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Los resbaladizos límites de la libertad de expresión

El pasado 20 de septiembre el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó una serie de sentencias (hasta cuatro) en una controversia entre un ciudadano alemán (el señor Klaus Günter Annen) y el Estado de Alemania, por unos requerimientos que las autoridades germanas habían decretado en relación a las campañas en contra del aborto que el citado particular llevaba a cabo en su página web. En su peculiar cruzada comparaba la interrupción voluntaria del embarazo con el Holocausto nazi y con el homicidio agravado, al tiempo que facilitaba los datos (nombres y direcciones) de los médicos que realizaban estas prácticas, calificándolos de pervertidos asesinos de niños. Uno de esos facultativos acudió a la justicia para que se eliminase su identificación. En una primera instancia, el tribunal desestimó la petición del doctor, alegando que era un hecho cierto y no discutido que realizase abortos, así como que en el resto de sus manifestaciones el señor Annen estaba amparado por la libertad de expresión.

Posteriormente, el médico varió sustancialmente su petición, solicitando una orden judicial civil para que Klaus Günter Annen desistiera de calificar la interrupción voluntaria de un embarazo como «asesinato con agravantes». En ese caso sí fue atendida su demanda y fue el demandado el que recurrió, alegando que, con la orden de prohibirle etiquetar en su página web los abortos como «homicidio agravado», el Tribunal de Apelaciones había violado su libertad de expresión.

En su sentencia, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconoce que la orden recibida por el señor Annen afectaba a su libertad de expresión. Sin embargo, dicha libertad no es absoluta, por lo que pueden imponerse límites, siempre y cuando resulten proporcionados y persigan un objetivo igualmente legítimo. En concreto, la Corte de Estrasburgo se centra en razonar si esta limitación de los derechos del ciudadano alemán a la hora de difundir en su blog sus ideas era necesaria y legítima en el seno de una sociedad democrática.

Para el Tribunal Europeo (y también para cualquier tribunal nacional) la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de un sistema constitucional, así como una de las condiciones básicas para su progreso y para la realización de cada individuo. Además, están amparadas por ella no solamente las ideas inofensivas o inocuas, sino también aquellas que ofenden y perturban, ya que sin  la exigencia de pluralismo, tolerancia y amplitud de miras no existe una sociedad democrática plena.

Pero, acto seguido, ese mismo Tribunal establece que tal libertad está sujeta a excepciones. Las limitaciones deben ser aplicadas restrictivamente y en consonancia con la necesidad de amparar un valor esencial del sistema democrático, una libertad, un derecho. La Corte de Estrasburgo concede a los Estados cierto margen para apreciar si existe esa necesidad de protección que faculta la restricción de la libertad de expresión, pero se reserva siempre la facultad para pronunciarse definitivamente sobre si esas restricciones son acordes con el Convenio Europeo de Derechos Humanos.

La decisión final de este Tribunal Internacional ha sido considerar que las restricciones a la libertad de expresión eran razonadas, legítimas y proporcionadas. Pese a reconocer que las declaraciones del demandante abordaron cuestiones de interés público, se concluyó que sus opiniones, tal y como fueron expresadas, imputaban la comisión de un delito al médico, lo que con la legislación alemana en la mano es manifiestamente falso. Una de las conclusiones finales de la sentencia es que las acusaciones del señor Annen no solo fueron muy graves (dado que una condena por homicidio agravado supondría la cadena perpetua) sino que podrían incitar al odio y a la agresión. Además, se debe tener en cuenta que este ciudadano alemán no fue condenado penalmente por difamación ni obligado a pagar daños y perjuicios. Únicamente se le ordenó que dejase de calificar los abortos como «homicidio con agravantes» y desistir, por lo tanto, de afirmar que el profesional sanitario estaba cometiendo ese delito. En consecuencia, valoran la medida como proporcionada y acorde con el Convenio.

Esta es la decisión de la más alta instancia europea jurisdiccional para la protección de los Derechos Humanos. No obstante, el problema radica en compatibilizar por un lado esa libertad de expresión de ideas que pueden ofendernos o perturbarnos, como reflejo de una sociedad pluralista y tolerante que admite la discusión democrática de temas de relevancia pública, con las limitaciones a la manifestación de ciertos discursos alegando que fomentan el odio o suponen un peligro para la propia convivencia democrática. Esa frontera de hasta dónde permitir y a partir de qué momento prohibir no está clara y supone adentrarse en terrenos pantanosos y resbaladizos.

En España tenemos problemas similares. Enjuiciamos letras de canciones o discursos ideológicos cargados de ofensas y descalificaciones. Y la pregunta ahí queda: ¿hasta dónde se debe permitir? Obviamente, la tendencia más cómoda (y también la más injusta) es aplicar la tradicional “ley del embudo”, siendo muy permisivos y tolerantes con los que piensan como nosotros, pero extremadamente rigurosos y severos con los que piensan distinto. Teniendo en cuenta que hablamos de la mera difusión de ideas (en ningún caso de la comisión de actos) la preferencia de la libertad de expresión debe ser, a mi juicio, una regla general que solo puede inaplicarse ante una clara incitación o justificación del odio como elemento para propagar la xenofobia y la hostilidad contra minorías y que pueda generar un caldo de cultivo para pasar de las palabras a los hechos delictivos o a la postergación social.

Derechos Humanos e hipocresía

Una de las últimas polémicas nacidas de la actualidad política ha sido la referida a las relaciones entre España y Arabia Saudí y, en concreto, a la amenaza más o menos velada de que el país árabe anule a la empresa Navantia el encargo de construir cinco corbetas. Esta decisión afectaría a los astilleros de la bahía de Cádiz, habida cuenta que se trata de un contrato millonario que conlleva numerosísimos puestos de trabajo. Al parecer, la causa de la posible rescisión contractual entre ambos países se debe al anuncio efectuado por el Ministerio de Defensa de suspender la venta a Arabia Saudí de cuatrocientas bombas de precisión láser, ante la sospecha de que se podrían utilizar en el conflicto de Yemen provocando unos efectos devastadores.

Esta guerra, pese a no acaparar titulares y portadas como sucede con otras, va camino de protagonizar una de las páginas más negras y vergonzantes de la historia de la Humanidad. A finales del pasado mes de agosto, la Organización de las Naciones Unidas emitió un informe en el que concluía que, tanto las fuerzas gubernamentales de Yemen como Arabia Saudí y los rebeldes hutíes, habrían podido cometer crímenes de guerra y violaciones de los derechos humanos, con un desprecio total ante el sufrimiento de millones de civiles en dicho país árabe. Uno de los especialistas del grupo de la ONU, el británico Charles Garraway, responsabilizó de la mayoría de las víctimas a los ataques aéreos de la coalición liderada por los saudíes. Ya a principios de 2018, el director de operaciones de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, John Ging, afirmó que, tras más de tres años de enfrentamientos, la situación en el país era (sigue siéndolo a día de hoy) “catastrófica”.

Los datos son contundentes. El número de personas que precisan ayuda humanitaria creció hasta superar los veintidós millones y casi ocho millones y medio padecen una grave falta de alimentos. Ante esta situación, se debería valorar si la decisión de paralizar la venta a Arabia Saudí de cuatrocientas bombas de precisión láser ha de considerarse, no solo como correcta desde un punto de vista político, sino si existen también argumentos jurídicos para defender que es la única opción válida. El Tratado sobre Comercio de Armas regula esta modalidad comercial, desde las armas más pequeñas hasta los carros y aeronaves de combate y los buques de guerra. Entró en vigor el 24 de diciembre de 2014 y España lo firmó y ratificó, pasando de ese modo a formar parte de nuestro ordenamiento jurídico.

El artículo 6 de dicho tratado prohíbe a los Estados las transacciones sobre armamento si suponen una violación de las obligaciones que les incumben en virtud de las medidas que haya adoptado el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero, además, impide expresamente a las naciones firmantes cualquier tipo de relación comercial con tales mercancías si tienen conocimiento de que las armas o los elementos podrían utilizarse para cometer genocidios, crímenes de lesa humanidad, infracciones graves de los Convenios de Ginebra de 1949, ataques dirigidos contra bienes de carácter civil o personas protegidas como tales, u otros crímenes de guerra tipificados en los acuerdos internacionales de los que sea parte.

Así las cosas, la postura de suspender o de, al menos, reconsiderar el comercio de armamento con Arabia Saudí no solo es una opción política legítima sino, desde el punto de vista de las normas vigentes,  una obligación. Sin embargo, esta postura sostenida por las leyes internacionales, por las advertencias de las Naciones Unidas y por la más mínima humanidad, se tambalea ante la posibilidad de perder miles de millones de dólares abonados por el reino saudita y miles de puestos de trabajo. Y es en ese concreto escenario cuando las proclamas sobre los Derechos Humanos, la paz internacional y el orden mundial comienzan a desdibujarse y a silenciarse.

Conforme a los datos definitivos de 2017, España batió su récord histórico de exportaciones de armamento con 4.346,7 millones, un 7,3% más que en 2016. Fuera de los países de la Unión Europea y de la OTAN, Arabia Saudí fue el primer cliente de nuestra industria militar, con 270,2 millones. Conforme a estas cifras hechas públicas hace unos meses, desde que en 2015 Arabia Saudí intervino militarmente en Yemen al frente de una coalición acusada de cometer crímenes contra la Humanidad, sus compras solo en munición española se han triplicado. Ante semejantes cifras, el anuncio efectuado por el Ministerio de Defensa de revisar estas relaciones comerciales armamentísticas ha reflejado una postura valiente, pero dicha valentía parece ya evaporarse ante las protestas derivadas de las pérdidas económicas que aparejaría la medida.

Porque firmar tratados para regular la venta de armas está bien. Sacarse la foto alardeando de proteger los Derechos Humanos está todavía mejor. Emocionarse con los discursos sobre la paz mundial es inevitable. Indignarse ante los escasos segundos que los telediarios dedican a los difuntos y desplazados yemeníes es lógico. Pero garantizar la continuidad del dinero en el bolsillo… eso, al parecer, no tiene precio.

El Decreto Ley como atajo inadecuado

El pasado sábado 25 de agosto se publicó en el Boletín Oficial del Estado el décimo Decreto Ley de esta legislatura (séptimo del Gobierno de Pedro Sánchez en apenas dos meses), relativo a la exhumación y traslado de los restos mortales de Francisco Franco del Valle de los Caídos. Como es lógico, cada español mantendrá una opinión al respecto. Desde un punto de vista puramente subjetivo, la medida cuenta con defensores y con detractores. Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente jurídico, me permito apuntar una serie de reflexiones que tal vez ayuden a entender la polémica generada y arrojen un poco de luz sobre una cuestión tan propicia para alentar acaloradas y no siempre meditadas discusiones.

En cuanto al fondo del asunto, es decir, sobre la decisión del Ejecutivo de desplazar los restos del dictador, cabe recordar que el pasado 11 de mayo de 2017 el Congreso de los Diputados aprobó por 198 votos a favor, un solo voto en contra y 140 abstenciones requerir al Gobierno a la exhumación de los restos de Franco y su retirada del Valle de los Caídos, así como a la reubicación de los de José Antonio Primo de Rivera. En ese sentido, no parece coherente echar ahora en cara a los miembros del gabinete de Pedro Sánchez el cumplimiento de un mandato surgido de una de las Cámaras legislativas y aprobado sin oposición alguna. De hecho, se llegó a publicar en los medios de comunicación que el solitario voto en contra se debió a un error de la diputada popular Celia Alberto, y no a una negativa consciente y voluntaria. A lo anterior hay que añadir la vigencia de la Ley 52/2007 de 26 de diciembre, de Memoria Histórica, en la que se establece que en ningún lugar del Valle de los Caídos “podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas o del franquismo”. En consecuencia, y desde ese punto de vista estrictamente jurídico, no considero que pueda ejercerse ninguna crítica sobre el fondo de esta decisión del actual Consejo de Ministros.

Sin embargo, sí es preciso efectuar un análisis sobre la forma en la que se ha adoptado la medida. Y, en este concreto aspecto, creo que debe someterse la acción gubernamental a una severa crítica por haber recurrido a la fórmula del Decreto Ley, un mecanismo excepcional y únicamente válido cuando se cumplen una serie de presupuestos. Dicho de otra manera, el Gobierno no puede acudir a esta vía ni de forma habitual ni a su antojo, sino exclusivamente ante circunstancias de “extraordinaria y urgente necesidad”, conforme se establece en el artículo 86 de nuestra Constitución Española.

Es muy probable que buena parte de la ciudadanía considere que, siendo correcta la medida, resulte irrelevante o secundario el modo escogido para ejecutarla. Sin embargo, no consiste en un mero asunto de protocolo ni en una formalidad sin importancia. Muy al contrario, se trata de una cuestión básica y central dentro de nuestro sistema parlamentario en el que, como regla general, se reserva el rango de las normas legales a los Parlamentos y el rango de las normas reglamentarias al Gobierno, existiendo entre ambas una jerarquía donde posee la primacía la regulación proveniente de las Cámaras legislativas. Ello se justifica en esencia porque los miembros de las Asambleas son elegidos directamente por la ciudadanía (no así el Gobierno) y por la mayor legitimidad democrática que implica la participación de todos los representantes del pueblo en el procedimiento de elaboración de las leyes. Por el contrario, las normas que emanan del Gobierno están marcadas por la ausencia de debate político y por la no intervención de las otras formaciones con asientos en el hemiciclo.

Muy excepcionalmente se permite al Ejecutivo que dicte normas ocupando el espacio que corresponde al Parlamento. En el específico caso del Decreto Ley, ante supuestos de “extraordinaria y urgente necesidad” que requieran de una decisión normativa pronta, sin la lentitud parlamentaria en la respuesta. El Tribunal Constitucional ha dictaminado ya en reiteradas sentencias que el concepto de extraordinaria y urgente necesidad que contiene la Constitución no es, en modo alguno, una cláusula o expresión vacía de significado y dentro de la cual el margen de apreciación política gubernamental se mueva libremente, sin restricción alguna. Se trata de un claro límite jurídico a su actuación. Por eso, dicho tribunal puede declarar la inconstitucionalidad de la norma en supuestos de uso abusivo, arbitrario o no justificado.

La cuestión es si en esta concreta decisión nos encontramos o no ante un supuesto de “extraordinaria y urgente necesidad”. Uno de los elementos utilizados para enjuiciarlo es considerar si, en el caso de aguardar a su tramitación parlamentaria, existiría un perjuicio para el interés general. Dicho de otro modo, ¿si se tramitase como una ley en el Parlamento, el retraso en la adopción de la medida generaría algún perjuicio comparado con la rapidez en su tramitación por parte del Gobierno? La respuesta afirmativa no parece imponerse, por lo que se deduce que el Ejecutivo ha invadido de forma inadecuada el espacio del Parlamento, error que nunca puede calificarse como menor en un Estado Constitucional.

En todo caso, se trata de una nociva tradición política común, sea cual sea el color del partido que gobierne. De forma cíclica, la oposición acusa a los inquilinos de la Moncloa de abusar de modo inconstitucional del Decreto Ley pero, cuando se da la vuelta a la tortilla, se produce la habitual amnesia. El que prometió no legislar por decreto comienza a hacerlo y el que lo había hecho hasta entonces, comienza a escandalizarse ante dicho comportamiento. Frente a esta realidad, la ciudadanía debe mostrarse más crítica con sus representantes y no ser permisiva con unas prácticas que tergiversan y distorsionan nuestro modelo de convivencia.

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