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La representatividad política y sus límites

La Democracia parte de una sencilla y lógica teoría ideal, que termina complicándose a medida que se transforma en una realidad práctica menos perfecta de lo planteado en los manuales. El pueblo libre elige a unos representantes que ocupan los principales órganos políticos representativos, con el fin de elaborar las leyes y ejercer las acciones de gobierno conforme al sentir ideológico de la mayoría, dentro del marco establecido en la Constitución. Sin embargo, este utópico y perfecto plan se va distorsionando a medida que se lleva a cabo. La normativa electoral, los grupos de presión y la concentración de poder en los partidos políticos van generando alteraciones, en ocasiones no perceptibles a primera vista, que desvían el resultado final de aquel planteamiento diseñado en un inicio. Pero lo cierto es que, en esencia, los conceptos de legitimidad política y función representativa asociados a la elección existente entre la ciudadanía y cargo electo constituyen la base de todo sistema que pretenda ser democrático.

Paradójicamente, fuera de los órganos de naturaleza política dichos conceptos pierden su razón de ser e, incluso, dañan los cimientos de un verdadero Estado de Derecho. Por ejemplo, nos estamos acostumbrando a hablar de jueces conservadores o progresistas; a aceptar con naturalidad que un órgano como el Consejo General de Poder Judicial se reparta entre afines a los partidos políticos, en función de la composición de las Cortes Generales; a que los Consejos de Administración de las empresas públicas se compongan de militantes y cargos políticos en proporción los resultados electorales. En definitiva, a que el trasfondo de la representación política lo impregne todo. Esta nueva (y peligrosa) realidad afecta también a otros principios básicos del sistema constitucional, ya que la separación de poderes, los controles y la independencia, objetividad y neutralidad de determinados órganos se pierden o, al menos, se difuminan de un modo alarmante.

No cualquier órgano colegiado debe establecerse como una asamblea representativa del pueblo. No cualquier institución ha de responder al reparto de las siglas existentes en las Cortes Generales a resultas de unas elecciones. No cualquier organismo está llamado a representar a todas y cada una de las singularidades de una sociedad plural, ya sean políticas, religiosas, étnicas o de otra condición. La pretensión de extender la representatividad política más allá de los órganos de estricta naturaleza política supone una nefasta idea, tendente a pervertirlos a través de pugnas y dialécticas que no les son propias.

La situación que afecta en la actualidad al Consejo General del Poder Judicial en España resulta particularmente significativa, por lo que acarrea de vergüenza y bochorno constitucionales. Con la totalidad de sus miembros desempeñando un mandato caducado desde hace más de tres años, la previsión legal de que sean el Congreso de los Diputados y el Senado quienes los designen se ha alzado como un calamitoso fracaso, traduciéndose en uno de los episodios más indignos de la reciente historia de nuestra Carta Magna. Desde el punto de vista de la separación de poderes y de las necesarias independencia, objetividad y neutralidad en el desempeño de sus funciones, esta premisa de que a las formaciones políticas les corresponde elegir un número de miembros del órgano de gobierno de los jueces en función de los escaños obtenidos electoralmente no puede ser más grotesca.

El GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) lleva reclamando insistentemente a nuestro país una serie de importantes cambios, en aras a erradicar ese sesgo político intervencionista en ámbitos que no competen. Pero, visto lo visto, da igual que la Comisión Europea o el Consejo de Europa nos reprueben y censuren año tras año por este lamentable espectáculo. Se nos solicitan criterios legales objetivos para el nombramiento de los altos cargos de la judicatura, un cambio en el método de elección del Fiscal General y la revisión de su normativa, así como la eliminación de la intervención de representantes políticos en la elección de los miembros del CGPJ. Las directrices del Consejo son claras: “cuando existe una composición mixta de los consejos judiciales, para la selección de los miembros judiciales se aconseja que estos sean elegidos por sus pares (siguiendo métodos que garanticen la representación más amplia del poder judicial en todos los niveles) y que las autoridades políticas, como el Parlamento o el poder ejecutivo, no participen en ninguna etapa del proceso de selección”.

En definitiva, esa labor de representación y de orientación política y social que resulta tan lógica y loable en algunos órganos, se torna indeseable y despreciable en otros. Ni la legitimidad obtenida por medio de una elección democrática da derecho a trasladarla a todo tipo de instituciones, ni la misión de cualquier organización estriba en representar a la totalidad de las sensibilidades de la población.

Ya para concluir, si no se pone freno a esta deriva, la erosión de nuestro modelo democrático devendrá insostenible. Cuando en el artículo primero de la Constitución se dice que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, otorga al proceso democrático de elección una importancia incuestionable, pero en modo alguno establece un sistema donde esas reglas de representación política sean las únicas para constituir la composición de todos los órganos e instituciones del Estado.

El síndrome de Estocolmo de nuestros parlamentarios

El denominado “Síndrome de Estocolmo” hace referencia a un tipo de paradoja psicológica según la cual durante un secuestro se desarrolla un vínculo afectivo entre rehenes y captores. Su origen se remonta al año 1973, cuando un atracador entró en un banco de Estocolmo reteniendo durante días a varias personas, entre las que se encontraba una joven de 22 años que terminó defendiendo a su captor y criticando a la policía. A raíz de ese hecho, el psiquiatra sueco Nils Bejerot, que colaboró con las fuerzas del orden durante el suceso, acuñó el citado término para definir la reacción psicológica, en principio inexplicable, en la que quien sufre una severa limitación de su libertad termina por asumir su situación, y justificar y apoyar a quien cercena sus derechos. Sólo desde este tipo de patologías se puede entender la realidad de nuestros parlamentarios, diputados y senadores, quienes olvidan sus obligaciones para con la ciudadanía a la que representan y se limitan a obedecer y defender a los dirigentes de su partido que, con clara y manifiesta limitación de su libertad para ejercer el mandato representativo, les imponen qué votar, a quién elegir e incluso a qué preguntas de los periodistas contestar.

Analicemos un episodio muy reciente ocurrido en el Reino Unido. Los propios diputados del partido del Primer Ministro, Boris Johnson, plantearon una moción de censura a su líder. No fueron las formaciones políticas de la oposición, sino sus compañeros de siglas. ¿Se imaginan que algo así ocurriese en España, ya sea a nivel estatal o autonómico, en la actualidad o en el pasado, con un gobierno de un color o de otro? ¿Podría pasar un episodio semejante en nuestro país? La respuesta es clara: no. No sólo no está previsto en nuestra normativa sino que, tal y como se entiende en la actualidad la “lealtad” de los representantes del pueblo (primero, y ante todo, lealtad al aparato dirigente del partido), este tipo de rebeliones internas resultan imposibles en la práctica y completamente inimaginables en la teoría.

En el Reino Unido sí sucede, porque el diputado tiene claro que a quien primero se debe es al ciudadano que le elige. Cualquier miembro del Parlamento Británico sabe que ante quienes responde por el ejercicio de su cargo es ante los habitantes del distrito que lo eligió. Quienes tienen en su mano la reelección en su puesto son los electores. En España, por el contrario, quien tiene todo el poder para confeccionar las listas electorales y decidir si un diputado se incluye en la papeleta o no, si va en los primeros puestos de la misma o si se le entierra en los últimos, es el aparato del partido. Ello hace que se dé la vuelta al sistema, generando que el supuesto representante del pueblo se limite a representar al líder de su formación. La lealtad es para con las siglas y la estrategia impuesta por la organización política. Sólo así se explica la denominada “disciplina de voto”, o que cuando el Congreso de los Diputados o el Senado deban elegir a miembros de órganos constitucionales o de relevancia constitucional (sea el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional o el Defensor del Pueblo) tales decisiones se tomen en las sedes de los partidos y no en los Plenos de las Cámaras, que simplemente ratifican obedientes lo que les ordenan desde sus altas instancias.

En Reino Unido, la relación del votante con sus representantes es más estrecha. De hecho, se fomenta el contacto directo de los miembros del Parlamento con sus electores, llegando a estar previsto que cualquier ciudadano pueda elevar algún tipo de queja o petición a su diputado para que se debata en sede parlamentaria. Igualmente, cuando un miembro del Parlamento Británico dimite, su partido no lo sustituye automáticamente por el siguiente de la lista electoral: se repiten las elecciones en el distrito al que representaba el diputado dimitido para que sus electores designen a un nuevo representante.

En un escenario así (el Primer Ministro realiza acciones reprobables o toma decisiones en contra de los intereses de sus electores), el diputado, pensando en la ciudadanía a la que representa y que tiene en su mano su reelección, pone en marcha un mecanismo de censura al líder de su propio partido. En Reino Unido existe un comité que reúne a los “backbenchers” (literalmente, los diputados de los escaños traseros, denominados de esa manera porque se sientan en los últimos asientos de la Cámara), y los colocan ahí porque no ocupan un puesto en el Gobierno. Por esa razón se les considera más independientes y, en consecuencia, con mayor lealtad hacia sus electores que hacia al líder de su partido. Basta con que un quince por ciento de los diputados soliciten al Presidente de ese comité la retirada de la confianza para que se deba votar y, por mayoría simple, decidir si dicho líder debe dimitir o no. Volviendo a lo sucedido con Boris Johnson, el mandatario ganó aquella primera votación, pero terminó dimiendo ante la creciente falta de apoyo de los suyos, es decir, dentro de las filas conservadoras. Cabe resaltar, por tanto, la diferente mentalidad entre un sistema parlamentario como el británico y el nuestro. No sólo ocurre con el partido que gobierna. También se habla de “backbencher” en la oposición, para referirse a las personas que no dan la réplica al Gobierno desde los primeros bancos del hemiciclo.

Retomo la pregunta. ¿Se imaginan que antes de la moción de censura a Mariano Rajoy los miembros del Partido Popular hubieran censurado a su propio Presidente? ¿Se les pasa por la cabeza que desde el Partido Socialista se censure ahora a Pedro Sánchez? En España los parlamentarios sufren el síndrome de Estocolmo y defienden, justifican y apoyan todo lo que provenga de su líder, que les ha arrebatado el derecho a votar, elegir y desempeñar su cargo en libertad y pensando en sus electores. Esa es la pura realidad y uno de los principales problemas (por desgracia, no el único) de nuestra Democracia. Para revitalizarla, se torna pues imprescindible limitar el poder de los partidos políticos, ya que la concentración de ese poder en ellos debe considerarse igual que la otrora concentración de poder en manos de los monarcas absolutos.

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