El indulto: esa figura incómoda

La separación de poderes, como pilar básico del Estado Constitucional, siempre se ha visto matizada por una serie de reglas, más o menos discutibles, en las que alguno de los clásicos tres poderes (Legislativo, ejecutivo o judicial) termina por inmiscuirse, influir, o directamente afectar, a otro. En nuestro modelo, por ejemplo, es el Parlamento el que elige al Presidente del Gobierno, y puede cesarlo por medio de una moción de censura o la pérdida de una cuestión de confianza, provocando la caída de todo el Ejecutivo. Por su parte, el máximo representante del órgano gubernamental puede disolver las Cámaras Legislativas, convocando elecciones. En los Estados con un Jefe del Estado electo, éste tiene en ocasiones un poder de veto sobre las decisiones que emanan de Legislativo.

Sin embargo, todas estas formas de afectación entre Parlamentos y Gobiernos se reciben con cierta naturalidad. Los dos son órganos con una indudable naturaleza política y, en los sistemas parlamentarios, la necesaria confianza y respaldo político de los representantes directos de la ciudadanía sobre los gobiernos, deriva en una relación de dependencia que justifica esa forma de relacionarse y de injerir el uno en el otro. Pero cuando las excepciones o los quebrantos de la regla de la separación de poderes afectan al Poder Judicial, son menos defendibles y se comprenden menos por la población. Aquí ya no nos referimos a relaciones entre órganos de naturaleza política y, por ello, la forma en la que el Legislativo o el Ejecutivo termina por entrometerse en la labor judicial, lo vemos como una conducta más grosera y como una vulneración de uno de los valores más importantes de nuestro esquema de sociedad.

En este tema, podría referirme al polémico tema de la elección de puestos en el Consejo General del Poder Judicial o en el Tribunal Constitucional por el infame sistema de las afinidades partidistas o del reparto de cuotas en atención a la composición de las Cortes Generales. Sin embargo, en esta ocasión, me referiré a la figura del indulto. Una Ley de 18 de junio de 1870 es la que establece las reglas para el ejercicio de la gracia de indulto. Pese a su aprobación inicial en el siglo XIX, la norma se ha reformado en varias ocasiones, las últimas en los años 1988 y 2015.

Conforme al indulto, los reos de toda clase de delitos podrán ser indultados por el Gobierno del Estado. El indulto podrá ser total o parcial. La única excepción hace referencia a los condenados que no estuvieren a disposición del Tribunal sentenciador para el cumplimiento de la condena y a los reincidentes de algunos delitos. Pueden solicitar el indulto los penados, sus parientes, cualquiera otra persona en su nombre, sin necesidad de poder escrito que acredite su representación e incluso el propio tribunal sentenciador.

Las solicitudes de indultos se tramitan por el Ministro de Justicia, y requieren un informe del órgano judicial que emitió la sentencia condenatoria, del Jefe del establecimiento en que aquél se halle cumpliendo la condena si es que está encarcelado el preso, del Ministerio Fiscal y también se permitirá hacer alegaciones a la parte víctima del delito. Finalmente, la concesión de los indultos, cualquiera que sea su clase, se hará por medio de Real Decreto, que se publicará en el Boletín Oficial del Estado.

Se trata, pues, de que el Gobierno pueda evitar que se cumpla una sentencia penal condenatoria, en la que los tribunales han valorados las pruebas y han aplicado la legislación vigente. Las suspicacias sobre la adopción de este tipo de medidas son inevitables cuando el destinatario de la medida de gracia tiene vínculos claros con el Gobierno o el partido político que forma parte de él. No es un problema propio de España. El ex Presidente Trump indultó a dos personas de su entorno condenadas en la investigación sobre los vínculos de su campaña con Rusia poco antes de abandonar el cargo. En nuestro país ahora se habla del indulto a los ex presidentes de la Comunidad Autónoma de Andalucía. Estamos ante una medida cuando menos incómoda de explicar dentro de un Estado de Derecho. Obviamente no puede usarse como fórmula para que un gobierno sustituya la valoración jurídica de un tribunal ni, tampoco, como una vía para favorecer a afines, simpatizantes y compañeros de partido.

Así las cosas, conviene establecer unas reglas de control. El Tribunal Supremo, en una reciente sentencia de 20 de julio del año 2022, que establece cuál es el posicionamiento de nuestro Alto Tribunal en esta cuestión. A juicio este órgano, los actos que se pronuncien sobre el derecho de gracia, concediendo o denegando un indulto, aunque se consideren como típicos actos de Gobierno y, por ello, discrecionales, son susceptibles de control jurisdiccional. Ahora bien, no se trata de una fiscalización íntegra de la decisión adoptada en vía administrativa que no tenga límites, porque esa posibilidad sería contraria a la propia normativa del derecho de gracia en la Constitución. Y es que la decisión graciable que el indulto comporta, que es contrario a la efectividad de la condena impuesta por los Tribunales, no está sujeta a mandato legal taxativo siendo de plena disposición para el Gobierno, que no puede ser cuestionado en vía jurisdiccional en cuanto a la decisión esencial del mencionado derecho; esto es, sobre la procedencia o no de conceder el derecho o incluso el alcance con que el mismo se concede.

Por ello, es posible control judicial ha de abarcar a lo que ha venido delimitándose como «aspectos reglados del procedimiento», en concreto, en si han sido solicitados los informes preceptivos que se imponen por la vieja Ley de 1870. En el año 2013 se dictó otra resolución del Tribunal Supremo en la que se afirmó que se introduce la posibilidad de controlar el indulto, a través de la interdicción de la arbitrariedad, cuando el ejercicio de dicha potestad aparece como arbitraria, por aplicación del artículo 9.3 de nuestra norma constitucional, la cual prohíbe la arbitrariedad de los Poderes Públicos. A partir de ahí, se ha instaurado la regla de que la denegación del indulto no puede en modo alguno controlarse por los tribunales más allá de comprobar que se ha seguido el procedimiento reglado, y en el caso de concesión del indulto procedería controlarse en caso de que se perciba arbitrariedad.

En cualquier caso, es una figura que quizá pudiera tener más sentido en los siglos pasados, pero que en la actualidad su propia existencia supone una realidad incómoda que genera espacios en donde la posibilidad de adoptar una decisión política para afectar a una sentencia jurídica rechina con las reglas más elementales del Estado de Derecho. Quizá sería un buen momento para repensar la viabilidad de esta medida o, al menos, su adaptación al siglo XXI.

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