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PARLAMENTOS QUE MOLESTAN
Tras la celebración de elecciones en trece de las diecisiete Comunidades Autónomas, el auge de los nuevos partidos ha producido una ampliación de grupos con representación parlamentaria. Esta realidad ha conllevado la pérdida de todas las mayorías absolutas existentes, por lo que para formar gobierno se precisan pactos entre las distintas fuerzas políticas. Ante este panorama, ya anunciado por las encuestas hace tiempo, se alzan voces que lamentan la situación sobrevenida. Los argumentos para el descontento se centran en la dificultad a la hora de elegir a los Presidentes Autonómicos, en la pérdida de estabilidad gubernamental y en la complejidad para ejercer políticas en solitario por parte de los nuevos Ejecutivos. Los quejosos nos auguran un peor futuro, en base a la menor comodidad de los recién elegidos para hacer y deshacer. Sin embargo, en mi opinión, tales posicionamientos revelan la deriva de degeneración de nuestro modelo constitucional.
En el origen de los sistemas constitucionalistas, el Parlamento constituía el eje central de todo el organigrama democrático. Era el centro neurálgico del poder. La razón es muy simple. Lo integraban los representantes directos del pueblo, es decir, del Soberano y, por esa razón, asumían las principales funciones. Dictaban las leyes, elegían al Presidente del Gobierno y controlaban a los ministros o consejeros. Con el paso de los años, ese esquema se ha difuminado hasta el punto de distorsionarse de una forma grotesca. Ahora, el Gobierno se erige como absoluto centro de gravedad. En él residen el poder y, también, el control. La férrea disciplina de partido, unida a la generalizada facultad para dictar normas con rango de ley, han transformado el diseño originario de los ideólogos del proceso constituyente en una caricatura desprovista de gracia.
PARA ALQUIMISTAS EN BUSCA DE LA DEMOCRACIA PERFECTA
Con el inicio oficial de la campaña electoral local en toda España y autonómica en varios territorios (la extraoficial hace mucho tiempo que comenzó), y aún con más citas a las urnas en el horizonte cercano, se reaviva el debate sobre la calidad de nuestra democracia y sobre el desencanto de buena parte de la ciudadanía con sus representantes políticos. El grito de ¡no nos representan!, estribillo en manifestaciones y reivindicaciones de los ciudadanos descontentos con sus cargos públicos, está siendo muy utilizado. Pero, yendo un paso más allá del mero desahogo, de la simple protesta, lo verdaderamente relevante es saber si existe una propuesta alternativa creíble, capaz de solucionar los déficits democráticos que nuestro sistema posee.
Para analizar este asunto, dos son los puntos esenciales a tener en cuenta. El primero es el momento de la elección y toma de posesión de los citados cargos públicos. El segundo, el momento del control del ejercicio de las potestades de las personas designadas, una vez alcanzado el poder. De estas dos fases, la primera tiene que ver más con el concepto de «Democracia» en sentido escrito, mientras que la segunda, aunque se conecta con tal concepto, lo entremezcla con el de «Estado de Derecho», en cuanto éste implica el cumplimiento de las normas que componen el ordenamiento jurídico.