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Las pensiones, desde un punto de vista constitucional

En los últimos días se ha generado una gran polémica, tanto entre la ciudadanía como entre la clase política, en relación a la exigua subida de las pensiones decidida por el Consejo de Ministros. El incremento de un 0,25 por ciento ha empujado a miles de jubilados a las calles, así como a la generación de airosas disputas dialécticas entre Gobierno y oposición. Algunos países europeos, como Austria, Bélgica, Italia o Francia, vinculan exclusivamente a los precios la revalorización anual de las prestaciones. La mayor parte de las naciones continentales utilizan un sistema mixto, que combina tanto el índice de inflación como los datos de los salarios. España, por su parte, introdujo desde el año 2013 el denominado Índice de Revalorización de las Pensiones. Se trata de una compleja fórmula que contempla diversas variables más allá de la evolución de los precios, como son la variación de los ingresos de la Seguridad Social, la de los gastos de dicha Seguridad Social o la del número de pensiones contributivas dentro del sistema.

El artículo 50 de la Constitución Española establece que “los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la Tercera Edad”. Desde una perspectiva internacional, dicha previsión se ve reforzada por el Código Europeo de la Seguridad Social, firmado en Estrasburgo el 16 de abril de 1964 y ratificado por España en 1993, así como por el Convenio 128, de 29 de junio de 1967, de la Organización Internacional del Trabajo, relativo a las prestaciones de invalidez, vejez y sobrevivientes. En el ámbito de la Unión Europea pueden también hallarse referencias a las personas mayores en la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores de 1989, donde se reconoce el derecho a las pensiones de jubilación, y en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que proclama el derecho de las personas mayores a llevar una existencia digna e independiente, y a participar en la vida social y cultural.

Asimismo, posee relevancia el denominado “Pacto de Toledo”. En la IX Legislatura, la Comisión No Permanente de Seguimiento y Evaluación de los Acuerdos del Pacto de Toledo aprobó el 29 de diciembre de 2010 el Informe de Evaluación y Reforma de dicho pacto, que fue sometido al Pleno del Congreso de los Diputados y posteriormente aprobado el 25 de enero de 2011. Ese informe contiene una recomendación que, literalmente, establece que “la Comisión (…) defiende el mantenimiento del poder adquisitivo de los pensionistas, su garantía por Ley y su preservación mediante la adopción de medidas encaminadas a asegurar el equilibrio financiero del sistema de pensiones en el futuro”. Considera, además, que la sostenibilidad del sistema exige que solo se financien con cargo a los recursos de la Seguridad Social los gastos correspondientes al estricto mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones, y que toda subida por encima del IPC (o del índice que, en su caso, pudiere adoptarse) sea sufragada con cargo a otros recursos financieros. También se apunta la conveniencia de «estudiar (para su posterior análisis y valoración por la Comisión) la posibilidad de utilizar otros índices de revalorización basados, entre otros, en el crecimiento de los salarios, la evolución de la economía o el comportamiento de las cotizaciones a la Seguridad Social, siendo recomendable que se tengan en cuenta los efectos que dichos índices han tenido sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones en los países de nuestro entorno.»

Sin embargo, los Tribunales no piensan que la revalorización de las pensiones sea un derecho pleno y adquirido de los jubilados. Sobre la diferente cuantía de las pensiones en función del régimen de la Seguridad Social aplicable, así como sobre sus variaciones, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado en varias resoluciones. Destaca su sentencia 100/1990, en la que se afirma que del artículo 50 de la Constitución no puede deducirse que la Constitución obligue a que se mantengan todas y cada una de las pensiones en su cuantía prevista, ya que el concepto de “pensión adecuada” no puede considerarse aisladamente atendiendo a cada pensión singular, sino que debe tener en cuenta el sistema de pensiones en su conjunto, sin que pueda prescindirse de las circunstancias sociales y económicas de cada momento y sin olvidar que se trata de administrar medios económicos muy limitados para un gran número de necesidades económicas.

Más categórica y contundente es la más reciente sentencia 49/2015, en la cual se considera a la revalorización de las pensiones como una mera expectativa que no forma parte del patrimonio de derechos consolidados de los ciudadanos. En esa misma sentencia existe un voto particular que defiende que al Tribunal no le debería resultar indiferente que ese derecho social reconocido constitucionalmente, aun no teniendo en el texto constitucional detalles precisos sobre su alcance y extensión, sí haya tenido ya un concreto desarrollo que en un momento determinado quiera ser suprimido o limitado. En todo caso, se trata de una posición minoritaria por lo que, actualmente, nuestra doctrina constitucional ni siquiera considera que exista un verdadero derecho constitucional a una concreta subida de las pensiones.

Como caballeros… o como lo que somos

La libertad de expresión está siendo la protagonista de la contienda política, de la actualidad judicial y de las portadas de los medios de comunicación. Este pilar esencial de todo sistema democrático es usado como derecho legítimo, como arma arrojadiza y como argumento de polémicas dialécticas, y no siempre con el rigor y el respeto que merece. En este país tan habituado a pasar de un extremo a otro con inusitada rapidez y en el que tanto nos gusta considerar al otro como adversario y enemigo, parecemos estar dispuestos a convertir este elemento básico de cualquier sistema constitucional en otro problema a añadir a las numerosas dificultades de convivencia que ya padecemos. Por un lado, proliferan quienes desean coartar más de lo debido dicha libertad pero, simultáneamente, se multiplican aquellos que defienden que debe amparar cualquier discurso, por calumnioso e injurioso que resulte.

Cada vez que determinados colectivos sociales se enzarzan en estériles y mediocres disputas dialécticas, me viene a la cabeza una frase que Cantinflas pronunciaba con sorna en alguna de sus cómicas escenas: “¿Nos comportamos como caballeros o como lo que somos?”. Lo cierto es que en España hemos alcanzado un nivel de odio y resentimiento demasiado elevado, y para contrarrestar ideas, rebatir posturas y alentar debates es imprescindible recurrir al insulto, al grito y a la amenaza. Cuanto más nos ensañemos y cuanto más hirientes y crueles seamos, mejor. Curiosamente, nos apresuramos al mismo tiempo a recurrir a la represión, a acudir al Código Penal y a exhibir la porra con demasiada facilidad. En definitiva, no nos comportamos como caballeros porque no lo somos.

Procede, pues, tener en cuenta una serie de ideas mínimas sobre la libertad de expresión, a fin de ahondar en el concepto que sobre ella utilizamos. En ese sentido, me permito indicar los siguientes puntos:

1.- La libertad de expresión es un ingrediente sustancial para cualquier sociedad que aspira a ser calificada de democrática, en tanto en cuanto es el cauce idóneo para difundir ideas y opiniones, y para fomentar el debate social y colectivo. Esta posición de preferencia dentro de nuestro sistema constitucional deriva de su capacidad para conformar una opinión pública libre y deliberativa. Por ello, sus límites (que los tiene, como cualquier otro Derecho Fundamental) siempre deben ser interpretados de forma muy restrictiva. Así, se ha de ser extremadamente cuidadoso con las medidas que se tomen para su restricción y, de adoptarse, su aplicación será excepcional y conllevará la mínima repercusión posible.

2.- No existe ningún derecho, ni en España ni en ningún otro Estado constitucionalista, a no sentirse ofendido ante discursos ajenos. No se castiga la vulgaridad en el hablar, como tampoco se castiga el mal gusto en el vestir. No se sanciona la falta de tacto al expresarse, ni la mala educación al comportarse. La grosería, como la ignorancia, no pueden ser objeto de persecución penal. La libertad de expresión no está destinada a regalar los oídos de nadie. Como dijo el Tribunal Constitucional en su sentencia 112/2016, la libertad de expresión comprende la libertad de crítica “aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática”.

3.- El nivel de crítica que se debe soportar viene determinado, en buena medida, por la proyección pública de las personas y por el cargo que ocupen. La tolerancia hacia los mensajes molestos se mide en función de su repercusión pública y de la proyección orgánica e institucional de los puestos que desempeñen.

4.- Cuestión distinta a la defensa de ideas y a la difusión de pensamientos supone la exaltación de actos delictivos. Algunos ejemplos de reciente actualidad que pretenden ser asimilados al ejercicio de esta libertad amparada por la Carta Magna (desear que un hombre salte por los aires a consecuencia de la colocación de un coche bomba, querer que una mujer sea violada por un grupo de salvajes, proclamar las bondades de pegar tiros en la nuca, o regodearse en el sufrimiento físico y psíquico del otro) no pueden de ninguna de las maneras equipararse a una forma legítima de ejercer la libertad de expresión. Siguiendo la misma doctrina constitucional antes mencionada, es preciso diferenciar si los mensajes se encuadran dentro de “la expresión de una opción política legítima que pudieran estimular el debate tendente a transformar el sistema político, o si, por el contrario, persiguen desencadenar un reflejo emocional de hostilidad, incitando y promoviendo el odio y la intolerancia incompatibles con el sistema de valores de la democracia».

El criterio anterior viene reconocido a nivel internacional con clara contundencia. El Comité de Ministros de los Estados miembros del Consejo de Europa, en resolución adoptada el 30 de octubre de 1997, establece la necesaria prohibición de “todas las formas de expresión que difunden, incitan, promueven o justifican el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y otras formas de odio racial y de intolerancia, incluyendo la intolerancia expresada a través de un nacionalismo agresivo y etnocéntrico, la discriminación y la hostilidad contra minorías, inmigrantes y personas de origen inmigrante”. En idéntico sentido, la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia, en resolución de 8 de diciembre de 2015, proclama la erradicación de “la defensa, promoción, instigación del odio o la humillación”. Tampoco el acoso, descrédito, difusión de estereotipos negativos o estigmatización basada en la raza, idioma, religión, creencias, nacionalidad, ascendencia, edad, discapacidad, sexo u orientación sexual”.

En resumidas cuentas, no queramos disfrazar de derecho lo que, en el fondo, no es más que el vulgar y mezquino deseo de humillar y eliminar al que no piensa como nosotros. En un Estado de Derecho, afortunadamente, no todo vale.

 

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