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Lo que dicen los votos y lo que quieren decir los votantes

Ya se han celebrado las elecciones más anómalas y controvertidas de la historia reciente de España. Tanto por los antecedentes previos como por la convocatoria en sí y su campaña electoral, no puede negarse que la llamada a las urnas del 21 de diciembre ha estado acompañada de un grado de polémica, una aureola de recelo, un nivel de resentimiento y un tinte de rareza inapropiados e indeseables. Más adelante vendrán los análisis jurídicos detallados y en profundidad, a medida que las sentencias se emitan y la situación de muchos de los implicados se clarifique. El Tribunal Constitucional se pronunciará sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española. El Tribunal Supremo resolverá las querellas presentadas contra los antiguos miembros del Gobierno catalán y contra buena parte de la Mesa de su Parlamento. También las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado procederán, tarde o temprano, a la detención de las personas fugadas. Y cuando todo eso ocurra se deberá estudiar con rigor el material jurídico que llevará aparejado. Sin embargo, lo que toca ahora es llevar a cabo una reflexión sobre los resultados electorales que se han producido.

Es difícil extraer de los fríos y objetivos datos numéricos de participación y escrutinio unas conclusiones sobre las voluntades subjetivas, las motivaciones personales y los mensajes particulares que quiere transmitir la ciudadanía cuando ejercita su derecho al voto. Numerosos responsables políticos efectuarán a buen seguro lecturas interesadas, bien barriendo para casa, bien buscando excusas ante lo sucedido. Pero aquellos que no quieren engañar ni autoengañarse ansían comprender los resultados y hallar respuestas. En ese sentido, conviene siquiera por un instante permanecer en soledad observando el devastado campo de batalla que ha dejado a su paso una contienda social y política extendida largamente en el tiempo, y analizar su desenlace dando sentido a esa voz popular traducida en papeletas, porcentajes y escaños.

Mi sensación personal es que en nuestro país el voto cada vez más se introduce en la urna con orgullosa ignorancia de su destino y de los efectos que conlleva. Los votantes piensan que eligen a un Presidente cuando, en realidad, están escogiendo a un parlamentario, visualizando a un candidato que ni siquiera figura en la plancha escogida. Es más, con excesiva frecuencia se lanzan al sufragio para apoyar una serie de políticas que no son competencia de la institución que están eligiendo. De ahí la enorme dificultad para saber a ciencia cierta el significado real de lo manifestado por el pueblo en unos comicios.

Los concejales de un municipio no pueden cambiar las leyes de una Comunidad Autónoma, de la misma manera que los parlamentarios de una Autonomía no pueden modificar la forma de Estado o de Gobierno de toda la nación. Aunque es evidente que las competencias y las normas marcan la actuación de cada institución, se ha entrado en una peligrosa dinámica en la que a algunos electores y a parte de los candidatos les dan igual esos límites. Ha dado la impresión de que en estas últimas elecciones catalanas se elegía entre monarquía o república, o entre Estado de las Autonomías o independencia, pero la realidad es muy distinta, pese a la percepción de miles de electores alienados o engañados. Aun así, me permito apuntar varias conclusiones, a simple vista, irrefutables:

1.- La participación ha sido muy elevada, imposibilitando cualquier reproche sobre la precariedad de la legitimidad de los resultados. Sin duda la importancia del momento político ha concienciado a muchas personas que normalmente se abstienen. En este sentido, la valoración ha de ser positiva. Estamos en presencia de un proceso electoral con una sólida y contundente implicación del pueblo catalán.

2.- El partido ganador de las elecciones ha sido Ciudadanos. Ha ganado en votos y en escaños, si bien esa victoria no le servirá de mucho. En nuestro modelo parlamentario ser el grupo más numeroso en una asamblea no significa demasiado, a no ser que tengas una mayoría absoluta o recabes apoyos suficientes. Ninguna de esas dos opciones se ha producido. Su triunfo es meritorio, aunque estéril para sus intereses.

3.- La formación de Gobierno será complicada, no descartándose incluso la repetición de los comicios ante la imposibilidad de lograr un acuerdo. Pese a que la suma entre “JUNTSxCAT”, “ERC-CatSí” y las “CUP” parece sencilla, varios de sus cargos electos están en prisión o prófugos de la Justicia, complicándose así su participación en una votación de investidura.

4.- El cambio político es significativo en cuanto a los resultados de concretos partidos (la subida de Ciudadanos o el descalabro del Partido Popular), pero no existe una gran variación en cuanto a un análisis global. Las formaciones independentistas continúan ostentando la mayoría absoluta a pesar de su pérdida en votos y escaños.

5.- El sistema electoral español, como sucede también en los de la mayor parte de las Comunidades Autónomas, está construido sobre la base de la desigualdad y la desproporción, por lo que origina paradojas imposibles de explicar y de aceptar: «CatComú-Podem» obtiene 7 escaños por Barcelona con 274.565 votos, mientras que «JUNTSxCAT» obtiene otros 7 escaños por Gerona con 148.794 votos.  Ciudadanos obtiene 6 diputados por Tarragona con 120.010 votos, pero «JUNTSxCAT» logra esos mismos 6 escaños por Lérida con tan solo 77.695 votos.

6.- Como consecuencia, los partidos que han apoyado el proceso independentista han ganado en escaños aunque hayan perdido en número de votos.

7.- Para reducir la enorme brecha que separa a los ciudadanos de Cataluña es preciso que se reconozcan por ambas partes una serie de premisas obvias que han caído en el olvido, entre ellas que la legalidad se debe cumplir mientras no  se modifique, que las responsabilidades por los actos cometidos se deben asumir, y que los problemas han de debatirse y afrontarse sin recurrir a la vía de la negociación como método para superarlos.

La solución de los conflictos no parece cercana, ni por la envergadura de los mismos ni por los representantes llamados a capitanear la nave para llevarla a buen puerto. En los últimos años la dejadez e irresponsabilidad de algunos y la mezquindad e incapacidad de otros ha derivado  en una fractura social y en un descrédito económico esperpénticos e indignantes y, por desgracia, no existen recetas mágicas que curen las heridas de un día para otro ni que ayuden al retorno de unos escenarios normalizados. Se ha llegado al extremo de entablar una guerra de banderas y de perpetrar pintadas señalando al que piensa distinto. Se ha propiciado el enfrentamiento de idiomas y culturas. Se ha gritado la expresión “facha” por las calles desde la ignorancia de su significado y con absoluta impunidad. Hasta se han impartido lecciones de patriotismo equivocado. Ante semejante panorama, se instala la duda sobre si los presentes resultados electorales servirán para recuperar la legalidad y la normalidad en todos sus ámbitos o si, por el contrario, en Cataluña se continuará transitando voluntaria y decididamente por la senda de la autodestrucción.

 

Procesos electorales en condiciones anormales

Al explicar sus experimentos, los científicos siempre matizan que los resultados obtenidos dependen de las condiciones en las que se realizan. Así, se parte de una serie de valores normales de presión y de temperatura que derivarán en unas consecuencias determinadas dentro de esas investigaciones realizadas en el laboratorio. Si dichas condiciones en las que se desarrolla el ensayo se alteran sustancialmente, el desenlace también varía. Cabe deducir que, en lo referente al comportamiento humano, sucede de igual manera. Los actos y decisiones de cada persona serán unos u otros en función de las circunstancias que le rodeen. Lo deseable es que las pautas y acciones de la ciudadanía sean el fruto de cierta normalidad en su entorno. Sin embargo, mucho me temo que ese clima de tranquilidad y serenidad escasea en nuestro mundo, por lo que no resulta descabellado deducir que con mayores dosis de lógica y racionalidad actuaríamos de un modo bien distinto.

Abundando en esta idea, es incuestionable afirmar que el proceso electoral que se vive en estos momentos en Cataluña está presidido por la anormalidad y la excepcionalidad. Y el cúmulo de rarezas y de despropósitos que padece alcanza tales cotas que, en mi opinión, afectará de lleno a su resultado final. Algunas de esas anomalías son relativamente recientes y otras llevan socialmente instaladas largo tiempo pero, en ambos casos, dan fe de un ambiente enrarecido que condiciona el desarrollo de los comicios.

A día de hoy, todos los miembros del antiguo Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña se encuentran querellados y buena parte de los integrantes de la Mesa de su Parlamento ostentan la condición de investigados. Algunos candidatos de las listas electorales están encarcelados y el ex Presidente y varios de sus ex consejeros, huidos. La llamada a las urnas se ha realizado a través de la aplicación de un precepto constitucional sin precedentes. Los medios públicos de comunicación han vulnerado abiertamente su compromiso con la neutralidad y la defensa del pluralismo informativo. Y, por encima de todo, se respira una atmósfera de enfrentamiento social que abochorna por ser impropia de una sociedad democrática. Ante este escenario, un mínimo y hasta superficial ejercicio de reflexión debería ser suficiente para que muchos ciudadanos se sintieran avergonzados y propiciaran un cambio tendente a enderezar lo que esta deriva alocada e irresponsable ha conseguido torcer y retorcer.

Para clarificar la postura que yo defiendo debo indicar dos importantes matizaciones. La primera alude a la relación de anormalidades señaladas anteriormente, en el sentido de que no todas ellas han de calificarse como injustas. Más de una es el efecto inevitable de decisiones conscientes, tozudas e insensatas de actuar al margen de la ley. La situación legal y procesal de muchos ex dirigentes y cabezas de lista deriva exclusivamente de la aplicación del Principio de Legalidad y es consecuencia directa de formar parte de un Estado de Derecho. Distinto es que sus secuelas desde el punto de vista de la normalidad democrática resulten muy poco (por no decir nada) deseables. La segunda incide en que el sano ejercicio de la autocrítica tiene que ser global. Tanto los tradicionales partidos estatales como las formaciones nacionalistas defensoras del proceso de independencia han de someterse ineludiblemente a un profundo y riguroso examen de conciencia. En mayor o menor medida, las culpas a repartir son abundantes. Decía Carmen Martín Gaite en su novela “Nubosidad variable” que “a veces la madeja no la puede desenredar más que el que la ha enredado” y el problema es que en Cataluña existen demasiados nudos apretados desde antaño por infinidad de manos.

No obstante, la dosis superior de responsabilidad recae actualmente sobre los propios votantes. Durante la etapa histórica más reciente, hemos asistido a sorprendentes decisiones de electores a nivel internacional, desde el “Brexit” en el Reino Unido a la elección de Donald Trump como máximo mandatario estadounidense, pasando por el auge de los extremismos en Europa. Sin duda, atravesamos malos tiempos para la democracia. Hace apenas un año leí un artículo de Teodoro León Gross, periodista, filólogo y profesor de la Universidad de Málaga, donde analizaba la deriva de los votantes hacia la mediocridad y criticaba a quienes deciden evadirse de los resultados que acarrea el hecho de introducir su papeleta en la urna, equiparando dicho gesto a una especie de postureo social. Afirmaba asimismo que “la trivialización del voto conduce al parque temático de la Democracia”. En otras palabras, se acaba por banalizar lo importante, se termina por caricaturizar lo trascendental, y de ahí al desastre solo hay un paso.

Al día siguiente de conocerse el resultado de la consulta británica para abandonar la Unión Europea, millones de ciudadanos se echaban las manos a la cabeza y clamaban incrédulos ante el inmenso calado de su decisión. Y es verdad que se puede lanzar el dedo acusador contra uno u otro político, o que se puede criticar a un concreto cargo público y a un Gobierno en pleno, o que se puede ir en contra del colectivo de los representantes populares. Pero, en última instancia, ese dedo acusador ha de señalar directamente a la sociedad que ha promovido su elección.

A pesar de las circunstancias adversas, las condiciones inapropiadas o las presiones injustificadas, el 21 de diciembre cada persona tomará su decisión en solitario. Eso sí, resultará fundamental que el día 22, tanto quienes hayan ejercido su derecho a voto como quienes hayan decidido abstenerse, sean plenamente conscientes de su corresponsabilidad con dicha decisión personal e intransferible, ya sea para comenzar a sentar las bases de una deseable normalidad democrática, ya sea para continuar transitando por la senda del esperpento.

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