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Criticar o atacar al Tribunal Constitucional

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el primer Estado de alarma estimó parcialmente un recurso de inconstitucionalidad, declarando contrarias a nuestra Constitución algunas de las medidas contenidas en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, especialmente las referidas a la libertad de circulación, y que derivaron en un confinamiento domiciliario. La resolución ha generado un gran revuelo pero, más allá de lo discutible que se pueda considerar, sorprende la virulencia y agresividad de determinados ataques que ha recibido el Tribunal o, más concretamente, algunos de sus Magistrados, ya que van más allá de la crítica a su decisión para derivar en la ofensa personal y el insulto profesional.

Puede calificarse de lamentable el espectáculo generado, incluso, desde dentro de la propia institución, en la que por primera vez, que yo recuerde, uno de los miembros ataca a sus compañeros en su voto particular a la sentencia con una serie de adjetivos impropios de su condición, un hecho que posteriormente el autor reconoció y rectificó, publicando la web del Tribunal una nota en la que, además de  anunciar una nueva versión suavizada de dicho voto, expresaba sus disculpas y asumía que había proferido hacia sus colegas expresiones desafortunadas e inmerecidas.

Vivimos sin duda un periodo de especial crispación y mediocridad. La concepción partidista de la realidad, el fanatismo ideológico, la falta de grandeza y la permanente visión del contrario como el enemigo a batir han convertido el debate político en una pugna improcedente en atención a las responsabilidades que los dirigentes tienen entre manos. Basta presenciar algunos minutos de las denominadas “sesiones de control al Gobierno” para evidenciar cuán bajo ha caído la calidad de nuestros diputados y senadores, circunstancia de la que, por supuesto, es corresponsable el pueblo que los elige. Pero todavía resulta más preocupante, si cabe, que esta clase de batallas viscerales se trasladen a los campos judicial, informativo y académico, utilizando idéntico lenguaje hiriente, descalificador e insultante.

Es obvia la complejidad que entraña el tema de discusión y, ante la ausencia de precedentes del hecho enjuiciado, no creo que ninguna de ambas posturas pueda tildarse de disparate, tal y como se ha pretendido vender desde ciertos sectores. A mi juicio, ninguna solución u opción a tomar era perfecta, puesto que dejaría siempre algún cabo suelto, habida cuenta el uso inevitable de herramientas jurídicas obsoletas y, además, no creadas para enfrentar este concreto problema. El tamaño de la manta ofrecida por nuestro ordenamiento no resultaba suficiente para cubrirlo todo, de tal manera que, si se daba cobertura a una parte, se dejaba a otra al descubierto y sin completo amparo legal.

Según mi parecer, el presupuesto de hecho (crisis sanitarias, epidemias y situaciones de contaminación graves) encajaba bien en el Estado de alarma, pero las medidas necesarias para combatirlo se hallaban previstas en el Estado de excepción. Sin perjuicio de que, desde la lógica o desde la perspectiva sanitaria, el confinamiento se alzase como la vía más adecuada, desde el punto de vista jurídico no encajaba en el Estado de alarma. Tal vez la frontera que separa la limitación de un derecho de su suspensión resulte difusa pero, de la forma en la que se impuso, todo parece indicar que desbordaba las previsiones normativas. En un Estado de alarma se puede “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”. Sin embargo, intentar incluir dentro de la anterior frase un confinamiento domiciliario es extender la interpretación jurídica a unos niveles excesivamente forzados.

Así las cosas, si yo me tuviese que decantar por una de las dos opciones, me sumaría a la posición mayoritaria del Tribunal, aunque sin tachar a quienes opinan en sentido contrario de “legos”, ni de ridiculizarlos acusándoles de recurrir a “disquisiciones doctrinales”. Reconozco que también poseen sus argumentos, si bien yo no los estimo suficientes ni los juzgo los más sólidos. En su caso, pienso que habría que modificar la normativa sobre emergencias sanitarias para evitar situaciones como las que hemos tenido que vivir.

Dicho esto, lo que no puedo compartir en absoluto ni considero una argumentación jurídica válida en un Estado Constitucional, es alegar la defensa del Gobierno como elemento determinante para decidir sobre la constitucionalidad o no de la medida que ha adoptado. He tenido que leer varias manifestaciones de queja sobre lo desamparado que queda el Ejecutivo ante futuras pandemias, o reflexiones sobre la necesidad de que la Justicia juzgue con cierta perspectiva de conservación de las decisiones de los Poderes Públicos por el mero hecho de ser Poderes Públicos. Volvemos a la teórica (y cada vez menos práctica) idea de que todo lo que proviene del Gobierno se realiza en interés general y que cualquier impugnación que reciba responde a intereses privados o subjetivos menos defendibles. A título particular, creo que semejante postura equivale a alejarse por completo de los valores del Constitucionalismo. La Constitución nació para limitar y controlar a los Poderes Públicos y para salvaguardar los derechos de los ciudadanos frente a los mismos. Esa es su esencia y esa esa es su razón de ser. Si pretendemos  convertir nuestro sistema en un conglomerado de garantías en favor de los Gobiernos, deberemos cerrar la etapa del Constitucionalismo y abrir otra centrada en otros valores y principios diferentes.

Y no crean que soy un defensor a ultranza del Tribunal Constitucional. En absoluto. He manifestado disconformidad con algunas de sus sentencias y, sobre todo, me escandaliza la oscura y aberrante forma de gestionar su agenda, tanto en el sentido de la tardanza en la toma de decisiones como en su  preferencia a la hora de agilizar unos temas y de ralentizar (o directamente hibernar) otros, hasta convertir en ineficaz su función. Me preocupa asimismo la desnaturalización del recurso de amparo, que ha desaparecido como mecanismo de defensa de los derechos de los ciudadanos para trocar en otra impugnación más objetiva para la defensa de la Constitución, y no para la protección subjetiva de los derechos de la gente. Por no hablar del alarmante bloqueo en la renovación de sus miembros, o de la politización de sus nombramientos. En definitiva, el Tribunal Constitucional es susceptible de críticas, pero no debe ser atacado como institución, ni padecer los vulgares métodos de la confrontación política en el análisis de sus sentencias y decisiones.

A por el tercer Estado de alarma de 2020

El pasado 14 de marzo se publicó el Real Decreto 463/2020 por el que se declaraba el Estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, quedando vigente tras varias prórrogas hasta bien entrado el mes de junio. Posteriormente, el 9 de octubre, entró en vigor el Real Decreto 900/2020, por el que se declaraba el Estado de alarma en los municipios de Alcobendas, Alcorcón, Fuenlabrada, Getafe, Leganés, Madrid, Móstoles, Parla y Torrejón de Ardoz. Coincidiendo con su finalización a los quince días, el 25 de octubre se ha aprobado el Real Decreto 926/2020 con una nueva declaración del Estado de alarma, otra vez en todo el territorio nacional, para contener la propagación de las infecciones causadas por el SARS-CoV-2. En esta tesitura procede recordar algunas cuestiones:

1.- El Estado de alarma está previsto en nuestra Constitución para afrontar unos problemas que no se pueden abordar con los medios y mecanismos ordinarios y cuya solución pasa en parte por restringir o limitar Derechos Fundamentales, sobre todo los relacionados con la movilidad y la circulación. Entre esos supuestos figuran las crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves. Por lo tanto, en estricta teoría, constituye el mecanismo jurídico más adecuado para conjugar la lucha contra una enfermedad altamente contagiosa y la restricción de la libertad deambulatoria y de tránsito de las personas.

2.- Este Estado de alarma contiene una medida denominada “toque de queda”, consistente en limitar la movilidad y la estancia en espacios públicos durante una franja horaria determinada. Puede entenderse incluido entre las medidas admitidas por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los Estados de alarma, excepción y sitio, cuando en su artículo 11 establece que el Decreto de declaración del Estado de alarma podrá limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos. Más dudas genera la medida de limitar la permanencia de grupos de personas en espacios de uso privado a un número máximo de seis, salvo que se trate de convivientes, dado que es difícil encontrarle acomodo en la citada regulación.

3.- Aunque se establece que, a los efectos del Estado de alarma, la autoridad competente será el Gobierno de la Nación, y la declaración afectará a todo el territorio nacional, existen matizaciones que condicionan la contundencia de tales afirmaciones. En cada Comunidad Autónoma y ciudad con Estatuto de Autonomía, la autoridad competente delegada será quien ostente su Presidencia, pudiendo dictar por delegación del Gobierno de la Nación órdenes, resoluciones y disposiciones en aplicación del Estado de alarma. El artículo séptimo de la ya citada Ley Orgánica prevé esta delegación, si bien apunta a que se podrá dar “cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte del territorio de una Comunidad”, situación que, obviamente, no se da en este caso.

4.- Resulta especialmente significativo que la medida del toque de queda entre en vigor en todo el Estado excepto en Canarias, que sólo lo aplicará si así lo determina su Presidente. En el resto del territorio, entre las 23:00 y las 6:00 horas sólo podrán circular por las vías o espacios de uso público determinadas personas especialmente habilitadas por razones de urgencia (como adquisición de medicamentos, asistencia a centros sanitarios o cumplimiento de obligaciones laborales, profesionales, empresariales o legales). No obstante, cada Presidencia de Comunidad Autónoma podrá variar las horas de comienzo -entre las 22:00 y las 0:00 horas- y de finalización -entre las 5:00 y las 7:00 horas-.

5.- Por lo que se refiere a otras medidas, como las limitaciones de entrada y salida de las Comunidades Autónomas o de la permanencia de grupos de personas en espacios públicos y privados, simplemente se habilita a dictarlas a las Presidencias Autonómicas, por lo que su entrada en vigor dependerá de las Comunidades Autónomas. Así, podrá cada CC.AA. restringir la entrada y salida de personas de su territorio salvo para aquellos desplazamientos adecuadamente justificados. Los Ejecutivos Autonómicos podrán igualmente imponer que la permanencia de grupos de personas en espacios de uso público, tanto cerrados como al aire libre, quede condicionada a que no se supere el número máximo de seis, salvo que se trate de convivientes, y sin perjuicio de las excepciones que se establezcan en relación a dependencias, instalaciones y establecimientos abiertos al público. En cuanto a la permanencia de grupos de personas en espacios de uso privado, quedará condicionada a que no se supere el número máximo de seis, salvo que se trate de convivientes.

6.- El Gobierno ha conseguido finalmente una prórroga de seis meses para el Estado de alarma. Si bien el Real Decreto establece en su artículo cuarto que concluirá formalmente a las 00:00 horas del día 9 de noviembre, era previsible que se extendiera por más tiempo. Sin embargo, una única prórroga por esa duración sin que el Parlamento pueda controlar de forma efectiva su extensión y modulación es, a mi juicio, una medida contraria a la Constitución. Nos hallamos ante una nueva muestra de arrinconamiento de las Cortes Generales y de la actividad parlamentaria en favor de un modelo presidencialista y tal vez lo más sorprendente sea que esta opción cuente con el beneplácito de una considerable mayoría de la Asamblea Legislativa. No cabe duda de que corren malos tiempos para el Parlamentarismo. Y también para el Derecho.

Estado de alarma, estado de confusión

Tras casi cien días de estado de alarma y setenta y cinco jornadas más en busca de un escenario parecido a la normalidad, todo parece indicar que no avanzamos según lo esperado. La finalización del periodo vacacional, unida al inicio del curso escolar y al enorme cansancio del conjunto de la sociedad ante la prolongación de una situación tan anómala, insegura y dolorosa, requería de un anuncio de tiempos mejores o de la proclamación de una etapa de estabilidad y bonanza pero, por desgracia, no va a ser así. A prácticamente medio año vista de la entrada en vigor del citado estado de alarma como consecuencia de la pandemia de coronavirus, el mensaje que se nos transmite es la llegada de un porvenir incierto ante el que el propio Presidente del Gobierno propone que sean los responsables de los diecisiete Ejecutivos autonómicos quienes ahora soliciten la citada medida.

Ante una eventual repetición de coyunturas ya vividas, considero que es preciso aclarar determinadas cuestiones acerca de la regulación de los estados excepcionales, con independencia de que se defienda que la actual normativa vigente, destinada a combatir las tragedias sanitarias, sea obsoleta, desfasada o, incluso, inútil para la cruda realidad que acontece.

1.- El Estado de alarma se aprueba por el Gobierno del Estado, lo que implica que es responsabilidad de este órgano (y no de otro) ponderar si se dan los presupuestos de hecho para su proclamación, así como adoptar las medidas oportunas para retornar a la normalidad lo antes posible, siendo el Ejecutivo el que defienda ante las Cortes Generales las ulteriores prórrogas que estime necesarias si un primer plazo de quince días no resultara suficiente para resolver la tesitura.

2.- Es verdad que el artículo 5 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio establece que cuando los hechos que motivan y justifican el estado de alarma afecten exclusivamente a todo o a parte del ámbito territorial de una Comunidad Autónoma, su Presidente podrá solicitar al Gobierno central la declaración del citado estado. El término “exclusivamente” no es mío, sino que se recoge así en la ley, resultando suficientemente ilustrativo su significado. En todo caso, se trata de una mera solicitud que no modifica ni la competencia ni la responsabilidad de la institución llamada a tomar la decisión (el Gobierno del Estado).

3.- Asimismo, el artículo 7 establece que, a los efectos del Estado de alarma, la autoridad competente será el Gobierno del Estado o, por delegación de éste, el Presidente de la Comunidad Autónoma, pero sólo cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte de su territorio. De nuevo se utiliza el término “exclusivamente” y de nuevo dota al precepto de un inequívoco significado. Si el problema fuese global y afectara a varias Comunidades Autónomas, tal autoridad no podría delegarse, debiendo el Ejecutivo central tomar el mando de una crisis que, por sus repercusiones sobre un conjunto de territorios, requeriría de una estrategia acorde con la amplitud del ámbito territorial afectado.

4.- La declaración del Estado de alarma no suspende los derechos fundamentales ni los principios básicos de nuestro modelo constitucional, ni paraliza el control del Ejecutivo por el Parlamento, ni supone un apagón “de hecho” de las leyes y normas en vigor. Ciertamente se puede limitar la circulación y la permanencia de personas y vehículos a horas y en lugares determinados, e impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados. Se puede asimismo limitar o racionar el uso de servicios y el consumo de artículos de primera necesidad pero, si se quiere ir más allá, caben sólo dos alternativas: o decretar el estado de excepción o modificar la actual normativa sobre el estado de alarma.

5.- Aparte del estado de alarma, existen otros mecanismos para enfrentarse a una enfermedad altamente contagiosa. La Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública permite a las autoridades sanitarias adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato. También se prevé el tratamiento y hospitalización de quienes constituyan un peligro para la salud de la población debido a su contagio. Cabe, además, una llamada genérica a otras posibles medidas que, por su falta de concreción, tampoco pueden suponer una derogación “de facto” y sin control de los derechos y libertades de la ciudadanía.

En estos últimos meses hemos asistido a auténticas ignominias jurídicas justificadas en la necesidad de controlar la enfermedad y en el miedo a sus consecuencias: Decretos Leyes del Gobierno modificando Leyes Orgánicas del Parlamento; suspensión “de facto” de derechos durante el desarrollo del Estado de alarma; adopción de medidas limitativas de las libertades de la generalidad de los ciudadanos por medio de resoluciones gubernamentales que ni siquiera adoptaban la forma de Decreto; grupos políticos solicitando que las decisiones tomadas por los Ejecutivos en el contexto de la crisis sanitaria no pasaran por el control de los jueces, etc.

Existen demasiadas personas que consideran que, en situaciones como la que padecemos actualmente, las normas y las leyes son secundarias y deben doblegarse sin quejas con tal de lograr el objetivo. Ya se sabe: la vieja teoría de lo urgente por encima de lo importante y lo (supuestamente) necesario por delante de lo deseable. Por lo visto para ellos, cuando la crisis entra por la puerta, el Derecho debe salir por la ventana. Sin embargo, si esta forma de proceder se admite, nos situaría ante un precedente que, como ocurre con todos los precedentes, se repetiría en el futuro. Por consiguiente, nuestros valores y principios constitucionales únicamente nos servirán si nos atenemos a ellos incluso cuando no nos convengan. Por el contrario, si únicamente recurrimos a ellos en épocas de tranquilidad y bonanza, no dejarán de ser más que papel mojado.

Verdades oficiales y Democracia

Desde hace algún tiempo vengo advirtiendo sobre la tendencia cada vez más acusada de que, desde el poder político o desde los órganos e instituciones bajo su mando, se controle el libre tránsito de noticias, ideas u opiniones. El Estado Constitucional surgió precisamente para limitar al Poder, así como para reconocer y garantizar derechos y libertades a los ciudadanos. Sin embargo, existe una lenta (y, quizá por ello, imperceptible) evolución por la que dicho Poder va acumulando más y más competencias, facultades y potestades, a la par que se van limando, debilitando o desvirtuando los principios, valores y mecanismos que se idearon y consolidaron con el objetivo contrario. Tal tendencia se acelera en periodos de crisis de muy diferente naturaleza, utilizando una amenaza real para justificar un creciente cambio de modelo hacia otro distinto en el que las libertades menguan y el poder se concentra.

En esta tesitura surge, junto a un problema real, la tentación de querer resolverlo prescindiendo de los principios, valores, derechos y libertades que definen a una sociedad democrática. El citado problema no es otro que la desinformación, las noticias falsas y las manipulaciones maledicentes e interesadas. Frente a esa amenaza (grave e imposible de ignorar) caben dos posibles soluciones: la primera, potenciar la educación y la formación crítica de los ciudadanos para que cuenten con capacidad suficiente para razonar y discernir con criterio, rigor y libertad qué cuestiones son creíbles y cuáles no, qué mensajes deben ser atendidos y cuáles no, y qué propuestas deben ser estudiadas y cuáles rechazadas. La segunda, asumir la existencia de una masa de gente incapaz de pensar por sí misma, de modo que sea preciso crear un organismo que decida por ellos las noticias, mensajes e ideas que han de llegar a sus ojos y a sus oídos, evitando así que caigan en las trampas del engaño o se dejen arrastrar por las mentiras.

Obviamente, en un Estado Social y Democrático de Derecho tan sólo la primera opción tiene sentido, mientras que la segunda supone abrir la puerta al autoritarismo y al entierro de la esencia de los valores constitucionales. En esta pandemia de Covid-19 se escucha con insistencia que hay que controlar la información que no provenga de los cauces oficiales. Incluso que se vigilan y controlan las corrientes de opinión que cuestionan en alguna medida las decisiones tomadas por las Administraciones competentes. Pero, incluso aunque se admitiera la buena intención de fondo, de ahí al desastre no hay más que un paso.

Hace escasos días se conoció que en Hungría (país miembro de la Unión Europea y, por lo tanto, comprometido supuestamente con las libertades y los principios democráticos) se estaba empezando a detener a los críticos en redes sociales con la gestión de su primer ministro, Viktor Orbán, todo ello en relación a cómo estaba encauzando la respuesta a la crisis sanitaria. Coincidiendo con la publicación de esa noticia, se podía leer también en prensa que el Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial enviaba una carta al Presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, reprochándole que difundiese sus opiniones jurídicas sobre el actual estado de alarma contrarias a la doctrina oficial impulsada desde el Gobierno de la Nación.

¿Realmente es este el modelo de Estado que queremos? Impedir la difusión de opiniones discrepantes o reprochar el ejercicio de la crítica política y jurídica no es de recibo. De ser así, habría que despojarle a nuestro Estado de los calificativos “democrático” y “constitucional” y asignarle otros que se ajustasen mejor a la realidad. El Gobierno no es quién para certificar verdades, ni siquiera en lo que se refiere a cuestiones técnicas y científicas, y esta actual crisis del coronavirus da fe de ello. Recordemos que en sus inicios se tildó “oficialmente” a esta pandemia de “una gripe como otra cualquiera”, con una tasa de mortalidad “incluso inferior” a la gripe estacional, llegando a tachar a quienes expresaban otros puntos de vista al parecer catastrofistas de agoreros malintencionados, dispuestos a desinformar y a hacer cundir un pánico innecesario. Por aquel entonces, se desaconsejaba el uso de mascarillas para, posteriormente, comenzar a recomendarlo y, ya por último, exigirlo por norma. No son los únicos ejemplos. ¿Cabría afirmar en ese caso que se difundieron bulos o se desinformó desde los propios organismos oficiales? ¿Acaso van a ser esos mismos organismos los que señalen ahora con su dedo acusador a quienes difundan ideas opuestas a las suyas?

Yo no creo que la Tierra sea plana, pero no puedo apoyar que se detenga o sancione a las personas que consideren lo contrario. Lo que haré será exigir una educación de calidad que promueva los buenos criterios y las decisiones libres y razonadas. Si empezamos a criminalizar la “mentira”, perseguir a los que se aparten de la verdad oficial y nombrar entes públicos que certifiquen la línea a seguir, habremos fracasado como democracia. Sobra decir que mis palabras no significan en modo alguno justificación o defensa de expresiones injuriosas o calumniosas, como tampoco de acciones que conculquen el ordenamiento jurídico. Sin embargo, reitero con convicción que el control de las ideas conduce directamente a la censura y a la sepultura de nuestro modelo de sociedad libre.

Participación ciudadana y transparencia en tiempos del coronavirus

Participación ciudadana y transparencia en tiempos del coronavirus (*)

(propuesta concreta de participación ciudadana en la elaboración de las normas en tiempos excepcionales)

En tiempos de coronavirus, con la normativa acelerada, masiva y dictada con máxima premura por el Gobierno, la participación ciudadana en los proyectos normativos de todo rango es imposible conforme a las reglas ordinarias de audiencia y consulta pública. Pero si por las circunstancias quedan suprimidos los cauces ordinarios de participación, hay que buscar otros, y aquí se va a efectuar una novedosa propuesta concreta al respecto. En época de emergencia social y necesidad de esfuerzo colectivo es más importante que nunca para el interés general que personas cualificadas con datos y conocimientos jurídicos tengan capacidad real y efectiva de hacer llegar al Gobierno y a la oposición, por cauces transparentes y objetivos, las necesidades y las propuestas de soluciones jurídicas, para procurar que las normas que se dicten sean las más idóneas en los ámbitos del ordenamiento jurídicos en los que hay carencias, que son todos, y que, además, dichas normas estén correctamente redactadas conforme a criterios de legalidad, seguridad jurídica y técnica normativa.

Cuando circunstancias extraordinarias como los estados regulados por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, imponen que en la práctica desaparezcan los filtros prelegislativos y legislativos y todos los mecanismos de participación ciudadana, no es aceptable que solo sea posible hacer propuestas por contactos personales (quien los tenga), o de partido (quien este afiliado a un partido). Y tampoco puede permitirse que se deje la puesta en conocimiento de problemas y soluciones y el asesoramiento en manos de lobbys de actuación opaca y para los cuales sigue sin existir un registro y una regulación certera.

Desde que se publicó el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, son cientos los Reales Decretos Ley, Reales Decretos, Órdenes Ministeriales y Resoluciones que cambian y regulan decenas sectores y materias. Y es evidente que ni ningún Gobierno ni ninguna oposición disponen de los medios para que no se le pasen por alto situaciones, sectores, especificidades que sí pueden ser advertidos por los profesionales de diferentes ramas jurídicas que deben aplicar, estudiar o ejecutar las medidas declaradas por el Gobierno. Los principios de servir con objetividad a los intereses generales y actuar con eficacia del artículo 103 de la Constitución imponen que ningún esfuerzo de la sociedad civil para efectuar propuestas de mejora caiga en el vacío por falta de cauce.

Nuestro planteamiento es conceptualmente muy distinto de los mecanismos tradicionales, inoperantes en situación de emergencia social, de la Ley Orgánica 4/2001, de 12 de noviembre, reguladora del Derecho de Petición, y de la mera información pública de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas o de la Ley 50/1997 del Gobierno conforme al artículo 105 de la Constitución. No se trata ni de que el Gobierno esté obligado a responder una petición ni de recabar o emitir opiniones.

Se trata de instaurar y regular un cauce ágil de participación que permita dirigir propuestas concretas urgentes y motivadas, tanto de modificación como de nueva regulación, al Gobierno del Estado, dando cuenta de las mismas también a los Grupos Parlamentarios de las Cortes Generales. Y ello es técnica, constitucional y legalmente posible.

Las propuestas se presentarían a través de una página web oficial con un formulario público accesible con firma digital, es decir, no serían admisibles propuestas anónimas, y debería incluir una concreta identificación del proponente, del problema, la concreta redacción normativa propuesta y una argumentación jurídica sobre la necesidad de la reforma, así como un análisis de las administraciones que pueden verse implicadas; todo ello con limitación de espacio para texto, como único sistema posible de que propuestas masivas pueda procesarse con la máxima rapidez. Para garantía de la seriedad y técnica legislativa de las propuestas en fondo y forma, entendemos que deberán ir firmadas por un jurista (sin perjuicio de posibilitar propuestas colectivas donde se adhirieran más personas con o sin vinculación con el mundo del Derecho), incluyendo en este concepto no sólo a los abogados, sino a cualquier profesional jurídico (profesor universitario, funcionario de carrera, notarios, registradores, etc.). Las propuestas deberían estar dotadas de publicidad externa en lo referido a los nombres de los proponentes, al contenido y la justificación y, en su caso, tramitación posterior de las aportaciones, en aplicación de los principios y mandatos de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, que tiene por objeto ampliar y reforzar la transparencia de la actividad pública, regular y garantizar el derecho de acceso a la información relativa a aquella actividad y establecer las obligaciones de buen gobierno que deben cumplir los responsables públicos.

Y puesto que se trata de que problemas y soluciones lleguen tanto al Gobierno como a la oposición, automáticamente y con un simple filtro formal, a nuestro juicio el órgano administrativo más idóneo para poner en marcha esta iniciativa y gestionarla sería la Secretaria de Estado de Relaciones con las Cortes y Asuntos Constitucionales, de la que dependen la Dirección General de Relaciones con las Cortes y la Dirección General de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica, en el Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, tanto por su conexión con el Parlamento, como por la materia constitucional que lleva implícita, como por su capacidad operativa. En cuanto a la oposición, parece lógico que se remitiera la información de forma automática a la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, ya que es comisión permanente, en ella están todos los grupos parlamentarios y a ella se remiten las comunicaciones del Gobierno sobre el estado de alarma.

Una página web de esta índole no requeriría gran coste ni desde el punto de vista informático ni de personal y, en cuanto a técnica legislativa, bastaría una simple orden ministerial. La otra posibilidad es seguir como estamos: con lobbys y contactos, con cero transparencia y desaprovechándose aportaciones valiosas. O sea, en una situación que España no puede permitirse.

(*) Artículo redactado por Verónica del Carpio Fiestas, Doctora en Derecho y profesora de Derecho Civil, y Gerardo Pérez Sánchez, Doctor en Derecho y profesor de Derecho Constitucional.

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