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Los diferentes límites del derecho a informar y a opinar
Recientemente el Tribunal Supremo ha dado a conocer una sentencia en la que analiza los diferentes límites de la libertad de expresión y del derecho a la información cuando pudieran entrar en colisión con el derecho al honor. Los hechos se remontan a 2021, año en que el periodista Eduardo Inda calificó en diversas intervenciones televisivas y escritas al ex Vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, y a su partido, Podemos, como “antidemocráticos”. Asimismo, les atribuyó estar financiados “por dos dictaduras”, en referencia a Venezuela e Irán, regímenes ambos que vulneran los Derechos Humanos. El citado dirigente y su formación política interpusieron inicialmente una demanda que fue desestimada por la titular del Juzgado de Primera Instancia número 33 de Madrid. Recurrieron en apelación y, en este caso, la Sección Octava de la Audiencia Provincial madrileña dictó otro fallo desestimando nuevamente el recurso. Siguieron insistiendo y, ya en casación, el Tribunal Supremo se ha pronunciado el pasado 1 de octubre.
El Alto Tribunal comienza delimitando los derechos en conflicto en el presente caso. Si bien no había duda de que se invocaba el derecho al honor de los afectados por las manifestaciones del periodista, existía mayor controversia en cuanto al derecho que pudiera asistir al emisor de tales declaraciones. Los recurrentes insistían en que su derecho al honor entraba en pugna con el derecho a la información, mientras que para los Tribunales era la libertad de expresión la que podía afectar al honor de demandantes y recurrentes. La anterior diferencia resulta relevante, pues los requisitos y límites de ambos derechos difieren.
El TS explica que la libertad de expresión cuenta con un campo de acción más amplio que la libertad de información, ya que la primera no comprende, como la segunda, la comunicación de hechos, sino la emisión de juicios, creencias, pensamientos y opiniones de carácter personal y subjetivo. Es decir, mientras que la libertad de información comprende la comunicación de hechos susceptibles de contrastarse con datos objetivos, la segunda se mueve en el difuso campo de la subjetividad. En el primer caso se requiere veracidad en las afirmaciones. En el segundo, no.
El problema estriba en que no siempre resulta sencillo separar la expresión de pensamientos, ideas y opiniones (garantizada por el derecho a la libertad de expresión) de la simple transmisión de hechos (garantizada por el derecho a la libertad de información), toda vez que dicha expresión de pensamientos necesita a menudo apoyarse en la narración de los hechos, y a la inversa. Cuando concurren en un mismo texto elementos informativos y valorativos procede disociarlos y, sólo cuando se torne imposible hacerlo, habrá de atenderse al elemento preponderante. A juicio de los Magistrados, en el caso que nos ocupa no es posible separar opinión de información y por ello, atendiendo tanto al contenido de las manifestaciones como al contexto en que se produjeron, se considera la opinión el elemento preponderante.
No obstante, el problema no termina ahí. Pese a no exigirse el requisito de veracidad en las afirmaciones, queda todavía por analizar si se ha vulnerado el derecho al honor de los demandantes. En este sentido, el Supremo concluye que, planteado un conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor, la ponderación entre ambos y el juicio para resolverlo han de llevarse a cabo teniendo presente la prevalencia funcional del derecho a la libertad de expresión, en función de su doble carácter de libertad individual y de garantía institucional de una opinión pública libre e indisolublemente unida al pluralismo político dentro de un Estado democrático. Esa dimensión institucional supone que dicha libertad «goce de un amplio cauce para el intercambio de ideas y opiniones», que ha de ser «lo suficientemente generoso como para que pueda desenvolverse sin angostura; esto es, sin timidez y sin temor». Tanto los límites a la libertad de expresión como su contenido deben ser «interpretados de tal modo que el derecho fundamental no resulte desnaturalizado» (el entrecomillado son citas literales de la sentencia del Tribunal Constitucional 112/2016, de 20 junio, y 83/2023, de 4 de julio).
La valoración de los Magistrados indica que el asunto subyacente en las declaraciones versaba sobre cuestiones de interés general, tanto por la naturaleza de la materia en sí (la crítica política) como por aquellos a los que afectaba (un dirigente político y su partido), dado que reiteradamente se ha considerado por los Tribunales (tanto el Supremo como el Constitucional) que el carácter del cargo público o de la posición política expone a esas personas a un nivel de crítica muy superior al de quienes no ostentan tal condición.
A pesar de que los recurrentes insistían en su demanda y recursos sobre la falta de veracidad objetiva de las afirmaciones de Inda, la Sala, literalmente, afirma: «La controversia afectaría a la existencia de base fáctica suficiente. Esta no puede confundirse con la exactitud de las manifestaciones realizadas. Tampoco puede referirse al carácter lícito o ilícito de la recepción de fondos provenientes de estos Estados, pues en las manifestaciones cuestionadas no se tachaba de ilegal esta conducta, ni el reproche político y moral que suponen las afirmaciones cuestionadas derivan de la ilicitud de la recepción de fondos, sino de que los mismos provienen de dos Estados que los demandados consideran como regímenes dictatoriales y vulneradores de los Derechos Humanos de oponentes políticos, homosexuales y mujeres».
Ciertamente, esa pretensión de fijar los límites entre lo tolerable y lo intolerable resulta, cuando menos, discutible. De hecho, existen otras sentencias que reflejan un resultado contrario, generándose así cierta inseguridad jurídica. Sea como fuere, la sentencia del Alto Tribunal establece de forma clara la diferencia entre información y opinión, extrayéndose de la misma los diferentes límites de cada uno de dichos derechos.
Menores inmigrantes: entre el laberinto competencial y la política de hechos consumados
Asistimos de modo innegable a una crisis migratoria con especial incidencia en las Islas Canarias, debido al repunte en la llegada de personas que huyen de su lugar de origen por innumerables motivos, aunque dicha crisis termine afectando globalmente a toda España y a la Unión Europea. A tan atroz problema se suma otra dificultad añadida, consistente en la incapacidad de las diferentes Administraciones para apoyarse entre sí y aportar soluciones, al menos parciales, a semejante desafío. Toda nuestra normativa sobre extranjería se halla repleta de llamadas a la colaboración y a la coordinación entre el Estado y las diferentes Comunidades Autónomas, pero en este caso parece que se ha optado por la confrontación y la batalla jurídica, además de política, pese a que ello suponga retrasar cualquier tipo de solución al asunto.
Por la estricta aplicación del principio de solidaridad, la presión migratoria no debería recaer sobre una concreta zona del territorio nacional, razón por la cual el artículo 2 bis de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, establece que «el Estado garantizará el principio de solidaridad, consagrado en la Constitución, atendiendo a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia». La literalidad es clara, como también lo es su incumplimiento.
Con relación a los menores, se parte de una situación que se ha consolidado como costumbre por la vía de los hechos consumados, pero que no es producto de la aplicación de la normativa existente, la cual no contempla ni regula esta realidad tal y como se está produciendo, y que consiste en que los menores avistados en alta mar procedentes de la costa occidental africana y rescatados por los barcos de salvamento marítimo del Estado deben ser llevados a Canarias y, por ello, que ha de ser esta Comunidad Autónoma la llamada a asumir su custodia, atendimiento y tutela.
Cierto es que, conforme al artículo 35 de la ya citada Ley de Extranjería, deberán ser los servicios competentes de protección de menores de la Comunidad Autónoma en la que “se halle” el menor los que deban asumir su cuidado y tutela. Por ello, la competencia autonómica va implícita al previo hecho físico territorial relativo a que el menor en desamparo “se halla” en la Comunidad Autónoma. La pregunta sería si, dentro de esa situación fáctica que determina la competencia de la Administración (la ubicación del menor), debemos incluir, no sólo a los menores que residen o se encuentran en la región que sea, sino también a aquellos que los funcionarios del Estado que desarrollan funciones de salvamento marítimo decidan llevar al territorio de una concreta CCAA, con independencia del grado de saturación y capacidad asistencial de la misma.
Para ello, hemos de preguntarnos si existe un precepto normativo que obligue a esos funcionarios estatales, que realizan labores de vigilancia fronteriza en el mar o labores de salvamento, a desembarcar a las personas a las que rescatan en un puerto determinado, sobre todo partiendo del citado principio expuesto en el artículo 2 bis ya mencionado, relativo a que el Estado deberá, en virtud del principio de solidaridad, atender «a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia». En el concreto caso canario, la pregunta es: ¿Están obligados los funcionarios estatales que rescatan a los migrantes en alta mar en la zona occidental africana a llevar a esas personas a Canarias? Como consecuencia de ello, ¿está obligada la Comunidad Autónoma canaria a asumir la competencia de tutela de todos esos menores que recibe del Estado?
Nadie puede discutir la obligación de prestar asistencia y rescate a quien se encuentre en peligro o a la deriva en alta mar. Dicha obligación se recoge en numerosas normas internacionales, empezando por la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Más problemas suscita la cuestión de qué hacer con los rescatados, dado que esas mismas normas internacionales establecen que se les debe desembarcar en un “puerto seguro”, siendo este un concepto indeterminado que genera más dudas. Lo que internacionalmente se denomina “place of safety”, tan sólo hace referencia a tres ideas básicas: un lugar donde la seguridad de los supervivientes ya no esté amenazada; un lugar donde sus necesidades humanas básicas (sobre todo, alimentación y atención médica) estén garantizadas; y un lugar desde el que se pueda organizar el transporte para el próximo o último destino de los supervivientes.
Dentro de la Unión Europea rige el Reglamento 656/2014 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de mayo de 2014, por el que se establecen normas para la vigilancia de las fronteras marítimas exteriores en el marco de la cooperación operativa coordinada por la Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores de los Estados miembros de la Unión Europea. En su artículo 10 se menciona la opción de que se desembarque en la costa del Estado miembro que realiza el rescate (sin especificar en cuál en concreto), o en el tercer país del que se suponga que haya partido el buque. Sí es cierto que existen previsiones que establecen la prohibición de desembarco en un país en el que existan sospechas fundadas de peligro para la vida, la integridad o la libertad de las personas rescatadas.
Al parecer, la decisión de llevar a Canarias a las personas rescatadas en alta mar en la zona occidental de África se debe a una razón meramente geográfica y de proximidad, decisión a primera vista lógica, pero que no deriva claramente de un imperativo legal. Por ello, la exigencia a la Administración autonómica de que tutele y asista a estos menores inmigrantes, alegando que “se hallan” en Canarias, deriva principalmente de una vía de hecho generalizada y continua en el tiempo impuesta por el Estado: que al rescatarlos en alta mar, los trae a las Islas Canarias.
Se añade a lo anterior el hecho indiscutible y no controvertido de que los recursos materiales, logísticos y humanos de los que dispone la Comunidad Autónoma canaria para atender a estos menores están sobrepasados y que los servicios autonómicos se encuentran colapsados. Siendo esto así, la pregunta sería si lo más adecuado para la asistencia de estos menores inmigrantes consiste en llevarles al puerto meramente más cercano, a sabiendas de que allí, por la congestión y magnitud de su llegada, no podrán ser atendidos correctamente o, por el contrario, en atención al principio de solidaridad expuesto, debe el Estado establecer un reparto, evitando que sólo determinadas zonas sufran en toda su intensidad la presión migratoria.
Se ha pretendido desde diversos sectores vender la imagen de que el Gobierno de Canarias, ante la congestión e imposibilidad de atender correctamente a estos menores, ha vulnerado los derechos de los menores migrantes, al establecer un protocolo con unos requisitos a la entrega por el Estado de los rescatados en alta mar. Parece defenderse que la Comunidad Autónoma de Canarias deba tener recursos y capacidad ilimitada para atender a cuantas personas decida el Estado enviar a su territorio, así como que esa decisión estatal de desembarcar allí a estas personas determina que son menores que “se hallan” en Canarias y que, por ello, debe asumir la competencia.
Sin embargo, dudo mucho que semejante discurso sitúe los derechos del menor en el centro del debate, como también dudo que pueda legítimamente el Estado sobredimensionar ilimitadamente la competencia autonómica con su decisión de desembarcar a los rescatados en alta mar siempre en el mismo sitio, sin tener en cuenta el mandato (constitucional y legal) de atender «a las especiales circunstancias de aquellos territorios en los que los flujos migratorios tengan una especial incidencia».
El Consejo de Estado, en su Dictamen 1.606/2024, defiende que, al ser menores que “se hallan” en Canarias, suya es la competencia, y que cualquier limitación o requisito impuesto a la recepción de esos menores que el Estado decide desembarcar en Canarias supone una vulneración de derechos fundamentales de los mismos. Algo similar parece opinar la Fiscalía. Me permito discrepar de ambas afirmaciones y, en cualquier caso, siendo competencias en las que se requiere coordinación, colaboración y cumplimiento por ambas partes (Estado y CCAA), me sorprende que solamente se mire, analice y critique a una de esas partes.
Derecho a la intimidad, redes sociales y matrimonio
El Tribunal Supremo ha publicado recientemente una sentencia en la que analiza los conflictos generados por la publicación en una red social, por parte de un cónyuge, de fotos de su pareja. Dicho fallo judicial resulta de interés a la hora de abordar una serie de conflictos cada vez más habituales, dada la proliferación y el uso habitual de dichos sistemas de comunicación y de difusión de mensajes e imágenes. Los protagonistas de esta historia son una ciudadana española (la demandante) y un ciudadano francés (el demandado), que contrajeron matrimonio en mayo de 2021. Durante varios días de octubre y noviembre del citado año, el demandado publicó en su muro de Facebook diversas fotografías captadas en fechas anteriores, donde aparecía la imagen de la demandante. Las fotos habían sido tomadas con consentimiento de la mujer, que posó para su obtención, relativas a momentos agradables y lúdicos de la vida cotidiana de la familia, en muchas de las cuales aparece también el propio demandado. Según se afirma en la sentencia, consta que la propia demandante reaccionó en dicho muro de Facebook utilizando los denominados “me gusta”.
La pareja se rompió y en abril de 2022, ya iniciados los trámites de divorcio, se presentó una demanda por parte de la mujer, alegando vulnerados sus derechos a la intimidad y a la propia imagen, y solicitando una condena para su todavía marido de diez mil euros, así como la eliminación de esas imágenes difundidas en redes sociales.
En Primera y Segunda Instancias se desestimó la demanda. El Juzgado consideró que, dadas las circunstancias del caso, resultaba razonable que el esposo entendiese que su esposa le autorizaba a la publicación de fotografías familiares, sin que parezca lógico “exigir un consentimiento individualizado para cada una de las fotografías, siendo todas ellas de similares características», lo que llevó al juzgador a entender que no se habían vulnerado los derechos a la intimidad y a la propia imagen de la demandante, «teniendo en cuenta que consta acreditada su autorización a publicaciones anteriores, y que las fotografías publicadas carecen de alcance lesivo en la dignidad” de la esposa, puesto que su contenido era acorde a los usos sociales.
La mujer apeló el fallo y la Audiencia Provincial desestimó igualmente el recurso. En esta segunda sentencia, si bien se afirma que constaba probado que en el pasado existieron fotografías con la imagen de la demandante que habían sido previamente divulgadas en redes sociales con su consentimiento, la Audiencia argumentó que «el consentimiento expreso otorgado por la actora para divulgar las fotografías a las cuales acabamos de aludir no puede extenderse más allá de esos concretos actos, por lo que su publicación no implica la concurrencia del consentimiento, ni mucho menos expreso, en cuanto a la inclusión de las fotografías objeto de disputa en el perfil de Facebook del demandado”. Pese a lo anterior, la Audiencia desestimó el recurso, concluyendo que “los usos sociales y el contexto en el que se produjo la publicación de las fotografías objeto de la demanda» debía otorgar la razón al marido.
La esposa continuó recurriendo y llevó el caso hasta el Tribunal Supremo. En la sentencia del Alto Tribunal se puede leer que “Internet y, en concreto, las redes sociales, ofrecen grandes expectativas de comunicación e interacción social, pero generan también grandes riesgos al constituir un cauce para difundir contenidos que afectan a derechos de diferente naturaleza, en concreto, a los derechos de la personalidad (honor, intimidad y propia imagen)”, para concluir que “contemplado de esta manera el panorama tecnológico actual y aceptando que la aparición de las redes sociales ha cambiado el modo en el que las personas se socializan, hemos de advertir sin embargo -por obvio que ello resulte- que los usuarios continúan siendo titulares de derechos fundamentales y que su contenido continúa siendo el mismo que en la era analógica».
Ahora bien, aunque no haya diferencias en el texto de la normativa que reconoce y garantiza esos derechos, la presencia en nuestra sociedad de Internet y, más en concreto, de las redes sociales, y la sociedad de la información en la que se insertan, supone un cambio relevante, ya que esas normas han de ser interpretadas en relación con la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, todo ello como establece el artículo tercero del Código Civil.
Es relevante, por ello, analizar hasta qué punto las redes sociales han creado unos determinados «usos sociales» en la interactuación de los internautas en las mismas y valorar también la trascendencia de la conducta del afectado por la publicación de su imagen en RRSS, para determinar si ha existido el «consentimiento expreso» (que, según la ley, excluiría la existencia de intromisión ilegítima en los derechos). Para el TS resulta relevante que, en el momento en que se produjeron los hechos, la demandante y el demandado eran cónyuges, sin que conste la existencia de crisis en el matrimonio, que sí existía posteriormente cuando se interpuso la demanda. Por tal razón, la jurisprudencia establecida con respecto a la utilización de la imagen ajena o a la publicación de datos que afectan a la intimidad, relativos a otros contextos en los que no existen esos especiales vínculos entre las personas afectadas, no es trasladable automáticamente a un caso como el objeto de este litigio.
Para los magistrados del máximo órgano de nuestro Poder Judicial, resulta muy relevante, tanto el contenido de las imágenes (calificado de normal, habitual o, incluso de “anodinas o inocuas”), como las reacciones posteriores de la demandante por medio de la interacción del “me gusta”. Así, literalmente el Supremo manifiesta: “dados los usos sociales generados por las redes sociales, una actuación como la de la demandante, consintiendo en ser fotografiada por su marido cuando sabía que este era titular de una cuenta de Facebook, clicando «me gusta» (o su correlativo en francés, «j’adore») en varias de las fotografías colocadas en el muro de dicha cuenta de Facebook en las que aparecía la demandante (lo que, además, demuestra que accedía a dicha cuenta con regularidad), sin haber objetado en momento alguno dicha conducta de su marido ni haberle solicitado que retirara las fotografías de su cuenta de Facebook, debe considerarse, apreciada en su conjunto, como una actuación concluyente demostrativa de consentimiento a que su imagen fuera no solo captada sino también publicada en la cuenta de Facebook por su marido”.
Es más, en otra parte de la sentencia se dice: “Más aún, en el contexto de una relación matrimonial como la que existía en ese momento, en la que, en caso de que un cónyuge no esté de acuerdo en el uso que el otro haga de su imagen en las redes sociales, la conducta razonable es hacérselo saber al otro cónyuge y solicitarle que retire las fotografías de su muro de Facebook, lo que, de acuerdo con el relato de hechos que establecen las sentencias de instancia, no ocurrió en este caso”.
Lógicamente, los nuevos usos sociales no justifican una exposición pública ilimitada de los hechos concernientes a la intimidad personal y familiar cuando afectan a otras personas, por más que estas pertenezcan al círculo familiar o de amigos cercano al titular de la cuenta de la red social, pues existen facetas que podrían calificarse como del ámbito más estricto de la intimidad en las que, para desvelarlas públicamente, ha de extremarse la exigencia de un consentimiento expreso e indubitado de la persona afectada. Por todo ello, también el Tribunal Supremo desestimó el recurso de casación y ratificó la desestimación de las pretensiones de la esposa demandante.
Kamala Harris, Donald Trump y el singular sistema electoral norteamericano
El 5 de noviembre se producirá en los Estados Unidos de América la votación popular que determinará la elección de su Presidente. La designación está marcada por numerosos condicionantes y excepcionalidades, insólitas en una democracia de casi doscientos cincuenta años. Como máximos aspirantes, figura un candidato republicano que ya ha sido Presidente, pero que opta al cargo sin ocuparlo, condenado en sentencia por treinta y cuatro cargos penales, con más procesos judiciales pendientes y un intento de asesinato fallido. Del otro lado, una candidata demócrata, actualmente Vicepresidenta, que se postula de forma precipitada tras la renuncia más o menos forzada del actual Presidente. El resultado afectará de forma global al resto del mundo, dada la importancia económica, militar y geoestratégica del país norteamericano. He aquí algunas singularidades que merece la pena conocer:
Las elecciones para la proclamación del Presidente de los Estados Unidos se realizan cada cuatro años, siempre el primer martes después del primer lunes de noviembre. La designación de los candidatos dentro de los partidos se produce durante los meses anteriores a la jornada electoral, por medio de un proceso previo (primarias o “caucus”) donde los votantes eligen, de entre quienes se presentan a la elección, a la persona que consideran más idónea o que les gusta más para presentarse a las elecciones. Tienen lugar en cada uno de los Estados miembros. Este año los republicanos iniciaron este camino el 15 de enero en Iowa, mientras que los demócratas lo hicieron el 3 de febrero en Carolina del Sur. Dentro de este periodo destinado a conocer a los candidatos de los partidos, existe una jornada especial conocida como “el supermartes”, por coincidir ese día las votaciones en muchos Estados.
Una singularidad de estas “primarias” supone el modo de participación de la ciudadanía. Simplificando la cuestión, se pueden distinguir dos tipos:
- Abiertas: La población puede votar en las primarias del partido de su elección, independientemente de su propia afiliación partidista. Es decir, no es un requisito para participar en la elección del candidato de un concreto partido ser militante del mismo o manifestarle su adhesión. Sin embargo, no se puede votar en más de una elección primaria de un partido. Se debe elegir solamente una.
- Cerradas: Los votantes deben declarar su afiliación a un partido antes de las elecciones primarias y sólo pueden votar en las primarias de ese partido.
Para poder votar en Estados Unidos, el ciudadano debe registrarse como votante. Los requisitos y formas para hacerlo varían en función del Estado miembro y del tipo de elección. Para poder optar al cargo de Presidente, sólo las personas que tenga la nacionalidad norteamericana por nacimiento serán elegibles, siempre que sean mayores de 35 años de edad y hayan residido en el país al menos catorce años.
En cada una de esas primarias o “caucus” se designa a cierto número de delegados. Es decir, el candidato que obtiene el mayor respaldo recibe los delegados en juego en esa elección. Dichos delegados son miembros activos del partido, líderes o personas que han apoyado al candidato. La cantidad de delegados que gana dicho candidato varía en función de los Estados y depende, además, de las reglas internas del partido. Al terminar las elecciones primarias y “caucus”, los delegados seleccionados acuden a la Convención Nacional del partido. Se trata del evento donde los partidos ratifican la elección de sus candidatos a Presidente y Vicepresidente. En esas Convenciones Nacionales participan dos tipos de delegados:
- Los denominados “delegados comprometidos”, que deben apoyar al candidato que se les asigna durante el proceso de las primarias o asambleas del partido (caucus).
- Los denominados “delegados no comprometidos” o “superdelegados”, que pueden apoyar al candidato presidencial de su preferencia. Son una minoría, y normalmente los designan los partidos entre gobernadores, expresidentes o congresistas.
El primer Presidente de Estados Unidos fue George Washington, que gobernó de 1789 a 1797. Hasta ahora sólo ha habido un Presidente que ha ganado la Presidencia dos veces no consecutivas, Grover Cleveland, como vigésimo segundo (de 1885 a 1889) y vigésimo cuarto (de 1893 a 1897) mandatario de EE.UU.. Si en noviembre ganase Donald Trump, sería el segundo de la Historia que repitiera sin ostentar el cargo. Tampoco ha habido nunca una mujer Presidenta de los Estados Unidos. Catorce Vicepresidentes han llegado a ser Presidentes. Nueve, debido a la muerte del Presidente electo, ya sea por asesinato o por enfermedad. Cinco, después de terminar su mandato como Vicepresidentes. John Quincy Adams y George W. Bush son los dos hijos de Presidentes que también han llegado a serlo.
En las elecciones a la Presidencia, no se designa Presidente de forma directa a quien más votos ha obtenido. Cada Estado miembro tiene asignado un determinado número de compromisarios. El Estado que cuenta con más es California, con cincuenta y cuatro. Hasta ocho Estados designan sólo tres. La suma de dichos compromisarios conforma el denominado “Colegio Electoral de los Estados Unidos”, que es el formalmente encargado de elegir al Presidente y al Vicepresidente de la nación. En cinco ocasiones, el Presidente finalmente electo no fue el candidato que más votos populares recibió, pero sí el de más compromisarios en ese Colegio Electoral: John Q. Adams, Ruthegord Hayes, Benjamin Harrison, George W. Bush y Donald Trump. En las elecciones del año 2016, Trump obtuvo 62.985.106 votos, frente a los 65.853.625 de Hillary Clinton. Sin embargo, Trump logro 306 votos de los compromisarios del Colegio Electoral, frente a los 232 de Clinton.
De qué hablamos los juristas cuando hablamos de solidaridad
Nuestra Constitución utiliza el término “solidaridad” cinco veces a lo largo de su articulado. En el artículo 2, nuestra Carta Magna reconoce y garantiza dicha solidaridad entre todas las regiones y nacionalidades que integran España. En el artículo 45, cuando se habla de la protección del medio ambiente, establece dicho objetivo afirmando que, para lograrse, se debe contar con la “indispensable solidaridad colectiva”. En el artículo 138, volviendo a incidir en la solidaridad ya expresada en el segundo precepto constitucional, se concreta que, para su consecución, se precisa el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, haciendo expresa mención a las circunstancias del hecho insular. En el artículo 156, al establecer la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas, se impone que, para dicha financiación, se debe tener en cuenta la solidaridad entre todos los españoles. Por último, en el artículo 158, se puede leer que “con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un Fondo de Compensación con destino a gastos de inversión, cuyos recursos serán distribuidos por las Cortes Generales entre las Comunidades Autónomas”.
Por ello, más allá de los aspectos morales, éticos o incluso religiosos en los que los llamamientos a la solidaridad sean preceptivos, analizado desde el punto de vista del Derecho nos hallamos ante un principio constitucional que posee unos efectos jurídicos y que impone unas obligaciones que no pueden obviarse. Sin embargo, pese a que nos llenamos la boca proclamándolo, en la práctica existe resistencia a hacerlo efectivo. En algunos aspectos, se cumple sin dificultad. Por ejemplo, resulta normal que, ante catástrofes naturales como incendios o inundaciones que puedan afectar a una concreta Comunidad Autónoma, el resto preste materiales técnicos y humanos para paliar los efectos nocivos de tales desastres. Pero cuando hablamos de aportar dinero o acoger inmigrantes, el espíritu de ayuda y concordia colectiva tiende a difuminarse y, en ocasiones, a desaparecer.
Así, cuando se debate el espinoso tema de las aportaciones económicas de las Comunidades Autónomas más ricas para distribuir esa riqueza entre las más pobres, escuchamos algunas afirmaciones de líderes autonómicos que, directamente, niegan la solidaridad, al cuestionar que deban aportar más de lo que reciben, pese a que todo el sistema impositivo, fiscal y presupuestario está ideado desde la perspectiva de que, los que más tienen, aporten más de lo que luego puedan recibir.
A tenor de la gravísima y alarmante crisis migratoria que actualmente asola a las Islas Canarias, manifiestamente desbordada por la gran cantidad de menores no acompañados que debe atender, la idea de que dicha carga se distribuya entre todas las autonomías genera reparos, cuando no negativas, a ese planteamiento de unidad que debería implicarnos ante los problemas de nuestros compatriotas. La idea de comunidad, de proyecto común, de empatía activa, pasa a un segundo plano. Obviamente, no me estoy refiriendo a las posibles discrepancias entre diferentes alternativas para solucionar el problema de la inmigración, legítimas y debatibles en una democracia. Me refiero a la asistencia que precisa una concreta Comunidad Autónoma que sufre mayoritariamente la llegada constante e intensa de personas y que, ante las dimensiones del problema, se ve ahora mismo superada e impotente.
El Tribunal Constitucional ha analizado en sus sentencias la solidaridad, hablando de un «deber de auxilio recíproco» (STC 18/1982), «de recíproco apoyo y mutua lealtad» (STC 96/1986) y «concreción, a su vez, del más amplio deber de fidelidad a la Constitución» (STC 11/1986). Ello «obliga a todos, incluido el Estado» (STC 208/1999). La sentencia 14/2004 contiene un voto particular de quien fue Presidente del TC, Manuel Jiménez de Parga y Cabrera, en el que literalmente escribió: “La solidaridad, como principio constitucional y expresamente constitucionalizado, es uno de los fundamentos del Ordenamiento jurídico-político, a partir del cual se despliega un aparato de normas. Este principio constitucional y constitucionalizado posee la fuerza vinculante de las normas jurídicas, es fuente normativa inmediata”. Y continúa diciendo “la solidaridad es uno de los soportes estructurales del Ordenamiento constitucional, uno de los fundamentos de la distribución y orden de las partes importantes del edificio jurídico-político”.
Más recientemente, en la sentencia 50/2023, el Constitucional proclama que la solidaridad no puede ser reducida a la categoría de mero principio programático, o a la de un elemento interpretativo del resto de normas. Se alza, por el contrario, como un precepto con peso y significados propios, toda vez que dicho principio ha de constituirse en la práctica en «un factor de equilibrio entre la autonomía de las nacionalidades y regiones y la indisoluble unidad de la Nación española».
Pero la política y sus juegos partidistas intentan, en ocasiones, frenar toda esta obligación jurídica que lleva implícita la solidaridad. Así, hace escasas semanas se publicaron en prensa unas declaraciones del consejero de Derechos Sociales de la Generalitat de Cataluña, Carles Campuzano, afirmando que “nos limitamos a repartir los problemas que hay en Canarias por toda España y eso no es una política seria». Vox, por su parte, decidió dar por rotos una serie de pactos de Gobierno en diversas autonomías, ante la aceptación parcial de esas Comunidades al acogimiento de un exiguo número de menores.
El problema, no obstante, no es exclusivamente español, sino global, y la solidaridad también se proclama teóricamente en el seno de la Unión Europea. El artículo 222 del Tratado de Funcionamiento de la UE establece la posibilidad de que la Unión y los países que la integran actúen conjuntamente para prestar ayuda a otro país miembro que sufra una catástrofe, ya sea natural o humanitaria. Una vez invocada la cláusula de solidaridad, se supone que el Consejo debería asumir la dirección política y estratégica de tal respuesta, para garantizar una reacción coherente y efectiva ante el problema.
Según datos oficiales referidos sólo a enero de este 2024, llegaron por vía marítima 7.974 inmigrantes (cifra referida tan sólo al primer mes del año), frente a los 1.205 del mismo período de 2023. De esos 7.974 inmigrantes llegados a España, 7.270 llegaron a Canarias. Los datos actualizados en julio elevan a 25.349 los migrantes llegados a España por vía marítima, de los cuales 19.793 lo hicieron a nuestro archipiélago. Jurídicamente, no se puede dejar sola a Canarias en esta coyuntura tan problemática ya que, más allá de reproches morales, éticos o políticos, se está incumpliendo manifiestamente nuestra Constitución y las reglas elementales del pacto de convivencia.