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La calidad de la democracia: el vaso medio lleno o el vaso medio vacío

Si finalmente los españoles acudimos a las urnas el próximo mes de noviembre tras fracasar el intento de configurar un Gobierno, serán las cuartas elecciones generales en nuestro país en cuatro años. Una cifra inédita en nuestra historia democrática que está empezando a generar críticas hacia nuestro modelo representativo y a reflejar si cabe más hartazgo y desafección entre la ciudadanía y sus representantes. La tan mencionada crisis de la democracia representativa está calando ya en numerosos sectores de la sociedad española, sacando a la luz algunas grietas y humedades que padece nuestra casa común. Hay quienes tienden a ver solo la parte positiva y a transmitir un optimismo patológico, mientras que otros se afanan en ser los agoreros de un apocalipsis irreversible. Que el vaso de nuestra democracia se perciba más bien lleno o, por el contrario, parezca que se está quedando medio vacío, depende de los concretos datos o factores que se tomen como referencia.

1.- Razones para el optimismo: Si la democracia pudiera medirse y calificarse con una nota numérica, la española se encontraría entre las primeras del mundo. Al menos, así lo reflejan las conclusiones de los informes y estudios internacionales emitidos en los últimos años.

Cabe mencionar, por ejemplo, el “Rule of Law Index 2017-2018” elaborado por el “World Justice Project”. Este estudio contiene un apartado reservado a evaluar los índices de democracia. El análisis se efectúa en ciento trece Estados y tiene en cuenta principalmente siete factores: las limitaciones a los poderes gubernamentales, la ausencia de corrupción, la participación ciudadana sobre la base de la información a la población y la capacidad de ésta para influir en las políticas, los derechos fundamentales, el orden y la seguridad, la aplicación del imperio de la ley y, por último, la justicia civil y penal. Según este informe, España ocupa el puesto número 23.

Por otro lado se halla el denominado “Democracy Index” elaborado por “Economist Intelligence Unit” de “The Economist”. En este caso, mide cinco elementos de ciento sesenta y un países: el pluralismo y la calidad de los procesos electorales, la eficacia gubernamental, la participación política, la cultura política, y las libertades políticas y civiles. El índice se elabora a partir de informaciones que aportan expertos, y de resultados de encuestas a la población general. En el ránking de su edición de 2018 solo veinte países del mundo aparecen clasificados como “democracias plenas”. España ocupa el puesto número 19. Resulta llamativo que, dentro de la consideración de “democracias defectuosas”, aparezcan Estados Unidos (puesto 25), Francia (puesto 29) o Italia (puesto 33).

A tenor de estos datos, existen argumentos para estemos orgullosos, seamos optimistas e, incluso, saquemos pecho. Siempre, eso sí, que nos centremos exclusivamente en mirar la parte medio llena del vaso e ignoremos por completo el espacio vacío, obviando esas grietas por las que se pueden perder los beneficios atesorados hasta la fecha.

2.- Razones para el pesimismo: A nadie se le escapa que en este nuevo milenio los peligros a los que se enfrentan las democracias son distintos a los de antaño. Más que a invasiones y conflictos bélicos (que también) se exponen a “hackers” informáticos, a difusión de noticias falsas y a manipulaciones masivas del electorado por cauces tan novedosos como Internet y las redes sociales. No se trata de un mal augurio sin fundamento. Tanto la Unión Europea como la ONU ya han comenzado a elaborar estrategias con el ánimo de contrarrestar determinadas prácticas de desinformación para proteger sus sistemas democráticos y la correcta formación del debate público, a fin de preservar la esencia de todo sistema constitucional.

Asimismo, se torna cada vez más patente y manifiesta la desafección entre la ciudadanía y su clase dirigente. Aunque se trate de una crítica relativamente habitual, el porcentaje de electores que se sienten decepcionados con su democracia es alarmante. En las últimas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas, los partidos políticos y sus representantes se consolidan como el segundo problema más importante para los españoles, por detrás únicamente del fenómeno del desempleo. Llama la atención que se coloque como el peor dato de toda la serie histórica, el más alto de 1985. De hecho, ante la perspectiva de una nueva repetición electoral, el número de ciudadanos que se inclinaría por la abstención o por el voto en blanco asciende considerablemente.

A todo ello cabe añadir el avance de los denominados “populismos”. La proliferación de líderes populistas que acceden al poder en Occidente a través de elecciones democráticas supone un peligroso desafío. En cualquiera de sus versiones (de izquierda o de derecha, intervencionista o desregulador, xenófobo o nacionalista) pone en riesgo los principios y valores que fundamentan nuestro modelo de convivencia.

Por último, no se puede pasar por alto la ineficacia de las propias instituciones por cuanto se refiere a los fines para los que fueron creadas, como tampoco el deficiente funcionamiento del sistema. Los Parlamentos no pueden elegir al Presidente del Gobierno. Los Gobiernos no aguantan legislaturas completas. Las instituciones de control y regulación (Tribunal de Cuentas, Banco de España, etc…) no resultan efectivos a la hora de cumplir correctamente sus cometidos. La independencia de órganos esenciales se cuestiona (por ejemplo, la del Consejo General del Poder Judicial). El modelo de los sistemas electorales desvirtúa la opinión de los ciudadanos expresada en las urnas.

En definitiva, aun reconociendo los méritos y las bondades de nuestra democracia, urge ponerse a trabajar muy en serio para mejorarla y conservarla. Vivimos en un entorno de libertades que ni ha sido un regalo (mucho se ha luchado para conseguirlo) ni es perenne por naturaleza (puede desaparecer en cualquier momento). Que no nos pase como en ese refrán que afirma que no se valoran las cosas hasta que se pierden.

La democracia como problema, la democracia como solución.

Varios síntomas revelan que la democracia, como sistema de gobierno, está atravesando por un delicado estado de salud. Utilizando el símil médico, la patología resulta evidente, pero sus causas parecen pasar desapercibidas y, sobre todo, los tratamientos para sanar la enfermedad son ignotos. Según las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) la ciudadanía apunta a los partidos políticos como una de sus principales fuentes de problemas. El clima se torna cada vez más enrarecido, afectando al normal funcionamiento de algunas instituciones que, al menos hasta la fecha, lograban constituirse con cierta normalidad. Y no me refiero sólo a la formación de un Gobierno a nivel nacional y a varios Ejecutivos autonómicos (que también), sino a que el panorama se extiende a otros órganos que permanecen en un estado de bloqueo o “semi-letargo”, a la espera de que alguien ocupe el Palacio de la Moncloa.

El mandato de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial venció hace más de siete meses sin que a nadie le preocupe que sus competencias todavía las ejerzan otros vocales con el mandato ya caducado. El Defensor del Pueblo lleva años “en funciones”. Las propias Cortes Generales trabajan a medio rendimiento a falta de un Gobierno electo.  Anomalías todas ellas que demuestran que nuestro sistema necesita repensarse. Lo más preocupante, además, es que no existen razones para el optimismo. Las reformas necesarias para que esta situación revierta requieren de la puesta en marcha de iniciativas para llevar a cabo unos cambios normativos adecuados que cuenten con el respaldo de mayorías sólidas. Nada de ello se da en estos momentos, siendo más que dudoso que pueda suceder a corto o medio plazo. Para variar un rumbo tan desnortado como el actual se precisa de unos líderes sensatos y de una ciudadanía bien formada e informada, exigente con sus representantes y capaz de marcar la senda apropiada. Pero, si por algo se caracteriza esta época, es por la proliferación de mandatarios carentes de buen juicio y de electores perdidos entre “fake news” y manipulados con falsos mensajes populistas.

Dadas las circunstancias, urge primero apuntalar y después fortalecer los pilares básicos de nuestros valores democráticos para, acto seguido, corregir los errores y robustecer los principios sobre los que residen las libertades y la igualdad de oportunidades que tanto anhelamos. Hemos de repasar las lecciones que, supuestamente, deberíamos tener aprendidas desde hace mucho tiempo y ser conscientes de que, para que el sistema perdure y no se destruya, resulta imprescindible centrarnos en dos puntos esenciales:

1.- Evitar la concentración del poder, una evidencia a la que hemos dejado de prestar atención. Reforzar la separación de poderes y evitar la tendencia de acumular poder. Es imprescindible cambiar los modelos con los que las distintas formaciones “se reparten” en la actualidad los ámbitos del Poder Judicial, ya sea por la vía de reformar el método de nombramiento de jueces o el de su selección. Igualmente, y relacionado con lo anterior, hay que eliminar la enorme acumulación de poder que se concentra en los partidos políticos. En la práctica, las grandes decisiones no las toman los diputados ni los senadores, ni se discuten en los Consejos de Ministros. Se cocinan y se sirven en las sedes de cada formación. En realidad, los miembros de los Parlamentos y de los Gobiernos obedecen sumisamente las directrices marcadas desde los órganos de dirección, en muchas ocasiones sobre la base de estrategias electorales y partidistas, y no del interés general de la ciudadanía. Las listas cerradas y bloqueadas impiden al votante elegir libremente a sus representantes, colocando en los órganos y las instituciones a personas afines que diseñan planes para ganar, no para gobernar los asuntos públicos. En la actualidad, los partidos políticos son un problema y debemos convertirlos en parte de la solución. De lo contrario, acabarán por pervertir la propia democracia.

2.- Lograr un electorado a la altura de las decisiones y retos que se han de afrontar. La educación, la reflexión y el análisis crítico de los llamados a elegir han de alzarse como prioridad absoluta. Es necesario rediseñar el sistema educativo (siempre olvidado y denostado) y cuidar los canales de información y de libre expresión de las ideas. Si nos rendimos ante la  percepción de que los mensajes manipulados, las noticias falsas y los discursos populistas calan y triunfan entre la población, certificaremos la defunción de la democracia. El pueblo tiene que ser el primer órgano de vigilancia y control de la actividad pública. Sin embargo,  ha optado por hibernarse, aplaudiendo y vitoreando (o demonizando e insultando) como el seguidor sumiso de unos líderes de barro. Aunque nos cueste reconocerlo, nosotros también somos parte del problema. Ya es hora, pues, de comenzar a ser también parte de la solución.

Tránsfugas, partidos políticos y electorado: ¿quién traiciona a quién?

Ya en plena resaca de votaciones, pactos e investiduras en miles de municipios y en autonomías de toda España, se vuelve a hablar de tránsfugas y de traiciones, retomándose ese eterno debate de si la representación del votante ha de recaer sobre la persona del candidato elegido o sobre el aparato del partido político bajo cuyas siglas se presenta a las elecciones. Desde hace varias décadas se han establecido medidas legislativas y políticas para evitar el fenómeno denominado “transfuguismo”, al entenderse que supone un falseamiento de los resultados electorales que provoca, además de una sensación de fraude en los votantes, el fomento de la corrupción, el debilitamiento del sistema de partidos y el riesgo de  inestabilidad política.

El 7 de julio de 1998 se firmó el denominado “Acuerdo sobre un código de conducta política en relación con el transfuguismo en las Corporaciones Locales” por la mayor parte de las formaciones políticas existentes en aquellos momentos. Tal documento definía al tránsfuga en la Administración Local como “los concejales que abandonen los partidos o agrupaciones en cuyas candidaturas resultaron elegidos”. Sin embargo, aquel pacto de 1998 evolucionó y el 23 de mayo de 2006 se firmó otro, ampliando notablemente el concepto de transfuguismo por medio del siguiente tenor literal: “A los efectos del presente Acuerdo, se entiende por tránsfugas a los representantes locales que, traicionando a sus compañeros de lista y/o de grupo -manteniendo estos últimos su lealtad con la formación política que los presentó en las correspondientes elecciones locales-, o apartándose individualmente o en grupo del criterio fijado por los órganos competentes de las formaciones políticas que los han presentado, o habiendo sido expulsados de éstas, pactan con otras fuerzas para cambiar o mantener la mayoría gobernante en una entidad local, o bien dificultan o hacen imposible a dicha mayoría el gobierno de la entidad”.

Dicha ampliación del concepto adoptado por acuerdo entre los partidos políticos no tuvo una traslación a la legislación estatal sobre el tema. Así, por ejemplo, en la exposición de motivos de la Ley Orgánica 2/2011, de 28 de enero, por la que se modifica la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General se habla del transfuguismo como una “anomalía que ha incidido negativamente en el sistema democrático y representativo y que se ha conocido como transfuguismo”, refiriéndose a la misma como “la práctica de personas electas en sus candidaturas que abandonan su grupo y modifican las mayorías de gobierno”.

Además, nuestro Tribunal Constitucional ha negado sistemáticamente que, con las actuales normas, el partido político como tal pueda autoproclamarse receptor de la legitimidad de los votantes. Muy ilustrativa es su sentencia 10/1983, en la que se habla de la ilegitimidad constitucional de la pretendida conexión entre expulsión del partido y pérdida del cargo público, y todo ello por no ser viable que las decisiones de una asociación puedan romper el vínculo existente entre representantes y representados. Así, en la sentencia se dice literalmente: “Al otorgar al partido la facultad de privar al representante de su condición cuando lo expulsa de su propio seno (…) el precepto infringe, de manera absolutamente frontal, el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos a través de representantes”.

Una de las medidas contra el transfuguismo hace referencia a la creación de un grupo denominado de los “no adscritos” que, según el artículo 73.3 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, está destinado a “aquéllos que no se integren en el grupo político que constituya la formación electoral por la que fueron elegidos o que abandonen su grupo de procedencia”.

En Canarias se produce una peculiaridad y es que, tanto nuestra Ley 7/2015, de 1 de abril, de Municipios, como nuestra Ley 8/2015, de 1 de abril, de Cabildos Insulares, amplían los supuestos en los que los concejales o consejeros deben pasar al grupo de los “no adscritos” a los que sean expulsados de sus formaciones políticas, yendo más allá de lo establecido en la ley básica estatal (que también es de obligado cumplimiento para las Comunidades Autónomas), restringiendo así sus derechos económicos y de participación al establecer que no será de aplicación a los miembros no adscritos la situación de dedicación exclusiva o parcial, como tampoco pueden ser designados para el desempeño de cargos o puestos directivos en las entidades públicas o privadas dependientes de la corporación, existiendo por ello dudas jurídicas sobre la plena validez de esta regulación más restrictiva en contraposición a la legislación básica estatal de aplicación y a la propia Constitución.

Más allá de los reproches morales, éticos y políticos asociados al fenómeno del “transfuguismo”, es preciso analizar un elemento crucial: si la representación y la legitimidad popular del acta de concejal o del consejero descansa sobre la persona o descansa sobre el partido político. En función de la opción elegida, el análisis tomará un camino u otro. Y lo cierto es que, cuando este asunto tan peliagudo se pone sobre la mesa, no es habitual mantener una postura clara y uniforme, ya que la percepción de si quien traiciona al electorado con sus decisiones es el propio concejal o es el partido al que pertenece genera opiniones para todos los gustos. En todo caso, lo que resulta incuestionable es que el  actual sistema electoral padece una grave contradicción, habida cuenta que, tanto la persona física como la formación política, se atribuyen simultáneamente la representatividad popular. No hallamos, pues, ante otra importantísima reforma pendiente que nadie tiene intención de abordar para darle una definitiva solución.

¿Cómo votamos los canarios con el nuevo sistema electoral?

El 26 de mayo los canarios estrenaremos el nuevo sistema electoral que entró en vigor con el nuevo Estatuto de Autonomía de Canarias. Se trata de un modelo novedoso que supone un cambio sustancial en la forma en la que habíamos votado hasta el día de hoy. Desde la creación de nuestra Comunidad Autónoma, siempre que se habían celebrado elecciones nos habíamos encontrado con una papeleta, una urna y siete circunscripciones insulares para la designación de sesenta diputados que nos representaban en el Parlamento de Canarias. Sin embargo, ahora todo cambia y en estos comicios los votantes tendremos a nuestra disposición dos papeletas, dos urnas y ocho circunscripciones para elegir a setenta diputados. Por ello, es necesario informar al electorado de tales variaciones, de sus razones y del modo en el que pueden ejercer este derecho fundamental al voto. En ese sentido, conviene aclarar algunas cuestiones:

1.- ¿Por qué hemos cambiado de sistema electoral? Porque era imprescindible corregir algunos déficits democráticos que nuestro anterior sistema electoral padecía. Antes, la desproporcionalidad del sistema, la desigualdad del valor del voto entre canarios y la afectación del pluralismo político por la implantación de unas barreras electorales desorbitadamente altas incidían negativamente, distorsionando de manera evidente y notoria el deseo que los electores manifestaban con su voto. Hasta el momento, en nuestras islas el ochenta y tres por ciento de la población ha escogido a la mitad de miembros del Parlamento, mientras que el diecisiete por ciento restante ha venido designando a la otra mitad. En las últimas elecciones celebradas en el archipiélago, partidos con más de cincuenta y tres mil votos se quedaron sin representación parlamentaria mientras que otros, con apenas cinco mil, se adjudicaron tres escaños. Con este nuevo sistema se sanan en parte esas patologías y se avanza levemente hacia un sistema electoral más justo, más equitativo y con un mayor nivel de igualdad y proporcionalidad.

2.- ¿Cuántas circunscripciones existen? Existen ocho circunscripciones. Una regional de 9 diputados y siete insulares (3 diputados por El Hierro, 8 por Fuerteventura, 15 por Gran Canaria, 4 por La Gomera, 8 por Lanzarote, 8 por La Palma y 15 por Tenerife). Significa que los partidos o candidaturas que se presenten por la lista regional contarán con una única papeleta que contendrá los nombres y apellidos de quienes optan a los citados 9 escaños. Esa papeleta autonómica será, pues, la que todos los electores encontrarán en su colegio electoral, con independencia de la isla en la que ejerzan su derecho al voto. Por el contrario, los partidos o candidaturas que se presenten por las listas insulares serán diferentes en cada isla, de modo que los nombres incluidos en ellas serán distintos en cada uno de los territorios insulares.

3.- ¿Cómo son las papeletas para realizar la votación? La papeleta designada para elegir a los diputados que se presentan por la lista regional o autonómica es de color amarillo y habrá de introducirse en un sobre del mismo color que indica “ELECCIONES AL PARLAMENTO DE CANARIAS. CIRCUNSCRIPCIÓN AUTONÓMICA”. La papeleta designada para elegir a los diputados que se presentan por la lista insular es de color sepia y habrá de introducirse en un sobre del mismo color que indica “ELECCIONES AL PARLAMENTO DE CANARIAS. CIRCUNSCRIPCIÓN INSULAR”.

4.- ¿Qué votamos exactamente? Los ciudadanos elegimos a los setenta diputados que compondrán el Parlamento de Canarias. En ningún caso elegimos al Presidente del Gobierno. Como sucede en cualquier sistema parlamentario, el votante no designa a ningún miembro del Gobierno sino a sus representantes en las Asambleas Legislativas. Es falso que el 26 se mayo se elija al Presidente del Gobierno, como también es falso que el candidato a Presidente del Gobierno esté obligado a figurar en la lista regional o autonómica.

5.- ¿Cómo podemos votar? El elector cuenta con cuatro opciones:

  1. Dar su voto a la misma formación política en ambas circunscripciones.
  2. Votar a formaciones políticas distintas en cada una de las dos circunscripciones, siendo libre de apoyar con su voto para la circunscripción insular a una opción política y a la circunscripción regional o autonómica a otra formación política diferente.
  3. Votar en una de las dos circunscripciones y abstenerse en la otra.
  4. Abstenerse en ambas circunscripciones y no votar.

6.- ¿Qué diferencias existen entre los diputados que son elegidos por la lista regional y los que son elegidos por las listas insulares? Jurídicamente, ninguna. Los diputados, ya sean elegidos por una circunscripción insular o por la regional, tienen los mismos derechos y obligaciones.

7.- ¿El nuevo sistema electoral es definitivo? No necesariamente. Nuestro Estatuto de Autonomía diseñó este sistema electoral de forma provisional, hasta la aprobación de una futura ley electoral por el Parlamento de Canarias. En el apartado cuarto de la Disposición Transitoria Primera se establece que el Parlamento de Canarias elaborará, en un plazo no superior a tres años desde la entrada en vigor del presente Estatuto de Autonomía, una ley electoral que deberá ser aprobada por mayoría de tres quintos y ese plazo de tres años ha comenzado a correr en noviembre de 2018.

Lo que nos perdemos los españoles por el miedo de los políticos

No creo que se pueda negar que contamos con una democracia asentada. De hecho, llevamos ya más de cuarenta años convocando elecciones y ejerciendo el derecho al voto de forma libre y periódica para elegir la composición de diversas instituciones: Parlamento Europeo, Congreso de los Diputados, Senado, Parlamentos Autonómicos, Plenos Municipales y, en la España insular, Cabildos y Consejos insulares. Pero, como todo en la vida, también en lo que se refiere a la democracia podemos conformarnos o ser exigentes, aspirar a más o resignarnos con lo que tenemos. Dicho de otro modo, conseguido el sistema democrático y alcanzado un cierto nivel de calidad, cabe acomodarse y dar por bueno el modelo o, por el contrario, ser consciente de sus deficiencias y aspirar a mejorarlo para lograr cotas más perfectas de participación política y sistemas de elección más próximos a la excelencia electoral. Frente a dicha dicotomía, mucho me temo que los españoles hemos optado por la despreocupación y la dejadez, perpetuando así, a estas alturas del sigo XXI, una forma bastante caduca de ejercer el derecho al voto.

Nuestra Ley Orgánica de Régimen Electoral General está a punto de cumplir treinta y cinco años, tratando desde el año 1985 a los votantes como a niños pequeños a quienes se les debe dejar elegir lo mínimo. Los partidos políticos controlan los nombres que figuran en las listas lectorales y su posición en ellas. Por esa razón, los líderes y quienes acaparan el denominado “aparato” colocan a sus fieles y obedientes devotos en los denominados “puestos de salida”, de tal manera que el ciudadano se limita a introducir en la urna un sobre con unas concretas siglas. Carece de posibilidades para escoger con plena libertad a las personas que, a su juicio, pueden representarle mejor, como tampoco su orden dentro de las listas electorales, que le viene impuesto desde las sedes de las distintas formaciones políticas. En otras palabras, los partidos cocinan y hasta mastican la composición de sus candidaturas, dejando al cuerpo electoral la mera opción de tragársela o no. Así se concibe a día de hoy la democracia en España.

Que a cuatro décadas vista desde que se aprobó y entró en vigor nuestra Constitución continúe tratándose así al electorado puede deberse a dos causas: o porque se considere que aún no está capacitado para tomar decisiones o, como segunda razón, porque sus dirigentes tengan pánico a perder el control de los grupos parlamentarios. En mi opinión, el inmovilismo que padecemos se debe a ambas, si bien la última es la que impide que ni siquiera se pueda hablar en serio de la reforma de nuestra actual ley electoral para, de una vez por todas, permitir que el pueblo tome parte en un mayor número de decisiones.

¿Resulta tan descabellado poder votar para el Congreso de los Diputados a candidatos de distintos partidos, como ocurre en el Senado?¿Es ciertamente una locura que el ciudadano escoja como cabeza de lista a quien el líder condenó a un puesto muy relegado? ¿Supone acaso un peligro que los votantes decidan con libertad a los integrantes de la institución a elegir? No nos engañemos. Ahora mismo nos limitamos a elegir de facto unas siglas, porque las personas llamadas a conformar Parlamentos, Asambleas y Corporaciones Locales se deciden por los órganos de dirección de los partidos políticos en base a sus concretos intereses. Ni siquiera las escasas formaciones que se apuntan al sistema de primarias quedan fuera de esta crítica.  En su caso, si bien el poder de decisión del líder se difumina levemente en la fase previa a la presentación de las candidaturas, en la jornada de votación los electores también se encuentran encorsetados, debiendo asumir tanto el listado completo de nombres como el orden pactado desde las estructuras del partido.

Creo firmemente que la Ley Orgánica del Régimen Electoral General de 1985 debería haberse revisado hace tiempo. Sin embargo, no se ha hecho y, lo que es peor, no se hará. Las razones son muy simples. A los dirigentes, por supuesto, no les interesa y, mientras tanto, la ciudadanía permanece aletargada sin prestar atención a este asunto esencial. Los presidenciables someten a un férreo control a los componentes de sus listas y hacen gala de su poder para garantizarse un tropel de fieles seguidores que no planteen objeciones ni pegas, alejados del criterio y del debate. Y los votantes, entre tanto, parecen más preocupados por el fútbol y los cotilleos que por prestar una mínima atención al hecho de que pueden reclamar y de que deben exigir una cuota de participación democrática más elevada. Por el contrario, apenas muestran interés por formarse e informarse sobre cómo ejercer más responsablemente su derecho a participar en las decisiones políticas de su país. En conclusión, que los unos por los otros, la casa sin barrer.

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