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Mociones de censura y parlamentarismo

Anunciada ya la sexta moción de censura dentro del periodo histórico de vigencia de nuestra Constitución Española, se torna necesario refrescar algunas ideas y conceptos sobre esta figura, regulada en el artículo 113 de nuestra Carta Magna y donde se establece que el Congreso de los Diputados puede exigir la responsabilidad política del Gobierno mediante la adopción por mayoría absoluta de una moción de censura, que deberá ser propuesta, al menos, por la décima parte de los diputados (es decir, como mínimo por 35) y habrá de incluir un candidato alternativo para ocupar la Presidencia del Ejecutivo. Dicha moción de censura no podrá ser votada hasta que transcurran cinco días desde su presentación. En los dos primeros, podrán presentarse mociones alternativas y, de no ser aprobada por el Congreso, sus firmantes no podrán presentar otra durante el mismo período de sesiones.

La citada figura halla su lógica y su significado dentro de un modelo parlamentario, en el que el Presidente del Gobierno no es elegido directamente por el pueblo, sino que su designación corre a cargo de la Cámara Legislativa surgida de las elecciones. Así, son los miembros del Congreso de los Diputados quienes eligen al líder del Ejecutivo y es dicha Cámara quien puede cesarle, tanto por la vía de la moción de censura (nacida del propio Parlamento) como de la cuestión de confianza (presentada por el propio Gobierno, que quiere consultar a la Cámara si sigue contando con su respaldo). Igualmente son las Cortes Generales las que, en teoría, controlan la labor gubernamental por medio de preguntas, interpelaciones y comisiones de investigación. La idea que late en este modelo radica en que siempre debe existir confianza y apoyo del Parlamento hacia el Gobierno para que éste se mantenga en el poder.

Bien es cierto que tal teoría se ha desdibujado con el transcurso de los años, teniendo en cuenta una discutible (incluso perversa) evolución por la que el centro de gravedad del sistema se ha trasladado del Parlamento hacia el Gobierno. La progresiva acumulación de poderes y facultades por parte del Ejecutivo y de las formaciones políticas ha derivado en un debilitamiento gradual de las funciones de los diputados y senadores quienes, anestesiados por la férrea disciplina de sus respectivos partidos, terminan siendo obedientes ejecutores de las directrices de los cargos orgánicos que residen en sus sedes. Además, al darse la circunstancia de que, como regla general, el Presidente del Gobierno es el líder del partido mayoritario en las Cortes Generales, se produce finalmente un sorprendente giro de ciento ochenta grados a la fórmula inicial y el controlado pasa a controlar, mientras que los llamados a ejercer dicho control, más que representar a los ciudadanos y rendirles cuentas, pasan a convertirse en meras herramientas partidarias que rinden esas cuentas al líder orgánico de turno.

Hasta la fecha se han presentado seis mociones de censura y, de las cinco ya votadas, sólo una ha logrado prosperar. En 1980, siendo presidente Adolfo Suárez, Felipe González encabezó la primera, que fue rechazada por 152 votos a favor, 166 en contra y 21 abstenciones. La segunda, ya con González encabezando el Ejecutivo, estuvo liderada por Antonio Hernández Mancha y tampoco salió adelante,  logrando únicamente 66 votos a favor, frente a 195 en contra y 72 abstenciones. El Gobierno de Mariano Rajoy se enfrentó a otras dos, una presentada por Unidas Podemos con Pablo Iglesias como candidato alternativo, que también resultó desestimada (82 votos a favor, 170 en contra y 97 abstenciones) y otra presentada por el PSOE que, por fin, tuvo éxito (180 votos a favor, 169 en contra y 1 abstención), aupando de ese modo a Pedro Sánchez a la Presidencia. Por último, VOX vio rechazada esta misma legislatura por 52 votos a favor y 298 en contra su presentación de Santiago Abascal como opción alternativa.

La moción de censura implica sustituir a un Gobierno por otro con la finalidad de impulsar un nuevo programa político. Esta sexta moción de censura (segunda de VOX en la presente legislatura) se va a votar en el mes de marzo de 2023, dándose la circunstancia de que antes de que acabe el año deben disolverse las Cortes y convocarse elecciones. El actual período comenzó el 3 de diciembre de 2019​ cuando, tras la celebración de las elecciones generales el 10 de noviembre, se constituyeron las Cortes Generales. Esto significa que, en el supuesto de que llegase a prosperar la moción de censura, el nuevo Gobierno dispondría de pocos meses para impulsar su proyecto.

Ahora, además, el candidato a sustituir al Presidente del Gobierno no es diputado, ni siquiera miembro del partido que presenta formalmente la moción. Si bien no se trata de un impedimento legal, dado que nuestra Constitución no exige que el Presidente del Gobierno forme parte del Congreso de los Diputados, supone una situación novedosa y, en cierto punto, sorprendente, por lo que parece desprenderse que esta propuesta se alza más como un intento de echar a este Gobierno que de construir otro alternativo. Por lo tanto, tal pretensión, sin chocar formalmente con nuestras normas, no responde al espíritu con el que se ideó esta figura.

En el ámbito de las Comunidades Autónomas existe, asimismo, la posibilidad de presentar mociones de censura. En este caso, el número de las presentadas es muy superior. La primera tuvo lugar en Cataluña en 1982 contra el Gobierno de Jordi Pujol y resultó rechazada. Tuvo éxito, sin embargo, la interpuesta en Galicia contra el Ejecutivo de Gerardo Fernández Albor (representante de la extinta Alianza Popular), que terminó con el socialista Fernando González Laxe ocupando el cargo. En 1993 se dio en Canarias un pintoresco supuesto: el candidato que lideró la censura al Ejecutivo fue su propio Vicepresidente. Así, Jerónimo Saavedra (PSOE) vio como Manuel Hermoso (AIC) le sustituyó en el cargo. En 2021 tuvieron lugar otros dos intentos, ambos fracasados. Uno en Murcia, donde Ana Martínez Vidal (Cs) intentó apartar del cargo a Fernando López Miras (PP), y otro en Castilla y León, donde Luis Tudanca (PSOE) tampoco logró sustituir a Alfonso Fernández Mañueco (PP).

Cabe indicar que no todas las mociones de censura han acabado en votación. En Cataluña Josep Piqué (PP) presentó una a Pasqual Maragall (PSC) en 2005, pero la retiró sin llegar a votarse. Y en 2017 y 2018, tanto en Extremadura contra Pedro Antonio Sánchez (PP) como en Madrid contra Cristina Cifuentes (PP), el PSOE presentó dos más, pero los censurados dimitieron antes de la votación.

El delito de malversación y su reforma

El delito de malversación ha cobrado protagonismo en los medios de comunicación, con ocasión de la reciente reforma impulsada por el Gobierno del Estado y aprobada por las Cortes Generales. Sin embargo, no es uno de los tipos penales más conocidos. Esta figura delictiva se halla regulada en el Título XIX del Código Penal, que lleva la rúbrica de “Delitos contra la Administración Pública”. Ello quiere decir que con estas sanciones se pretende proteger el buen funcionamiento de la Administración Pública y el patrimonio con el que se sufraga la actividad pública, y su correspondiente conexión con los intereses generales de la sociedad. Se trata de un delito que, por regla general, sólo puede ser cometido por autoridades o funcionarios públicos, aunque también se habla de la denominada “malversación impropia” cuando otro tipo de personas se encuentran legalmente designadas como depositarias de caudales o efectos públicos.

Antes de la reforma, se castigaba a la autoridad o funcionario cuando, teniendo facultades para administrar el patrimonio público, vulneraba las reglas de esa Administración causando un perjuicio al patrimonio administrado o, también, cuando se apropiaba para sí o para un tercero de algún bien o derecho de contenido económico-patrimonial pertenecientes a las Administraciones Públicas. En realidad, consistía en llevar al ámbito de las Administraciones los delitos de administración desleal o de apropiación indebida sobre patrimonios particulares o privados.

Antes el delito genérico de malversación acarreaba una pena de prisión de dos a seis años, además de la sanción de inhabilitación especial para cargo o empleo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de seis a diez años. Existía un tipo penal más agravado, con prisión de cuatro a ocho años e inhabilitación absoluta de diez a veinte, si los hechos hubieran causado un grave daño al servicio público o si el valor del perjuicio causado o de los bienes o efectos apropiados excediera de 50.000 euros.

Después de esta reforma, cabe distinguir entre:

  1. a) La autoridad o funcionario público que, con ánimo de lucro, se apropiare o consintiere que un tercero, con igual ánimo, se apropie del patrimonio público que tenga a su cargo por razón de sus funciones o con ocasión de las mismas.
  2. b) La autoridad o funcionario público que, sin ánimo de apropiárselo, destinare a usos privados el patrimonio público puesto a su cargo por razón de sus funciones o con ocasión de las mismas.

En el primer caso, la pena para el tipo penal básico es de prisión de dos a seis años e inhabilitación especial para cargo o empleo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de seis a diez años. En el segundo, se reduce a la pena de prisión de seis meses a tres años, y suspensión de empleo o cargo público de uno a cuatro años. No obstante, pese a la rebaja de la sanción prevista para este segundo supuesto, existe en la norma la previsión de que “si el culpable no reintegrara los mismos elementos del patrimonio público distraídos dentro de los diez días siguientes al de la incoación del proceso, se le impondrán las penas previstas para el primero de los supuestos”.

Se mantienen asimismo los supuestos más agravados para el caso de que se hubiera causado un daño grave al servicio público, si el valor del perjuicio causado excediere de 50.000 euros o si los objetos malversados poseyeran valor artístico, histórico, cultural o científico.

Una vez que esta reforma ha entrado en vigor, los condenados conforme a las previsiones del anterior Código Penal que consideren que con la nueva regulación las penas previstas para sus delitos se han visto reducidas, pueden pedir que se recalculen las sanciones a imponer, aplicando el criterio general de la retroactividad de las leyes penales o sancionadoras más favorables para el reo.

Este efecto es habitual y se ha venido produciendo siempre. El artículo 2.2 de nuestro Código Penal establece que “tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena”. Esta aplicación de las nuevas normas a los hechos ocurridos y sentenciados bajo una legislación anterior más severa, también existe en la normativa internacional. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirma que el artículo 7.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos garantiza, de forma implícita, el principio de retroactividad de la ley penal más favorable.  Ha sido asimismo recogido por el art. 49.1 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (“Igualmente, no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida. Si, con posterioridad a esta infracción, la ley dispone una pena más leve, deberá ser aplicada esta”), y así figuraba en el art. 15.1, inciso final, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (“Si, con posterioridad a la comisión del delito, la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”).

Por tanto, es normal que en estos momentos existan revisiones de sentencias condenatorias ya impuestas, como ocurrió hace algunos meses con la entrada en vigor de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual. Otro debate diferente, ya no jurídico sino político, estriba en si resulta deseable esta modificación de la malversación y la rebaja de penas para los supuestos en los que no exista un ánimo de lucro personal.

La libertad de expresión de los jueces y su imparcialidad

El Consejo Consultivo de Jueces Europeos del Consejo de Europa ha emitido una serie de recomendaciones a los jueces y juezas europeos sobre la forma de ejercer su derecho a la libertad de expresión, tanto dentro como fuera de los Tribunales, y también en los medios de comunicación y en las redes sociales. En opinión de este Consejo, los jueces disfrutan del derecho a la libertad de expresión como cualquier otro ciudadano. Sin embargo, al ejercerlo deben tener en cuenta sus responsabilidades y deberes específicos en la sociedad, además de las obligaciones que impone el secreto profesional relacionado con su función judicial. Considera que han de actuar con moderación a la hora de expresar sus puntos de vista y opiniones en circunstancias en las que se pueda comprometer su independencia, su imparcialidad o la dignidad de su cargo, o cuando puedan poner en peligro la autoridad del Poder Judicial.

Este Consejo Consultivo señala que, cuando la democracia, la separación de poderes y el Estado de Derecho se ven amenazados, todos los jueces y  juezas tienen el deber de pronunciarse en defensa de la independencia judicial y del orden constitucional, incluso en cuestiones políticamente sensibles. También tendrían que abordar las amenazas a la independencia judicial a nivel internacional. Quienes hablen en nombre de un Consejo o Asociación Judicial deberían disfrutar de un nivel de protección mayor. El dictamen también insiste en que, sea individualmente o a través de las Asociaciones y Consejos Judiciales, cuentan con el deber ético de explicar al público el sistema de justicia, el funcionamiento del Poder Judicial y sus valores, a fin de promover y preservar la confianza de la población en esta actividad.

No obstante lo anterior, se ha de compatibilizar ese derecho con la independencia e imparcialidad que exige la labor judicial o jurisdiccional que desempeñan. Nuestro Tribunal Constitucional ya ha manifestado en varias sentencias que el derecho a un juez imparcial constituye una garantía fundamental del sistema de justicia. Dicha imparcialidad comprende dos vertientes: subjetiva y objetiva. La subjetiva garantiza que no ha mantenido relaciones indebidas con las partes (lo que integra todas las dudas que se deriven de las relaciones del juez con aquellas), en tanto que la objetiva asegura que se acerca a la cuestión litigiosa o controvertida sin haber tomado postura en relación con ella (lo que debe ponderarse en cada caso concreto). En este sentido, sí procede exigir cautela y moderación si se expresan opiniones sobre controversias que luego deben ser resueltas en sede judicial por esas mismas personas que ya han tomado partido públicamente.

Es más, no sólo es importante la imparcialidad, sino también la apariencia de imparcialidad que debe presidir el proceder de los Magistrados. En caso contrario, si no gozáramos de una judicatura imparcial y que así lo pareciera, no solamente quedaría en entredicho el derecho fundamental del justiciable a obtener un juicio justo sino que, además, se produciría un efecto devastador sobre la propia legitimidad del Poder Judicial.

El informe aborda también directrices con respecto al empleo de las redes sociales por parte de los jueces y las juezas, ya revelen su identidad en público o utilicen un pseudónimo, es decir, un nombre falso. Se defiende que no hay fundamento para impedir que usen pseudónimos en las redes, si bien se menciona que publicar bajo un nombre inventado no da carta blanca para traspasar los límites que deben respetar.

Por último, este órgano del Consejo de Europa indica que, para mantener la posibilidad de retomar su función judicial después de su hipotético paso por un cargo político, es necesario que eviten declaraciones que les hagan parecer no aptos para volver a ocupar su posición anterior. Este problema trasciende al de la libertad de expresión y se introduce de lleno en el campo de la separación de poderes. Así, es de inminente actualidad el nombramiento como Magistrados del Tribunal Constitucional de dos antiguos cargos del Gobierno, en concreto un Ministro y una Directora General.

Urge pues abordar una regulación rigurosa sobre lo que se ha venido denominando “puertas giratorias” entre el mundo de la política y el de la judicatura y los órganos llamados a realizar una labor de control jurisdiccional. La imparcialidad, entendida como un derecho de la ciudadanía que acude a la Justicia y como principio o valor básico en el que se asienta la separación de poderes, se resiente de forma considerable cuando quienes asumen la labor de sentenciar se hallan claramente marcados por su pasado partidista o sus funciones al servicio de una concreta formación política.

Siendo evidente que esa necesaria “autorestricción” que los partidos deberían “autoimponerse” en su tentación por colocar a figuras afines en las altas esferas del Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional se ha perdido, procede imponer por vía legislativa una serie de límites y requisitos para evitar que la confianza y la autoridad de tales órganos se quiebre o, directamente, se pierda.

El Tribunal Constitucional como campo de batalla política

En los últimos días el Tribunal Constitucional ha protagonizado numerosas crónicas periodísticas y se ha situado en el centro de la confrontación política, en la enésima muestra de cómo la crispación entre nuestros representantes públicos, así como las cada vez más cruentas estrategias partidistas, erosionan la confianza de la sociedad en nuestras instituciones y en nuestro modelo de convivencia. Los altos responsables llevan jugando con fuego demasiado tiempo, así que no sería de extrañar que, finalmente, todo arda. El origen inmediato de esta nueva polémica se halla en la tramitación de una ley y en la presentación de un recurso de amparo por varios diputados, solicitando como medida cautelar que la suspensión de una votación prevista en el Congreso de los Diputados. Solicitud y medida inédita en las Cortes Generales que ha dado paso a otra escalada de descalificaciones, insultos y declaraciones descabelladas por parte de unos y otros, trasladando a la ciudadanía medias verdades, cuando no directamente mentiras. Por lo tanto, procede puntualizar varias cuestiones:

1.- No se ha recurrido ante el Tribunal Constitucional la ley que se estaba tramitando en las Cortes. La opción de recurrir ante el TC una ley antes de su aprobación y entrada en vigor sólo está prevista actualmente para los Estatutos de Autonomía. Lo que se ha presentado es un recurso de amparo, previsto para el supuesto de que el recurrente considere vulnerados los derechos fundamentales previstos en la Constitución.

2.- Los diputados recurrentes se quejan de cómo se ha llevado a cabo el trámite legislativo. En concreto, de que se ha usado una proposición de ley destinada a modificar el Código Penal (y referida a los delitos de sedición y malversación) para introducir, vía enmienda a dicha proposición, una reforma de otra norma completamente diferente y con la que no tenía conexión alguna, como es la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. Al hacerlo de esa manera, es decir, al no presentar un proyecto o propuesta de ley específica para modificar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional sino pretender su reforma en la tramitación de la modificación del Código Penal, se privó a esos diputados de la posibilidad de presentar enmiendas, afectando a su derecho a la participación política como representantes del pueblo.

3.- En los recursos de amparo, se prevé la posibilidad de que se adopten medidas cautelares si se considera que, de no hacerlo, la futura sentencia que se dicte pudiera carecer de eficacia alguna, dado que los perjuicios en los derechos supuestamente vulnerados ya serían definitivos e irremediables. En concreto, la regulación establece que, cuando la ejecución del acto impugnado produzca un perjuicio al recurrente que pudiera hacer perder al amparo su finalidad, se podrá disponer la suspensión del acto recurrido, siempre y cuando tal suspensión no ocasione perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido, ni a los derechos fundamentales o libertades de otra persona. El Tribunal Constitucional podrá adoptar cualesquiera medidas cautelares para evitar que el recurso pierda su finalidad.

4.- Ciertamente, en este caso existe una colisión entre los derechos de los recurrentes y otros intereses generales o constitucionales que también merecen protección, por lo que es discutible que pueda adoptarse dicha medida cautelar de suspensión del trámite legislativo. El hecho de que no existieran, hasta ahora, precedentes de una petición en el ámbito de las Cortes Generales, acrecienta las dudas sobre la viabilidad de la petición de suspensión de la votación o de paralización del trámite legislativo.

5.- No obstante lo anterior, lo que se ha difundido por varios sectores es la idea de que resulta intolerable que el Tribunal Constitucional si quiera se pronuncie sobre una petición como esa, calificando de antidemocrático y de inconstitucional que el Alto Tribunal emita una resolución resolviendo la petición de los recurrentes. Planteada así la cuestión, se debe dejar claro que, en un Estado de Derecho (en cualquier modelo constitucional), la opción de que ante una determinada controversia un tribunal resuelva de forma motivada sobre la misma por medio de la tramitación de una de las impugnaciones previstas en el ordenamiento jurídico es lo razonable y deseable. En un Estado Social y Democrático de Derecho, que un tribunal competente se pronuncie nunca puede ser visto como una amenaza o una afrenta para la democracia.

6.- Subyace en la anterior crítica la cada vez menos velada afirmación de que el Tribunal Constitucional decide políticamente y que es una institución con una composición ajustada a unas mayorías ideológicas diferentes de las que existen en el Parlamento, por lo que sus decisiones no son legítimas. En el colmo de la hipocresía, los mismos actores que se empeñan en emborronar con colores políticos la composición de los órganos de control que deben decidir sobre la base de la motivación jurídica, se echan ahora las manos a la cabeza por esas simpatías políticas de los magistrados. La realidad debe ser la estricta independencia del Constitucional y de sus magistrados con relación a los partidos que, a través de sus recursos, realizan sus peticiones y sus impugnaciones. Si no es así, es por culpa de los propios partidos políticos, que se han empeñado de forma grosera y torticera en trasladar a la composición de los tribunales las mayorías que se forman en las Asambleas Legislativas y en los Gobiernos tras cada elección.

7.- Finalmente el lunes, el Pleno del Tribunal Constitucional, por seis votos a favor y cinco en contra, estimó conceder la medida cautelar y ordenó suspender cautelarmente la tramitación parlamentaria de los preceptos que modifican la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. Personalmente, no tengo dudas respecto de la irregularidad en la tramitación de estas leyes en el Parlamento, por la consolidada doctrina constitucional que impide usar el procedimiento legislativo que regula una materia para, vía enmienda, regular otra diferente sin conexión alguna con el asunto que se tramita. En este punto, considero que los recurrentes tienen razón y que el modo de proceder del Parlamento ha sido contrario a las reglas básicas que impone nuestra Constitución.

8.- Más dudas me suscita, sin embargo, la adopción de la medida cautelar. Hasta ahora, existía una doctrina y jurisprudencia consolidadas que obligaban a diferenciar entre el pronunciamiento sobre el fondo del asunto y la decisión sobre la medida cautelar. No se puede adoptar la suspensión pretendida como si se estuviese adelantando el fallo final del recurso. Lo que hay que hacer es establecer si, de no concederse la medida cautelar, existirían perjuicios irreparables para los recurrentes y si, además, no supone una “perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido, ni a los derechos fundamentales o libertades de otra persona”. En ese concreto ámbito, resulta más discutible que pueda admitirse una medida como la paralización de un procedimiento legislativo, con la consecuencia de que un Parlamento no pueda votar la reforma que había impulsado.

9.- Es devastador el efecto que la política genera sobre las decisiones que deben estar basadas exclusivamente en criterios jurídicos. El panorama es bastante desolador. Los diferentes resultados de las votaciones en el pleno del Tribunal Constitucional en donde se repiten las posiciones por “bloques ideológicos”, con los denominados “magistrados conservadores y progresistas” defendiendo sus posturas, es una imagen nada edificante. Las llamadas de algunos dirigentes políticos a desobedecer al Tribunal Constitucional, así como las descalificaciones a sus miembros, evidencian que nos hallamos ante una realidad  dantesca para un Estado que se precie de calificarse como Estado de Derecho.

10.- La lenta, pero imparable, erosión de la separación de poderes y de las reglas esenciales de la independencia e imparcialidad de los órganos de control está desvirtuando y caricaturizando nuestro modelo de sociedad. Las constantes llamadas de atención desde el Consejo de Europa y la Unión Europea para profundizar y afianzar esas reglas básicas y elementales son desoídas. Peligrosa e irresponsablemente, caminamos por el alambre de la deslegitimación del Tribunal Constitucional. Yo apenas mantengo la esperanza de que la cordura retorne a los partidos políticos. La única expectativa para el optimismo pasa porque la ciudadanía ejerza el último poder que le queda y lance un claro y rotundo mensaje a las formaciones, tanto de izquierdas como de derechas o de cualquier otro signo, para que dejen de mangonear e interferir sobre el Poder Judicial y sobre los órganos de control y fiscalización previstos. En caso contrario, certificaremos la defunción de nuestro modelo constitucional.

 

Madurez constitucional y necesidad de reforma

Se han cumplido cuarenta y cuatro años desde que el pueblo español en referéndum otorgase un contundente sí a la Constitución Española. Más de cuatro décadas desde que las Cortes Constituyentes la aprobasen por amplísima mayoría. Durante este período, ha servido para construir sobre ella un modelo de convivencia basado en los principios democráticos y en la consolidación de los Derechos Fundamentales. Quienes me conocen saben muy bien que el Constitucionalismo es para mí algo más que la asignatura que imparto en las aulas de la Universidad. Constituye la esencia de mi ideología, de mis creencias y de mi forma de entender el Derecho. Nada puede representar mejor mis ideales que la expresión del punto 1 del primer artículo de la Carta Magna, donde se proclama un “Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. En todo este tiempo, esos valores se han asentado y han madurado.

Y, es justamente porque me defino como un constitucionalista entusiasta y convencido, por lo que defiendo que ha llegado el momento de revisar algunos aspectos esenciales de nuestra Carta Magna. No existe objetivo más alejado de los principios y valores que representa una Norma Suprema que el de petrificar y sacralizar su letra pues, pese a sus innumerables aciertos y bondades, evidencia una falta de adaptación al siglo XXI y pide a gritos la necesaria revisión de algunas instituciones. Sin embargo, aunque tales defectos se reconocen de forma mayoritaria, son numerosas las voces que argumentan que ahora no es el momento adecuado para abordar una reforma constitucional. Algunos manifiestan que, a día de hoy, no existe el consenso deseable. Otros afirman que el clima político se encuentra excesivamente crispado. Y otros más, que las posiciones se hallan muy distantes y que no reina la calma social necesaria para ponerse a la labor.

Miro a nuestro alrededor y encuentro una situación diferente. Hace escasos días la Asamblea Nacional francesa, por abrumadora mayoría (337 votos a favor y sólo 32 en contra), aprobó iniciar los trámites para la reforma de su Constitución. También pocas semanas atrás saltó la noticia de que Portugal prepara ya su octava reforma constitucional. La Constitución portuguesa de 1976 se va a modificar, buscando una adaptación a las realidades de una sociedad digital y a los retos sobre el clima. La Constitución alemana y la italiana han sido reformadas más de cuarenta veces. En los países de nuestro entorno se entiende que es necesario, para robustecer y fortalecer la Constitución, reformarla para mejorarla y adaptarla a las necesidades y a los tiempos. Con ello se logra un mayor apego de las nuevas generaciones al texto constitucional.

En el caso de España, resulta palmaria y manifiesta la conveniencia de reformar el Senado, actualmente ineficaz y desnaturalizado. También mejorar y modernizar el catálogo de Derechos Fundamentales y repensar nuestras normas electorales, profundizando en la calidad democrática y en la proporcionalidad e igualdad del sistema. Como necesaria es asimismo la coordinación con las instituciones de la Unión Europea e, incluso, con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por no hablar de clarificar el laberinto de la distribución competencial de nuestro Estado Autonómico. En definitiva, son muchos los aspectos susceptibles de progreso y enriquecimiento.

Buscar el momento ideal para reformar nuestro texto constitucional no deja de ser un subterfugio, habida cuenta de que ese contexto ideal ni existe ni existirá nunca. Cierto es que, ahora más que nunca, se percibe una manifiesta mediocridad en los responsables de sacar adelante las normas. La buena técnica legislativa se halla en claro retroceso y las trincheras ideológicas incitan en mayor medida a la batalla que al consenso. No se aprecia ninguna meta compartida sobre la que aglutinar a las diferentes formaciones políticas y la rivalidad ha dado paso a una animadversión que torna imposibles el debate y el encuentro. El hemiciclo ha dejado de ser un foro donde confrontar discursos para convertirse en una sede en la que el grito, el insulto y la descalificación campan a sus anchas. Prima más el postureo simplista de una camiseta reivindicativa que un esfuerzo serio y riguroso por cambiar las cosas. Se promocionan las imágenes provocadoras con el ánimo de encender las redes sociales y se amplifican las frases hirientes para ilustrar las portadas de los periódicos. El ejercicio parlamentario se ha rendido a las reglas más burdas del marketing comercial con el objetivo de trasladar a los futuros votantes esa clase de publicidad que, supuestamente, desea ver. Se trata a la ciudadanía como una consumidora susceptible de ser engañada para comprar ese concreto producto. Así pues, sólo cabe concluir que no se aborda la reforma de la Carta Magna, no porque no sea necesaria, sino por nuestra orfandad de líderes capacitados para llevar a cabo una tarea tan esencial. En cualquier caso, tal inacción tampoco carece de riesgos, ya que mantener un texto cada vez más obsoleto y ahondar en el desapego que provoca en los más jóvenes supone una peligrosa apuesta que puede acabar muy mal.

No obstante, y en honor a la verdad, nuestros representantes tampoco son los únicos culpables de esta situación. De hecho, ocupan sus cargos gracias al respaldo de cientos de miles, incluso de millones, de votantes. Por lo tanto, su incapacidad política refleja en cierta medida la incapacidad de sus electores. No es de recibo criticar a diputados y senadores sin, de rebote, encajar una parte considerable de esos mismos reproches. Demasiadas personas se decantan por los rugidos y los desplantes en los discursos, en detrimento de la palabra y la negociación. Por el espectáculo en vez de por el trabajo. Por la descalificación y no por la generosidad. Tal vez, tristemente, tengamos lo que nos merecemos.

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