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El Tribunal Supremo de Facebook

El Consejo Asesor de Contenidos de Facebook, cuyo nombre oficial es “Oversight Board”, se puso en marcha a mediados de octubre. Popularmente denominado  “Tribunal Supremo de Facebook”, su misión consiste en revisar y establecer los criterios objetivos por los que el gigante tecnológico decide eliminar contenidos publicados en sus redes sociales. Está compuesto por cuarenta miembros de todo el mundo, procedentes de diversos sectores y a cargo de variados perfiles, que podrán seleccionar los casos sometidos posteriormente a revisión y ratificar o revertir las decisiones que se adopten.

El citado Consejo ofrece a los usuarios una vía de recurso o impugnación contra las decisiones de Facebook o Instagram sobre el borrado de las publicaciones. Inicialmente, los afectados pueden solicitar que la propia red social revise sus decisiones y, si no se sienten conformes con la respuesta final, iniciar un proceso de apelación ante dicho Consejo. El criterio de admisión de esas apelaciones es discrecional, por no decir arbitrario, dado que el número de solicitudes desborda con notoria claridad el volumen de asuntos capaces de ser tramitados por el órgano de referencia.

Por indicar cifras concretas, tras abrirse este servicio hace apenas dos meses, el “tribunal” en cuestión ya ha recibido más de 20.000 casos, resultando más que evidente la imposibilidad de atender todas esas reclamaciones, por lo que se pretende dar prioridad a los casos que afecten a numerosos usuarios a nivel mundial, que se alcen fundamentales para el discurso público o que planteen interrogantes importantes sobre las políticas de Facebook.

Una vez admitidos a trámite, el “Oversight Board” les asignará un panel de miembros que llevarán a cabo la revisión detallada en función de la información recibida, tanto de la persona que ha presentado la apelación como de la propia empresa. Posteriormente, adoptarán una decisión vinculante (lo que significa que Facebook deberá implementarla) y el Consejo redactará una explicación acerca de su decisión que estará disponible públicamente en su sitio web.

De las más de veinte mil reclamaciones, este Consejo eligió estos seis primeros casos:

1.- Facebook eliminó una publicación en Brasil en la que se veían ocho imágenes que describen los síntomas del cáncer de mama en las que se apreciaban pezones femeninos cubiertos y descubiertos. La red social las borró  al considerar que infringían su política sobre desnudos y actividad sexual de adultos.

2.- Facebook eliminó una publicación de un usuario con una captura de pantalla de dos tuits de Mahathir bin Mohamad, ​Primer Ministro de Malasia desde mayo de 2018 hasta febrero de 2020, en los que aseguraba que «los musulmanes tienen derecho a estar enfadados y matar a millones de franceses por las masacres del pasado». La plataforma alegó que tal publicación infringe su política sobre discurso del odio o incitación al odio.

3.- Facebook eliminó la publicación de dos fotos del niño Aylan Kurdi, el menor fallecido que yacía en la orilla de una playa turca tras el fallido intento de su familia de llegar a Grecia. Junto a estas dos fotografías, el post preguntaba en idioma birmano por qué no existen represalias contra el trato que da China a los musulmanes de la etnia uirgur. La red social explicó que esta supresión se debía a que el contenido infringía su política sobre discurso del odio o incitación al odio.

4.- Facebook eliminó un post sobre una cita atribuida supuestamente a Joseph Goebbels, Ministro de Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich en la Alemania nazi, sobre la irrelevancia de la verdad y la necesidad de apelar a las emociones y a los instintos en lugar de al intelecto. La empresa alegó que infringía su política sobre personas y organizaciones peligrosas y no permitía la presencia en Facebook de ninguna organización o persona que cometiera actos violentos o cuyos objetivos lo fueran.

5.- Facebook también eliminó fotos en las que se veían iglesias de Bakú, capital de Azerbaiyán, con un texto en el que se aseguraba que esta ciudad fue fundada por el pueblo armenio, y se preguntaba por el destino de estos templos. El usuario afirmaba que en Armenia (de mayoría cristiana) se están restaurando mezquitas, mientras que en Azerbaiyán (de mayoría musulmana) se están destruyendo iglesias, y que él se posiciona en contra del «ataque azerbaiyano» y el «vandalismo». La red social suprimió esta publicación alegando que infringía su política sobre el discurso del odio o incitación al odio.

6.- El último caso fue remitido al Consejo por el propio Facebook. Un usuario publicó un vídeo sobre un presunto escándalo de la agencia francesa responsable de la regulación de los productos sanitarios, en el que se aseguraba la denegación de la autorización del uso de la hidroxicloroquina y la azitromicina contra el Covid-19, pero se permitía el envío de correos electrónicos promocionales sobre el Remdesivir. Logró cerca de 50.000 reproducciones y fue compartido alrededor mil veces. Facebook decidió eliminar el contenido porque infringe su política de publicaciones alegando que «si bien entendemos que las personas suelen expresar desprecio o desacuerdo mediante amenazas o apelaciones a la violencia sin intenciones serias, eliminamos el lenguaje que incita a cometer actos graves de violencia o los hace posibles».

A mi juicio, sería deseable que cada uno de nosotros reflexionara sobre cuál sería nuestra decisión si formásemos parte de ese “Tribunal Supremo de Facebook” para, de ese modo, tener conciencia de qué modelo de sociedad queremos, qué tipo de redes sociales deseamos y qué espacio pretendemos dejar a la libertad de expresión en una sociedad democrática.

Vacunación: obligación jurídica o responsabilidad social

Durante toda esta larga pandemia que ha amordazado, por no decir anulado, el año 2020, y que amenaza con extender sus perniciosos efectos durante buena parte del venidero 2021, una de las confusiones más frecuentes y generalizadas que he advertido ha sido la referente a la conversión automática de las necesidades sanitarias en obligaciones jurídicas. Así, si se concluía que una medida era deseable o apropiada en la lucha contra el coronavirus, se transformaba inmediatamente con su sola publicación en los Boletines Oficiales en una imposición jurídica por mandato de los Gobiernos. Nadie parecía cuestionarse si los Ejecutivos disponían de facultades para ordenar y sancionar tales medidas, ni si nuestro ordenamiento jurídico preveía esas soluciones, ni si ante una afectación de los derechos de los ciudadanos había que tomar otro camino o modificar nuestras leyes para hacerlas viables. En mi opinión, se ha pretendido trazar una línea recta entre necesidad sanitaria y obligación jurídica que a veces se ha llevado por delante algunos muros construidos para salvaguardar nuestras libertades y para controlar a los Gobiernos.

Conste que alguna de las decisiones adoptadas me parecen lógicas, comprensibles, plenas de sensatez y adecuadas al desafío a afrontar. Otras, ya no tanto. Pero la cuestión no es esa, sino si se puede adaptar por Decreto una idea aceptable en una obligación jurídica susceptible de sanción y si, además, dicha conversión se deja en manos del Gobierno, relegando nuevamente al Parlamento y a la propia ley en sentido estricto. Como consecuencia de lo anterior, durante las últimas semanas se han difundido a través de diversos medios de comunicación numerosas sentencias que han anulado las condenas penales y las sanciones administrativas impuestas durante el primer estado de alarma ante la endeble o nula cobertura jurídica de muchas de ellas, evidenciando con ello que la pretendida transformación automática de una recomendación científica en una obligación jurídica por mandato de un miembro del Gobierno no es cuestión simple ni, en ocasiones, factible.

En un escenario teórico e idílico, si la medida no encuentra un claro acomodo en el mundo del derecho sancionador o de la imposición por decreto, cabría apelar a la responsabilidad ciudadana. Pero aquí nos damos de bruces con otro problema, mayor aún si cabe que el anterior: no todas las personas tienen conciencia de su cuota de responsabilidad en la solución del problema, ni disponen de una sensatez a la altura del reto sanitario al que se debe enfrentar la sociedad. Las llamadas a la cordura tampoco producen un efecto automático en el conjunto de la población y existen grupos y sectores que precisamente se caracterizan por su comportamiento irresponsable e imprudente.

Así las cosas, la complejidad del problema se multiplica y encontrar soluciones efectivas y rápidas no parece posible. Una de las cuestiones que ha llamado la atención es la posibilidad de exigir a la ciudadanía una vacunación obligatoria. Ante la existencia de un medicamento seguro y eficaz que acabe con esta lacra, no habría que establecer obligación legal alguna, pues la razón y el sentido común impulsarían a atender la petición sin mayores consideraciones. No obstante, frente a la premisa anterior, comienzan a abrirse importantes grietas en forma de voces que cuestionan la seguridad de la vacuna, que alertan sobre sus posibles efectos secundarios y que sospechan de la rapidez de su fabricación, por lo que la concienciación masiva de la gente peligra. Según una encuesta del CIS dada a conocer la semana pasada, el 55,2 por ciento de los españoles prefiere esperar a conocer los efectos de la vacuna contra el coronavirus para decidir si se la pone o no.

Luego ¿puede un Gobierno obligar a las personas a inyectársela? No existe respuesta jurídica sencilla a esa pregunta. Quienes responden de forma afirmativa, lo hacen tras efectuar una serie de interpretaciones sobre algunos artículos vigentes. Quienes no apuestan por el sí tajante, sin embargo, aluden a la existencia de derechos que imposibilitarían una contestación rotunda.

El artículo 12 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los Estados de alarma, excepción y sitio establece que la Autoridad competente podrá adoptar por sí las medidas establecidas en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas. Y la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública indica que, con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible.

Hay quien rebusca y se remonta a la Ley de 25 de noviembre de 1944, de Bases de Sanidad Nacional, para hallar una respuesta que clarifique el asunto. En dicha norma se establece que “las vacunaciones contra la viruela y la difteria y contra las infecciones tíficas y paratíficas podrán ser declaradas obligatorias por el Gobierno cuando, por la existencia de casos repetidos de estas enfermedades o por el estado epidémico del momento o previsible, se juzgue conveniente. En todas las demás infecciones en que existan medios de vacunación de reconocida eficacia total o parcial y en que ésta no constituya peligro alguno, podrán ser recomendadas y, en su caso, impuestas por las autoridades sanitarias”. La coletilla “de reconocida eficacia” parece, pues, que nos puede devolver a la casilla de salida.

Personalmente, creo que debería aprobarse una ley en la que claramente se impusiese esa medida, si al menos ese es el camino que quiere seguirse, con el objetivo de erradicar la inseguridad jurídica que existe actualmente. Ya es hora de dejar a un lado las interpretaciones forzadas y los Decretos del Gobierno y establecer una regulación clara, proporcionada y eficaz sobre este trascendental asunto, habida cuenta que nuestro ordenamiento jurídico no está preparado para dar respuesta a problemas de semejante magnitud.

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