Tag Archives: CGPJ

Una institución incómoda

Durante las últimas semanas estamos asistiendo a un cruce de acusaciones entre partidos políticos y representantes de distintas instituciones con motivo de la ausencia del Jefe del Estado en la entrega de despachos a la nueva promoción de jueces. Hasta ahora, dicho acto protocolario había contado siempre con la presencia del Rey, quien participa en la citada ceremonia ejerciendo una función simbólica. El hecho cierto es que, de un tiempo a esta parte, la Corona se encuentra envuelta en un constante halo de polémica. En este concreto caso, sin embargo, la controversia se ha visto marcada por algunas manifestaciones especialmente significativas. Así, el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, justificó la decisión de que Felipe VI no acudiera a la Escuela Judicial de Barcelona alegando “la obligación que tiene el Gobierno de proteger a la monarquía”, poniendo con ello de manifiesto dos aspectos muy relevantes: que la decisión fue tomada por el Ejecutivo de Pedro Sánchez y que un modo de proteger a la Jefatura del Estado consiste en excluirla de los eventos a los que tradicionalmente asistía. A su vez, otros de sus compañeros del gabinete ministerial han acusado al monarca de “falta de neutralidad” y de, incluso, “maniobrar contra el Gobierno» por una conversación telefónica mantenida con el Presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, en la que le manifestó su deseo frustrado de asistir a la ceremonia.

Personalmente me parece legítimo y comprensible en cualquier democracia consolidada defender la República como forma de gobierno. Siempre insisto a mis alumnos universitarios que, en un Estado Constitucional, lo importante es su condición de Estado Social y Democrático de Derecho. Adoptar el modelo de monarquía o república y organizarse como Estado federal, autonómico o unitario, constituye una elección libre de cada país. Portugal e Italia son repúblicas. Dinamarca y Suecia son monarquías. Alemania y Austria son Estados federales. Francia y Grecia se han decantado por el centralismo. Pero lo esencial en todos ellos es el grado de derechos garantizados a sus ciudadanos, el respeto al ordenamiento jurídico y la calidad de su democracia.

En España, por supuesto, cabe un cambio de modelo. Los españoles podemos optar por ser una república. Basta con reformar la Constitución por el procedimiento establecido. De hecho, más de una formación política fomenta  tal posibilidad y un sector de la población les apoya. Cuestión diferente que todavía está por ver es si, a día de hoy, ese sector es mayoritario o no. En un Estado Constitucional la república y la monarquía son igualmente legítimas, y sus respectivos partidarios cuentan con planteamientos y argumentos defendibles. A mi juicio, nada hay de negativo en establecer un debate serio y riguroso sobre el tema. El problema radica en que el nivel de nuestra actual clase política es tan deplorable que, en estas circunstancias, resulta del todo inviable aspirar a un análisis responsable y cabal.

Ahora bien, lo que no puedo entender de ninguna manera es que, sin haberse abierto formalmente vía alguna para plantear semejante reforma, se pretenda “de facto” actuar como si ya no fuéramos una monarquía, ocultando a Felipe VI de los actos formales y protocolarios con cuya presencia ejerce su preceptiva  función representativa y simbólica. Como sucede con el resto de normas, ésta también debe continuar cumpliéndose en tanto en cuanto no se reforme. Y conviene tener muy claro que, por mucho que guste a unos y disguste a otros, seguimos siendo una monarquía. Cámbiese si se cuenta con el respaldo y las mayorías necesarias pero, hasta ese hipotético día, respétese.

Asimismo se ha alegado que, como el titular de la Corona necesita de refrendo por parte del Ejecutivo al no contar con responsabilidad ni capacidad política alguna, nada puede hacer sin el consentimiento gubernamental. En verdad, nuestra Carta Magna establece el refrendo de los actos del Jefe del Estado por parte del Presidente del Gobierno o, en su caso, de los Ministros competentes o de la Presidencia del Congreso. Sin embargo, la función de dicho refrendo es dotar de validez jurídica a los actos y trasladarle su responsabilidad a la persona que los refrenda. Es decir, tiene sentido y virtualidad ante actos que deben desplegar efectos jurídicos. La intervención del rey en el acto de la Escuela Judicial de Barcelona para entregar los destinos a los nuevos jueces no parece, al menos a mi entender, una actuación susceptible de refrendo.

En definitiva, la Corona se ha convertido de repente en una institución incómoda y es preciso afrontar esa realidad aunque, de todas las opciones posibles, la que se está llevando a cabo es la peor. Formalmente, el Presidente del Gobierno proclama una y otra vez que no existe debate alguno sobre la Monarquía en España pero, al mismo tiempo, comienza a apartar al monarca de sus funciones habituales. Varios ministros del gabinete de Sánchez cargan también contra la institución, aunque sin iniciar ningún procedimiento de reforma. Y, mientras tanto, la clase política se embarra en declaraciones inútiles y proclamas absurdas en pleno resquebrajamiento de la esencia de cualquier Estado constitucional: su condición de Estado Social y Democrático de Derecho. Seamos monarquía o república, Estado central o autonómico, de nada nos servirá si nuestros derechos como ciudadanos menguan, si la calidad de nuestra democracia se erosiona y si la separación de poderes se debilita. A eso parece que no prestamos ninguna atención.

La legitimidad política como problema democrático

La Constitución Española establece que el Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, quien también lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey para un período de cinco años. Para los últimos elegidos, dicho lapso temporal expiró en diciembre de 2018. Es decir, en estos momentos llevan casi dos años con su mandato caducado. Por su parte, la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo establece que dicho órgano será elegido por las Cortes Generales para un período de cinco años. Francisco Fernández Marugán es el actual Defensor del Pueblo, cargo que ocupa “en funciones” tras expirar el mandato de la anterior designada (Soledad Becerril) hace ya más de tres años. Asimismo, cuatro magistrados del Tribunal Constitucional (entre ellos, su Presidente y su Vicepresidenta) han agotado desde noviembre del pasado año el periodo para el que fueron designados.

Las Cortes Generales son las encargadas de la elección de estos puestos y, por ello, igualmente las culpables de esta anómala situación que afecta tan gravemente a varias instituciones del Estado. La mayoría necesaria para las renovaciones (tres quintas partes de sus miembros) conlleva la necesidad de llegar a acuerdos entre diferentes formaciones que representen un amplio espectro parlamentario. Ante tan evidente como lamentable realidad, los grupos políticos se echan la culpa unos a otros, pero su vaivén de reproches no soluciona el problema, que ya se ha prolongado mucho más de lo tolerable.

Más allá de analizar la incapacidad de los partidos a la hora de cumplir con sus obligaciones, urge una profunda reflexión acerca del método de elección de algunos de estos órganos, sobre todo de los vinculados con el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, que requieren de una independencia y una separación del resto de poderes en general y de las siglas políticas en particular, para que su función jurisdiccional, su toma de decisiones y su imagen de autonomía, neutralidad y sometimiento único al Derecho se perciban con claridad y nitidez por la sociedad.

Existe la cuestionable y peligrosa tendencia a extender la legitimidad política surgida de unas elecciones a algunos ámbitos completamente alejados de la dinámica partidista. Es más, se pretende que la legitimidad democrática termine siendo la razón de ser de órganos cuyo fundamento y funciones se encuentran en las antípodas del escenario político. La triste realidad es que, a día de hoy, la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y de los magistrados del Tribunal Constitucional se plantea como un reparto de cuotas entre los partidos, en función de la envergadura de sus grupos parlamentarios. Tantos diputados y senadores tienes, pues tantos puestos de vocales del Consejo General del Poder Judicial y tantos magistrados del máximo órgano defensor de la Constitución te toca elegir. Esta forma de entender las renovaciones institucionales, además de suponer una tergiversación del espíritu de las normas que regulan los nombramientos, degenera inevitablemente en una perversión del sistema.

Como es lógico, esta grave cuestión ha trascendido fuera de nuestras fronteras. El Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), dependiente del Consejo de Europa, ha vuelto a alertarnos en 2020 sobre la falta de independencia judicial si no modificamos el sistema de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial. En concreto, ha recomendado realizar una evaluación del marco legislativo que rige el órgano de gobierno de los jueces y sus efectos sobre la independencia real y la percibida de este órgano respecto a cualquier influencia indebida. Ya en 2018 el mismo grupo publicó un informe que concluía que España no cumplía cuatro de las once recomendaciones efectuadas en 2013 y que las otras siete se habían cumplido sólo parcialmente.

Gran parte del asunto se originó en el año 1985, cuando la Ley Orgánica del Poder Judicial modificó el método de elección de los miembros del CGPJ. Hasta entonces, las Cortes Generales sólo elegían a ocho de sus veinte vocales pero, tras dicha reforma, se amplió la designación a la totalidad de sus miembros. Curiosamente, a partir de aquel momento las promesas de los dos grandes partidos del país han ido variando en función de encontrarse en el Gobierno o en la oposición. Tanto PSOE como PP han llevado a sus programas electorales y defendido vivamente el cambio en el sistema de elección cuando no han desempeñado el Poder Ejecutivo, olvidando automáticamente su compromiso al llegar al Palacio de la Moncloa.  Por lo tanto, todo parece indicar que, incomprensiblemente, la legitimidad política se ha convertido en un serio problema democrático, pues se pretende una y otra vez imponerla en ámbitos que le deben ser ajenos.

La elección del Presidente del CGPJ: Algo empieza a oler a podrido

Los alumnos que estudian Derecho en las Universidades españolas han de aprender que el Consejo General del Poder Judicial no es un órgano jurisdiccional sino de gobierno de dicho Poder Judicial y que está compuesto por veinte vocales designados por las Cortes Generales (diez por el Congreso de los Diputados y diez por el Senado) por mayoría de tres quintos de sus miembros. También forma parte de sus contenidos académicos que, para la elección del Presidente de dicho órgano, en la sesión constitutiva del Consejo (que será presidida por el vocal de más edad), cada uno de ellos podrá proponer un nombre. Tal elección tendrá lugar durante una sesión a celebrar entre tres y siete días más tarde, siendo elegido quien en votación nominal obtenga el apoyo de esa mayoría de tres quintos de los miembros del Pleno. Si en una primera votación ninguno de los candidatos resulta elegido, se procederá inmediatamente a una segunda votación exclusivamente entre los dos candidatos más votados en aquélla, siendo finalmente escogido quien obtenga mayor número de votos. Esa es la teoría. Es lo que dice la ley. Y es lo que enseñamos los profesores en las aulas de la Facultad.

Sin embargo, a mí personalmente me da vergüenza explicar en clase esta lección  tal y como figura en el manual, porque la realidad es bien distinta. Hace algunas semanas, se anunció a bombo y platillo el nombre de la persona que presidiría el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo. En concreto, el magistrado Manuel Marchena, hasta ahora cabeza de la Sala de lo Penal del T.S. La noticia se publicó en prensa mucho antes de saberse la identidad de los veinte vocales que, en teoría, están llamados a proponer a los candidatos y a elegir a su Presidente, habida cuenta que el Partido Socialista y el Partido Popular pactaron la composición del órgano de gobierno de los jueces y asignaron sillas y cargos, decidiendo quién debía convertirse, conforme a nuestro ordenamiento jurídico, en la primera autoridad judicial de la Nación y ostentar la representación del Poder Judicial.

Ni siquiera se trató de un pacto secreto ni de una negociación oculta. Muy al contrario, no se obró con disimulo para evitar que saliera a la luz su flagrante falta de respeto hacia la regulación sobre el CGPJ. Inmediatamente, los responsables de ambas formaciones políticas defendieron las bondades del elegido y se felicitaron públicamente por el acuerdo, aunque para cualquier otra cuestión demuestren una falta total de entendimiento. Apenas unas semanas antes, el PSOE anunciaba una “ruptura de relaciones” con el PP ante las afirmaciones de los populares de estar entregados a los independentistas catalanes. No hay forma humana de que acuerden un Pacto por la Educación que zanje el lamentable vaivén de leyes educativas, como tampoco la mayoría de temas trascendentales para la ciudadanía. Alimentan su imagen de antagonismo defendiendo unas ideas políticas irreconciliables y unas vías incompatibles de abordar los problemas. Pero, cuando se trata de repartir las cuotas de poder en el ámbito judicial, la sintonía y el acuerdo se tornan evidentes y hasta sencillos. De hecho, pocos días después se difundieron una serie de mensajes de Ignacio Cosidó, portavoz del PP en el Senado, donde calificaba de “jugada estupenda” el acuerdo con el PSOE, argumentando que, de esa manera, estarían “controlando la Sala Segunda [del Tribunal Supremo] desde detrás”.

Reacciones como ésta, unidas a otras actuaciones similares a lo largo de décadas y décadas, explican que a principios de este año el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (conocido como Greco) reiterase por enésima vez lo que ya se ha cansado de repetir: que España no cumple con los criterios mínimos de independencia que se precisan en un Estado de Derecho moderno. El Consejo de Europa ha insistido en que, al menos la mitad de los miembros del C.G.P.J., deben ser elegidos directamente por los jueces, afirmando incluso que lo mejor sería que el poder político no participara de ninguna manera en dicha elección. Sin embargo, a la hora de hablar de medidas de independencia del Poder Judicial, España hace oídos sordos a esas recomendaciones y al sentido común más elemental. El aluvión de críticas por estos comportamientos ha sido de tal magnitud que el magistrado escogido para presidir el Poder Judicial ya ha anunciado en un comunicado su renuncia al cargo, lastrado por una imagen de juez al servicio de los partidos que lo habían propuesto, anunciado antes incluso de que el órgano que formalmente debía elegirlo estuviese constituido con sus nuevos miembros.

Llegados a este punto, la reflexión final resulta inevitable. ¿Es éste el sistema de gobierno del Poder Judicial que debe tener un Estado de Derecho? ¿Es realmente el modelo que queremos para nuestro Estado? ¿Es siquiera el que se desprende de nuestra Constitución? Tres preguntas con tres contundentes respuestas negativas. Algo empieza a oler a podrido, por mucho que algunos se empeñen en decir que el ambiente está perfectamente perfumado.

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de privacidad, pinche el enlace para mayor información.PRIVACIDAD

ACEPTAR
Aviso de cookies