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Gastos hipotecarios e inseguridad jurídica

El pasado mes de marzo el Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo (la encargada de los asuntos civiles) anunció que había resuelto dos recursos de casación en relación a reclamaciones de consumidores contra unas cláusulas de sus escrituras de préstamo con garantía hipotecaria, en concreto las que les atribuían el pago de todos los gastos e impuestos generados por la operación. Si bien partía de su propia jurisprudencia sobre el carácter abusivo de dicha cláusula, el T.S. aclaró los efectos de la nulidad que llevaba aparejada la abusividad del pacto firmado. En esas dos sentencias se analizaba lo relativo al pago del impuesto de transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados concluyendo que, por la constitución del préstamo, el pago incumbía al prestatario. Para fundamentar esa decisión se apoyó en la jurisprudencia constante de la Sala Tercera (la encargada de los asuntos contenciosos administrativos), que había venido estableciendo que el sujeto pasivo del impuesto era dicho prestatario. Igualmente se aclaró que, en lo relativo al pago del timbre de los documentos notariales, el impuesto correspondiente a la matriz se abonaría a partes iguales entre prestamista y prestatario, y el correspondiente a las copias, por quien solicitase las mismas.

Tal decisión afectó de forma clara a decenas de miles de pleitos que se estaban tramitando en todo el país, así como a las demandas en preparación donde los consumidores reclamaban a la banca por sus prácticas abusivas en la concesión de préstamos hipotecarios. Los demandantes renunciaban o desistían de solicitar la devolución de las cantidades abonadas por dichos impuestos al amparo de las cláusulas declaradas nulas, siguiendo el criterio que había establecido el máximo órgano judicial español. Y el hecho es que, con independencia de que se estuviese de acuerdo con la decisión del Supremo, lo cierto es que su posición como máximo intérprete de la legalidad, su rango dentro del Poder Judicial y su función unificadora de criterios judiciales hacían inevitable plegarse a la postura fallada por los magistrados de la Sala Primera.

Sin embargo, el pasado 18 de octubre se dio a conocer otro fallo, en este caso de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, sentenciando justo lo contrario. Se establece que es el banco y no el cliente quien debe pagar el impuesto de las hipotecas. Modifica, pues, toda su jurisprudencia anterior para concluir que no es el prestatario el sujeto pasivo en el impuesto sobre las escrituras notariales de préstamo con garantía hipotecaria, sino la entidad que presta la suma correspondiente. Es más, la sentencia llega a anular un artículo del reglamento del impuesto (el artículo 68.2 del Real Decreto 828/1995) por ser contrario a la ley.

Semejante modificación en la jurisprudencia y en la doctrina del Tribunal Supremo ha cogido por sorpresa a la mayoría del sector judicial. Abogados, jueces y asesores fiscales se han encontrado frente un nuevo escenario. Los ciudadanos que habían decidido no reclamar ante la anterior decisión del más alto órgano jurisdiccional comienzan ahora a preguntarse si todavía están a tiempo de exigir la devolución de las cantidades pagadas en virtud de esas cláusulas declaradas nulas.

Y cuando ya se estaban preparando nuevas demandas y nuevas estrategias judiciales con motivo de la reciente decisión, en apenas veinticuatro horas el Supremo ha vuelto a recular (como si se hubiera dado cuenta de que se había pasado de frenada) y se ha apresurado a dejar en el aire su novedoso criterio sobre el pago de los impuestos en las hipotecas. El presidente de la Sala Tercera de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo, Luis María Díez-Picazo, difundió una nota informativa en la que calificaba de “giro radical” la decisión sentenciada por la Sección Segunda de la Sala Tercera del día anterior. Por esa razón, anunciaba acto seguido que quedaban sin efecto todos los señalamientos sobre recursos de casación pendientes con un objeto similar, al tiempo que imponía que fuese el Pleno de dicha Sala el que determinase definitivamente si dicho requiebro jurisprudencial debe ser o no confirmado.

Así que, ante la pregunta de los ciudadanos cuestionándose qué pasa ahora con esos impuestos en las hipotecas con cláusulas abusivas declaradas nulas, la respuesta que debe darse es que no se sabe. Nos hallamos ante una increíble situación de inseguridad jurídica para la que no existe una clara solución. A día de hoy, ni los abogados que tienen que redactar las demandas ni los jueces que han de dictar las sentencias cuentan con un criterio sólido y seguro. Estamos asistiendo en pocos meses a un baile de posturas y a un vuelco de posiciones que marean al consumidor. Las personas que deciden enfrentarse judicialmente a las entidades financieras han sido conducidas irresponsablemente a un proceso judicial eterno, puesto que la decisión del Consejo General del Poder Judicial de crear sólo cincuenta y cuatro juzgados en toda España para resolver la avalancha de cientos de miles de demandas les aboca a una oficina judicial colapsada y a una demora de años en sus pleitos. Y, para colmo, sufren una indefinición y una ausencia de seguridad jurídica sin precedentes. Quién sabe si tendrá que ser nuevamente el Tribunal de Justicia de la Unión Europea el que, ante este desorden interno, venga a poner las cosas en su sitio. En cualquier caso, se trata de un lamentable espectáculo que no es de recibo.

Designaciones partidistas para cargos independientes

La reciente designación del juez Brett Kavanaugh como nuevo Magistrado del Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha provocado una oleada de protestas, debates y enfrentamientos hasta la fecha inéditos en la designación de un cargo judicial. Ciento sesenta y cuatro personas fueron detenidas durante las revueltas generadas el día de la votación definitiva que le elevó a la más alta instancia de la magistratura norteamericana. Dos días antes, los arrestados por el mismo motivo fueron más de trescientos. El origen de la indignación popular radica en las acusaciones de una serie de abusos sexuales cometidos por el citado candidato. La cuestión se torna especialmente compleja ya que, cuando se acusa a alguien de un delito ocurrido hace varias décadas, sin posibilidad ya de ser juzgado en un procedimiento con todas las garantías y pretendiendo llevar al terreno de la opinión pública lo que debería, en su caso, dilucidarse en un juzgado, uno se adentra en un terreno pantanoso donde resulta muy probable terminar sumido en las cacerías mediáticas de una y otra parte, y sin posibilidad de adoptar una solución (sea cual sea) completamente justa.

No obstante, esta agria polémica ha supuesto que otras cuestiones de importancia pasen bastante desapercibidas. Me estoy refiriendo en concreto a la conversión de determinados órganos jurisdiccionales e instituciones de marcada naturaleza técnica en pseudo cámaras ideologizadas o, para ser más preciso, partidistas, que proponen candidatos de acentuado perfil político o, para ser todavía más exacto, claramente inclinados hacia una formación política. Tal sensación parece estar ya asumida por buena parte de los Estados constitucionalistas como si se tratara de una práctica inevitable. Se reconoce abiertamente el patrón ideológico de los jueces y se constata, año tras año, cómo en los asuntos de pronunciado contenido político ellos votan casi con la misma disciplina que los grupos del Congreso y el Senado.

Además de seguir con notable interés la investigación sobre los supuestos abusos sexuales del candidato, personalmente me llamaron muchísimo más la atención sus respuestas a otras cuestiones sumamente determinantes para el ejercicio de su cargo como miembro del Tribunal Supremo. En una de las sesiones celebradas para valorar la idoneidad del jurista propuesto por Donald Trump, la senadora demócrata Dianne Feinstein recordó una cita del propio Kavanaugh asegurando que “si un Presidente en activo era el único objetivo de una investigación, nadie debería estar investigando eso». Al ser preguntado de forma directa sobre si, en una hipotética investigación judicial, avalaría una citación judicial contra un Presidente, eludió cualquier comentario, asegurando que no podía responder. Asimismo evitó pronunciarse sobre la eventualidad de que un Presidente pudiera indultarse a sí mismo, opción que el propio Trump ha dicho que podría adoptar de verse inmerso en varias acusaciones. Conviene recordar que hablamos de un hombre que trabajó cinco años para George W. Bush en la Casa Blanca y que exhibe una clara vinculación con el Partido Republicano.

Sin embargo, todo ha quedado silenciado o relegado debido a la indignación suscitada por las acusaciones de abusos sexuales cuando, al menos a mí, me parece que se trata de datos lo suficientemente significativos como para concluir que esta persona no cumple con el perfil requerido por una institución que se define como imparcial y objetiva, cuya misión consiste en la aplicación de la Constitución y las leyes, y que presume de ser equidistante entre intereses personales y partidistas.

Como es obvio, no se trata de un problema exclusivo de los Estados Unidos. También otros países (España, sin ir más lejos) padecen idéntica epidemia de órganos e instituciones ideados de inicio como figuras independientes, técnicas y de control pero que, a la postre, terminan hipotecados por unas conexiones más o menos patentes con los políticos que les han propuesto para sus cargos. A principios del presente año, el Consejo de Europa recriminó a nuestro país el modo de elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, afirmando que «las autoridades políticas tales como el Parlamento o el Poder Ejecutivo no se deberían implicar en ninguna fase del proceso de selección» del órgano de gobierno de los jueces. Por supuesto, aquí se hace oídos sordos a tal recomendación y nuestros representantes se siguen empeñando de modo insistente en trasladar la dialéctica partidista y la conformación política de los Parlamentos a otras instituciones que deberían situarse en las antípodas de dicha naturaleza.

La imparcialidad, objetividad e independencia de determinados órganos es un tema esencial y crucial para la pervivencia del modelo constitucional en un Estado de Derecho. Las tímidas voces que denuncian esta situación cuando ejercen la oposición se apagan definitivamente al llegar al Gobierno o al lograr la mayoría en una Cámara. Ante una cuestión tan vital que integra la definición misma de nuestra forma de Estado se mira interesadamente hacia otro lado. Por lo visto, la imagen de la Justicia con los ojos vendados no puede arriesgarse a dejar caer la venda. Ya se sabe que hay que serlo y, además, parecerlo.

 

Procesamiento, encarcelamiento y Política

Los días 21 y el 23 de marzo el Magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena Conde emitió dos resoluciones judiciales dentro de la causa en la que se investiga el proceso de secesión de Cataluña. En la primera, dicta un auto de procesamiento contra veinticinco personas por hasta tres delitos diferentes: un delito de rebelión a trece investigados (el expresidente de la Generalitat de Catalunya, el exvicepresidente, siete exconsellers, la expresidenta del Parlament, el expresidente de la Assemblea Nacional Catalana, el de Òmnium Cultural y la secretaria general de ERC, Marta Rovira); un delito de malversación a catorce de ellos; y, a otros doce, un delito de desobediencia. En la segunda resolución decreta el ingreso en prisión provisional incondicional de los cuatro exconsellers de la Generalitat de Cataluña y de la expresidenta del Parlament catalán.

En cuanto ambas salieron a la luz, un sinfín de voces (más bien, gritos) se alzaron a favor y en contra. Por supuesto, muchas de las personas que se apresuraban a criticar o a defender con vehemencia la labor del juez no se habían leído ni los setenta folios del primer auto ni los diez del segundo, siguiendo esa perversa costumbre de atacar o aplaudir las decisiones judiciales en función de su coincidencia con las opiniones de cada individuo. Brilla por su ausencia la voluntad de invertir algo de tiempo en analizar los hechos que se dan por probados, como tampoco en atender a sus argumentaciones jurídicas. Sencillamente, si la decisión última encaja con las propias ideas será acertada y, si no es así, se considerará de inmediato una manifiesta injusticia. Se ha perdido la capacidad de llevar a cabo un examen crítico, objetivo y riguroso. Todo viene marcado por las pasiones ideologizadas de unos individuos que defienden a ultranza la labor del magistrado siempre que su fallo se ajuste a sus deseos y por las de manifestantes enfurecidos que claman indignados por exactamente lo contrario.

Tras haber leído en su integridad los dos fallos judiciales, considero que ambos están suficientemente motivados. Es cierto que, como sucede con cualquier sentencia, existe un margen para la discrepancia, tanto desde el punto de vista de la valoración de las pruebas como de la interpretación de las normas aplicables. Pero, en modo alguno, procede afirmar que las mismas sean arbitrarias o estén desprovistas de apoyo jurídico.

Por lo que respecta al auto de procesamiento, el juez relata los hechos acontecidos en Cataluña en los últimos seis años en relación con el proceso secesionista. Llarena destaca la importancia del denominado “Libro Blanco de la Transición Nacional de Cataluña” y refiere cómo el Gobierno de la Generalitat y el Parlamento de Cataluña lo desarrollaron y pusieron en práctica. Recoge, asimismo, el listado de sentencias del Tribunal Constitucional que fueron anulando las resoluciones del Parlamento de Cataluña dirigidas a la secesión, y cómo el Parlamento y su Gobierno, en lugar de acatar el ordenamiento jurídico, optaron por continuar con la hoja de ruta previamente establecida, desobedeciendo al T.C. de forma tozuda e incansable. Se muestran las ilegalidades e inconstitucionalidades que se llevaron a cabo de modo plenamente consciente, conformando una descripción difícilmente cuestionable.

Uno de los puntos más discutidos (y, efectivamente, valorable) es el de la concurrencia del requisito de la violencia para poder aplicar el delito de rebelión. Pese a las posibles interpretaciones, el criterio del auto se sustenta sobre hechos concretos e imputa a personas determinadas una serie de actuaciones tendentes a la agresión y a la intimidación. Admito que quepa discrepar en la valoración, pero se debería entender que, de la misma manera que existe margen para defender una postura, también existe margen para defender la contraria, no pudiendo, en modo alguno, afirmarse que nos hallamos ante una decisión judicial motivada políticamente, carente de justificación o huérfana de lógica jurídica.

Por lo que se refiere al auto de ingreso en prisión, se justifica sobre la base del riesgo de fuga de los ya procesados y el de reiteración delictiva. En el primer caso, se explica que, habiéndose cerrado la fase de instrucción del procedimiento judicial y, ante la nueva situación procesal de los investigados (que pasan a ser procesados), el riesgo de evadir sus responsabilidades huyendo es diferente que en otras fases anteriores del proceso. En el segundo caso, si bien algunos de los procesados han renunciado a sus actas de diputados, se puede leer en la resolución judicial que “todos ellos han compartido la determinación de alcanzar la independencia de una parte del territorio nacional. Y no puede eludirse que la aspiración, en sí misma legítima, se ha pretendido satisfacer mediante instrumentos de actuación que quebrantan las normas prohibitivas penales y con apoyo de un movimiento social, administrativo y político de gran extensión”. Nuevamente, surgirán valoraciones que lo cuestionen, como en la gran mayoría de autos que envían a prisión provisional a personas en procedimientos judiciales que no ocupan las portadas de los periódicos. Pero, desde luego, no se trata de un auto desmotivado, absurdo ni carente de argumentación.

A partir de ahí, los acontecimientos que han tenido lugar en los días posteriores retratan a una importante parte de la sociedad desnortada y carente de los mínimos valores éticos y democráticos. Supone una indecencia que la respuesta a decisiones judiciales se traduzca en pintadas amenazantes en casa del magistrado, protestas violentas, cortes de carreteras y proclamas incendiarias. La pretendida idea de que la legitimidad derivada de unos votos les habilita para decidir qué normas cumplir y cuáles no, o qué resoluciones judiciales respetar y cuáles desobedecer, solo tiene cabida en regímenes autoritarios. Esa visión independentista que tiende a enfrentar la representatividad democrática con el Estado de Derecho es una falacia que puede defenderse exclusivamente desde un fanatismo radical.

Cuestión distinta es que, al margen de los planos judicial y jurídico, el problema latente y permanente que existe en Cataluña necesite de una solución política que no se encontrará ni en estas decisiones judiciales ni en las que llegarán después. Ante la coyuntura de dos millones de ciudadanos que albergan un deseo y otros dos millones que aspiran al opuesto, se precisan líderes políticos capaces de acercar posturas y fijar unas reglas de convivencia mínima, comunes para una amplia mayoría de catalanes y españoles. Se puede considerar como enemigo al que piensa diferente o se puede aceptar que, dadas las circunstancias, vivir juntos es inevitable. Muchos deberán asumir su responsabilidad judicial y muchos también, su responsabilidad política. Tal vez entonces, en un nuevo escenario con nuevos protagonistas y nuevas ideas, comiencen a aportar las soluciones, no solo a crear los problemas. Se dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver y, en esta concreta situación, existen personas en los dos bandos con la firme intención de ponerse una venda en los ojos.

 

Lo que dicen los votos y lo que quieren decir los votantes

Ya se han celebrado las elecciones más anómalas y controvertidas de la historia reciente de España. Tanto por los antecedentes previos como por la convocatoria en sí y su campaña electoral, no puede negarse que la llamada a las urnas del 21 de diciembre ha estado acompañada de un grado de polémica, una aureola de recelo, un nivel de resentimiento y un tinte de rareza inapropiados e indeseables. Más adelante vendrán los análisis jurídicos detallados y en profundidad, a medida que las sentencias se emitan y la situación de muchos de los implicados se clarifique. El Tribunal Constitucional se pronunciará sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española. El Tribunal Supremo resolverá las querellas presentadas contra los antiguos miembros del Gobierno catalán y contra buena parte de la Mesa de su Parlamento. También las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado procederán, tarde o temprano, a la detención de las personas fugadas. Y cuando todo eso ocurra se deberá estudiar con rigor el material jurídico que llevará aparejado. Sin embargo, lo que toca ahora es llevar a cabo una reflexión sobre los resultados electorales que se han producido.

Es difícil extraer de los fríos y objetivos datos numéricos de participación y escrutinio unas conclusiones sobre las voluntades subjetivas, las motivaciones personales y los mensajes particulares que quiere transmitir la ciudadanía cuando ejercita su derecho al voto. Numerosos responsables políticos efectuarán a buen seguro lecturas interesadas, bien barriendo para casa, bien buscando excusas ante lo sucedido. Pero aquellos que no quieren engañar ni autoengañarse ansían comprender los resultados y hallar respuestas. En ese sentido, conviene siquiera por un instante permanecer en soledad observando el devastado campo de batalla que ha dejado a su paso una contienda social y política extendida largamente en el tiempo, y analizar su desenlace dando sentido a esa voz popular traducida en papeletas, porcentajes y escaños.

Mi sensación personal es que en nuestro país el voto cada vez más se introduce en la urna con orgullosa ignorancia de su destino y de los efectos que conlleva. Los votantes piensan que eligen a un Presidente cuando, en realidad, están escogiendo a un parlamentario, visualizando a un candidato que ni siquiera figura en la plancha escogida. Es más, con excesiva frecuencia se lanzan al sufragio para apoyar una serie de políticas que no son competencia de la institución que están eligiendo. De ahí la enorme dificultad para saber a ciencia cierta el significado real de lo manifestado por el pueblo en unos comicios.

Los concejales de un municipio no pueden cambiar las leyes de una Comunidad Autónoma, de la misma manera que los parlamentarios de una Autonomía no pueden modificar la forma de Estado o de Gobierno de toda la nación. Aunque es evidente que las competencias y las normas marcan la actuación de cada institución, se ha entrado en una peligrosa dinámica en la que a algunos electores y a parte de los candidatos les dan igual esos límites. Ha dado la impresión de que en estas últimas elecciones catalanas se elegía entre monarquía o república, o entre Estado de las Autonomías o independencia, pero la realidad es muy distinta, pese a la percepción de miles de electores alienados o engañados. Aun así, me permito apuntar varias conclusiones, a simple vista, irrefutables:

1.- La participación ha sido muy elevada, imposibilitando cualquier reproche sobre la precariedad de la legitimidad de los resultados. Sin duda la importancia del momento político ha concienciado a muchas personas que normalmente se abstienen. En este sentido, la valoración ha de ser positiva. Estamos en presencia de un proceso electoral con una sólida y contundente implicación del pueblo catalán.

2.- El partido ganador de las elecciones ha sido Ciudadanos. Ha ganado en votos y en escaños, si bien esa victoria no le servirá de mucho. En nuestro modelo parlamentario ser el grupo más numeroso en una asamblea no significa demasiado, a no ser que tengas una mayoría absoluta o recabes apoyos suficientes. Ninguna de esas dos opciones se ha producido. Su triunfo es meritorio, aunque estéril para sus intereses.

3.- La formación de Gobierno será complicada, no descartándose incluso la repetición de los comicios ante la imposibilidad de lograr un acuerdo. Pese a que la suma entre “JUNTSxCAT”, “ERC-CatSí” y las “CUP” parece sencilla, varios de sus cargos electos están en prisión o prófugos de la Justicia, complicándose así su participación en una votación de investidura.

4.- El cambio político es significativo en cuanto a los resultados de concretos partidos (la subida de Ciudadanos o el descalabro del Partido Popular), pero no existe una gran variación en cuanto a un análisis global. Las formaciones independentistas continúan ostentando la mayoría absoluta a pesar de su pérdida en votos y escaños.

5.- El sistema electoral español, como sucede también en los de la mayor parte de las Comunidades Autónomas, está construido sobre la base de la desigualdad y la desproporción, por lo que origina paradojas imposibles de explicar y de aceptar: «CatComú-Podem» obtiene 7 escaños por Barcelona con 274.565 votos, mientras que «JUNTSxCAT» obtiene otros 7 escaños por Gerona con 148.794 votos.  Ciudadanos obtiene 6 diputados por Tarragona con 120.010 votos, pero «JUNTSxCAT» logra esos mismos 6 escaños por Lérida con tan solo 77.695 votos.

6.- Como consecuencia, los partidos que han apoyado el proceso independentista han ganado en escaños aunque hayan perdido en número de votos.

7.- Para reducir la enorme brecha que separa a los ciudadanos de Cataluña es preciso que se reconozcan por ambas partes una serie de premisas obvias que han caído en el olvido, entre ellas que la legalidad se debe cumplir mientras no  se modifique, que las responsabilidades por los actos cometidos se deben asumir, y que los problemas han de debatirse y afrontarse sin recurrir a la vía de la negociación como método para superarlos.

La solución de los conflictos no parece cercana, ni por la envergadura de los mismos ni por los representantes llamados a capitanear la nave para llevarla a buen puerto. En los últimos años la dejadez e irresponsabilidad de algunos y la mezquindad e incapacidad de otros ha derivado  en una fractura social y en un descrédito económico esperpénticos e indignantes y, por desgracia, no existen recetas mágicas que curen las heridas de un día para otro ni que ayuden al retorno de unos escenarios normalizados. Se ha llegado al extremo de entablar una guerra de banderas y de perpetrar pintadas señalando al que piensa distinto. Se ha propiciado el enfrentamiento de idiomas y culturas. Se ha gritado la expresión “facha” por las calles desde la ignorancia de su significado y con absoluta impunidad. Hasta se han impartido lecciones de patriotismo equivocado. Ante semejante panorama, se instala la duda sobre si los presentes resultados electorales servirán para recuperar la legalidad y la normalidad en todos sus ámbitos o si, por el contrario, en Cataluña se continuará transitando voluntaria y decididamente por la senda de la autodestrucción.

 

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