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Procesamiento, encarcelamiento y Política

Los días 21 y el 23 de marzo el Magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena Conde emitió dos resoluciones judiciales dentro de la causa en la que se investiga el proceso de secesión de Cataluña. En la primera, dicta un auto de procesamiento contra veinticinco personas por hasta tres delitos diferentes: un delito de rebelión a trece investigados (el expresidente de la Generalitat de Catalunya, el exvicepresidente, siete exconsellers, la expresidenta del Parlament, el expresidente de la Assemblea Nacional Catalana, el de Òmnium Cultural y la secretaria general de ERC, Marta Rovira); un delito de malversación a catorce de ellos; y, a otros doce, un delito de desobediencia. En la segunda resolución decreta el ingreso en prisión provisional incondicional de los cuatro exconsellers de la Generalitat de Cataluña y de la expresidenta del Parlament catalán.

En cuanto ambas salieron a la luz, un sinfín de voces (más bien, gritos) se alzaron a favor y en contra. Por supuesto, muchas de las personas que se apresuraban a criticar o a defender con vehemencia la labor del juez no se habían leído ni los setenta folios del primer auto ni los diez del segundo, siguiendo esa perversa costumbre de atacar o aplaudir las decisiones judiciales en función de su coincidencia con las opiniones de cada individuo. Brilla por su ausencia la voluntad de invertir algo de tiempo en analizar los hechos que se dan por probados, como tampoco en atender a sus argumentaciones jurídicas. Sencillamente, si la decisión última encaja con las propias ideas será acertada y, si no es así, se considerará de inmediato una manifiesta injusticia. Se ha perdido la capacidad de llevar a cabo un examen crítico, objetivo y riguroso. Todo viene marcado por las pasiones ideologizadas de unos individuos que defienden a ultranza la labor del magistrado siempre que su fallo se ajuste a sus deseos y por las de manifestantes enfurecidos que claman indignados por exactamente lo contrario.

Tras haber leído en su integridad los dos fallos judiciales, considero que ambos están suficientemente motivados. Es cierto que, como sucede con cualquier sentencia, existe un margen para la discrepancia, tanto desde el punto de vista de la valoración de las pruebas como de la interpretación de las normas aplicables. Pero, en modo alguno, procede afirmar que las mismas sean arbitrarias o estén desprovistas de apoyo jurídico.

Por lo que respecta al auto de procesamiento, el juez relata los hechos acontecidos en Cataluña en los últimos seis años en relación con el proceso secesionista. Llarena destaca la importancia del denominado “Libro Blanco de la Transición Nacional de Cataluña” y refiere cómo el Gobierno de la Generalitat y el Parlamento de Cataluña lo desarrollaron y pusieron en práctica. Recoge, asimismo, el listado de sentencias del Tribunal Constitucional que fueron anulando las resoluciones del Parlamento de Cataluña dirigidas a la secesión, y cómo el Parlamento y su Gobierno, en lugar de acatar el ordenamiento jurídico, optaron por continuar con la hoja de ruta previamente establecida, desobedeciendo al T.C. de forma tozuda e incansable. Se muestran las ilegalidades e inconstitucionalidades que se llevaron a cabo de modo plenamente consciente, conformando una descripción difícilmente cuestionable.

Uno de los puntos más discutidos (y, efectivamente, valorable) es el de la concurrencia del requisito de la violencia para poder aplicar el delito de rebelión. Pese a las posibles interpretaciones, el criterio del auto se sustenta sobre hechos concretos e imputa a personas determinadas una serie de actuaciones tendentes a la agresión y a la intimidación. Admito que quepa discrepar en la valoración, pero se debería entender que, de la misma manera que existe margen para defender una postura, también existe margen para defender la contraria, no pudiendo, en modo alguno, afirmarse que nos hallamos ante una decisión judicial motivada políticamente, carente de justificación o huérfana de lógica jurídica.

Por lo que se refiere al auto de ingreso en prisión, se justifica sobre la base del riesgo de fuga de los ya procesados y el de reiteración delictiva. En el primer caso, se explica que, habiéndose cerrado la fase de instrucción del procedimiento judicial y, ante la nueva situación procesal de los investigados (que pasan a ser procesados), el riesgo de evadir sus responsabilidades huyendo es diferente que en otras fases anteriores del proceso. En el segundo caso, si bien algunos de los procesados han renunciado a sus actas de diputados, se puede leer en la resolución judicial que “todos ellos han compartido la determinación de alcanzar la independencia de una parte del territorio nacional. Y no puede eludirse que la aspiración, en sí misma legítima, se ha pretendido satisfacer mediante instrumentos de actuación que quebrantan las normas prohibitivas penales y con apoyo de un movimiento social, administrativo y político de gran extensión”. Nuevamente, surgirán valoraciones que lo cuestionen, como en la gran mayoría de autos que envían a prisión provisional a personas en procedimientos judiciales que no ocupan las portadas de los periódicos. Pero, desde luego, no se trata de un auto desmotivado, absurdo ni carente de argumentación.

A partir de ahí, los acontecimientos que han tenido lugar en los días posteriores retratan a una importante parte de la sociedad desnortada y carente de los mínimos valores éticos y democráticos. Supone una indecencia que la respuesta a decisiones judiciales se traduzca en pintadas amenazantes en casa del magistrado, protestas violentas, cortes de carreteras y proclamas incendiarias. La pretendida idea de que la legitimidad derivada de unos votos les habilita para decidir qué normas cumplir y cuáles no, o qué resoluciones judiciales respetar y cuáles desobedecer, solo tiene cabida en regímenes autoritarios. Esa visión independentista que tiende a enfrentar la representatividad democrática con el Estado de Derecho es una falacia que puede defenderse exclusivamente desde un fanatismo radical.

Cuestión distinta es que, al margen de los planos judicial y jurídico, el problema latente y permanente que existe en Cataluña necesite de una solución política que no se encontrará ni en estas decisiones judiciales ni en las que llegarán después. Ante la coyuntura de dos millones de ciudadanos que albergan un deseo y otros dos millones que aspiran al opuesto, se precisan líderes políticos capaces de acercar posturas y fijar unas reglas de convivencia mínima, comunes para una amplia mayoría de catalanes y españoles. Se puede considerar como enemigo al que piensa diferente o se puede aceptar que, dadas las circunstancias, vivir juntos es inevitable. Muchos deberán asumir su responsabilidad judicial y muchos también, su responsabilidad política. Tal vez entonces, en un nuevo escenario con nuevos protagonistas y nuevas ideas, comiencen a aportar las soluciones, no solo a crear los problemas. Se dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver y, en esta concreta situación, existen personas en los dos bandos con la firme intención de ponerse una venda en los ojos.

 

Investiduras, embestidas y otras calamidades

Los últimos acontecimientos relacionados con la denominada “cuestión catalana” han acrecentado si cabe la confusión, la complejidad y el surrealismo preexistentes. La situación, teóricamente imposible de empeorar, se aleja sin embargo cada día más de cualquier solución normalizada, razonable y convencional. En navegación aérea se conoce como “punto de no retorno” el momento del vuelo en el que, debido al consumo de combustible, el avión ya no puede volver al punto de partida. En el lenguaje coloquial, dicha expresión alude a determinadas coyunturas que, si no se corrigen a tiempo, desencadenan unas consecuencias irreversibles. Mi sensación personal, por no decir mi certeza, es que ese fatídico punto ha sido traspasado en Cataluña hace mucho tiempo y que las fracturas sociales y las heridas políticas son de tal entidad que hacen inviable el regreso a la convivencia pacífica siguiendo el modelo hasta ahora conocido.

El Consejo de Ministros del pasado viernes 26 de enero decidió presentar una impugnación contra la Resolución de 22 de enero de 2018 del Presidente del Parlamento de Cataluña, por la que se proponía a la Cámara al diputado Carles Puigdemont como candidato a la Presidencia de la Generalitat. El mecanismo utilizado para el recurso, contemplado en el artículo 161.2 de la Constitución, aseguraba, de admitirse a trámite por el Tribunal Constitucional, la imposibilidad legal de celebrar dicha sesión de investidura con el citado candidato, toda vez que el precepto en cuestión establece que esa impugnación producirá la suspensión de la disposición o resolución recurrida. En principio, la admisión a trámite es automática, como también lo son los efectos suspensivos que produce. Sin embargo, en este concreto caso no iba a resultar tan sencillo.

Antes de la decisión del Gobierno Central, el Consejo de Estado había emitido un informe desaconsejando la presentación del recurso ante el T.C. Literalmente, lo que ese órgano asesor dictaminó fue que “una eventual convocatoria del Pleno del Parlamento de Cataluña para la sesión de investidura del diputado Carles Puigdemont i Casamajó no puede considerarse contraria al orden constitucional en base a la hipótesis, de imposible constatación en el momento de emitirse el presente dictamen, de que el candidato propuesto no comparecerá en la sede parlamentaria el día de la sesión y, por tal razón, no existen fundamentos jurídicos suficientes, atendida la jurisprudencia existente, para su impugnación ante el Tribunal Constitucional”.

Es decir, el reparo estaba en el momento elegido para presentar la queja ante el Tribunal. No había duda alguna, ni en el Consejo de Estado ni entre la práctica unanimidad de operadores jurídicos, de que una resolución del Parlamento de Cataluña que autorizase de forma expresa la intervención a distancia del candidato propuesto, a través de medios telemáticos, por medio de persona interpuesta o de cualquier otro modo que le permitiera eludir su deber de intervención personal y presencial en la sesión de investidura, sería contraria al orden constitucional. Tampoco existía especial controversia en concluir que un acuerdo de la Cámara catalana por el cual se invistiera al candidato propuesto sin su previa intervención personal y presencial en la sesión convocada a tal efecto, sería igualmente contrario a Derecho. El problema radicaba, pues, en el momento de presentación del recurso, ya que en esa concreta fecha no existía constancia fehaciente de si la intervención a distancia o la investidura no presencial iba a tener lugar.

Sin embargo, la Abogacía del Estado, en su escrito dirigido al Tribunal, afirmaba con rotundidad que “la no presencia del Sr. Puigdemont a la sesión de investidura no es una mera conjetura, sino una certeza”. No lo vieron así los letrados del T.C., quienes en su informe al Pleno se posicionaron en contra de la admisión de la impugnación. De hecho, el magistrado Juan Antonio Xiol, designado ponente de la decisión, abogó por inadmitir el recurso del Gobierno en el primer borrador presentado para el debate y estudio del Pleno del órgano jurisdiccional. La postura que defendía la tesis contraria a las pretensiones del Ejecutivo de la Nación se asentaba en una reiterada y sólida doctrina jurisprudencial, en virtud de la cual no es viable presentar demandas, recursos o impugnaciones “preventivas” sobre hechos futuros o basados en hipótesis sobre acontecimientos no demostrados.

Pero, finalmente, el sábado 27 de enero un giro inesperado dio lugar a una decisión inédita del máximo órgano encargado de la defensa del orden constitucional, y por dos razones. La primera, porque en la resolución no se pronunció expresamente sobre la admisión de la impugnación del Gobierno, sino que la pospuso, dando diez días al Ejecutivo, al Parlamento de Cataluña y a las partes personadas para que presentaran alegaciones sobre la admisibilidad del recurso. Y la segunda, porque adoptó, mientras se decide sobre su admisibilidad, las siguientes medidas cautelares:

a) No podrá celebrarse el debate y la votación de investidura del diputado Carles Puigdemont i Casamajó como candidato a Presidente de la Generalitat a través de medios telemáticos ni por sustitución por otro parlamentario.

b) No podrá procederse a la investidura del candidato sin la pertinente autorización judicial, aunque comparezca personalmente en la Cámara, si está vigente una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión.

y c) Los miembros de la Cámara sobre los que pese una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión no podrán delegar el voto en otros parlamentarios.

Dicha postura inédita es difícil de justificar desde un estricto punto de vista legal, toda vez que las medidas cautelares, en su caso, están previstas en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para la resolución de los recursos de amparo (no es el caso) y la remisión de dicha ley con carácter supletorio a otras normas (a la Ley Orgánica del Poder Judicial, a la Ley de Enjuiciamiento Civil o a la Ley de la Jurisdicción Contenciosa Administrativa) no ampararía dichas medidas. Por lo tanto, nos hallamos ante una decisión sin precedentes.

Parece que nuestro ordenamiento jurídico no estaba preparado para prever una situación como la presente. En concreto, la de un candidato a Presidente de Gobierno huido, sobre el que pesa una orden de detención y con un proceso abierto en el Tribunal Supremo por varios delitos de enorme gravedad. Ante la falta de previsión y la anormalidad de la realidad a la que se enfrentó, el Constitucional ha apostado por adoptar decisiones novedosas, sorprendentes y sin una clara cobertura legal. Como es habitual, siempre habrá quien critique y quien defienda esa resolución, ya sea desde el resentimiento o desde la ideología. Por lo que a mí respecta, como jurista y constitucionalista, me cuesta aceptar semejantes medidas.

Mi impresión personal es que el Tribunal Constitucional ha intentado contentar a todo el mundo recurriendo a una vía poco convencional. Leyendo su Auto, imagino a los magistrados esforzándose duramente en introducir su decisión dentro de la legalidad a la que se debe amoldar, como aquel que se empeña en introducir con calzador un pie grande en un zapato pequeño. Como si de una pirueta jurídica se tratase, pospuso un pronunciamiento definitivo sobre la admisión de la queja del Gobierno del Estado pero, al mismo tiempo, intentó asegurar que, mientras se tramitaba ese procedimiento, los efectos jurídicos inconstitucionales que se atisbaban en el horizonte no se consumaran. Ambos giros son discutibles en la forma en la que se han motivado y, al menos desde el punto de vista del Derecho, conllevan una complicada justificación.

Tras el estropicio jurídico generado, desarrollado y concluido en apenas cuarenta y ocho horas, llegó el martes 30 de enero, fecha  de celebración del debate de elección de Presidente de la Generalitat, en la que Roger Torrent, máximo representante del Parlamento de Cataluña, optó por el aplazamiento sin marcar ninguna otra fecha. Tan solo manifestó que se celebraría cuando “se pueda asegurar una investidura efectiva y con garantías», algo que, a este paso, es improbable que suceda, por lo que volvemos a la casilla de salida. Los meses transcurren y el problema se complica, el dilema se enmaraña, el rompecabezas se agrava y la normalidad democrática y jurídica se alejan más y más. En vez de la sesión de investidura en sí, lo relevante son las embestidas propinadas a la legalidad y las calamidades que ello acarrea. Demasiado tiempo transitando por un camino equivocado, a años luz de la responsabilidad política y social.

 

Rarezas e irregularidades parlamentarias

Se ha anunciado para el próximo 17 de enero la convocatoria de la sesión constitutiva del Parlamento catalán. A partir de ese momento deberán tener lugar tres acontecimientos. El primero será la adquisición por parte de los electos de su condición de diputados. El segundo, la constitución de los grupos parlamentarios y de la Mesa de la Asamblea. Y el tercero, la investidura del Presidente del Gobierno. Esa es la rutina habitual desde los primeros comicios, tanto estatales como autonómicos y, durante cuatro décadas, se ha venido desarrollando con cierta normalidad o, en todo caso, con pequeñas anécdotas o problemas menores resueltos sin demasiada complicación o crisis institucional alguna. Sin embargo, la prolongada situación de anormalidad que vive Cataluña amenaza con afectar al desarrollo habitual y normalizado de los hábitos, costumbres y reglas de su Cámara de representantes. A continuación me centraré en cada una de las fases señaladas:

1.- Para la adquisición de la condición de diputados por parte de los electos el pasado 21 de diciembre, y conforme al artículo 23 del propio Reglamento del Parlamento de Cataluña, se exige el cumplimiento de tres formalidades: a) presentar en su Registro General la credencial expedida por el órgano correspondiente de la Administración electoral; b) prometer o jurar respetar la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía de Cataluña; c) presentar las declaraciones de las actividades profesionales, laborales o empresariales que ejercen y las de los cargos públicos que ocupan, así como la de su patrimonio.

Ocho de los ciento treinta y cinco diputados electos cuentan con serios inconvenientes para cumplir todos esos requisitos, ya que tres de ellos se encuentran en prisión y cinco, huidos en Bélgica y con una orden de detención en cuanto pisen suelo español. Es cierto que, tanto el primero como el tercero pueden cumplimentarse sin la presencia física de los interesados. Sin embargo, el segundo no parece admitir cumplimientos por medio de representantes, apoderados o terceras personas.

En ese sentido, el Tribunal Constitucional ya ha establecido en varias sentencias que la exigencia de juramento o promesa de acatamiento a la Constitución como requisito imprescindible para alcanzar en plenitud la condición de diputado no viene impuesta por la Constitución, pero no por ello dicho requisito es contrario a ella. Tal exigencia ha sido impuesta por una decisión del legislador (en este caso, autonómico) en el uso de su autonomía reglamentaria. Es más, la obligación de prestar juramento o promesa de acatar la Constitución no es, obviamente, el motivo por el que el diputado deba cumplirla. El deber de respetar la Norma Suprema y el resto del ordenamiento jurídico le viene impuesto en el artículo 9.1 de la Carta Magna. Es verdad que el TC ha admitido fórmulas de juramento poco formalistas, permitiendo añadir coletillas del tipo “por imperativo legal”. Pero pretender efectuarlo a través de apoderados o en ausencia del interesado supone admitir una rareza que desvirtúa, desnaturaliza y vacía de contenido un precepto que ha de cumplirse como todos los demás. Se trata de un acto de carácter personalísimo que no puede ser delegado y que requiere la presencia física del electo.

En su caso, considero más legítimo, sincero y honesto plantear la modificación de dicho requisito para, si así se decide, cambiarlo o derogarlo. Pero mantenerlo para, posteriormente, recurrir a subterfugios, picarescas o pantomimas a fin de saltarse la ley fraudulentamente no es propio de democracias serias ni de Estados de Derecho rigurosos.

2.- Para la constitución de los grupos parlamentarios (a excepción del denominado “Grupo Mixto”), en aplicación del artículo 26.3 del Reglamento del Parlamento de Cataluña, se exige, como mínimo, cinco miembros. Tanto el Partido Popular como la CUP tienen cuatro. Ya se han alzado algunas voces sobre el posible “préstamo de diputados” para que alcancen los cinco requeridos y puedan formar así un grupo parlamentario propio. Esa práctica sí tiene antecedentes, incluso en el Congreso. No es la primera vez, por tanto, que se recurre a tal argucia, si bien en esta ocasión no significa que nos hallemos ante un evidente fraude de ley. Se busca el atajo, la interpretación forzada y la truhanería para evitar la aplicación de la norma. Algunos se esfuerzan en habilitar vías de incumplimiento en vez de en actuar con la ejemplarizante y obligada actitud de respetar las reglas de las que nos hemos dotado para convivir. En definitiva, otra rareza parlamentaria que algunos consienten, a sabiendas de que con ella devalúan el prestigio de nuestro sistema parlamentario.

3.- Por su parte, es el artículo 146 del mencionado Reglamento el que regula el Debate de Investidura del futuro Presidente catalán. Supone una sesión parlamentaria en la que el candidato presenta su programa de gobierno y solicita la confianza del Pleno de la Cámara. La idea de que dicho debate se realice a través de videoconferencia, de forma telemática y en la distancia, es un sinsentido que situaría a nuestro parlamentarismo, no ya en la rareza, sino en el ridículo y en la ilegalidad. Y no solo por el deber de asistir a los debates en el Parlamento que impone el artículo 4 de ese mismo Reglamento, sino por un elemental, evidente y manifiesto imperativo de la lógica más básica.

Las cuatro asociaciones españolas de jueces ya se han pronunciado, manifestándose en contra de estas ocurrencias y subrayando, además, la inviabilidad de que Carles Puigdemont pueda ejercer las funciones de Presidente de la Generalidad desde Bruselas. Así, Celso Rodríguez, miembro de la Asociación Profesional de la Magistratura, ha recordado que «un presidente debe ejercer sus funciones de forma presencial, asistiendo a las reuniones del Gobierno y sometiéndose a los debates e interpelaciones parlamentarias”. A su vez, Ignacio González, de “Juezas y Jueces para la Democracia”, ha recordado que es el Pleno del Parlamento el que debe votar la reforma del Reglamento y que, de momento, solo se contempla la vía presencial, por lo que Puigdemont, los cuatro exconsejeros que están en Bélgica y los tres diputados electos que se encuentran en prisión (Oriol Junqueras, Joaquim Forn y Jordi Sànchez) no podrían votarle si no se presentan a dicha sesión plenaria.

Pero, más allá de los argumentos jurídicos -que son importantes- deberíamos plantearnos si es aceptable sumir la vida parlamentaria en semejante cenagal. ¿Es este el modelo parlamentario que queremos? ¿Hemos de admitir como normal que gobiernen desde el extranjero personas huidas de la Justicia? Si respetamos nuestra democracia, debemos ser rectos y cuidadosos con la imagen que damos, así como escrupulosos con el respeto a las leyes que nos hemos otorgado.

Lo que dicen los votos y lo que quieren decir los votantes

Ya se han celebrado las elecciones más anómalas y controvertidas de la historia reciente de España. Tanto por los antecedentes previos como por la convocatoria en sí y su campaña electoral, no puede negarse que la llamada a las urnas del 21 de diciembre ha estado acompañada de un grado de polémica, una aureola de recelo, un nivel de resentimiento y un tinte de rareza inapropiados e indeseables. Más adelante vendrán los análisis jurídicos detallados y en profundidad, a medida que las sentencias se emitan y la situación de muchos de los implicados se clarifique. El Tribunal Constitucional se pronunciará sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española. El Tribunal Supremo resolverá las querellas presentadas contra los antiguos miembros del Gobierno catalán y contra buena parte de la Mesa de su Parlamento. También las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado procederán, tarde o temprano, a la detención de las personas fugadas. Y cuando todo eso ocurra se deberá estudiar con rigor el material jurídico que llevará aparejado. Sin embargo, lo que toca ahora es llevar a cabo una reflexión sobre los resultados electorales que se han producido.

Es difícil extraer de los fríos y objetivos datos numéricos de participación y escrutinio unas conclusiones sobre las voluntades subjetivas, las motivaciones personales y los mensajes particulares que quiere transmitir la ciudadanía cuando ejercita su derecho al voto. Numerosos responsables políticos efectuarán a buen seguro lecturas interesadas, bien barriendo para casa, bien buscando excusas ante lo sucedido. Pero aquellos que no quieren engañar ni autoengañarse ansían comprender los resultados y hallar respuestas. En ese sentido, conviene siquiera por un instante permanecer en soledad observando el devastado campo de batalla que ha dejado a su paso una contienda social y política extendida largamente en el tiempo, y analizar su desenlace dando sentido a esa voz popular traducida en papeletas, porcentajes y escaños.

Mi sensación personal es que en nuestro país el voto cada vez más se introduce en la urna con orgullosa ignorancia de su destino y de los efectos que conlleva. Los votantes piensan que eligen a un Presidente cuando, en realidad, están escogiendo a un parlamentario, visualizando a un candidato que ni siquiera figura en la plancha escogida. Es más, con excesiva frecuencia se lanzan al sufragio para apoyar una serie de políticas que no son competencia de la institución que están eligiendo. De ahí la enorme dificultad para saber a ciencia cierta el significado real de lo manifestado por el pueblo en unos comicios.

Los concejales de un municipio no pueden cambiar las leyes de una Comunidad Autónoma, de la misma manera que los parlamentarios de una Autonomía no pueden modificar la forma de Estado o de Gobierno de toda la nación. Aunque es evidente que las competencias y las normas marcan la actuación de cada institución, se ha entrado en una peligrosa dinámica en la que a algunos electores y a parte de los candidatos les dan igual esos límites. Ha dado la impresión de que en estas últimas elecciones catalanas se elegía entre monarquía o república, o entre Estado de las Autonomías o independencia, pero la realidad es muy distinta, pese a la percepción de miles de electores alienados o engañados. Aun así, me permito apuntar varias conclusiones, a simple vista, irrefutables:

1.- La participación ha sido muy elevada, imposibilitando cualquier reproche sobre la precariedad de la legitimidad de los resultados. Sin duda la importancia del momento político ha concienciado a muchas personas que normalmente se abstienen. En este sentido, la valoración ha de ser positiva. Estamos en presencia de un proceso electoral con una sólida y contundente implicación del pueblo catalán.

2.- El partido ganador de las elecciones ha sido Ciudadanos. Ha ganado en votos y en escaños, si bien esa victoria no le servirá de mucho. En nuestro modelo parlamentario ser el grupo más numeroso en una asamblea no significa demasiado, a no ser que tengas una mayoría absoluta o recabes apoyos suficientes. Ninguna de esas dos opciones se ha producido. Su triunfo es meritorio, aunque estéril para sus intereses.

3.- La formación de Gobierno será complicada, no descartándose incluso la repetición de los comicios ante la imposibilidad de lograr un acuerdo. Pese a que la suma entre “JUNTSxCAT”, “ERC-CatSí” y las “CUP” parece sencilla, varios de sus cargos electos están en prisión o prófugos de la Justicia, complicándose así su participación en una votación de investidura.

4.- El cambio político es significativo en cuanto a los resultados de concretos partidos (la subida de Ciudadanos o el descalabro del Partido Popular), pero no existe una gran variación en cuanto a un análisis global. Las formaciones independentistas continúan ostentando la mayoría absoluta a pesar de su pérdida en votos y escaños.

5.- El sistema electoral español, como sucede también en los de la mayor parte de las Comunidades Autónomas, está construido sobre la base de la desigualdad y la desproporción, por lo que origina paradojas imposibles de explicar y de aceptar: «CatComú-Podem» obtiene 7 escaños por Barcelona con 274.565 votos, mientras que «JUNTSxCAT» obtiene otros 7 escaños por Gerona con 148.794 votos.  Ciudadanos obtiene 6 diputados por Tarragona con 120.010 votos, pero «JUNTSxCAT» logra esos mismos 6 escaños por Lérida con tan solo 77.695 votos.

6.- Como consecuencia, los partidos que han apoyado el proceso independentista han ganado en escaños aunque hayan perdido en número de votos.

7.- Para reducir la enorme brecha que separa a los ciudadanos de Cataluña es preciso que se reconozcan por ambas partes una serie de premisas obvias que han caído en el olvido, entre ellas que la legalidad se debe cumplir mientras no  se modifique, que las responsabilidades por los actos cometidos se deben asumir, y que los problemas han de debatirse y afrontarse sin recurrir a la vía de la negociación como método para superarlos.

La solución de los conflictos no parece cercana, ni por la envergadura de los mismos ni por los representantes llamados a capitanear la nave para llevarla a buen puerto. En los últimos años la dejadez e irresponsabilidad de algunos y la mezquindad e incapacidad de otros ha derivado  en una fractura social y en un descrédito económico esperpénticos e indignantes y, por desgracia, no existen recetas mágicas que curen las heridas de un día para otro ni que ayuden al retorno de unos escenarios normalizados. Se ha llegado al extremo de entablar una guerra de banderas y de perpetrar pintadas señalando al que piensa distinto. Se ha propiciado el enfrentamiento de idiomas y culturas. Se ha gritado la expresión “facha” por las calles desde la ignorancia de su significado y con absoluta impunidad. Hasta se han impartido lecciones de patriotismo equivocado. Ante semejante panorama, se instala la duda sobre si los presentes resultados electorales servirán para recuperar la legalidad y la normalidad en todos sus ámbitos o si, por el contrario, en Cataluña se continuará transitando voluntaria y decididamente por la senda de la autodestrucción.

 

Procesos electorales en condiciones anormales

Al explicar sus experimentos, los científicos siempre matizan que los resultados obtenidos dependen de las condiciones en las que se realizan. Así, se parte de una serie de valores normales de presión y de temperatura que derivarán en unas consecuencias determinadas dentro de esas investigaciones realizadas en el laboratorio. Si dichas condiciones en las que se desarrolla el ensayo se alteran sustancialmente, el desenlace también varía. Cabe deducir que, en lo referente al comportamiento humano, sucede de igual manera. Los actos y decisiones de cada persona serán unos u otros en función de las circunstancias que le rodeen. Lo deseable es que las pautas y acciones de la ciudadanía sean el fruto de cierta normalidad en su entorno. Sin embargo, mucho me temo que ese clima de tranquilidad y serenidad escasea en nuestro mundo, por lo que no resulta descabellado deducir que con mayores dosis de lógica y racionalidad actuaríamos de un modo bien distinto.

Abundando en esta idea, es incuestionable afirmar que el proceso electoral que se vive en estos momentos en Cataluña está presidido por la anormalidad y la excepcionalidad. Y el cúmulo de rarezas y de despropósitos que padece alcanza tales cotas que, en mi opinión, afectará de lleno a su resultado final. Algunas de esas anomalías son relativamente recientes y otras llevan socialmente instaladas largo tiempo pero, en ambos casos, dan fe de un ambiente enrarecido que condiciona el desarrollo de los comicios.

A día de hoy, todos los miembros del antiguo Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña se encuentran querellados y buena parte de los integrantes de la Mesa de su Parlamento ostentan la condición de investigados. Algunos candidatos de las listas electorales están encarcelados y el ex Presidente y varios de sus ex consejeros, huidos. La llamada a las urnas se ha realizado a través de la aplicación de un precepto constitucional sin precedentes. Los medios públicos de comunicación han vulnerado abiertamente su compromiso con la neutralidad y la defensa del pluralismo informativo. Y, por encima de todo, se respira una atmósfera de enfrentamiento social que abochorna por ser impropia de una sociedad democrática. Ante este escenario, un mínimo y hasta superficial ejercicio de reflexión debería ser suficiente para que muchos ciudadanos se sintieran avergonzados y propiciaran un cambio tendente a enderezar lo que esta deriva alocada e irresponsable ha conseguido torcer y retorcer.

Para clarificar la postura que yo defiendo debo indicar dos importantes matizaciones. La primera alude a la relación de anormalidades señaladas anteriormente, en el sentido de que no todas ellas han de calificarse como injustas. Más de una es el efecto inevitable de decisiones conscientes, tozudas e insensatas de actuar al margen de la ley. La situación legal y procesal de muchos ex dirigentes y cabezas de lista deriva exclusivamente de la aplicación del Principio de Legalidad y es consecuencia directa de formar parte de un Estado de Derecho. Distinto es que sus secuelas desde el punto de vista de la normalidad democrática resulten muy poco (por no decir nada) deseables. La segunda incide en que el sano ejercicio de la autocrítica tiene que ser global. Tanto los tradicionales partidos estatales como las formaciones nacionalistas defensoras del proceso de independencia han de someterse ineludiblemente a un profundo y riguroso examen de conciencia. En mayor o menor medida, las culpas a repartir son abundantes. Decía Carmen Martín Gaite en su novela “Nubosidad variable” que “a veces la madeja no la puede desenredar más que el que la ha enredado” y el problema es que en Cataluña existen demasiados nudos apretados desde antaño por infinidad de manos.

No obstante, la dosis superior de responsabilidad recae actualmente sobre los propios votantes. Durante la etapa histórica más reciente, hemos asistido a sorprendentes decisiones de electores a nivel internacional, desde el “Brexit” en el Reino Unido a la elección de Donald Trump como máximo mandatario estadounidense, pasando por el auge de los extremismos en Europa. Sin duda, atravesamos malos tiempos para la democracia. Hace apenas un año leí un artículo de Teodoro León Gross, periodista, filólogo y profesor de la Universidad de Málaga, donde analizaba la deriva de los votantes hacia la mediocridad y criticaba a quienes deciden evadirse de los resultados que acarrea el hecho de introducir su papeleta en la urna, equiparando dicho gesto a una especie de postureo social. Afirmaba asimismo que “la trivialización del voto conduce al parque temático de la Democracia”. En otras palabras, se acaba por banalizar lo importante, se termina por caricaturizar lo trascendental, y de ahí al desastre solo hay un paso.

Al día siguiente de conocerse el resultado de la consulta británica para abandonar la Unión Europea, millones de ciudadanos se echaban las manos a la cabeza y clamaban incrédulos ante el inmenso calado de su decisión. Y es verdad que se puede lanzar el dedo acusador contra uno u otro político, o que se puede criticar a un concreto cargo público y a un Gobierno en pleno, o que se puede ir en contra del colectivo de los representantes populares. Pero, en última instancia, ese dedo acusador ha de señalar directamente a la sociedad que ha promovido su elección.

A pesar de las circunstancias adversas, las condiciones inapropiadas o las presiones injustificadas, el 21 de diciembre cada persona tomará su decisión en solitario. Eso sí, resultará fundamental que el día 22, tanto quienes hayan ejercido su derecho a voto como quienes hayan decidido abstenerse, sean plenamente conscientes de su corresponsabilidad con dicha decisión personal e intransferible, ya sea para comenzar a sentar las bases de una deseable normalidad democrática, ya sea para continuar transitando por la senda del esperpento.

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