionalmente a ningún líder. Poseen formación, reflexionan y, en consonancia, toman sus decisiones. A juicio del ilustre académico, el principal problema de la democracia estriba en que el número de “hooligans” y de “hobbits” supera ampliamente al de “vulcanianos”, generando gobiernos y mayorías parlamentarias elegidos y legitimados de forma visceral y pasional, lo que fomenta la mediocridad de las sociedades.
Pero no se confundan, Jason F. Brennan es un defensor de la democracia y tiene claro que los países democráticos son los más prósperos, los mejores para vivir en ellos y los que más respetan los derechos y las libertades. Sin embargo, no soporta la falta de autocrítica y el falso discurso triunfalista que venera la supuesta perfección del sistema porque, en un mundo donde priman la desinformación, la manipulación, el grito y el eslogan prefabricado, resulta sumamente sencillo manejar a un electorado maleable.
A más de uno, este curioso catálogo salido de la mente del docente anglosajón podrá parecerle una caricatura sin rigor o un dibujo simplista de la realidad. Sin embargo, ya decía Winston Churchill que «el mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio». En este 2019 millones de españoles estamos llamados a las urnas. Se celebrarán elecciones europeas y municipales y, en varias Comunidades Autónomas, hay que elegir a sus Parlamentos. Incluso en los archipiélagos, a sus Cabildos y Consejos. También suena con fuerza el rumor de un posible adelanto electoral a nivel nacional. En esta tesitura, convendría que la ciudadanía fuera consciente de su poder a la hora de ejercer el derecho de sufragio y si, efectivamente, piensa llevarlo a cabo con responsabilidad o tan sólo lo va a desperdiciar.
Se critica con ligereza a los cargos públicos. Según las encuestas, los políticos están considerados uno de los principales problemas de nuestra sociedad. Todo el mundo habla de la desafección que provocan en los ciudadanos. Cuando resultan elegidos determinados perfiles como los de Donald Trump o Jair Bolsonaro, o cuando emergen de la nada ciertas formaciones radicales, numerosos votantes se echan las manos a la cabeza, obviando que son el resultado de millones de voluntades que otorgan un mismo respaldo. Tal vez haya llegado por fin el momento de ser “vulcanianos”, de formarnos más, de informarnos mejor, de dejar de rendir pleitesía al líder, de ser más críticos y, también, más autocríticos, más reflexivos y más racionales. Puede que entonces la democracia que queramos y la que consigamos se asemejen.