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Libertad de expresión, discurso del odio y redes sociales

En 2016 la Comisión Europea hizo público un “Código de conducta” que incluía una serie de compromisos para luchar contra la propagación e incitación al odio en Internet dentro de la Unión Europea. Este acuerdo fue firmado conjuntamente con empresas tecnológicas como Facebook, Twitter o YouTube. La idea era que, paralelamente a la posibilidad de actuar penalmente contra estas conductas conforme a la legislación de cada uno de los Estados, se implementasen una serie de controles y políticas de conducta por parte de las plataformas sociales para eliminar este tipo de contenidos de sus redes.

Al firmar este acuerdo voluntario, las empresas se comprometieron a poner en marcha mecanismos internos que garantizasen el examen y la retirada de las manifestaciones que considerasen incitación al odio o difusión del denominado “discurso del odio” en un plazo inferior a las veinticuatro horas. El principal problema era determinar quién y cómo se llegaba a la conclusión de qué concreto mensaje, comentario o publicación merecía tal eliminación, así como por medio de qué procedimientos y con qué garantías se procedería a la suspensión o eliminación de una cuenta en una red social.

Todo esto ha cobrado protagonismo informativo debido a que el partido político VOX ha presentado una querella contra Twitter por el cierre de su cuenta oficial desde el pasado 22 de enero, tras un intercambio de mensajes con la portavoz del PSOE en el Congreso, Adriana Lastra, a propósito del denominado «pin parental», en el que el citado partido acabó criticando que con dinero público se promoviera la «pederastia». Twitter comunicó a VOX que no podría publicar más contenidos alegando «incitación al odio» y le ofreció la opción de borrarlo, pero la organización liderada por Santiago Abascal se negó. Ante esa situación, la formación política considera que es Twitter la que ha cometido un delito de injurias al acusarle de mantener una conducta que «incita al odio» y alega, además, que la actitud de Twitter vulnera derechos fundamentales como la libertad de expresión, el derecho a la participación política, la libertad ideológica, el principio del pluralismo y la igualdad política, recogidos todos ellos en la Constitución.

Tendrá que pasar mucho tiempo hasta que este proceso judicial termine pero, cuando lo haga, quizá tengamos una serie de resoluciones judiciales que clarifiquen las difusas líneas que separan la libertad de expresión y la libertad ideológica del límite del denominado “discurso del odio” y, sobre todo, que se pronuncien sobre un tema inédito y sin precedentes, como es el cierre o suspensión de perfiles en una red social por dichos motivos.

Conforme aparece en la propia política de conducta de Twitter, la suspensión permanente de una cuenta supone que se elimine de la vista global de la misma y que el sancionado no pueda crear cuentas nuevas. Cuando se suspende un perfil de forma permanente, la compañía informa al usuario acerca de su suspensión por incumplimientos relativos al abuso, le explica qué política o políticas incumplió y cuál fue el contenido infractor. Los supuestos infractores pueden apelar o recurrir dicha decisión a través de la interfaz de la plataforma o mediante el envío de un informe, comprometiéndose Twitter a responder a dicha apelación.

Lo más curioso es que, dentro de las propias reglas establecidas por esta red social, se establecen excepciones, y se prevé y se reconoce que, a veces, un tweet que merecería la eliminación por su contenido debe ser mantenido en atención a la relevancia pública del emisor del mensaje o al interés público del debate que genera. En concreto para Twitter, el contenido es de interés público “si constituye un aporte directo para la comprensión o el debate de un asunto que le preocupa a todo el público”. Para que esta excepción a la regla se aplique se tienen que dar los siguientes requisitos: que el Tweet incumpla una o más de las Reglas de Twitter; que el autor del Tweet sea una cuenta verificada; que la cuenta tenga más de 100.000 seguidores; que la cuenta represente a un miembro actual o potencial de un organismo gubernamental o legislativo local, estatal, nacional o supranacional; que sean titulares actuales de un puesto de liderazgo elegido o designado en un organismo gubernamental o legislativo; o que sean candidatos o nominados para cargos políticos. En estos casos, Twitter se reserva la posibilidad de optar por conservar el Tweet que, en un principio, sería eliminado.

El equipo interno de Twitter (denominado “equipo de cumplimiento global”) enviará cualquier Tweet que cumpla con los criterios definidos anteriormente a una revisión secundaria por parte de otro equipo de evaluación diferente (denominado “Equipo de Trust & Safety”), para la recomendación de si procede o no aplicar la excepción de interés público.

La propia compañía Twitter ha declarado que no hará estas excepciones cuando la publicación esté relacionada con el terrorismo o el extremismo violento, fomente la violencia, fomente algún fin ilícito o delictivo, promueva el suicidio, afecte a la integridad de unas elecciones o implique la revelación de información privada. Por el contrario, esa misma empresa, fuera de las anteriores categorías, sí es favorable a valorar dichas excepciones.

Ahora será la Justicia la que decida si Twitter aplicó correctamente sus propias reglas, o incluso si sus reglas son ajustadas al resto de normas jurídicas de obligado cumplimiento. Al aplicar conceptos jurídicos indeterminados, siempre existirá una difuminada línea fronteriza entre el derecho y su límite que resulte controvertida. Pero, más allá de las ideologías y las posturas partidistas, se debe encontrar un criterio jurídico que dé seguridad jurídica a estos temas, y que ayude y potencie a conseguir una sociedad democrática más libre, formada, informada y responsable.

El consenso político: Entre la utopía y el mito

Francisco Fernández Marugán es el actual Defensor del Pueblo, cargo al que accedió tras suceder a Soledad Becerril, cuyo mandato expiró hace ya más de dos años y medio. Ocupa esta institución “en funciones”, dado que no se ha podido renovar dicho puesto. Conforme a la Ley Orgánica que regula este órgano, se necesita una mayoría de tres quintas partes del Congreso y del Senado o, subsidiariamente, si no se obtiene tal apoyo, tres quintas partes del Congreso y mayoría absoluta del Senado. Eso significa que, al menos, se requieren doscientos diez votos de la Cámara que representa a la ciudadanía para poder elegir un sucesor.

El actual presidente del Tribunal Constitucional, Juan José González Rivas, la vicepresidenta, Encarnación Roca, y los magistrados Andrés Ollero y Fernando Valdés concluyeron su mandato el pasado 7 de noviembre de 2019, por lo que deben ser renovados para que su espacio en el órgano jurisdiccional sea ocupado por los nuevos miembros elegidos por el Congreso de los Diputados. En estos momentos continúan desempeñando sus funciones, pese a tener el mandato caducado, habida cuenta de que ni siquiera se ha iniciado el trámite para la elección de sus sustitutos por la Asamblea Parlamentaria. También para esta renovación se requiere una mayoría de tres quintas partes del Pleno, es decir, nuevamente el número de doscientos diez votos, como mínimo, para sacar adelante los nuevos nombramientos.

Todos los miembros del Consejo General del Poder Judicial llevan con su mandato expirado desde diciembre de 2018, así que acumulan más de un año desempeñando sus competencias, pese a que el tiempo previsto para el ejercicio de sus funciones prescribió hace más de doce meses. De hecho, y casi como señal de protesta por la situación, el Pleno del CGPJ acordó hace unas semanas paralizar el nombramiento de cargos judiciales a la espera de una pronta renovación de la institución. Sin embargo, para que ello ocurra, nos encontramos nuevamente con la necesidad de que, tanto en el Congreso como en el Senado, se alcance la mayoría de las tres quintas partes de ambos hemiciclos.

La constante apelación a que determinadas instituciones reciban un apoyo tan elevado de los representantes parlamentarios deriva de una llamada al consenso, así como de la necesidad de que la elección no esté mediatizada por una limitada mayoría ideológica. Antes al contrario, se espera que el apoyo generalizado de diferentes creencias políticas evidencie que el elegido aglutina en su persona el beneplácito de diversas siglas, programas e ideas y concluir así que su figura es apta para ejercitar sus funciones al margen de las pugnas partidistas y de forma imparcial e independiente. Estas buenas intenciones previstas en las normas se han ido desvirtuando y hasta prostituyendo por la funesta práctica de los principales partidos de repartirse los sillones por cuotas como quien se reparte un botín, para trasladar a órganos no políticos la sospecha de que sí existe una vinculación entre la naturaleza política del órgano que designa y la función técnica que debe desempeñar el elegido, afectando de ese modo a la propia esencia de la separación de poderes proclamada en nuestro texto constitucional.

La desafortunada idea de trasladar los efectos de la representación política que fundamenta la propia existencia de un Parlamento a otras instituciones que nada tienen que ver con la función representativa, supone una distorsión que agrieta los principios, valores y cimientos de nuestro modelo constitucional. La legitimidad democrática, venerada, aclamada y respetada cuando se refleja en órganos políticos como son los Parlamentos y los Gobiernos, se torna en un extraño y tóxico compañero de viaje cuando se pretende trasladar a otras organizaciones alejadas de la tradicional contienda partidista. De hecho, desde el Consejo de Europa reiteran una y otra vez las recomendaciones a España para cambiar ese criterio de elección, haciendo oídos sordos quienes tienen la capacidad y legitimidad para cambiar dicha situación.

Además, al anterior problema se añade ahora otro derivado de la imposibilidad de alcanzar esa cifra mínima de doscientos diez votos en el Congreso, fruto de la polarización en, al menos, dos bloques por lo visto irreconciliables. Si ajustadísima fue la mayoría simple que eligió a Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno (167 votos a favor, 165 en contra y 18 abstenciones), la absoluta (a partir de 176 votos) se ve como una quimera y la de tres quintos (de 210 en adelante) como una utopía de épocas en las que el consenso, la responsabilidad y la política de Estado se situaban por encima y por delante de cualquier prioridad partidista. La total incomunicación entre los denominados “bloque de derechas” y “bloque de izquierdas” perpetúa una anomalía de nuestro sistema constitucional, con instituciones aguardando su renovación sin esperanza y a cargo de personas que no deberían seguir ocupando sus puestos. Hubo un tiempo en el que la política servía para solucionar los problemas de la sociedad. Hoy en día, tan sólo perpetúa dichos problemas y, en ocasiones, para generar nuevos.

De qué hablamos cuando hablamos de inmunidad parlamentaria

Durante los últimos meses, el revuelo mediático y jurídico relacionado con la inmunidad parlamentaria de Oriol Junqueras ha generado un aluvión de repercusiones en las que se ha podido escuchar de todo. Desde manifestaciones de personas con una innegable solvencia intelectual y una elevada argumentación en Derecho, hasta proclamas políticas desprovistas de cualquier base jurídica y que mostraban más una indignación particular que un razonamiento sustentado con criterio. Creo, por tanto, procede aclarar algunas cuestiones en relación a este asunto.

La figura de la inmunidad parlamentaria tiene un origen histórico que se remonta al Medievo, etapa en la que se ideó tal prerrogativa para proteger de los poderes de los monarcas a los miembros de las asambleas, dado que podían afectarles tanto desde el punto de vista policial como judicial. La idea era (y es) añadir una serie de trámites cuando se pretendiera actuar contra un parlamentario, aunque nunca fue (ni es) impedir por completo el enjuiciamiento de los componentes de dicha institución, ya que ello supondría otorgar una impunidad. Así, se proclama que un miembro de una Cámara legislativa no puede ser detenido (salvo en caso de flagrante delito) ni procesado, sin autorización de la propia Cámara a la que pertenece.

Igualmente, encontramos esa clase de “inmunidad” en el Parlamento Europeo, habida cuenta que sus diputados no pueden ser investigados, detenidos ni procesados por sus opiniones expresadas ni por sus votos emitidos. Dicha inmunidad presenta una doble vertiente. Por un lado, gozan en su propio territorio nacional de las inmunidades reconocidas a los diputados al Parlamento del Estado por el que han sido elegidos. Por otro, no pueden ser detenidos ni procesados en el territorio de cualquier otro Estado miembro.

Actualmente se sigue usando este mecanismo de protección, si bien se discute que las razones que fundamentaron su existencia hace siglos puedan persistir en los modernos Estados de Derecho. Tal es así que, pese a que formalmente se continúe requiriendo al Parlamento la petición de permiso para poder investigar y procesar a un diputado o senador por la vía del denominado “suplicatorio”, se entiende que la Asamblea que recibe esa petición no puede negarse si se cumplen los requisitos para ello o, al menos, debe ofrecer una suficiente motivación jurídica.

En ese sentido, resulta muy interesante la sentencia de nuestro Tribunal Constitucional  243/1988, de 19 de diciembre, que declaró la nulidad del Acuerdo del Pleno del Senado de 18 de marzo de 1987 por el que se denegó la autorización para proseguir un proceso judicial contra un senador, concluyendo que dicha denegación por parte de la Cámara Alta suponía una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva de los recurrentes. Reproduciendo las palabras del propio T.C. en la citada resolución, la inmunidad encuentra su fundamento en el objetivo de garantizar la libertad e independencia de la institución parlamentaria. Al servicio de este objetivo se confieren estos “privilegios, no como derechos personales, sino como derechos reflejos de los que goza el parlamentario en su condición de miembro de la Cámara legislativa, y que solo se justifican en cuanto son condición de posibilidad del funcionamiento eficaz y libre de la institución”. Además, se añade que “en la medida en que son privilegios obstaculizadores del derecho fundamental citado [la tutela judicial efectiva], solo consienten una interpretación estricta”.

Otro elemento determinante que se debe analizar es cuándo dicha inmunidad comienza a surtir efecto y, por lo que respecta al concreto caso de Oriol Junqueras, si la obtención de su escaño en un momento posterior a su procesamiento y enjuiciamiento pudiera tener incidencia en el proceso judicial que, finalmente, lo condenó a una pena de trece años de prisión y de inhabilitación absoluta por un delito de sedición en concurso medial con un delito de malversación. O, incluso, si su condena en firme antes siquiera de tomar posesión como parlamentario pudiera verse afectada por esa supuesta inmunidad.

La doctrina proclamada por el TJUE en su reciente sentencia ha fijado que, con carácter general, cualquier preso preventivo que adquiera la condición de eurodiputado lo hace desde el momento de su proclamación como electo y ha de ser puesto en libertad para cumplimentar los trámites formales posteriores a esa designación. Sin embargo, Oriol Junqueras ya no es un preso preventivo. Por ello, nuestro Tribunal Supremo considera que ahora, una vez conocida la sentencia del TJUE, no procede formalizar la petición de suplicatorio ante el Parlamento Europeo porque, cuando Junqueras fue proclamado electo en acuerdo de 13 de junio de 2019, el proceso penal que le afectaba había concluido y la Sala de lo Penal había iniciado el proceso de deliberación.

Es decir, si el electo adquiere su condición de diputado (y su inmunidad) cuando ya se ha procedido a la apertura del juicio oral, es obvio que decae el fundamento de esa inmunidad como condición de la actuación jurisdiccional, dado que ese fundamento no es otro que preservar a la institución parlamentaria de iniciativas dirigidas a perturbar su libre funcionamiento, lo que lógicamente no puede ocurrir si la actuación jurisdiccional es anterior a la elección de los componentes de ese Parlamento.

Grupos parlamentarios: mercadeos y precedentes sonrojantes

Tras la constitución de las Cortes Generales y la elección de los miembros de las Mesas de Congreso y Senado, llegó el turno a la formación de los grupos parlamentarios, cuestión muy importante en el funcionamiento de la vida parlamentaria y para la que existen una serie de requisitos. En el caso de la denominada Cámara Baja, para formar grupo parlamentario es preciso obtener al menos quince diputados o, subsidiariamente, un número de escaños no inferior a cinco y como mínimo el quince por ciento de los votos correspondientes a las circunscripciones en las que hubieren presentado candidatura o el cinco por ciento de los votos emitidos en el conjunto de la Nación. Por lo que se refiere a la Cámara Alta, cada grupo parlamentario debe estará compuesto de, al menos, diez senadores.
Ya en las legislaturas anteriores se ha permitido que formaciones políticas que no cumplían dichos requisitos accedieran a un grupo parlamentario propio, evitando pasar al denominado “Grupo Mixto” (donde compartirían presupuesto, tiempo y protagonismo con otros partidos o coaliciones de muy diferente signo). Así se ha afianzado una especie de “costumbre parlamentaria” en virtud de la cual algunos partidos “prestaban” diputados o senadores a otros que no alcanzaban el número mínimo de escaños con el único propósito de fingir el cumplimiento de la condición impuesta por la normativa.
A mi juicio, semejante conducta es, antes y ahora, un manifiesto fraude de ley, entendiendo como tal una conducta aparentemente lícita pero que persigue (y finalmente consigue) eludir el cumplimiento de la ley. Son varios los ejemplos. En la V Legislatura se planteó por primera vez este problema en el Congreso de los Diputados, cuando Coalición Canaria -que sí había superado en las dos circunscripciones donde se presentaba el quince por ciento de los sufragios- no obtuvo los pertinentes cinco escaños. Para esquivar ese requisito sumó a sus cuatro diputados uno elegido por el Partido Aragonés Regionalista quien, pocos días después de haberse constituido el Grupo Parlamentario de CC, lo abandonó para integrarse en el Grupo Mixto. Nuevamente se repitió idéntica situación con Coalición Canaria en la VI Legislatura, aunque esta vez el préstamo provino de las filas de Unión del Pueblo Navarro (UPN) aportando, no uno, sino dos diputados para, inmediatamente después de formado el grupo parlamentario, abandonarlo para integrarse en el Grupo Popular. Más recientemente, en la X Legislatura, se reprodujo idéntico caso en el Grupo Parlamentario de UPyD, que había obtenido cinco diputados pero solo recibió el 4,7% de los votos, cumpliendo parcialmente con el Reglamento. En aquella ocasión fue Foro Asturias quien le cedió tanto su único diputado como su porcentaje de votos para, acto seguido, abandonar el grupo parlamentario recién creado e integrarse en el Grupo Mixto.
En estas líneas reflejo únicamente algunos ejemplos de este fenómeno que se han consolidado como precedentes, dando una apariencia de normalidad y licitud de la que a todas luces carecen. Porque, a pesar de su reiteración, se trata de meras maquinaciones para sortear unas reglas dadas por el propio Parlamento para su organización. En lugar de cambiar los requisitos estipulados en su Reglamento (que podría llevarse a cabo sin mayor dificultad) continúan afanándose en buscar fórmulas que soslayen sus propias reglas.
En la actual legislatura también se ha pretendido constituir dos grupos políticos ignorando los mandatos para su creación. Sin embargo, esta vez los letrados del Congreso no han avalado la división del Grupo Mixto, conclusión que finalmente ha sido respetada asimismo por la Mesa del Congreso. Se solicitaba permitir la formación de los denominados “Grupo Múltiple” (que integrarían Junts per Catalunya, Más País, Compromís y Bloque Nacionalista Galego) y “España Plural” (impulsado por Unión del Pueblo Navarro, Coalición Canaria, el Partido Regionalista de Cantabria y Teruel Existe). El informe de los letrados ha recordado que la diputada de CC, Ana Oramas, no se presentó en solitario a la últimas elecciones, sino en coalición con Nueva Canarias, y que dicha alianza no alcanzó en el archipiélago canario el quince por ciento de los votos. Cuestiona igualmente que UPN integre un grupo separado del de sus socios de Navarra Suma (PP y Ciudadanos). En cuanto a Junts per Cat, Más País, Compromís y BNG, ni siquiera llegan al cinco por ciento de votos exigidos. Después de la negativa, Junts per Catalunya (JxCat), Más País-Equo, Coalición Canaria, Nueva Canarias, Compromís, el Bloque Nacionalista Galego (BNG), el Partido Regionalista de Cantabria (PRC) y Teruel Existe se han registrado en el Congreso como Grupo Parlamentario Plural, sin que entre ellos exista una línea política o programática coincidente.
En mi opinión, ya es hora de que los representantes de la ciudadanía comiencen a dar ejemplo en cuanto al cumplimiento escrupuloso de las normas, tal y como se exige al resto de los ciudadanos, y no incurran en la apariencia de que el mercadeo y los atajos para saltárselas son admisibles. Porque una cosa es la interpretación flexible y finalista de las leyes y otra muy distinta obviar lo que, de forma clara y nítida, establece el ordenamiento jurídico, con el único fin de obtener unos beneficios que, con el Reglamento en la mano, no merecen.

El significado de los juramentos y las promesas en Política

El 3 de diciembre se constituyeron las nuevas Cortes Generales y, como en las últimas ocasiones, afloraron las polémicas sobre las fórmulas usadas por algunos de los diputados y senadores a la hora de jurar o prometer su acatamiento a la Constitución, requisito previo al pleno acceso al cargo público para el que han sido elegidos. Así, algunos de esos cargos electos reinventaron el enunciado inicialmente previsto para cumplir con el trámite, añadiendo menciones a los «presos políticos», la «república catalana» o «vasca», a las denominadas “Trece Rosas”, al planeta o la «España vaciada». La discusión sobre este formalismo es doble. Por un lado, en cuanto se refiere al valor de un acto como ese en relación a las consecuencias ante un posible incumplimiento del compromiso que lleva aparejado. Por otro, en lo que respecta al rigor de someter una elección democrática y popular a una condición formal de tal calibre.

Conforme al artículo 20 del Reglamento del Congreso, el diputado proclamado electo adquirirá su plena condición cuando cumpla una serie de requisitos, siendo uno de ellos “prestar en la primera sesión del Pleno a que asista la promesa o juramento de acatar la Constitución”. No es una cuestión aplicable exclusivamente a los parlamentarios. El Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, por el que se establece la fórmula de juramento en cargos y funciones públicas, indica la misma obligación para el acceso a cualquier cargo público en las Administraciones. En el mismo sentido, el artículo 108.8 de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General refiere que «en el momento de tomar posesión y para adquirir la plena condición de sus cargos, los candidatos electos deben jurar o prometer su acatamiento a la Constitución”.

Una vez que se realiza ese trámite y la persona ocupa con plenitud jurídica su escaño. El posible incumplimiento del juramento o promesa no conlleva una consecuencia jurídica prevista como tal en nuestro ordenamiento jurídico. No equivale al acto de juramento o promesa de decir la verdad tomado a los testigos que prestan declaración en los juicios, quienes, si se verifica que han mentido, se exponen a la apertura de un procedimiento penal por falso testimonio que acarrea penas de prisión. Si un diputado o senador incumple la Constitución a posteriori, solo será castigado si tal incumplimiento está sancionado autónomamente en alguna ley, pero no por el hecho en sí de faltar a su juramento o promesa. Nos hallamos ante un supuesto similar al de la inobservancia de una promesa electoral. Podrá ser castigado por su electorado en unas futuras elecciones, pero tomará la forma de una consecuencia política, no jurídica. En ese sentido, el acto formal de jurar o prometer la Constitución no posee relevancia alguna de cara al futuro. Consiste en un protocolo, una formalidad, una ceremonia, una solemnidad, un ritual, cuyo valor es el que cada uno quiera le otorgar a la palabra dada. Cuestión de honorabilidad, no de legalidad.

Pero, si bien dicha promesa o juramento pierde significación jurídica de cara al futuro, dicho acto formal sí conlleva unas consecuencias jurídicas claras antes de acceder al cargo, sobre todo cuando no se realiza, puesto que es un requisito previo para alcanzar en plenitud la condición de diputado o senador. Durante muchas legislaturas esta formalidad jamás generó controversia. Sin embargo, con el paso de los años, varios cargos electos comenzaron a introducir modificaciones en las fórmulas de juramento o promesa (interpretadas por algunos como un fraude al entender que esa alteración encierra el propósito de manifestar justo lo contrario de lo que se persigue, es decir, que en el fondo supone una manifestación de que no se va a acatar la Constitución), por lo que se estaría ante el incumplimiento de una obligación legal que sí acarrea una clara consecuencia legal: la no adquisición de la condición plena de diputado o senador.

En la sentencia del Tribunal Constitucional 74/1991  se consideró constitucional que se añadiese la coletilla “por imperativo legal” a la fórmula del acatamiento. El motivo también era doble. En primer lugar, porque ese añadido no suponía una negación del acatamiento, que se proclamaba acto seguido. En segundo, porque lo que se añadía era una redundancia. Es evidente que la ceremonia  tiene lugar porque así lo impone una norma con rango legal. No se trata, pues, de un acto voluntario. Es como si quienes pagamos impuestos añadimos en nuestra Declaración de la Renta que lo hacemos porque nos obliga la ley. Se trata de una manifestación, por obvia, completamente innecesaria.

Sin embargo, actualmente las variaciones que se introducen -mucho más imaginativas- ni son tan obvias ni resultan tan inocuas para la validez del acatamiento. Provienen de representantes de partidos políticos que defienden pública y hasta orgullosamente la desobediencia civil en un Estado Democrático y de Derecho, que se jactan de no reconocer la autoridad del Tribunal Constitucional y que apuestan decididamente por la modificación de la forma de Estado y de Gobierno sin seguir los procedimientos de reforma establecidos. En ese contexto, procede decidir qué hacer con los juramentos o promesas donde los “añadidos” son de tal entidad que suponen de facto una matización significativa o un quebrantamiento del respeto a nuestra Carta Magna.

Según nuestra jurisprudencia, imponer un requisito como éste no vulnera en absoluto el derecho fundamental de todo candidato al acceso y al ejercicio del cargo público, pues dicho derecho «no comprende el de participar en los asuntos públicos por medio de representantes que no acaten formalmente la Constitución» (sentencia 101/1983, de 18 de noviembre, del Tribunal Constitucional). El acto de juramento o promesa es individual y, como dice el Tribunal Supremo, no puede entenderse cumplido de manera implícita por el acceso a un cargo o a un empleo público, ni tampoco puede entenderse cumplimentado de forma tácita en otros deberes, como el de «actuar en el ejercicio de sus funciones». Evidentemente, no se trata de que los diputados y senadores renuncien ni a modificar ni a variar la Constitución. No ha de interpretarse como una adhesión ideológica al texto constitucional, ni tampoco como una conformidad plena a su contenido. Nuestra Constitución, como norma de cabecera de un Estado democrático plural, respeta las ideologías que defienden su modificación por los cauces procedimentales previstos. Dicho de otra manera, el candidato se compromete a respetar el ordenamiento jurídico, aunque pueda defender cambiarlo y su discurso difiera de las reglas vigentes en ese momento.

A mi juicio, dos son las opciones sobre las que hay que decantarse. Si, efectivamente, dotamos a ese requisito de verdadera virtualidad jurídica o, por el contrario, si lo asimilamos a una mera formalidad vacía de significado real, una suerte de florero inútil al que nadie hace caso y cuya antigüedad y tradición histórica mantienen relegado en una esquina. En todo caso, opino que la doctrina del Tribunal Constitucional de principios de los años noventa ya ha quedado desfasada ante estas nuevas realidades que urge afrontar. De todas formas, hay que diferenciar entre las formas de acatamiento de la Constitución para acceder al cargo público que son mersamente criticables o inapropiadas, de las formas que no suponen un acatamiento en puridad. Sea como fuere, muchos dirigentes pretenden convertir las Cortes en un escenario para su lucimiento polémico y para para la controversia hueca y vacía de verdadero significado. En definitiva, están transformando el Parlamento en un “reality show” cutre.

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