Monthly Archives: diciembre 2018

Los atajos del Gobierno a la hora de legislar

El pasado viernes 28 de diciembre el Consejo de Ministros aprobó el vigésimo quinto Decreto Ley del Gobierno de Pedro Sánchez en poco más de seis meses. La moción de censura que destituyó a Mariano Rajoy se votó el pasado 1 de junio y el primer Decreto Ley del nuevo Ejecutivo socialista entró en vigor el día 22 de dicho mes. La materia de aquella primera norma se refería al régimen jurídico aplicable a la designación del Consejo de Administración de la Corporación RTVE y de su Presidente. En la última reunión del Presidente con sus Ministros se usó esta peculiar norma para regular la creación artística y la cinematografía, para adoptar medidas en materia tributaria y catastral y, también, para formalizar revalorización de las pensiones públicas. En total veinticinco Decretos Ley en apenas medio año.

Sin embargo, nuestro sistema constitucional establece que la forma normal de legislar se lleve a cabo mediante normas legales aprobadas en el Parlamento. Tan sólo de modo excepcional se faculta al Gobierno para dictar decretos con el mismo rango que la ley. La literalidad de la Carta Magna es clara: “En casos de extraordinaria y urgente necesidad». Además, se proclama igualmente que nunca podrá “afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al Derecho electoral general”.

En otras palabras, un sistema parlamentario como el nuestro funciona otorgando al Parlamento (los representantes de la ciudadanía elegidos directamente por los ciudadanos) la capacidad de dictar leyes. Allí es donde se produce el debate entre todos los grupos políticos y donde se votan las normas. De ahí su posición preeminente en nuestro ordenamiento jurídico. Por lo tanto, permitir que sea el Gobierno en solitario el que se apropie de esa posición reservada a la Asamblea Legislativa debe suponer una excepcionalidad limitada y convenientemente controlada. En estos tiempos en los que las mayorías absolutas en las Cámaras legislativas han desaparecido, debe existir, para preservar una situación de normalidad, una mayoría parlamentaria que sostenga al Gobierno o, al menos, cierta capacidad de los diputados para negociar y alcanzar acuerdos. Si ambas opciones fallan, el propio sistema parlamentario falla. Sin respaldo parlamentario ni posibilidad de los líderes políticos para establecer alianzas, lo deseable es convocar elecciones y dar la voz a la ciudadanía para que nuevamente se pronuncie.

A día de hoy, el Ejecutivo presidido por Pedro Sánchez cuenta con el único respaldo de los ochenta y cuatro diputados del Grupo Socialista de entre un total de trescientos cincuenta miembros del Congreso, es decir, menos de la cuarta parte. Tanto el actual clima político como el enfrentamiento partidista imposibilitan la consecución de grandes pactos. Sin embargo, ante esta situación, el Gobierno de España ha decidido convertir lo excepcional en habitual y aceptar la rareza como usual y así, ante la inviabilidad de alcanzar en el Parlamento los consensos y respaldos correspondientes, opta por utilizar  Consejo de Ministros tras Consejo de Ministros ese mecanismo contemplado únicamente “en casos de extraordinaria y urgente necesidad”, desnaturalizando nuestra organización normativa.

Asuntos como la ordenación de los transportes terrestres en materia de arrendamiento de vehículos con conductor o los derechos en favor de quienes padecieron persecución durante la Guerra Civil y la dictadura se han legislado en exclusiva desde el Gobierno sin pasar por el Parlamento. Como sucede con otras cuestiones, la hipocresía política alcanza cotas vergonzantes. Mientras se ejercía la oposición, se criticaba duramente a los anteriores gobiernos cuando abusaban de la figura del Decreto Ley. Sin embargo, al llegar a la Moncloa, caen en el olvido aquellos antiguos discursos de protesta y dan paso a la justificación de esta herramienta puesta al servicio de las normas.

Los atajos usados por el Ejecutivo de Pedro Sánchez para saltarse el trámite parlamentario desvirtúan, pues, nuestro sistema constitucional. Actualmente, nuestro modelo parlamentario es una caricatura de lo que debería ser. Vivimos una época de continuas anomalías en la que se pretende que aceptemos como normales situaciones completamente atípicas, y no sólo en lo referente al recurrente abuso del Decreto Ley como norma. O retornamos hacia un modelo parlamentario reconocible o más nos vale cambiarlo y optar por otro de corte más presidencialista. Lo que resulta verdaderamente inaceptable es condenar a la ciudadanía a soportar una constante tesitura  de anormalidad.

El secreto profesional del periodista forma parte de la libertad de todos

Matar al mensajero. Así reza el dicho popular y esa parece ser la práctica habitual cuando el contenido de una comunicación no resulta del agrado de su receptor de la misma. La libertad de prensa y el ejercicio de la profesión periodística siempre han molestado a los círculos de poder, ya sea empresarial, político o judicial. Sin embargo, constituye la esencia misma de la Democracia y se erige como uno de los principios fundamentales de un Estado Constitucional. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha llegado a calificar a la prensa como el “perro guardián de las libertades”. En nuestro país, tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo vienen subrayando la importancia para un sistema de libertades de la información veraz, destacando de forma reiterada la tendencia hacia la primacía del derecho a la información al vincularlo directamente con la formación de una opinión pública libre, valor esencial y condición imprescindible de todo Estado democrático.

Y, aun así, el periodismo no deja de sufrir ataques, de ser mirado con recelo, de resultar incómodo para quien ostenta el poder o ejerce algún tipo potestad. Tal vez por ello la revista “Time” acaba de nombrar “Hombre del año” al colectivo de periodistas personificado en la figura de Jamal Khashoggi, pero dedicado a cuantas personas luchan por dar a conocer la verdad y transmitir la información más rigurosa.

Esta misma semana hemos asistido en España a un insólito e inesperado ataque a la labor de la prensa. El Juzgado de Instrucción número 12 de Palma de Mallorca dictó una resolución en la que ordenaba requisar los teléfonos móviles, los ordenadores y los aparatos de almacenamiento de información de dos periodistas del Diario de Mallorca y de Europa Press. Se les requería directamente a facilitar cuantas claves fueran necesarias para acceder al contenido de dichos aparatos y todo ello sin indicar los argumentos jurídicos que llevaron al juez a tomar la decisión, dado que, literalmente, ordenó que sólo se notificase el fallo de su resolución, omitiendo la motivación que la sustentaba. En cumplimiento de la citada orden judicial, acudieron a las dependencias de esos medios de comunicación, que informaban sobre una causa penal declarada secreta que se tramitaba en aquel juzgado, con intención de descubrir las fuentes de información de ambos profesionales.

Sin embargo, nuestra Constitución garantiza el secreto profesional del periodista y la práctica judicial ampara dicha reserva. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en varias sentencias, también lo ha reconocido como derecho protegido por el Convenio Europeo de Derechos Humanos. En su sentencia de 27 de marzo de 1996 (Caso Goodwin contra el Reino Unido) apreció vulneración de los Derechos Humanos en las multas impuestas a un informador por negarse a revelar sus fuentes. La consideró igualmente en su sentencia de 21 de enero de 1999 (Caso Fressoz y Roire contra Francia), que versaba sobre la condena a profesionales de medios de información por publicar datos de índole fiscal calificados como secretos. Y, más tarde, en la sentencia de 25 de febrero de 2003 (Caso Roemen y Scharit contra Luxemburgo), teniendo como motivo el registro judicial del domicilio particular y del lugar de trabajo de los periodistas.

Aunque no existe una Ley que desarrolle el contenido del artículo 20.1 apartado d) de la Constitución -precepto que recoge expresamente el secreto profesional del periodista-, su inclusión dentro de la sección que regula “los Derechos Fundamentales y las libertades públicas”, unida a la reiterada jurisprudencia interna e internacional, dejan pocas dudas al respecto. Nos hallamos ante un Derecho Fundamental y, si bien no es un derecho absoluto (ninguno lo es), cualquier hipotética limitación ha de ser interpretada de forma restrictiva y siempre para salvaguardar un derecho o un bien jurídico constitucional merecedores de mayor protección.

En atención a la extraordinaria importancia que tiene para un Estado Democrático y para una sociedad libre el derecho a la información, cualquier obstáculo que pretenda interponerse al ejercicio del periodismo no puede, de ningún modo, afectar al contenido esencial de tal derecho. En ese caso, el secreto profesional se alzaría como último parapeto defensivo que, de quebrantarse, provocaría la indefensión absoluta, no sólo de los periodistas, sino de la labor informativa que ejercen y, por consiguiente, de toda la sociedad. Porque cuando nuestro Tribunal Constitucional proclama que la libertad de información es esencial para la formación de una opinión pública libre, y que sin ella quedan afectados otros muchos derechos constitucionales e, incluso, la propia legitimidad democrática, nos recuerda a esa percepción norteamericana de la prensa como “perro guardián de las libertades”. En consecuencia, solo cabe concluir que el secreto profesional del periodista forma parte de la libertad de todos.

Así pues, no es de extrañar que, ante tan inusual e inapropiada medida, la reacción generalizada haya sido contundente. La Asociación de Medios de Información, que representa a más de ochenta empresas de comunicación españoles, mostró en un comunicado el rechazo y la condena a los registros que tuvieron lugar el pasado martes. En idéntico sentido, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España reprobó tajantemente la incautación de documentación y de equipos corporativos y personales efectuada por los agentes de la Policía Nacional en la delegación balear de la agencia de noticias “Europa Press” y en el “Diario de Mallorca”. Ante las quejas de los profesionales de la información, el propio Consejo General del Poder Judicial (órgano de gobierno del Tercer Poder) emitió una nota en la que, literalmente, manifestaba que “los derechos constitucionales a transmitir y a recibir información veraz y al secreto profesional no se agotan en la dimensión subjetiva de sus titulares, sino que trascienden a una dimensión objetiva y se constituyen en pieza clave de nuestro Estado social y democrático de Derecho: sin una prensa libre que cuente con un marco adecuado de protección no es posible el desenvolvimiento de una sociedad democrática. Por lo tanto, este Consejo manifiesta su compromiso y su defensa del derecho fundamental a la libertad de información».

Es obvio que este lamentable episodio no puede volver a producirse. Ha de revocarse la orden judicial dictada y deben depurarse las pertinentes responsabilidades. Con este caso hay mucho en juego, puesto que no se está hablando exclusivamente de los derechos de dos concretos periodistas ni de los intereses de dos empresas de comunicación. Estamos hablando de los derechos de todos nosotros.

Buscando un buen momento para reformar la Constitución

Se cumplen cuarenta años desde que el pueblo español en referéndum otorgase un contundente sí a la Constitución Española. Cuatro décadas desde que las Cortes Constituyentes la aprobasen por amplísima mayoría. Durante todos estos años ha servido para construir sobre ella un modelo de convivencia basado en los principios democráticos y en la consolidación de los Derechos Fundamentales. Quienes me conocen saben muy bien que el Constitucionalismo es para mí algo más que la asignatura que imparto en las aulas de la Universidad. Constituye la esencia de mi ideología, de mis creencias y de mi forma de entender el Derecho. Nada puede representar mejor mis ideales que la expresión del punto uno del primer artículo de la Carta Magna, donde se proclama un “Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

Y es justamente porque me defino como un constitucionalista entusiasta y convencido por lo que defiendo que ha llegado el momento de revisar algunos aspectos esenciales de nuestra Constitución. No existe objetivo más alejado de los principios y valores que representa una Norma Suprema que el de pretender petrificar y sacralizar su letra porque, pese a sus innumerables aciertos y bondades, evidencia una falta de adaptación al siglo XXI y pide a gritos la necesaria revisión de algunas instituciones. Sin embargo, y aunque tales defectos se reconocen de forma mayoritaria, son numerosas las voces que argumentan que ahora no es el momento adecuado para abordar una reforma constitucional. Algunos manifiestan que a día de hoy no existe el consenso deseable. Otros afirman que el clima político se encuentra excesivamente crispado. Y otros más, que las posiciones están muy distantes y que no reina la calma social necesaria para ponerse a la labor.

Cuando escucho tal diversidad de excusas me retrotraigo a aquella época de la Transición cuyo aniversario celebramos estos días. ¿Acaso cuando se constituyeron las Cortes en el año 1977 existía un amplio consenso previo? ¿No se defendían a finales de los años setenta posturas políticas radicalmente opuestas? ¿El ambiente social se caracterizaba por una apacible calma en las calles? Evidentemente, no. Es más, si por aquel entonces se habría aguardado para empezar a redactar el texto constitucional a que los posicionamientos fueran coincidentes y las diferencias ideológicas se disiparan, a bueno seguro ahora no estaríamos celebrando el cuarenta aniversario de su promulgación. Ni siquiera el primero. “Buscar el momento adecuado” es un subterfugio, porque ese contexto ideal no existe ni existirá.

Aun así, es justo reconocer que tras la muerte de Franco los diputados y senadores disponían de un elemento común que ahora ha desaparecido. Antes, pese a las diferencias de ideas y a los enfrentamientos partidarios, todos aspiraban a un mismo objetivo y la labor parlamentaria se desarrollaba dentro de cierto respeto al adversario. En estos momentos, no se alza ninguna meta compartida sobre la que aglutinar a las diferentes formaciones políticas, y la rivalidad ha dado paso a una animadversión que hace imposible el debate y el encuentro. El hemiciclo ha dejado de ser un foro donde confrontar discursos para convertirse en una sede en la que el grito, el insulto y la descalificación campan a sus anchas. Prima más el postureo simplista de una camiseta reivindicativa que el esfuerzo serio y riguroso para cambiar las cosas. Se promueven las imágenes provocadoras para encender las redes sociales y las frases hirientes para ilustrar las portadas de los periódicos. El debate parlamentario se ha rendido a las reglas más burdas del marketing comercial con el objetivo de trasladar a los futuros votantes la publicidad que, supuestamente, desea ver. Se nos trata como a unos consumidores más a los que engañar para que compremos su producto. Si esto es así, cabe concluir que no procede comenzar en este momento ninguna reforma de la Constitución, pero no porque no sea necesaria, sino porque estamos huérfanos de líderes capacitados para llevar a cabo una tarea tan esencial.

De todos modos, y en honor a la verdad, nuestros representantes no son los únicos culpables de esta situación. De hecho, están ocupando sus puestos porque han recibido el respaldo de los votos de cientos de miles, incluso millones, de ciudadanos. Por lo tanto, su incapacidad política también refleja en cierta medida la incapacidad de sus votantes. No es presentable dedicarse a criticar exclusivamente a diputados y senadores sin, de rebote, encajar gran parte de los mismos reproches. Son demasiadas las personas que consumen discursos basados en el rugido más que en la palabra, en el desplante más que en la negociación, en el espectáculo más que en el trabajo, en la descalificación más que en la generosidad.

Y, mientras algunas normas quedan desfasadas y los problemas reales permanecen arrinconados, el tema de conversación es si hubo o no escupitajo de un diputado a un ministro. Se pierde un tiempo precioso comentando las llamadas al orden de la Presidenta del Congreso ante unos desplantes de patio de colegio en el Pleno. Se enquista una guerra absurda de lazos de colores.  Se perpetúa la utilización de las lenguas para establecer distancias entre unos de otros. Visto lo visto, la cuestión no es tanto si se debe reformar o no la Constitución –que está claro que sí-, como si la sociedad y su clase política están a la altura de los valores que el Constitucionalismo representa.

Constitución española (Editorial Verbum)

Con motivo del cuarenta aniversario de la Constitución española, la editorial Verbum ha sacado una edición especial de nuestra Carta Magna. He tenido el honor de hacer el prólogo y de colaborar en la edición.

En el año 2018 se cumplen cuarenta años de la entrada en vigor de la Constitución Española. En estas cuatro décadas, España se ha visto beneficiada por los innegables e innumerables aciertos de nuestro texto constitucional, pero también han salido a la luz algunas deficiencias y problemas. En algunos casos, a resultas del mero paso del tiempo y de la necesidad de adaptar las normas a la realidad social. En otros, fruto de la experiencia y de la constatación de errores que quizá no se pudieron percibir cuando se redactó el texto. Pero el hecho cierto es que, si se quiere defender nuestro modelo constitucional, además de alabar los aciertos, se deben enmendar los defectos. En casi medio siglo, las generaciones cambian, las sociedades se transforman y, en general, todo evoluciona. Una Constitución también debe dar respuesta en este siglo XXI como la dio en el XX.

Os dejo el enlace con la página de la editorial donde podréis encontrar el libro

Constitución española

 

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