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La inviolabilidad del Jefe del Estado
Recientemente se ha conocido la noticia de que la Fiscalía del Tribunal Supremo investiga al Rey Emérito por el supuesto cobro de unas comisiones relacionadas con la adjudicación a empresas españolas de las obras del llamado AVE a La Meca. Según una nota pública difundida por dicha Fiscalía, la investigación se centra en delimitar o descartar la relevancia penal de los hechos que ocurren con posterioridad al mes de junio de 2014, momento en el que Juan Carlos I abdicó en su hijo Felipe VI y dejó de estar protegido por la inviolabilidad que la Constitución española otorga al Jefe del Estado.
Este asunto ha reabierto el debate sobre el alcance de la citada inviolabilidad real, pues lo que establece nuestra Carta Magna es que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, y que sus actos habrán de ser siempre refrendados, careciendo de validez en caso contrario. Llegados a este punto, la pregunta que se plantean numerosos ciudadanos es si tal afirmación implica que el monarca podría cometer cualquier delito o incumplir impunemente cualquier norma sin que ningún tribunal pudiera actuar contra él. De hecho, el Congreso de los Diputados, con el aval de un informe de los letrados de la Cámara, denegó una comisión de investigación vinculada a la figura del anterior Jefe del Estado, argumentándose dicha inviolabilidad como principal motivo de la denegación.
La figura de la “inviolabilidad” es una herencia histórica perpetuada hasta el día de hoy y que afecta, no sólo a las Monarquías, sino también a las Repúblicas. Por ejemplo, el artículo 90 de la Constitución italiana comienza diciendo que “el Presidente de la República no será responsable de los actos realizados en ejercicio de sus funciones”. En cualquier caso, cada vez que se discute sobre este espinoso tema se hace desde un punto de vista eminentemente teórico, dada la ausencia de supuestos prácticos concretos. No obstante, a mi juicio y por diversas razones que expondré a continuación, no cabe interpretar en modo alguno que, dentro de un Estado Constitucional, la inviolabilidad sirva para crear espacios de impunidad.
La primera razón se basa en que la inviolabilidad tiene sentido cuando se vincula con la figura del refrendo, es decir, con la asunción por otro cargo público de la responsabilidad de la que se exime al Jefe del Estado. Así, el monarca toma decisiones y realiza actos en el ejercicio de sus funciones, asumiendo sus posibles consecuencias otro responsable político. En otras palabras, únicamente cuando hablamos de las competencias reservadas al titular de la Corona, y el Presidente del Gobierno, sus ministros o el Presidente del Congreso las refrendan, se puede hablar de inviolabilidad sin que el Estado de Derecho pierda de su esencia.
De ese modo fue interpretada por los británicos (uno de los pueblos históricamente más devotos de la institución monárquica) cuando, al verse en la tesitura de valorar los límites de la inmunidad de los Jefes del Estado, accedieron a la extradición del dictador Augusto Pinochet, concluyendo que la inviolabilidad sólo puede admitirse cuando se vincule a las funciones propias del cargo. El Juez de la Cámara de los Lores, Lord Nicholls, dijo textualmente: “Nunca negaré la inviolabilidad de los Jefes de Estado por los delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos, pero estimo que no es función de un Jefe del Estado torturar y hacer desaparecer personas”.
La segunda razón se explica en que no debemos perder de vista que España ha firmado algunos Tratados Internacionales que impiden considerar esa inviolabilidad como un argumento para no responder por crímenes o delitos cometidos. El Tratado de Roma, que establece la creación de la Corte Penal Internacional, refiere literalmente en su artículo 27 que “el presente Estatuto será aplicable por igual a todos sin distinción alguna basada en el cargo oficial. En particular, el cargo oficial de una persona, sea Jefe de Estado o de Gobierno, miembro de un Gobierno o Parlamento, representante elegido o funcionario de Gobierno, en ningún caso le eximirá de responsabilidad penal ni constituirá ʻper seʼ motivo para reducir la pena. Las inmunidades y las normas de procedimiento especiales que conlleve el cargo oficial de una persona, con arreglo al Derecho Interno o al Derecho Internacional, no obstarán para que la Corte ejerza su competencia sobre ella”.
Esta segunda razón nos permite, a su vez, reafirmarnos en la primera, ya que cuando España decidió ratificar el Estatuto de Roma y legitimar las actuaciones de la Corte Penal Internacional, se planteó la aparente incompatibilidad entre la inviolabilidad del Rey -proclamada en el artículo 56.3 de la Constitución Española- y el artículo 27 de la norma internacional ya citada. Para solventar el problema en cuestión, el Consejo de Estado emitió un dictamen en el que, de nuevo, vinculaba la irresponsabilidad con el refrendo. De ese modo, no existe vacío alguno ni riesgo de impunidad, habida cuenta que el Gobierno que refrenda termina asumiendo la responsabilidad de la que se descarga al Rey: «La irresponsabilidad personal de Monarca no se concibe sin su corolario esencial, esto es, la responsabilidad de quien refrenda y que, por ello, es el que incurriría en la eventual responsabilidad penal individual».
Puestos de libre designación política y Estado Constitucional
Durante las últimas semanas han sido noticia algunos ceses en determinados puestos estratégicos que se han acordado desde el Gobierno de la Nación. Ello nos obliga a reflexionar sobre los denominados cargos de “libre designación”, los cuales conllevan, de forma también discrecional, el apartamiento de sus ocupantes por parte de la misma persona que los nombró o mantuvo. Esta doble imposición “a dedo” por parte del político de turno no combina nada bien con principios y mandatos constitucionales que, como regla general, imponen la objetividad en el servicio a los intereses generales dentro de las Administraciones Públicas, así como el acceso a las mismas por las vías de mérito, capacidad e igualdad. Dicho de otro modo, en nuestro sistema conviven unos accesos a través de procesos selectivos que acreditan la aptitud que fundamenta un nombramiento y otros en los que la explicación se halla en la afinidad ideológica, la confianza o la amistad con el gobernante.
Bien es cierto que, sin que ello repugne a los valores y mandatos constitucionales, basta con la mera liberalidad del mandatario para ocupar determinados puestos (la designación de un Ministro por el Presidente, por ejemplo, o la de personas muy cercanas al ámbito de gestión política de un concreto cargo). Otra cuestión, muy distinta de la que intento reflexionar en estas líneas, es constatar hasta qué punto se han multiplicado en los últimos años esas vacantes creadas para el asesoramiento personal de los políticos y que suponen rodearse de un grupo de meros afines. A mi juicio, dichos perfiles deberían constituir una restrictiva excepción, pese a que en la práctica proliferan cada vez más estas designaciones para la configuración de un equipo de miembros fieles, leales y devotos. No obstante, quiero centrarme únicamente en aquellos destinos de indudable función técnica y profesional directamente vinculados al atendimiento del interés general y al desempeño de funciones y potestades públicas con objetividad, eficacia y eficiencia, valores que no siempre van de la mano con los intereses del partido que ejerce la labor de Gobierno o del concreto puesto político.
Nuestros tribunales han tratado de poner límite a estos nombramientos y ceses dentro de la Administración carentes de motivación y basados en el capricho de cubrir unos espacios de “libre designación” desde los que, en realidad, se desarrollan funciones públicas. En mi opinión, el criterio que debe servir como guía se halla en la sentencia del Tribunal Supremo de 19 de septiembre de 2019, dictada por su Sala Tercera que, además de para el concreto caso que contempla, considero que debería usarse para poner coto a una arbitrariedad política que, disfrazada de discrecionalidad, pretende que no sólo un equipo de Gobierno, sino toda la Administración, comulguen con una estrategia de partido.
Dicha sentencia del TS manifiesta que ha de darse por derogada la vieja doctrina que no exigía motivación expresa para los citados nombramientos, puesto que será tal motivación la que garantice el respeto a los principios de igualdad, mérito y capacidad, y al mandato de interdicción de la arbitrariedad de los Poderes Públicos. Añade, además, que no bastará con una motivación sucinta o exigua, sino que en la resolución se deberán indicar las razones por las que se elige o se cesa. El supuesto de hecho que originó este fallo judicial hacía referencia a un funcionario que, tras ocupar durante quince años un puesto de trabajo al que había accedido por el procedimiento de libre designación (Jefe de Área en el Consejo de Seguridad Nuclear) fue cesado sin que en la resolución se indicase justificación alguna.
Es entendible y hasta deseable que determinados ámbitos denoten una ideología o estrategia determinadas en virtud de los resultados electorales y de los Gobiernos que resulten de las posteriores alianzas parlamentarias. Sin embargo, dichos ámbitos no pueden ni deben alcanzar puestos de las Administraciones Públicas en los que, conforme al artículo 103 de la Constitución vigente, se ordena que éstas sirvan “con objetividad” a los “intereses generales”, actuando “de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”, y en donde también existe un apartado expresamente dedicado a “las garantías para la imparcialidad” en el ejercicio de esas funciones administrativas. Si consentimos que el interés partidista controle también esa parte de la Administración, estaremos colaborando a dinamitar uno de los pilares de nuestro modelo constitucional, alterando el orden de preferencia del interés colectivo y general sobre el gubernamental que, insisto, no siempre coinciden.