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Estado de Derecho: ¿Degeneración consentida?

Hace unos días se celebró en Cáceres el XX Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España, a la que me honro en pertenecer. Los profesores universitarios de esta disciplina, así como diversos juristas vinculados a la misma, nos reunimos una vez al año para debatir y confrontar opiniones sobre diferentes aspectos derivados de nuestra Constitución. En esta ocasión, el lema escogido fue “El Estado de Derecho en el siglo XXI” y, en general, mis colegas comparten mi visión pesimista sobre la deriva experimentada de un tiempo a esta parte por nuestro sistema constitucional. Se evidencia una degeneración progresiva en aspectos básicos como la separación de poderes o la calidad democrática, auténticos cimientos sobre los que se eleva la construcción de nuestra sociedad. Y todos conocemos el máximo riesgo que entrañan las grietas y erosiones en esos pilares y vigas maestras:  el peligro de derrumbe.

Por lo que se refiere a la separación de poderes entre el Legislativo y el Ejecutivo, las posturas que alertaron sobre  el progresivo arrinconamiento que padece la institución parlamentaria se reflejaron con unanimidad. Nos definimos como un sistema parlamentarista. Sin embargo, somos cada vez más presidencialistas, aunque sin sus frenos y contrapesos para controlar o limitar al poder. Muy ilustrativa resultó la intervención de la profesora de la Universidad Carlos III Laura Baamonde Gómez, que calificó directamente de “harakiri” lo que las Cortes Generales se estaban infligiendo con relación al Gobierno.

Se criticó la utilización de la figura del Decreto Ley por parte de los órganos ejecutivos, tanto estatales como autonómicos, y el nulo control real de las Asambleas Parlamentarias hacia la labor ejecutiva, dado que estas sesiones de control se han convertido en un mero debate político mal moderado y mal ejecutado, en el que predominan el grito y la descalificación. Como factor muy determinante de la degradación, salió también a relucir la imposición del mandato imperativo a los parlamentarios (en contra de lo que establece literalmente el artículo 67.2 de la Constitución), convirtiendo de facto a los diputados y senadores, no en representantes libres de la ciudadanía que los ha elegido, sino en trabajadores de sus formaciones políticas, dóciles empleados por cuenta ajena que deben cumplir las órdenes que les llegan desde los órganos de dirección de los partidos.

En cuanto a la separación entre el Poder Judicial y los órganos de control jurisdiccional respecto del Poder político, el panorama, si cabe, se torna todavía peor. Se puso de manifiesto la realidad de países como Polonia y Hungría, y su pulso con la Unión Europea en relación a sus valores esenciales, muy particularmente la separación de poderes, así como el reciente caso de Israel.  España, en todo caso, tampoco cuenta con un panorama alentador. La independencia y la necesaria imparcialidad de los componentes de las altas instituciones jurisdiccionales respecto del poder político no es ni mucho menos la deseable en un modelo constitucional. Así, por ejemplo, ya se recurre directamente a la terminología de “jueces comisarios” para referirse a los miembros del Tribunal Constitucional, en referencia a unos juzgadores que, una vez elegidos, se comportan como comisionados de la formación política que les designó, de tal manera que cuando el Pleno del Tribunal Constitucional vota la estimación o desestimación de los recursos, se identifica en dichas votaciones lo mismo que en los Plenos de los Parlamentos, donde cada sector de magistrados vota conjuntamente en función del partido que les ha propuesto (y parece ser que designado), como si de otro grupo político se tratase.

Obviamente, se abordó el enorme problema del Consejo General del Poder Judicial, tanto en lo relativo a su situación de bloqueo y caducidad del mandato, como en cuanto a su elección, otra mera traslación de cuotas políticas en los asientos de su Mesa. Se trató asimismo el tema de las denominadas “puertas giratorias”, por las que miembros de la Judicatura y la Fiscalía recalan en puestos de responsabilidad política para, posteriormente, volver a vestir la toga pretendiendo que su imagen de imparcialidad e independencia quede intacta. En definitiva, para cada uno de estos frentes urge y se vuelve necesaria una regulación mucho más rigurosa, que ahonde y recalque la separación de poderes por la vía de restar influencia al poder político.

Pero es que, si fijamos la vista en la calidad de nuestra democracia, los retos no son menos importantes. Quizás uno cuya solución resulte más compleja sea el de las “fake news” o noticias falsas pues, evidenciando que, tanto la desinformación como la asunción ciudadana de mentiras y manipulaciones afecta al modelo democrático de convivencia, unas soluciones drásticas ajenas a la censura y a la vulneración del derecho a la libertad de expresión no parecen posibles. Habida cuenta de que ningún órgano político puede autoproclamarse defensor de la verdad para, a partir de ahí, sancionar, castigar o limitar aquello que no se ajuste a sus postulados, tampoco deja de ser cierto que los mecanismos privados de autocontrol de las redes sociales distan mucho de demostrarse eficaces y eficientes.

Los populismos y la desafección por parte de la ciudadanía hacia lo público erosionan igualmente el buen funcionamiento de un Estado Social y Democrático de Derecho. Sea como fuere, no debería existir tensión entre Democracia y Estado de Derecho, conceptos indisolubles en un sistema constitucionalista y defensores de los mismos valores y principios.

Se desarrolló también la mesa de trabajo “Constitución y género”, centrada en cuestiones relacionadas con el feminismo y la posición de las mujeres en el modelo constitucional. De todas las ideas aportadas, me gustaría destacar el posicionamiento de la profesora de la Universidad de Valencia Ana Marrades Puig, quien afirmó que el principal factor de discriminación de la mujer estriba en el ámbito de los cuidados, abogando por la necesidad regulatoria de los derechos y garantías de quienes ejercen dicha labor, un colectivo formado mayoritariamente por mujeres que roza el desamparo y constituye una fuente de desagravios.

En definitiva, numerosos temas, numerosos desafíos y numerosos retos para mejorar la calidad y el nivel de nuestro Estado de Derecho. El primer paso estriba en reconocerlos. El segundo, en implicarse en su solución. Y, para ello, se precisa de una sociedad más comprometida con estos asuntos, que sea exigente con la clase política y requiera de sus gobernantes y cargos públicos comportamientos distintos y medidas diferentes de las que actualmente marcan el rumbo de nuestra sociedad. De lo contrario, esta degeneración se caracterizará por ser una degeneración consentida por la propia ciudadanía.

Derecho a la información y presunción de inocencia

Es habitual que los Derechos Fundamentales colisionen entre sí generando situaciones en las que entran en conflicto, debiendo establecerse las reglas por las que finalmente se decida cuál debe prevalecer y con qué condiciones. Entre tales situaciones, una de las más habituales surge con la difusión por los medios de comunicación de informaciones referidas a las investigaciones que la Policía, la Fiscalía o los Juzgados de Instrucción realizan sobre los hechos delictivos. Los informativos y la ciudadanía invocan su derecho a la información, en concreto a darla y recibirla de modo veraz, y los protagonistas de las noticias hacen lo propio con su derecho a la presunción de inocencia. Es cierto que, cuando se difunde que una concreta persona resulta acusada de un delito o está siendo investigada en un procedimiento judicial, le cubre un halo de sospecha muy similar al de culpabilidad, con el que debe convivir hasta que finalmente se dicte la resolución que dictamine su condena o su absolución. Con el ánimo de evitar estas confusiones, se han tomado medidas meramente formales o estéticas, como cambiar la ley para que se llame “investigado” al antiguamente denominado “imputado” pero, obviamente, en una simple variación de término no estriba la solución. Se use uno u otro en un titular de primera página, el efecto no deja de ser el mismo. Lo determinante radica en que, tanto los profesionales de los medios como los destinatarios de esa labor periodística, sepan diferenciar las diversas etapas de un proceso penal y su significado específico, ya que estar “investigado” difiere de estar “procesado” o “condenado”.

En mi opinión, el verdadero problema hunde sus raíces en la precaria y arcaica regulación legal de nuestro procedimiento penal, al crearse una figura jurídica (“imputado” o “investigado”) con la que se pretende aglutinar aspectos de lo más diverso y que, por lo tanto, no pueden equipararse. Así, acaba denominándose de idéntica manera a personas que atraviesan situaciones muy diferentes, lo que provoca la confusión y propicia la manipulación.

Por ejemplo, “imputado” o “investigado” es aquel sobre quien recae una acusación delictiva y al que un juez, en una resolución judicial suficientemente motivada, impone medidas limitativas (como la prisión provisional) o restrictivas (como la retirada del pasaporte o la obligación de comparecer en el juzgado determinados días) de libertad, argumentando, entre otras cuestiones, sólidos indicios, evidencias de culpabilidad y riesgos que deben evitarse (como la fuga del reo, la destrucción de pruebas o la posibilidad de que continúe delinquiendo).

Igualmente, será “imputada” o “investigada” la persona sobre la que recae una acusación delictiva, pero sobre la que el juez no impone ninguna medida limitativa o restrictiva de libertad, prosiguiendo el procedimiento ante la necesidad de llevar a cabo más diligencias de investigación y esclarecimiento de los hechos. En bastantes ocasiones, tras esas posteriores diligencias o averiguaciones, las causas se archivan y las imputaciones se levantan, resultando temporal y transitoria la situación en la que el acusado se ve inmerso. Se trata de una consecuencia inevitable, derivada de la necesaria labor de investigación judicial. Es más, en estos casos el afectado puede estar “imputado” o “investigado” durante meses (incluso años) sin un auto que justifique de forma motivada su estado, más allá de la necesaria investigación judicial y la existencia de sospechas o meros indicios propiciados por la denuncia de la parte acusadora.

A veces, la llamada a declarar como “imputado” o “investigado” se debe a la obligación del juez de escuchar la versión del acusado de un delito sobre lo ocurrido, estando el procedimiento judicial en una fase tan inicial que sólo esa versión de la acusación puede servir de base para dicha llamada. En ese sentido, a menudo se dictan resoluciones judiciales llamando a declarar en calidad de “imputadas” a algunas personas, como primera medida a adoptar ante la denuncia de un particular, basándose dicha resolución en la necesidad de investigar unos hechos y sin que exista argumentación o motivación alguna por la que el órgano judicial considere que existe responsabilidad penal del citado ante el Juzgado. Y ello es así porque, conforme al artículo 486 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, “la persona a quien se impute un acto punible deberá ser citada sólo para ser oída”.

Igualmente, “imputado” o “investigado” es la figura apta para que un ciudadano pueda comparecer en el proceso penal con todos sus derechos y garantías. Además, en  numerosas ocasiones se imputa a alguien para asegurarle el ejercicio de determinados derechos en un procedimiento penal y para avalar el cumplimiento de las garantías constitucionales, sin que se exija un previo análisis sobre los indicios o certezas de la acusación. Dicho de otra manera, a un Juez de Instrucción, para imputar a una persona en una fase inicial del proceso, no se le requiere a que efectúe profundos análisis ni llegue a conclusiones sobre la posible responsabilidad de aquella. Se puede producir una imputación formal e inicial, siendo esta una situación inevitable y que realmente se prevé más como una salvaguarda de los derechos de la persona afectada que como un razonamiento judicial del que se pueda deducir o concluir responsabilidad alguna.

Es por ello que el término “imputado” o “investigado” puede estar referido a situaciones graves de las que quizá se desprendan serios indicios de responsabilidad criminal, como, también, a situaciones más nimias, sin claras repercusiones penales y de las que no se deriva inicialmente culpabilidad alguna. En definitiva, sirve para lo más y para lo menos. Por lo tanto, sería conveniente una reforma en profundidad del procedimiento de enjuiciamiento criminal para diferenciar claramente situaciones y conceptos. De lo contrario, seguiremos asistiendo a un baile de declaraciones encontradas, diálogos de sordos y rifirrafes sin sentido.

A la hora de compatibilizar los derechos en conflicto, conviene resaltar que el derecho de información requiere de la veracidad y de la relevancia pública de la noticia e implica una labor profesional marcada por la contrastación de los hechos y por la persecución de un fin último muy loable, que no es otro que aspirar a una sociedad bien informada. La presunción de inocencia no puede suponer un “apagón informativo” hasta que Su Señoría emita la sentencia final. El respeto a la justicia y a los derechos de determinados individuos no tiene que suponer la exigencia de vendar los ojos y de tapar los oídos al resto. En este sentido, el Tribunal Constitucional, en su sentencia 109/1986, estableció que el derecho a la presunción de inocencia contiene dos planos: por una parte, opera “en las situaciones extraprocesales y constituye el derecho a recibir la consideración y el trato de no autor o no partícipe en hechos de carácter delictivo o análogos a éstos y determina, por ende, el derecho a que no se apliquen las consecuencias o los efectos jurídicos anudados a hechos de tal naturaleza”; por otra, supone que “toda condena debe ir precedida siempre de una actividad probatoria, impidiendo dicha condena sin pruebas”. El mismo T.C., así como otros Tribunales internacionales encargados de la defensa de los derechos, ha manifestado reiteradamente la importancia de una sociedad libre e informada como uno de los pilares fundamentales de un Estado democrático y como una de las condiciones más importantes para su progreso y desarrollo individual y colectivo. Por lo tanto, algo se debe hacer para que el mecanismo funcione.

En realidad, las reglas están claras. Los términos “debo condenar y condeno” y “debo absolver y absuelvo” sólo las pronuncian los jueces y los magistrados circunscritos a la valoración jurídica de la comisión o no comisión de un delito. A partir de ahí, con informaciones veraces y contrastadas, el pueblo sacará sus propias conclusiones, no necesariamente jurídicas.

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