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Estado de Derecho: ¿Degeneración consentida?

Hace unos días se celebró en Cáceres el XX Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España, a la que me honro en pertenecer. Los profesores universitarios de esta disciplina, así como diversos juristas vinculados a la misma, nos reunimos una vez al año para debatir y confrontar opiniones sobre diferentes aspectos derivados de nuestra Constitución. En esta ocasión, el lema escogido fue “El Estado de Derecho en el siglo XXI” y, en general, mis colegas comparten mi visión pesimista sobre la deriva experimentada de un tiempo a esta parte por nuestro sistema constitucional. Se evidencia una degeneración progresiva en aspectos básicos como la separación de poderes o la calidad democrática, auténticos cimientos sobre los que se eleva la construcción de nuestra sociedad. Y todos conocemos el máximo riesgo que entrañan las grietas y erosiones en esos pilares y vigas maestras:  el peligro de derrumbe.

Por lo que se refiere a la separación de poderes entre el Legislativo y el Ejecutivo, las posturas que alertaron sobre  el progresivo arrinconamiento que padece la institución parlamentaria se reflejaron con unanimidad. Nos definimos como un sistema parlamentarista. Sin embargo, somos cada vez más presidencialistas, aunque sin sus frenos y contrapesos para controlar o limitar al poder. Muy ilustrativa resultó la intervención de la profesora de la Universidad Carlos III Laura Baamonde Gómez, que calificó directamente de “harakiri” lo que las Cortes Generales se estaban infligiendo con relación al Gobierno.

Se criticó la utilización de la figura del Decreto Ley por parte de los órganos ejecutivos, tanto estatales como autonómicos, y el nulo control real de las Asambleas Parlamentarias hacia la labor ejecutiva, dado que estas sesiones de control se han convertido en un mero debate político mal moderado y mal ejecutado, en el que predominan el grito y la descalificación. Como factor muy determinante de la degradación, salió también a relucir la imposición del mandato imperativo a los parlamentarios (en contra de lo que establece literalmente el artículo 67.2 de la Constitución), convirtiendo de facto a los diputados y senadores, no en representantes libres de la ciudadanía que los ha elegido, sino en trabajadores de sus formaciones políticas, dóciles empleados por cuenta ajena que deben cumplir las órdenes que les llegan desde los órganos de dirección de los partidos.

En cuanto a la separación entre el Poder Judicial y los órganos de control jurisdiccional respecto del Poder político, el panorama, si cabe, se torna todavía peor. Se puso de manifiesto la realidad de países como Polonia y Hungría, y su pulso con la Unión Europea en relación a sus valores esenciales, muy particularmente la separación de poderes, así como el reciente caso de Israel.  España, en todo caso, tampoco cuenta con un panorama alentador. La independencia y la necesaria imparcialidad de los componentes de las altas instituciones jurisdiccionales respecto del poder político no es ni mucho menos la deseable en un modelo constitucional. Así, por ejemplo, ya se recurre directamente a la terminología de “jueces comisarios” para referirse a los miembros del Tribunal Constitucional, en referencia a unos juzgadores que, una vez elegidos, se comportan como comisionados de la formación política que les designó, de tal manera que cuando el Pleno del Tribunal Constitucional vota la estimación o desestimación de los recursos, se identifica en dichas votaciones lo mismo que en los Plenos de los Parlamentos, donde cada sector de magistrados vota conjuntamente en función del partido que les ha propuesto (y parece ser que designado), como si de otro grupo político se tratase.

Obviamente, se abordó el enorme problema del Consejo General del Poder Judicial, tanto en lo relativo a su situación de bloqueo y caducidad del mandato, como en cuanto a su elección, otra mera traslación de cuotas políticas en los asientos de su Mesa. Se trató asimismo el tema de las denominadas “puertas giratorias”, por las que miembros de la Judicatura y la Fiscalía recalan en puestos de responsabilidad política para, posteriormente, volver a vestir la toga pretendiendo que su imagen de imparcialidad e independencia quede intacta. En definitiva, para cada uno de estos frentes urge y se vuelve necesaria una regulación mucho más rigurosa, que ahonde y recalque la separación de poderes por la vía de restar influencia al poder político.

Pero es que, si fijamos la vista en la calidad de nuestra democracia, los retos no son menos importantes. Quizás uno cuya solución resulte más compleja sea el de las “fake news” o noticias falsas pues, evidenciando que, tanto la desinformación como la asunción ciudadana de mentiras y manipulaciones afecta al modelo democrático de convivencia, unas soluciones drásticas ajenas a la censura y a la vulneración del derecho a la libertad de expresión no parecen posibles. Habida cuenta de que ningún órgano político puede autoproclamarse defensor de la verdad para, a partir de ahí, sancionar, castigar o limitar aquello que no se ajuste a sus postulados, tampoco deja de ser cierto que los mecanismos privados de autocontrol de las redes sociales distan mucho de demostrarse eficaces y eficientes.

Los populismos y la desafección por parte de la ciudadanía hacia lo público erosionan igualmente el buen funcionamiento de un Estado Social y Democrático de Derecho. Sea como fuere, no debería existir tensión entre Democracia y Estado de Derecho, conceptos indisolubles en un sistema constitucionalista y defensores de los mismos valores y principios.

Se desarrolló también la mesa de trabajo “Constitución y género”, centrada en cuestiones relacionadas con el feminismo y la posición de las mujeres en el modelo constitucional. De todas las ideas aportadas, me gustaría destacar el posicionamiento de la profesora de la Universidad de Valencia Ana Marrades Puig, quien afirmó que el principal factor de discriminación de la mujer estriba en el ámbito de los cuidados, abogando por la necesidad regulatoria de los derechos y garantías de quienes ejercen dicha labor, un colectivo formado mayoritariamente por mujeres que roza el desamparo y constituye una fuente de desagravios.

En definitiva, numerosos temas, numerosos desafíos y numerosos retos para mejorar la calidad y el nivel de nuestro Estado de Derecho. El primer paso estriba en reconocerlos. El segundo, en implicarse en su solución. Y, para ello, se precisa de una sociedad más comprometida con estos asuntos, que sea exigente con la clase política y requiera de sus gobernantes y cargos públicos comportamientos distintos y medidas diferentes de las que actualmente marcan el rumbo de nuestra sociedad. De lo contrario, esta degeneración se caracterizará por ser una degeneración consentida por la propia ciudadanía.

Mociones de censura y parlamentarismo

Anunciada ya la sexta moción de censura dentro del periodo histórico de vigencia de nuestra Constitución Española, se torna necesario refrescar algunas ideas y conceptos sobre esta figura, regulada en el artículo 113 de nuestra Carta Magna y donde se establece que el Congreso de los Diputados puede exigir la responsabilidad política del Gobierno mediante la adopción por mayoría absoluta de una moción de censura, que deberá ser propuesta, al menos, por la décima parte de los diputados (es decir, como mínimo por 35) y habrá de incluir un candidato alternativo para ocupar la Presidencia del Ejecutivo. Dicha moción de censura no podrá ser votada hasta que transcurran cinco días desde su presentación. En los dos primeros, podrán presentarse mociones alternativas y, de no ser aprobada por el Congreso, sus firmantes no podrán presentar otra durante el mismo período de sesiones.

La citada figura halla su lógica y su significado dentro de un modelo parlamentario, en el que el Presidente del Gobierno no es elegido directamente por el pueblo, sino que su designación corre a cargo de la Cámara Legislativa surgida de las elecciones. Así, son los miembros del Congreso de los Diputados quienes eligen al líder del Ejecutivo y es dicha Cámara quien puede cesarle, tanto por la vía de la moción de censura (nacida del propio Parlamento) como de la cuestión de confianza (presentada por el propio Gobierno, que quiere consultar a la Cámara si sigue contando con su respaldo). Igualmente son las Cortes Generales las que, en teoría, controlan la labor gubernamental por medio de preguntas, interpelaciones y comisiones de investigación. La idea que late en este modelo radica en que siempre debe existir confianza y apoyo del Parlamento hacia el Gobierno para que éste se mantenga en el poder.

Bien es cierto que tal teoría se ha desdibujado con el transcurso de los años, teniendo en cuenta una discutible (incluso perversa) evolución por la que el centro de gravedad del sistema se ha trasladado del Parlamento hacia el Gobierno. La progresiva acumulación de poderes y facultades por parte del Ejecutivo y de las formaciones políticas ha derivado en un debilitamiento gradual de las funciones de los diputados y senadores quienes, anestesiados por la férrea disciplina de sus respectivos partidos, terminan siendo obedientes ejecutores de las directrices de los cargos orgánicos que residen en sus sedes. Además, al darse la circunstancia de que, como regla general, el Presidente del Gobierno es el líder del partido mayoritario en las Cortes Generales, se produce finalmente un sorprendente giro de ciento ochenta grados a la fórmula inicial y el controlado pasa a controlar, mientras que los llamados a ejercer dicho control, más que representar a los ciudadanos y rendirles cuentas, pasan a convertirse en meras herramientas partidarias que rinden esas cuentas al líder orgánico de turno.

Hasta la fecha se han presentado seis mociones de censura y, de las cinco ya votadas, sólo una ha logrado prosperar. En 1980, siendo presidente Adolfo Suárez, Felipe González encabezó la primera, que fue rechazada por 152 votos a favor, 166 en contra y 21 abstenciones. La segunda, ya con González encabezando el Ejecutivo, estuvo liderada por Antonio Hernández Mancha y tampoco salió adelante,  logrando únicamente 66 votos a favor, frente a 195 en contra y 72 abstenciones. El Gobierno de Mariano Rajoy se enfrentó a otras dos, una presentada por Unidas Podemos con Pablo Iglesias como candidato alternativo, que también resultó desestimada (82 votos a favor, 170 en contra y 97 abstenciones) y otra presentada por el PSOE que, por fin, tuvo éxito (180 votos a favor, 169 en contra y 1 abstención), aupando de ese modo a Pedro Sánchez a la Presidencia. Por último, VOX vio rechazada esta misma legislatura por 52 votos a favor y 298 en contra su presentación de Santiago Abascal como opción alternativa.

La moción de censura implica sustituir a un Gobierno por otro con la finalidad de impulsar un nuevo programa político. Esta sexta moción de censura (segunda de VOX en la presente legislatura) se va a votar en el mes de marzo de 2023, dándose la circunstancia de que antes de que acabe el año deben disolverse las Cortes y convocarse elecciones. El actual período comenzó el 3 de diciembre de 2019​ cuando, tras la celebración de las elecciones generales el 10 de noviembre, se constituyeron las Cortes Generales. Esto significa que, en el supuesto de que llegase a prosperar la moción de censura, el nuevo Gobierno dispondría de pocos meses para impulsar su proyecto.

Ahora, además, el candidato a sustituir al Presidente del Gobierno no es diputado, ni siquiera miembro del partido que presenta formalmente la moción. Si bien no se trata de un impedimento legal, dado que nuestra Constitución no exige que el Presidente del Gobierno forme parte del Congreso de los Diputados, supone una situación novedosa y, en cierto punto, sorprendente, por lo que parece desprenderse que esta propuesta se alza más como un intento de echar a este Gobierno que de construir otro alternativo. Por lo tanto, tal pretensión, sin chocar formalmente con nuestras normas, no responde al espíritu con el que se ideó esta figura.

En el ámbito de las Comunidades Autónomas existe, asimismo, la posibilidad de presentar mociones de censura. En este caso, el número de las presentadas es muy superior. La primera tuvo lugar en Cataluña en 1982 contra el Gobierno de Jordi Pujol y resultó rechazada. Tuvo éxito, sin embargo, la interpuesta en Galicia contra el Ejecutivo de Gerardo Fernández Albor (representante de la extinta Alianza Popular), que terminó con el socialista Fernando González Laxe ocupando el cargo. En 1993 se dio en Canarias un pintoresco supuesto: el candidato que lideró la censura al Ejecutivo fue su propio Vicepresidente. Así, Jerónimo Saavedra (PSOE) vio como Manuel Hermoso (AIC) le sustituyó en el cargo. En 2021 tuvieron lugar otros dos intentos, ambos fracasados. Uno en Murcia, donde Ana Martínez Vidal (Cs) intentó apartar del cargo a Fernando López Miras (PP), y otro en Castilla y León, donde Luis Tudanca (PSOE) tampoco logró sustituir a Alfonso Fernández Mañueco (PP).

Cabe indicar que no todas las mociones de censura han acabado en votación. En Cataluña Josep Piqué (PP) presentó una a Pasqual Maragall (PSC) en 2005, pero la retiró sin llegar a votarse. Y en 2017 y 2018, tanto en Extremadura contra Pedro Antonio Sánchez (PP) como en Madrid contra Cristina Cifuentes (PP), el PSOE presentó dos más, pero los censurados dimitieron antes de la votación.

Aborto y Tribunal Constitucional: una historia infame

El recurso de inconstitucionalidad presentado en 2010 por varios diputados del Partido Popular contra la regulación del aborto será recordado como una mancha vergonzante en la historia del Tribunal Constitucional. No hay razón alguna que pueda ayudar a comprender los motivos por los que durante casi trece años dicho recurso estuvo relegado sin resolverse. Cualquier explicación, en el hipotético caso de que existiera, supondría un bochorno. Por lo tanto, lo ocurrido debería llevar a la reflexión y, sobre todo, tendría que implicar la adopción de medidas para que no se volviera a repetir. Sin duda, ha de regularse de forma más rigurosa el manejo de la agenda del Tribunal Constitucional y sus tiempos de respuesta.

Así, resulta paradójico, por evitar otro calificativo más hiriente, que el TC controle a los tribunales ordinarios en lo referente al derecho a un proceso judicial sin dilaciones indebidas (reconocido como derecho fundamental en el artículo 24.2 de nuestra Constitución) y luego se permita el lujo de meter los asuntos incómodos en un cajón de manera discrecional o arbitraria. Sin ir más lejos, en octubre de 2022 estimó un recurso de amparo contra la resolución de un juez de Sevilla por haber marcado la fecha de juicio más de tres años y medio después de presentada la demanda.

Pero, aunque pueda considerarse un avance que el reloj que marcaba el retraso en la toma de esta concreta decisión ya se haya parado, lo cierto es que el modo de llevarse a cabo tampoco ha sido el más convencional, anunciándose a bombo y platillo pese a que todavía no se ha dictado la sentencia. La realidad es que el Pleno, compuesto por once magistrados (todavía continúa una vacante sin cubrir) rechazó el borrador de sentencia que había elaborado Enrique Arnaldo y designó como nueva ponente a la Vicepresidenta del Tribunal, Inmaculada Montalbán, encomendándole la redacción de la futura resolución. Se votó desestimar el recurso, aunque sin una propuesta con argumentos jurídicos sobre los que apoyar tal decisión.

Teóricamente cabría pensar que el resultado de la votación anunciado para la desestimación del recurso (siete votos contra cuatro) se viese alterado por la futura redacción de la sentencia si, en función de su argumentación, alguno de los magistrados cambiase de parecer. ¿Sería entonces defendible que se anunciase ya oficialmente que el recurso de inconstitucionalidad se ha desestimado por siete votos a cinco pero que, posteriormente, la sentencia que se publique esté avalada por otra mayoría? ¿Y si tras la lectura de la sentencia, en los términos en los que está redactada, algún miembro cambia de parecer? Más aún, ¿qué pasaría si se retrasa la redacción de la sentencia y entre la votación que desestima el recurso y la publicación de la resolución judicial se entra en vigor la nueva reforma de la ley del aborto que se está tramitando en las Cortes afectando a las normas recurridas? Esta forma de proceder, no me parece la más apropiada.

A la espera de leer el fallo del Tribunal Constitucional y los posibles votos particulares, la polémica social que suscita el asunto resulta cada vez menor. De hecho, el borrador de sentencia rechazado no declaraba inconstitucional el aborto ni la regulación que lo legaliza vinculándolo a una serie de plazos desde la concepción. La controversia estribaba en la información que debía darse a la mujer antes de tal intervención.

Por otra parte figura el tema de las recusaciones, cada vez más espinoso, delicado y complejo. Al parecer, la tendencia del TC se dirige a obviar una resolución sobre el fondo de la cuestión (si alguno de los magistrados se halla “contaminado” para decidir de forma objetiva e imparcial) para preservar la cuestión formal del quorum mínimo de decisión del Pleno. Da la impresión de que la reflexión es la siguiente: “Si decido sobre las recusaciones planteadas, no puedo dictar sentencia porque me quedo sin los magistrados necesarios para ello. Por lo tanto, mejor no me pronuncio sobre esa cuestión e inadmito a trámite las recusaciones”. Se trata sin duda de una solución, pero ni es elegante desde el punto de vista jurídico, ni tranquilizadora desde el punto de vista de las garantías con las que se debe dictar un fallo judicial.

Conviene recordar que el derecho a un juez imparcial constituye una garantía fundamental de cualquier sistema de control jurisdiccional. Dicha imparcialidad comprende dos vertientes: subjetiva y objetiva. La subjetiva garantiza que el juez no haya mantenido relaciones indebidas con las partes (lo que incluye todas las dudas derivadas de sus relaciones con aquellas), en tanto que la objetiva asegura que se acerca a la cuestión litigiosa o controvertida sin haber tomado postura en relación a ella (lo que se pondera en cada caso concreto). Más allá de lo expresado sobre esta cuestión en nuestra normativa interna, existen normas internacionales y jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que no es secundaria ni despreciable. En Europa, dicho Tribunal ha otorgado un amplio margen de apreciación a los Estados para determinar cuándo comienza la vida humana. De hecho, las sentencias niegan que el “nasciturus” sea titular como tal del derecho a la vida, dejando que las legislaciones configuren con cierta libertad los requisitos para el aborto. En ese sentido, el aborto se trata de un derecho de naturaleza legal y, por tanto, susceptible de modificaciones en base a los designios de la composición de los Parlamentos. Distinto sería si se incluyese como derecho constitucional. De hecho, la Asamblea Nacional francesa votó el pasado mes de noviembre el inicio de los trámites para incluir el derecho al aborto en su Constitución. La propuesta fue apoyada por 337 parlamentarios y sólo contó con 32 votos en contra. Opuesta es la tendencia en los Estados Unidos de América, donde su Tribunal Supremo ha revocado la hasta entonces doctrina de la sentencia conocida como “Roe contra Wade”, anulando así el derecho al aborto vinculado a su Constitución federal y dejando en manos de cada uno de los Estados miembros su regulación.

El delito de malversación y su reforma

El delito de malversación ha cobrado protagonismo en los medios de comunicación, con ocasión de la reciente reforma impulsada por el Gobierno del Estado y aprobada por las Cortes Generales. Sin embargo, no es uno de los tipos penales más conocidos. Esta figura delictiva se halla regulada en el Título XIX del Código Penal, que lleva la rúbrica de “Delitos contra la Administración Pública”. Ello quiere decir que con estas sanciones se pretende proteger el buen funcionamiento de la Administración Pública y el patrimonio con el que se sufraga la actividad pública, y su correspondiente conexión con los intereses generales de la sociedad. Se trata de un delito que, por regla general, sólo puede ser cometido por autoridades o funcionarios públicos, aunque también se habla de la denominada “malversación impropia” cuando otro tipo de personas se encuentran legalmente designadas como depositarias de caudales o efectos públicos.

Antes de la reforma, se castigaba a la autoridad o funcionario cuando, teniendo facultades para administrar el patrimonio público, vulneraba las reglas de esa Administración causando un perjuicio al patrimonio administrado o, también, cuando se apropiaba para sí o para un tercero de algún bien o derecho de contenido económico-patrimonial pertenecientes a las Administraciones Públicas. En realidad, consistía en llevar al ámbito de las Administraciones los delitos de administración desleal o de apropiación indebida sobre patrimonios particulares o privados.

Antes el delito genérico de malversación acarreaba una pena de prisión de dos a seis años, además de la sanción de inhabilitación especial para cargo o empleo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de seis a diez años. Existía un tipo penal más agravado, con prisión de cuatro a ocho años e inhabilitación absoluta de diez a veinte, si los hechos hubieran causado un grave daño al servicio público o si el valor del perjuicio causado o de los bienes o efectos apropiados excediera de 50.000 euros.

Después de esta reforma, cabe distinguir entre:

  1. a) La autoridad o funcionario público que, con ánimo de lucro, se apropiare o consintiere que un tercero, con igual ánimo, se apropie del patrimonio público que tenga a su cargo por razón de sus funciones o con ocasión de las mismas.
  2. b) La autoridad o funcionario público que, sin ánimo de apropiárselo, destinare a usos privados el patrimonio público puesto a su cargo por razón de sus funciones o con ocasión de las mismas.

En el primer caso, la pena para el tipo penal básico es de prisión de dos a seis años e inhabilitación especial para cargo o empleo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de seis a diez años. En el segundo, se reduce a la pena de prisión de seis meses a tres años, y suspensión de empleo o cargo público de uno a cuatro años. No obstante, pese a la rebaja de la sanción prevista para este segundo supuesto, existe en la norma la previsión de que “si el culpable no reintegrara los mismos elementos del patrimonio público distraídos dentro de los diez días siguientes al de la incoación del proceso, se le impondrán las penas previstas para el primero de los supuestos”.

Se mantienen asimismo los supuestos más agravados para el caso de que se hubiera causado un daño grave al servicio público, si el valor del perjuicio causado excediere de 50.000 euros o si los objetos malversados poseyeran valor artístico, histórico, cultural o científico.

Una vez que esta reforma ha entrado en vigor, los condenados conforme a las previsiones del anterior Código Penal que consideren que con la nueva regulación las penas previstas para sus delitos se han visto reducidas, pueden pedir que se recalculen las sanciones a imponer, aplicando el criterio general de la retroactividad de las leyes penales o sancionadoras más favorables para el reo.

Este efecto es habitual y se ha venido produciendo siempre. El artículo 2.2 de nuestro Código Penal establece que “tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena”. Esta aplicación de las nuevas normas a los hechos ocurridos y sentenciados bajo una legislación anterior más severa, también existe en la normativa internacional. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirma que el artículo 7.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos garantiza, de forma implícita, el principio de retroactividad de la ley penal más favorable.  Ha sido asimismo recogido por el art. 49.1 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (“Igualmente, no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida. Si, con posterioridad a esta infracción, la ley dispone una pena más leve, deberá ser aplicada esta”), y así figuraba en el art. 15.1, inciso final, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (“Si, con posterioridad a la comisión del delito, la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”).

Por tanto, es normal que en estos momentos existan revisiones de sentencias condenatorias ya impuestas, como ocurrió hace algunos meses con la entrada en vigor de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual. Otro debate diferente, ya no jurídico sino político, estriba en si resulta deseable esta modificación de la malversación y la rebaja de penas para los supuestos en los que no exista un ánimo de lucro personal.

La libertad de expresión de los jueces y su imparcialidad

El Consejo Consultivo de Jueces Europeos del Consejo de Europa ha emitido una serie de recomendaciones a los jueces y juezas europeos sobre la forma de ejercer su derecho a la libertad de expresión, tanto dentro como fuera de los Tribunales, y también en los medios de comunicación y en las redes sociales. En opinión de este Consejo, los jueces disfrutan del derecho a la libertad de expresión como cualquier otro ciudadano. Sin embargo, al ejercerlo deben tener en cuenta sus responsabilidades y deberes específicos en la sociedad, además de las obligaciones que impone el secreto profesional relacionado con su función judicial. Considera que han de actuar con moderación a la hora de expresar sus puntos de vista y opiniones en circunstancias en las que se pueda comprometer su independencia, su imparcialidad o la dignidad de su cargo, o cuando puedan poner en peligro la autoridad del Poder Judicial.

Este Consejo Consultivo señala que, cuando la democracia, la separación de poderes y el Estado de Derecho se ven amenazados, todos los jueces y  juezas tienen el deber de pronunciarse en defensa de la independencia judicial y del orden constitucional, incluso en cuestiones políticamente sensibles. También tendrían que abordar las amenazas a la independencia judicial a nivel internacional. Quienes hablen en nombre de un Consejo o Asociación Judicial deberían disfrutar de un nivel de protección mayor. El dictamen también insiste en que, sea individualmente o a través de las Asociaciones y Consejos Judiciales, cuentan con el deber ético de explicar al público el sistema de justicia, el funcionamiento del Poder Judicial y sus valores, a fin de promover y preservar la confianza de la población en esta actividad.

No obstante lo anterior, se ha de compatibilizar ese derecho con la independencia e imparcialidad que exige la labor judicial o jurisdiccional que desempeñan. Nuestro Tribunal Constitucional ya ha manifestado en varias sentencias que el derecho a un juez imparcial constituye una garantía fundamental del sistema de justicia. Dicha imparcialidad comprende dos vertientes: subjetiva y objetiva. La subjetiva garantiza que no ha mantenido relaciones indebidas con las partes (lo que integra todas las dudas que se deriven de las relaciones del juez con aquellas), en tanto que la objetiva asegura que se acerca a la cuestión litigiosa o controvertida sin haber tomado postura en relación con ella (lo que debe ponderarse en cada caso concreto). En este sentido, sí procede exigir cautela y moderación si se expresan opiniones sobre controversias que luego deben ser resueltas en sede judicial por esas mismas personas que ya han tomado partido públicamente.

Es más, no sólo es importante la imparcialidad, sino también la apariencia de imparcialidad que debe presidir el proceder de los Magistrados. En caso contrario, si no gozáramos de una judicatura imparcial y que así lo pareciera, no solamente quedaría en entredicho el derecho fundamental del justiciable a obtener un juicio justo sino que, además, se produciría un efecto devastador sobre la propia legitimidad del Poder Judicial.

El informe aborda también directrices con respecto al empleo de las redes sociales por parte de los jueces y las juezas, ya revelen su identidad en público o utilicen un pseudónimo, es decir, un nombre falso. Se defiende que no hay fundamento para impedir que usen pseudónimos en las redes, si bien se menciona que publicar bajo un nombre inventado no da carta blanca para traspasar los límites que deben respetar.

Por último, este órgano del Consejo de Europa indica que, para mantener la posibilidad de retomar su función judicial después de su hipotético paso por un cargo político, es necesario que eviten declaraciones que les hagan parecer no aptos para volver a ocupar su posición anterior. Este problema trasciende al de la libertad de expresión y se introduce de lleno en el campo de la separación de poderes. Así, es de inminente actualidad el nombramiento como Magistrados del Tribunal Constitucional de dos antiguos cargos del Gobierno, en concreto un Ministro y una Directora General.

Urge pues abordar una regulación rigurosa sobre lo que se ha venido denominando “puertas giratorias” entre el mundo de la política y el de la judicatura y los órganos llamados a realizar una labor de control jurisdiccional. La imparcialidad, entendida como un derecho de la ciudadanía que acude a la Justicia y como principio o valor básico en el que se asienta la separación de poderes, se resiente de forma considerable cuando quienes asumen la labor de sentenciar se hallan claramente marcados por su pasado partidista o sus funciones al servicio de una concreta formación política.

Siendo evidente que esa necesaria “autorestricción” que los partidos deberían “autoimponerse” en su tentación por colocar a figuras afines en las altas esferas del Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional se ha perdido, procede imponer por vía legislativa una serie de límites y requisitos para evitar que la confianza y la autoridad de tales órganos se quiebre o, directamente, se pierda.

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