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Investiduras, embestidas y otras calamidades

Los últimos acontecimientos relacionados con la denominada “cuestión catalana” han acrecentado si cabe la confusión, la complejidad y el surrealismo preexistentes. La situación, teóricamente imposible de empeorar, se aleja sin embargo cada día más de cualquier solución normalizada, razonable y convencional. En navegación aérea se conoce como “punto de no retorno” el momento del vuelo en el que, debido al consumo de combustible, el avión ya no puede volver al punto de partida. En el lenguaje coloquial, dicha expresión alude a determinadas coyunturas que, si no se corrigen a tiempo, desencadenan unas consecuencias irreversibles. Mi sensación personal, por no decir mi certeza, es que ese fatídico punto ha sido traspasado en Cataluña hace mucho tiempo y que las fracturas sociales y las heridas políticas son de tal entidad que hacen inviable el regreso a la convivencia pacífica siguiendo el modelo hasta ahora conocido.

El Consejo de Ministros del pasado viernes 26 de enero decidió presentar una impugnación contra la Resolución de 22 de enero de 2018 del Presidente del Parlamento de Cataluña, por la que se proponía a la Cámara al diputado Carles Puigdemont como candidato a la Presidencia de la Generalitat. El mecanismo utilizado para el recurso, contemplado en el artículo 161.2 de la Constitución, aseguraba, de admitirse a trámite por el Tribunal Constitucional, la imposibilidad legal de celebrar dicha sesión de investidura con el citado candidato, toda vez que el precepto en cuestión establece que esa impugnación producirá la suspensión de la disposición o resolución recurrida. En principio, la admisión a trámite es automática, como también lo son los efectos suspensivos que produce. Sin embargo, en este concreto caso no iba a resultar tan sencillo.

Antes de la decisión del Gobierno Central, el Consejo de Estado había emitido un informe desaconsejando la presentación del recurso ante el T.C. Literalmente, lo que ese órgano asesor dictaminó fue que “una eventual convocatoria del Pleno del Parlamento de Cataluña para la sesión de investidura del diputado Carles Puigdemont i Casamajó no puede considerarse contraria al orden constitucional en base a la hipótesis, de imposible constatación en el momento de emitirse el presente dictamen, de que el candidato propuesto no comparecerá en la sede parlamentaria el día de la sesión y, por tal razón, no existen fundamentos jurídicos suficientes, atendida la jurisprudencia existente, para su impugnación ante el Tribunal Constitucional”.

Es decir, el reparo estaba en el momento elegido para presentar la queja ante el Tribunal. No había duda alguna, ni en el Consejo de Estado ni entre la práctica unanimidad de operadores jurídicos, de que una resolución del Parlamento de Cataluña que autorizase de forma expresa la intervención a distancia del candidato propuesto, a través de medios telemáticos, por medio de persona interpuesta o de cualquier otro modo que le permitiera eludir su deber de intervención personal y presencial en la sesión de investidura, sería contraria al orden constitucional. Tampoco existía especial controversia en concluir que un acuerdo de la Cámara catalana por el cual se invistiera al candidato propuesto sin su previa intervención personal y presencial en la sesión convocada a tal efecto, sería igualmente contrario a Derecho. El problema radicaba, pues, en el momento de presentación del recurso, ya que en esa concreta fecha no existía constancia fehaciente de si la intervención a distancia o la investidura no presencial iba a tener lugar.

Sin embargo, la Abogacía del Estado, en su escrito dirigido al Tribunal, afirmaba con rotundidad que “la no presencia del Sr. Puigdemont a la sesión de investidura no es una mera conjetura, sino una certeza”. No lo vieron así los letrados del T.C., quienes en su informe al Pleno se posicionaron en contra de la admisión de la impugnación. De hecho, el magistrado Juan Antonio Xiol, designado ponente de la decisión, abogó por inadmitir el recurso del Gobierno en el primer borrador presentado para el debate y estudio del Pleno del órgano jurisdiccional. La postura que defendía la tesis contraria a las pretensiones del Ejecutivo de la Nación se asentaba en una reiterada y sólida doctrina jurisprudencial, en virtud de la cual no es viable presentar demandas, recursos o impugnaciones “preventivas” sobre hechos futuros o basados en hipótesis sobre acontecimientos no demostrados.

Pero, finalmente, el sábado 27 de enero un giro inesperado dio lugar a una decisión inédita del máximo órgano encargado de la defensa del orden constitucional, y por dos razones. La primera, porque en la resolución no se pronunció expresamente sobre la admisión de la impugnación del Gobierno, sino que la pospuso, dando diez días al Ejecutivo, al Parlamento de Cataluña y a las partes personadas para que presentaran alegaciones sobre la admisibilidad del recurso. Y la segunda, porque adoptó, mientras se decide sobre su admisibilidad, las siguientes medidas cautelares:

a) No podrá celebrarse el debate y la votación de investidura del diputado Carles Puigdemont i Casamajó como candidato a Presidente de la Generalitat a través de medios telemáticos ni por sustitución por otro parlamentario.

b) No podrá procederse a la investidura del candidato sin la pertinente autorización judicial, aunque comparezca personalmente en la Cámara, si está vigente una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión.

y c) Los miembros de la Cámara sobre los que pese una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión no podrán delegar el voto en otros parlamentarios.

Dicha postura inédita es difícil de justificar desde un estricto punto de vista legal, toda vez que las medidas cautelares, en su caso, están previstas en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para la resolución de los recursos de amparo (no es el caso) y la remisión de dicha ley con carácter supletorio a otras normas (a la Ley Orgánica del Poder Judicial, a la Ley de Enjuiciamiento Civil o a la Ley de la Jurisdicción Contenciosa Administrativa) no ampararía dichas medidas. Por lo tanto, nos hallamos ante una decisión sin precedentes.

Parece que nuestro ordenamiento jurídico no estaba preparado para prever una situación como la presente. En concreto, la de un candidato a Presidente de Gobierno huido, sobre el que pesa una orden de detención y con un proceso abierto en el Tribunal Supremo por varios delitos de enorme gravedad. Ante la falta de previsión y la anormalidad de la realidad a la que se enfrentó, el Constitucional ha apostado por adoptar decisiones novedosas, sorprendentes y sin una clara cobertura legal. Como es habitual, siempre habrá quien critique y quien defienda esa resolución, ya sea desde el resentimiento o desde la ideología. Por lo que a mí respecta, como jurista y constitucionalista, me cuesta aceptar semejantes medidas.

Mi impresión personal es que el Tribunal Constitucional ha intentado contentar a todo el mundo recurriendo a una vía poco convencional. Leyendo su Auto, imagino a los magistrados esforzándose duramente en introducir su decisión dentro de la legalidad a la que se debe amoldar, como aquel que se empeña en introducir con calzador un pie grande en un zapato pequeño. Como si de una pirueta jurídica se tratase, pospuso un pronunciamiento definitivo sobre la admisión de la queja del Gobierno del Estado pero, al mismo tiempo, intentó asegurar que, mientras se tramitaba ese procedimiento, los efectos jurídicos inconstitucionales que se atisbaban en el horizonte no se consumaran. Ambos giros son discutibles en la forma en la que se han motivado y, al menos desde el punto de vista del Derecho, conllevan una complicada justificación.

Tras el estropicio jurídico generado, desarrollado y concluido en apenas cuarenta y ocho horas, llegó el martes 30 de enero, fecha  de celebración del debate de elección de Presidente de la Generalitat, en la que Roger Torrent, máximo representante del Parlamento de Cataluña, optó por el aplazamiento sin marcar ninguna otra fecha. Tan solo manifestó que se celebraría cuando “se pueda asegurar una investidura efectiva y con garantías», algo que, a este paso, es improbable que suceda, por lo que volvemos a la casilla de salida. Los meses transcurren y el problema se complica, el dilema se enmaraña, el rompecabezas se agrava y la normalidad democrática y jurídica se alejan más y más. En vez de la sesión de investidura en sí, lo relevante son las embestidas propinadas a la legalidad y las calamidades que ello acarrea. Demasiado tiempo transitando por un camino equivocado, a años luz de la responsabilidad política y social.

 

Intimidad, privacidad y control en el ámbito laboral

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, órgano jurisdiccional del Consejo de Europa, ha emitido recientemente una sentencia estimando la reclamación de cinco cajeras de un supermercado de Barcelona que fueron despedidas después de que la empresa descubriera, gracias a cámaras ocultas colocadas sin el conocimiento de sus empleados, los hurtos que ellas habían cometido en el establecimiento. A juicio del Alto Tribunal, dicho comportamiento empresarial supone una vulneración del derecho a la privacidad y, dado que los tribunales españoles no ampararon correctamente a las trabajadoras, obliga a España a indemnizar a cada una de ellas con la cantidad 4.500 euros.

De los siete magistrados de la Corte, seis argumentan en el fallo que el dueño del establecimiento vulneró el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que reconoce que “toda persona tiene derecho al respeto a su vida privada”. Sin embargo uno de ellos, el juez Dmitry Dedov, disiente de la opinión mayoritaria y expresa su desacuerdo, afirmando que la decisión contradice la anterior jurisprudencia del mismo Tribunal Europeo y que, además, el concepto de “privacidad” del mencionado precepto no tiene conexión con los hechos enjuiciados.

Aunque los despidos fueron confirmados por la justicia española, la sentencia concluye que los Estados miembros del Consejo de Europa tienen la obligación de tomar medidas para garantizar el respeto a la vida privada de los ciudadanos y, por ello, se tendrían que haber ponderado correctamente los derechos de las demandantes con la conducta del empresario. Sin embargo, el mismo tribunal desestimó por unanimidad que se hubiesen quebrantado las garantías de un juicio justo, ya que las grabaciones ocultas no fueron la única prueba valorada por los jueces españoles, sino que contaron también con las declaraciones de algunos testigos que respaldaron la existencia de las sustracciones.

Hace pocos meses el Tribunal Europeo de Derechos Humanos emitía otra resolución, de fecha 5 de septiembre de 2017, en el asunto Bărbulescu contra Rumanía, donde la Corte daba de nuevo la razón a un empleado en cuanto a la supervisión y vigilancia por parte de la empresa de sus comunicaciones electrónicas. En este otro asunto se razonó que la vulneración del derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones se producía por no haber  informado previamente la empresa sobre dichas labores de control con relación a los correos corporativos. Si bien se afirmaba que el empleador tiene el derecho de fiscalizar el buen funcionamiento de la empresa y, por ello, de supervisar la forma en la que los empleados desempeñan sus tareas profesionales, no se puede reducir a cero la vida social privada en el lugar de trabajo, por lo que el derecho al respeto de dicha vida privada y la privacidad de la correspondencia continúan existiendo incluso en ese entorno laboral.

La diferencia entre ambas sentencias (y motivo del desacuerdo del juez Dmitry Dedov) estriba en el contenido de la privacidad que se dice vulnerada. Mientras que en el asunto por el que se condenó a Rumanía se hace referencia a mensajes que el trabajador había intercambiado con su hermano y su novia sobre cuestiones personales, como su salud o su vida sexual, en el caso español se alude al supuesto ilícito del hurto cometido en las instalaciones del centro de trabajo. El magistrado discrepante argumenta que, en este último caso, no puede hablarse de privacidad en el mismo sentido y contexto que en el primero, alegando para ello numerosa jurisprudencia anterior en la que se desestimaron las pretensiones de los trabajadores. No es descartable que esta sentencia que condena a España se recurra ante la Gran Sala, con el objetivo de revisar y aclarar la postura judicial de este órgano en relación a este espinoso asunto.

El Tribunal Constitucional español también ha sostenido al respecto una postura vacilante. Si en su sentencia de fecha 3 de marzo de 2016 avalaba la posibilidad de instalar cámaras de vigilancia en el puesto de trabajo sin ser necesario informar al trabajador y sin su previo consentimiento, con anterioridad había admitido la instalación de sistemas de grabación siempre que el trabajador fuese informado expresamente de que estaba siendo grabado y prestase tal consentimiento. Sin embargo,  en su resolución de 2016 rectifica la doctrina anterior, dando luz verde a que el empresario, como parte de la capacidad de vigilancia y control otorgada en el Estatuto de los Trabajadores, pueda instalar cámaras de vigilancia en el centro de trabajo, aunque no cuente con el consentimiento expreso por parte del trabajador y sin que exista información específica sobre la grabación de imágenes.

El Tribunal Constitucional fundamenta este giro de su jurisprudencia en dos nuevas premisas. La primera, que en el ámbito laboral se considera que el consentimiento del trabajador se entiende implícito por el mero hecho de firmar el contrato de trabajo, es decir, que ya no es necesario que lo manifieste expresamente para ser grabado. Y la segunda, que basta una referencia informativa general sobre la existencia de cámaras de vigilancia en el centro de trabajo, aunque no se especifique concretamente su finalidad.

Finalmente, el T.C. matiza su cambio de postura al afirmar que cualquier tipo de restricción de los derechos fundamentales de los trabajadores debe cumplir un triple requisito: la necesidad basada en sospechas razonables sobre el ilícito cometido por el empleado, la idoneidad del método seleccionado susceptible de conseguir el objetivo propuesto y la proporcionalidad de la medida llevada a cabo.

En todo caso, se trata de un tema complicado con una regulación escasa y unas sentencias ambiguas, en ocasiones erráticas y poco clarificadoras. A buen seguro continuará provocando litigios y generando debate. La colisión entre derechos no siempre es fácil de resolver ni las soluciones adoptadas van en la misma dirección de forma invariable.

Lo que dicen los votos y lo que quieren decir los votantes

Ya se han celebrado las elecciones más anómalas y controvertidas de la historia reciente de España. Tanto por los antecedentes previos como por la convocatoria en sí y su campaña electoral, no puede negarse que la llamada a las urnas del 21 de diciembre ha estado acompañada de un grado de polémica, una aureola de recelo, un nivel de resentimiento y un tinte de rareza inapropiados e indeseables. Más adelante vendrán los análisis jurídicos detallados y en profundidad, a medida que las sentencias se emitan y la situación de muchos de los implicados se clarifique. El Tribunal Constitucional se pronunciará sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española. El Tribunal Supremo resolverá las querellas presentadas contra los antiguos miembros del Gobierno catalán y contra buena parte de la Mesa de su Parlamento. También las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado procederán, tarde o temprano, a la detención de las personas fugadas. Y cuando todo eso ocurra se deberá estudiar con rigor el material jurídico que llevará aparejado. Sin embargo, lo que toca ahora es llevar a cabo una reflexión sobre los resultados electorales que se han producido.

Es difícil extraer de los fríos y objetivos datos numéricos de participación y escrutinio unas conclusiones sobre las voluntades subjetivas, las motivaciones personales y los mensajes particulares que quiere transmitir la ciudadanía cuando ejercita su derecho al voto. Numerosos responsables políticos efectuarán a buen seguro lecturas interesadas, bien barriendo para casa, bien buscando excusas ante lo sucedido. Pero aquellos que no quieren engañar ni autoengañarse ansían comprender los resultados y hallar respuestas. En ese sentido, conviene siquiera por un instante permanecer en soledad observando el devastado campo de batalla que ha dejado a su paso una contienda social y política extendida largamente en el tiempo, y analizar su desenlace dando sentido a esa voz popular traducida en papeletas, porcentajes y escaños.

Mi sensación personal es que en nuestro país el voto cada vez más se introduce en la urna con orgullosa ignorancia de su destino y de los efectos que conlleva. Los votantes piensan que eligen a un Presidente cuando, en realidad, están escogiendo a un parlamentario, visualizando a un candidato que ni siquiera figura en la plancha escogida. Es más, con excesiva frecuencia se lanzan al sufragio para apoyar una serie de políticas que no son competencia de la institución que están eligiendo. De ahí la enorme dificultad para saber a ciencia cierta el significado real de lo manifestado por el pueblo en unos comicios.

Los concejales de un municipio no pueden cambiar las leyes de una Comunidad Autónoma, de la misma manera que los parlamentarios de una Autonomía no pueden modificar la forma de Estado o de Gobierno de toda la nación. Aunque es evidente que las competencias y las normas marcan la actuación de cada institución, se ha entrado en una peligrosa dinámica en la que a algunos electores y a parte de los candidatos les dan igual esos límites. Ha dado la impresión de que en estas últimas elecciones catalanas se elegía entre monarquía o república, o entre Estado de las Autonomías o independencia, pero la realidad es muy distinta, pese a la percepción de miles de electores alienados o engañados. Aun así, me permito apuntar varias conclusiones, a simple vista, irrefutables:

1.- La participación ha sido muy elevada, imposibilitando cualquier reproche sobre la precariedad de la legitimidad de los resultados. Sin duda la importancia del momento político ha concienciado a muchas personas que normalmente se abstienen. En este sentido, la valoración ha de ser positiva. Estamos en presencia de un proceso electoral con una sólida y contundente implicación del pueblo catalán.

2.- El partido ganador de las elecciones ha sido Ciudadanos. Ha ganado en votos y en escaños, si bien esa victoria no le servirá de mucho. En nuestro modelo parlamentario ser el grupo más numeroso en una asamblea no significa demasiado, a no ser que tengas una mayoría absoluta o recabes apoyos suficientes. Ninguna de esas dos opciones se ha producido. Su triunfo es meritorio, aunque estéril para sus intereses.

3.- La formación de Gobierno será complicada, no descartándose incluso la repetición de los comicios ante la imposibilidad de lograr un acuerdo. Pese a que la suma entre “JUNTSxCAT”, “ERC-CatSí” y las “CUP” parece sencilla, varios de sus cargos electos están en prisión o prófugos de la Justicia, complicándose así su participación en una votación de investidura.

4.- El cambio político es significativo en cuanto a los resultados de concretos partidos (la subida de Ciudadanos o el descalabro del Partido Popular), pero no existe una gran variación en cuanto a un análisis global. Las formaciones independentistas continúan ostentando la mayoría absoluta a pesar de su pérdida en votos y escaños.

5.- El sistema electoral español, como sucede también en los de la mayor parte de las Comunidades Autónomas, está construido sobre la base de la desigualdad y la desproporción, por lo que origina paradojas imposibles de explicar y de aceptar: «CatComú-Podem» obtiene 7 escaños por Barcelona con 274.565 votos, mientras que «JUNTSxCAT» obtiene otros 7 escaños por Gerona con 148.794 votos.  Ciudadanos obtiene 6 diputados por Tarragona con 120.010 votos, pero «JUNTSxCAT» logra esos mismos 6 escaños por Lérida con tan solo 77.695 votos.

6.- Como consecuencia, los partidos que han apoyado el proceso independentista han ganado en escaños aunque hayan perdido en número de votos.

7.- Para reducir la enorme brecha que separa a los ciudadanos de Cataluña es preciso que se reconozcan por ambas partes una serie de premisas obvias que han caído en el olvido, entre ellas que la legalidad se debe cumplir mientras no  se modifique, que las responsabilidades por los actos cometidos se deben asumir, y que los problemas han de debatirse y afrontarse sin recurrir a la vía de la negociación como método para superarlos.

La solución de los conflictos no parece cercana, ni por la envergadura de los mismos ni por los representantes llamados a capitanear la nave para llevarla a buen puerto. En los últimos años la dejadez e irresponsabilidad de algunos y la mezquindad e incapacidad de otros ha derivado  en una fractura social y en un descrédito económico esperpénticos e indignantes y, por desgracia, no existen recetas mágicas que curen las heridas de un día para otro ni que ayuden al retorno de unos escenarios normalizados. Se ha llegado al extremo de entablar una guerra de banderas y de perpetrar pintadas señalando al que piensa distinto. Se ha propiciado el enfrentamiento de idiomas y culturas. Se ha gritado la expresión “facha” por las calles desde la ignorancia de su significado y con absoluta impunidad. Hasta se han impartido lecciones de patriotismo equivocado. Ante semejante panorama, se instala la duda sobre si los presentes resultados electorales servirán para recuperar la legalidad y la normalidad en todos sus ámbitos o si, por el contrario, en Cataluña se continuará transitando voluntaria y decididamente por la senda de la autodestrucción.

 

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