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Lo que nos perdemos los españoles por el miedo de los políticos

No creo que se pueda negar que contamos con una democracia asentada. De hecho, llevamos ya más de cuarenta años convocando elecciones y ejerciendo el derecho al voto de forma libre y periódica para elegir la composición de diversas instituciones: Parlamento Europeo, Congreso de los Diputados, Senado, Parlamentos Autonómicos, Plenos Municipales y, en la España insular, Cabildos y Consejos insulares. Pero, como todo en la vida, también en lo que se refiere a la democracia podemos conformarnos o ser exigentes, aspirar a más o resignarnos con lo que tenemos. Dicho de otro modo, conseguido el sistema democrático y alcanzado un cierto nivel de calidad, cabe acomodarse y dar por bueno el modelo o, por el contrario, ser consciente de sus deficiencias y aspirar a mejorarlo para lograr cotas más perfectas de participación política y sistemas de elección más próximos a la excelencia electoral. Frente a dicha dicotomía, mucho me temo que los españoles hemos optado por la despreocupación y la dejadez, perpetuando así, a estas alturas del sigo XXI, una forma bastante caduca de ejercer el derecho al voto.

Nuestra Ley Orgánica de Régimen Electoral General está a punto de cumplir treinta y cinco años, tratando desde el año 1985 a los votantes como a niños pequeños a quienes se les debe dejar elegir lo mínimo. Los partidos políticos controlan los nombres que figuran en las listas lectorales y su posición en ellas. Por esa razón, los líderes y quienes acaparan el denominado “aparato” colocan a sus fieles y obedientes devotos en los denominados “puestos de salida”, de tal manera que el ciudadano se limita a introducir en la urna un sobre con unas concretas siglas. Carece de posibilidades para escoger con plena libertad a las personas que, a su juicio, pueden representarle mejor, como tampoco su orden dentro de las listas electorales, que le viene impuesto desde las sedes de las distintas formaciones políticas. En otras palabras, los partidos cocinan y hasta mastican la composición de sus candidaturas, dejando al cuerpo electoral la mera opción de tragársela o no. Así se concibe a día de hoy la democracia en España.

Que a cuatro décadas vista desde que se aprobó y entró en vigor nuestra Constitución continúe tratándose así al electorado puede deberse a dos causas: o porque se considere que aún no está capacitado para tomar decisiones o, como segunda razón, porque sus dirigentes tengan pánico a perder el control de los grupos parlamentarios. En mi opinión, el inmovilismo que padecemos se debe a ambas, si bien la última es la que impide que ni siquiera se pueda hablar en serio de la reforma de nuestra actual ley electoral para, de una vez por todas, permitir que el pueblo tome parte en un mayor número de decisiones.

¿Resulta tan descabellado poder votar para el Congreso de los Diputados a candidatos de distintos partidos, como ocurre en el Senado?¿Es ciertamente una locura que el ciudadano escoja como cabeza de lista a quien el líder condenó a un puesto muy relegado? ¿Supone acaso un peligro que los votantes decidan con libertad a los integrantes de la institución a elegir? No nos engañemos. Ahora mismo nos limitamos a elegir de facto unas siglas, porque las personas llamadas a conformar Parlamentos, Asambleas y Corporaciones Locales se deciden por los órganos de dirección de los partidos políticos en base a sus concretos intereses. Ni siquiera las escasas formaciones que se apuntan al sistema de primarias quedan fuera de esta crítica.  En su caso, si bien el poder de decisión del líder se difumina levemente en la fase previa a la presentación de las candidaturas, en la jornada de votación los electores también se encuentran encorsetados, debiendo asumir tanto el listado completo de nombres como el orden pactado desde las estructuras del partido.

Creo firmemente que la Ley Orgánica del Régimen Electoral General de 1985 debería haberse revisado hace tiempo. Sin embargo, no se ha hecho y, lo que es peor, no se hará. Las razones son muy simples. A los dirigentes, por supuesto, no les interesa y, mientras tanto, la ciudadanía permanece aletargada sin prestar atención a este asunto esencial. Los presidenciables someten a un férreo control a los componentes de sus listas y hacen gala de su poder para garantizarse un tropel de fieles seguidores que no planteen objeciones ni pegas, alejados del criterio y del debate. Y los votantes, entre tanto, parecen más preocupados por el fútbol y los cotilleos que por prestar una mínima atención al hecho de que pueden reclamar y de que deben exigir una cuota de participación democrática más elevada. Por el contrario, apenas muestran interés por formarse e informarse sobre cómo ejercer más responsablemente su derecho a participar en las decisiones políticas de su país. En conclusión, que los unos por los otros, la casa sin barrer.

Elecciones: dar la palabra a los españoles

Tanto el viernes 15 de febrero -cuando el Presidente del Gobierno anunció en rueda de prensa que disolvía las Cortes Generales y convocaba elecciones generales- como antes -cuando reiteradamente desde la oposición se reclamaba esa llamada a las urnas- se recurrió a la frase “dar la palabra a los españoles”, una metáfora para condensar la esencia misma de la democracia y mostrar el camino más lógico ante una situación de bloqueo político, por estar el Gobierno en minoría y sin un claro apoyo parlamentario. En un sistema de gobierno como el nuestro, las elecciones periódicas y libres son esenciales como modo evidente de reforzar nuestra madurez de sociedad democrática. Sin embargo, no creo que se deba ver en las consultas al pueblo una solución en sí misma a los conflictos que nos han traído hasta aquí.

El problema independentista catalán (al parecer, principal fuente de desgaste gubernamental, perpetua preocupación y protagonista absoluto de cualquier debate político) va a proseguir sea cual sea el resultado del 28 de abril. A ello, además, han de añadirse un cúmulo de dificultades relegadas al segundo plano y ocultas tras las banderas y los lazos amarillos. La educación, la sanidad, la administración de Justicia y tantos otros asuntos aguardan sin esperanza su turno para ser atendidos, dado que las prioridades de los líderes son otras. No parece que los candidatos que se postulan para residir en el Palacio de la Moncloa vayan a centrar en esto sus discursos y mensajes. Ya lo dijo el presidente del Partido Popular, Pablo Casado, justo después del anuncio de la convocatoria de elecciones: a su juicio, la elección es simple y sencilla, ya que para él habrá que elegir entre un modelo que negocie con Torra u otro que aplique el artículo 155 de la Constitución. Tan simplona dualidad figura, por otra parte, en la mayoría de consignas y mensajes del resto de formaciones políticas.

Así las cosas, los comicios generales, ideados como una fórmula de elección de los representantes que legislen y aborden los problemas del país por espacio de cuatro años, van a degenerar en una especie de plebiscito donde se juzgarán los modelos presentados por las diferentes candidaturas para resolver la cuestión catalana. El artículo 155 de la Constitución ya se aplicó y no da la sensación de que haya facilitado ninguna solución. También hubo elecciones en Cataluña y el escenario posterior tampoco ha aportado argumentos para el optimismo. Se intentó una negociación política con el resultado por todos conocido. Y ante esta tesitura se nos vuelve a “dar la palabra a los españoles” para que nos pronunciemos.

Pero ¿sabemos qué queremos decir? O, lo que es más importante, ¿sabemos qué debemos decir? Tengo la impresión de que hemos perdido ese imprescindible lazo de unión como pueblo. Y no me refiero a ideologías,  pues cualquier Estado Constitucional se basa necesariamente en el pluralismo político y, por lo tanto, en la cohabitación de ideas, proyectos y pensamientos diversos. Sin embargo, para mantener esa convivencia de credos y doctrinas se requiere un nexo común. Por ello el Preámbulo de nuestra Carta Magna comienza diciendo “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran…”, una manifestación similar a la primera de las Constituciones, la norteamericana, con su célebre “We, the People of the United States…”. Todas ellas reflejan un anhelo colectivo, unos objetivos compartidos, unas metas conjuntas. ¿Las seguimos conservando en España?

La imagen predominante es la de considerar como enemigo al que piensa diferente, al tiempo que se amuralla la parcela propia en espera del enfrentamiento. Los partidos de izquierda tachan al resto de “fachas”, los de derecha les califican de traidores y los nacionalistas aprovechan la ocasión para ahondar en la división. Ante semejante escenario no se puede construir un futuro para ningún país. Cuando surgió la polémica del “relator”, Pablo Casado dirigió al Presidente del Gobierno en una sola intervención hasta veintiuna descalificaciones (“felón”, “traidor”, “incompetente”, “mediocre”, “okupa”, “desleal” y “mentiroso compulsivo”, entre otras muchas). A su vez, la ministra de Justicia Dolores Delgado, refiriéndose al Partido Popular, Ciudadanos y Vox, acuñó el término “derecha trifálica”. Mientras tanto, de modo reiterado, se acusa de fascista (con evidente ignorancia sobre el significado del término) a cualquier sigla opuesta a los postulados de la denominada “izquierda”. Asimismo, desde el independentismo catalán se ensalzan las bondades del incumplimiento de las leyes como método superlativo de ejercer la democracia. ¿Es esta la oferta que se nos da a elegir a los ciudadanos?

Pase lo que pase el 28 de abril, esos mismos que se insultan y se desprecian deberán llegar a acuerdos. No obstante, y dada su manifiesta incapacidad, me temo que las opciones se reducen a dos: un bloque compuesto por las izquierdas y los nacionalistas que relegue a las derechas o un bloque de derechas que arrincone a las izquierdas. ¿Es ese el futuro que nos espera como nación? En vez de quince días de campaña electoral y una jornada de reflexión quizá deberíamos tener quince de reflexión y uno (o ninguno) de campaña para decidir nuestro destino, el de las futuras generaciones y, por supuesto, el de quienes no piensan como nosotros. Y yo, dadas las circunstancias, no soy capaz de neutralizar mi pesimismo.

¿Qué clase de votante es usted?

El filósofo norteamericano Jason F. Brennan, que ejerce como profesor en la prestigiosa Universidad de Georgetown y posee una amplia producción científica y académica sobre la democracia y el ejercicio del derecho al voto, ha realizado una peculiar clasificación de los votantes en tres categorías: los “hooligans”, los “hobbits” y los “vulcanianos”. Según él, los “hooligans” acuden a votar cegados por la devoción a unos colores, lo que implica, al mismo tiempo, el odio a los contrarios y el incondicional apoyo a los líderes y representantes de su partido. Aplauden y jalean cualquier iniciativa, eslogan o discurso de quienes consideran “los suyos” y critican con rabia y resentimiento cualquier manifestación del resto de los contrincantes. Desean de igual modo la victoria de sus siglas que la derrota de las de sus rivales. Como esos bochornosos aficionados al fútbol, hacen gala de un comportamiento nada racional y actúan movidos por instintos básicos e irrefrenables. Incapaces de criticar y juzgar a todos por igual, se dedican a disculpar y justificar cualquier acción realizada por los miembros de su bando, pero son severos y hasta inmisericordes ante actuaciones similares, siempre y cuando procedan del adversario. Imaginen lo que debe ser ejercitar el derecho al voto de esa manera.

Por su parte los “hobbits” (que adoptan su nombre de los famosos personajes de la saga literaria de “El señor de los anillos”) se caracterizan por su indiferencia hacia lo que sucede en el exterior de su círculo más inmediato. Mientras tengan garantizado un mínimo grado de comodidad y tranquilidad, se muestran apáticos e indolentes ante la existencia de cualquier problema. Si la contrariedad no les afecta personalmente, se conducen con total pasividad. Como integrantes del cuerpo electoral, manifiestan su desidia a través de la abstención o mediante el ejercicio de unos votos centrados únicamente en sus intereses personales, insensibles ante las dificultades que estén padeciendo sus compatriotas ni, menos aún, los ciudadanos extranjeros. Para Brennan, los “hobbits” disponen además de un nivel de información bastante bajo y no poseen opiniones propias, sino que las toman prestadas, por lo que son fácilmente manipulables a través de la campañas de marketing y publicidad.

Cierran esta peculiar terna los “vulcanianos”, que toman su denominación de la célebre saga galáctica “Star Trek”. Se trata de seres racionales que piensan de un modo científico y no votan ciegamente a un partido ni siguen incondicionalmente a ningún líder. Poseen formación, reflexionan y, en consonancia, toman sus decisiones. A juicio del ilustre académico, el principal problema de la democracia estriba en que el número de “hooligans” y de “hobbits” supera ampliamente al de “vulcanianos”, generando gobiernos y mayorías parlamentarias elegidos y legitimados de forma visceral y pasional, lo que fomenta la mediocridad de las sociedades.

Pero no se confundan, Jason F. Brennan es un defensor de la democracia y tiene claro que los países democráticos son los más prósperos, los mejores para vivir en ellos y los que más respetan los derechos y las libertades. Sin embargo, no soporta la falta de autocrítica y el falso discurso triunfalista que venera la supuesta perfección del sistema porque, en un mundo donde priman la desinformación, la manipulación, el grito y el eslogan prefabricado, resulta sumamente sencillo manejar a un electorado maleable.

A más de uno, este curioso catálogo salido de la mente del docente anglosajón podrá parecerle una caricatura sin rigor o un dibujo simplista de la realidad. Sin embargo, ya decía Winston Churchill que «el mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio». En este 2019 millones de españoles estamos llamados a las urnas. Se celebrarán elecciones europeas y municipales y, en varias Comunidades Autónomas, hay que elegir a sus Parlamentos.  Incluso en los archipiélagos, a sus Cabildos y Consejos. También suena con fuerza el rumor de un posible adelanto electoral a nivel nacional. En esta tesitura, convendría que la ciudadanía fuera consciente de su poder a la hora de ejercer el derecho de sufragio y si, efectivamente, piensa llevarlo a cabo con responsabilidad o tan sólo lo va a desperdiciar.

Se critica con ligereza a los cargos públicos. Según las encuestas, los políticos están considerados uno de los principales problemas de nuestra sociedad.  Todo el mundo habla de la desafección que provocan en los ciudadanos. Cuando resultan elegidos determinados perfiles como los de Donald Trump o Jair Bolsonaro, o cuando emergen de la nada ciertas formaciones radicales, numerosos votantes se echan las manos a la cabeza, obviando que son el resultado de millones de voluntades que otorgan un mismo respaldo. Tal vez haya llegado por fin el momento de ser “vulcanianos”, de formarnos más, de informarnos mejor, de dejar de rendir pleitesía al líder, de ser más críticos y, también, más autocríticos, más reflexivos y más racionales. Puede que entonces la democracia que queramos y la que consigamos se asemejen.

 

Rarezas e irregularidades parlamentarias

Se ha anunciado para el próximo 17 de enero la convocatoria de la sesión constitutiva del Parlamento catalán. A partir de ese momento deberán tener lugar tres acontecimientos. El primero será la adquisición por parte de los electos de su condición de diputados. El segundo, la constitución de los grupos parlamentarios y de la Mesa de la Asamblea. Y el tercero, la investidura del Presidente del Gobierno. Esa es la rutina habitual desde los primeros comicios, tanto estatales como autonómicos y, durante cuatro décadas, se ha venido desarrollando con cierta normalidad o, en todo caso, con pequeñas anécdotas o problemas menores resueltos sin demasiada complicación o crisis institucional alguna. Sin embargo, la prolongada situación de anormalidad que vive Cataluña amenaza con afectar al desarrollo habitual y normalizado de los hábitos, costumbres y reglas de su Cámara de representantes. A continuación me centraré en cada una de las fases señaladas:

1.- Para la adquisición de la condición de diputados por parte de los electos el pasado 21 de diciembre, y conforme al artículo 23 del propio Reglamento del Parlamento de Cataluña, se exige el cumplimiento de tres formalidades: a) presentar en su Registro General la credencial expedida por el órgano correspondiente de la Administración electoral; b) prometer o jurar respetar la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía de Cataluña; c) presentar las declaraciones de las actividades profesionales, laborales o empresariales que ejercen y las de los cargos públicos que ocupan, así como la de su patrimonio.

Ocho de los ciento treinta y cinco diputados electos cuentan con serios inconvenientes para cumplir todos esos requisitos, ya que tres de ellos se encuentran en prisión y cinco, huidos en Bélgica y con una orden de detención en cuanto pisen suelo español. Es cierto que, tanto el primero como el tercero pueden cumplimentarse sin la presencia física de los interesados. Sin embargo, el segundo no parece admitir cumplimientos por medio de representantes, apoderados o terceras personas.

En ese sentido, el Tribunal Constitucional ya ha establecido en varias sentencias que la exigencia de juramento o promesa de acatamiento a la Constitución como requisito imprescindible para alcanzar en plenitud la condición de diputado no viene impuesta por la Constitución, pero no por ello dicho requisito es contrario a ella. Tal exigencia ha sido impuesta por una decisión del legislador (en este caso, autonómico) en el uso de su autonomía reglamentaria. Es más, la obligación de prestar juramento o promesa de acatar la Constitución no es, obviamente, el motivo por el que el diputado deba cumplirla. El deber de respetar la Norma Suprema y el resto del ordenamiento jurídico le viene impuesto en el artículo 9.1 de la Carta Magna. Es verdad que el TC ha admitido fórmulas de juramento poco formalistas, permitiendo añadir coletillas del tipo “por imperativo legal”. Pero pretender efectuarlo a través de apoderados o en ausencia del interesado supone admitir una rareza que desvirtúa, desnaturaliza y vacía de contenido un precepto que ha de cumplirse como todos los demás. Se trata de un acto de carácter personalísimo que no puede ser delegado y que requiere la presencia física del electo.

En su caso, considero más legítimo, sincero y honesto plantear la modificación de dicho requisito para, si así se decide, cambiarlo o derogarlo. Pero mantenerlo para, posteriormente, recurrir a subterfugios, picarescas o pantomimas a fin de saltarse la ley fraudulentamente no es propio de democracias serias ni de Estados de Derecho rigurosos.

2.- Para la constitución de los grupos parlamentarios (a excepción del denominado “Grupo Mixto”), en aplicación del artículo 26.3 del Reglamento del Parlamento de Cataluña, se exige, como mínimo, cinco miembros. Tanto el Partido Popular como la CUP tienen cuatro. Ya se han alzado algunas voces sobre el posible “préstamo de diputados” para que alcancen los cinco requeridos y puedan formar así un grupo parlamentario propio. Esa práctica sí tiene antecedentes, incluso en el Congreso. No es la primera vez, por tanto, que se recurre a tal argucia, si bien en esta ocasión no significa que nos hallemos ante un evidente fraude de ley. Se busca el atajo, la interpretación forzada y la truhanería para evitar la aplicación de la norma. Algunos se esfuerzan en habilitar vías de incumplimiento en vez de en actuar con la ejemplarizante y obligada actitud de respetar las reglas de las que nos hemos dotado para convivir. En definitiva, otra rareza parlamentaria que algunos consienten, a sabiendas de que con ella devalúan el prestigio de nuestro sistema parlamentario.

3.- Por su parte, es el artículo 146 del mencionado Reglamento el que regula el Debate de Investidura del futuro Presidente catalán. Supone una sesión parlamentaria en la que el candidato presenta su programa de gobierno y solicita la confianza del Pleno de la Cámara. La idea de que dicho debate se realice a través de videoconferencia, de forma telemática y en la distancia, es un sinsentido que situaría a nuestro parlamentarismo, no ya en la rareza, sino en el ridículo y en la ilegalidad. Y no solo por el deber de asistir a los debates en el Parlamento que impone el artículo 4 de ese mismo Reglamento, sino por un elemental, evidente y manifiesto imperativo de la lógica más básica.

Las cuatro asociaciones españolas de jueces ya se han pronunciado, manifestándose en contra de estas ocurrencias y subrayando, además, la inviabilidad de que Carles Puigdemont pueda ejercer las funciones de Presidente de la Generalidad desde Bruselas. Así, Celso Rodríguez, miembro de la Asociación Profesional de la Magistratura, ha recordado que «un presidente debe ejercer sus funciones de forma presencial, asistiendo a las reuniones del Gobierno y sometiéndose a los debates e interpelaciones parlamentarias”. A su vez, Ignacio González, de “Juezas y Jueces para la Democracia”, ha recordado que es el Pleno del Parlamento el que debe votar la reforma del Reglamento y que, de momento, solo se contempla la vía presencial, por lo que Puigdemont, los cuatro exconsejeros que están en Bélgica y los tres diputados electos que se encuentran en prisión (Oriol Junqueras, Joaquim Forn y Jordi Sànchez) no podrían votarle si no se presentan a dicha sesión plenaria.

Pero, más allá de los argumentos jurídicos -que son importantes- deberíamos plantearnos si es aceptable sumir la vida parlamentaria en semejante cenagal. ¿Es este el modelo parlamentario que queremos? ¿Hemos de admitir como normal que gobiernen desde el extranjero personas huidas de la Justicia? Si respetamos nuestra democracia, debemos ser rectos y cuidadosos con la imagen que damos, así como escrupulosos con el respeto a las leyes que nos hemos otorgado.

Lo que dicen los votos y lo que quieren decir los votantes

Ya se han celebrado las elecciones más anómalas y controvertidas de la historia reciente de España. Tanto por los antecedentes previos como por la convocatoria en sí y su campaña electoral, no puede negarse que la llamada a las urnas del 21 de diciembre ha estado acompañada de un grado de polémica, una aureola de recelo, un nivel de resentimiento y un tinte de rareza inapropiados e indeseables. Más adelante vendrán los análisis jurídicos detallados y en profundidad, a medida que las sentencias se emitan y la situación de muchos de los implicados se clarifique. El Tribunal Constitucional se pronunciará sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española. El Tribunal Supremo resolverá las querellas presentadas contra los antiguos miembros del Gobierno catalán y contra buena parte de la Mesa de su Parlamento. También las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado procederán, tarde o temprano, a la detención de las personas fugadas. Y cuando todo eso ocurra se deberá estudiar con rigor el material jurídico que llevará aparejado. Sin embargo, lo que toca ahora es llevar a cabo una reflexión sobre los resultados electorales que se han producido.

Es difícil extraer de los fríos y objetivos datos numéricos de participación y escrutinio unas conclusiones sobre las voluntades subjetivas, las motivaciones personales y los mensajes particulares que quiere transmitir la ciudadanía cuando ejercita su derecho al voto. Numerosos responsables políticos efectuarán a buen seguro lecturas interesadas, bien barriendo para casa, bien buscando excusas ante lo sucedido. Pero aquellos que no quieren engañar ni autoengañarse ansían comprender los resultados y hallar respuestas. En ese sentido, conviene siquiera por un instante permanecer en soledad observando el devastado campo de batalla que ha dejado a su paso una contienda social y política extendida largamente en el tiempo, y analizar su desenlace dando sentido a esa voz popular traducida en papeletas, porcentajes y escaños.

Mi sensación personal es que en nuestro país el voto cada vez más se introduce en la urna con orgullosa ignorancia de su destino y de los efectos que conlleva. Los votantes piensan que eligen a un Presidente cuando, en realidad, están escogiendo a un parlamentario, visualizando a un candidato que ni siquiera figura en la plancha escogida. Es más, con excesiva frecuencia se lanzan al sufragio para apoyar una serie de políticas que no son competencia de la institución que están eligiendo. De ahí la enorme dificultad para saber a ciencia cierta el significado real de lo manifestado por el pueblo en unos comicios.

Los concejales de un municipio no pueden cambiar las leyes de una Comunidad Autónoma, de la misma manera que los parlamentarios de una Autonomía no pueden modificar la forma de Estado o de Gobierno de toda la nación. Aunque es evidente que las competencias y las normas marcan la actuación de cada institución, se ha entrado en una peligrosa dinámica en la que a algunos electores y a parte de los candidatos les dan igual esos límites. Ha dado la impresión de que en estas últimas elecciones catalanas se elegía entre monarquía o república, o entre Estado de las Autonomías o independencia, pero la realidad es muy distinta, pese a la percepción de miles de electores alienados o engañados. Aun así, me permito apuntar varias conclusiones, a simple vista, irrefutables:

1.- La participación ha sido muy elevada, imposibilitando cualquier reproche sobre la precariedad de la legitimidad de los resultados. Sin duda la importancia del momento político ha concienciado a muchas personas que normalmente se abstienen. En este sentido, la valoración ha de ser positiva. Estamos en presencia de un proceso electoral con una sólida y contundente implicación del pueblo catalán.

2.- El partido ganador de las elecciones ha sido Ciudadanos. Ha ganado en votos y en escaños, si bien esa victoria no le servirá de mucho. En nuestro modelo parlamentario ser el grupo más numeroso en una asamblea no significa demasiado, a no ser que tengas una mayoría absoluta o recabes apoyos suficientes. Ninguna de esas dos opciones se ha producido. Su triunfo es meritorio, aunque estéril para sus intereses.

3.- La formación de Gobierno será complicada, no descartándose incluso la repetición de los comicios ante la imposibilidad de lograr un acuerdo. Pese a que la suma entre “JUNTSxCAT”, “ERC-CatSí” y las “CUP” parece sencilla, varios de sus cargos electos están en prisión o prófugos de la Justicia, complicándose así su participación en una votación de investidura.

4.- El cambio político es significativo en cuanto a los resultados de concretos partidos (la subida de Ciudadanos o el descalabro del Partido Popular), pero no existe una gran variación en cuanto a un análisis global. Las formaciones independentistas continúan ostentando la mayoría absoluta a pesar de su pérdida en votos y escaños.

5.- El sistema electoral español, como sucede también en los de la mayor parte de las Comunidades Autónomas, está construido sobre la base de la desigualdad y la desproporción, por lo que origina paradojas imposibles de explicar y de aceptar: «CatComú-Podem» obtiene 7 escaños por Barcelona con 274.565 votos, mientras que «JUNTSxCAT» obtiene otros 7 escaños por Gerona con 148.794 votos.  Ciudadanos obtiene 6 diputados por Tarragona con 120.010 votos, pero «JUNTSxCAT» logra esos mismos 6 escaños por Lérida con tan solo 77.695 votos.

6.- Como consecuencia, los partidos que han apoyado el proceso independentista han ganado en escaños aunque hayan perdido en número de votos.

7.- Para reducir la enorme brecha que separa a los ciudadanos de Cataluña es preciso que se reconozcan por ambas partes una serie de premisas obvias que han caído en el olvido, entre ellas que la legalidad se debe cumplir mientras no  se modifique, que las responsabilidades por los actos cometidos se deben asumir, y que los problemas han de debatirse y afrontarse sin recurrir a la vía de la negociación como método para superarlos.

La solución de los conflictos no parece cercana, ni por la envergadura de los mismos ni por los representantes llamados a capitanear la nave para llevarla a buen puerto. En los últimos años la dejadez e irresponsabilidad de algunos y la mezquindad e incapacidad de otros ha derivado  en una fractura social y en un descrédito económico esperpénticos e indignantes y, por desgracia, no existen recetas mágicas que curen las heridas de un día para otro ni que ayuden al retorno de unos escenarios normalizados. Se ha llegado al extremo de entablar una guerra de banderas y de perpetrar pintadas señalando al que piensa distinto. Se ha propiciado el enfrentamiento de idiomas y culturas. Se ha gritado la expresión “facha” por las calles desde la ignorancia de su significado y con absoluta impunidad. Hasta se han impartido lecciones de patriotismo equivocado. Ante semejante panorama, se instala la duda sobre si los presentes resultados electorales servirán para recuperar la legalidad y la normalidad en todos sus ámbitos o si, por el contrario, en Cataluña se continuará transitando voluntaria y decididamente por la senda de la autodestrucción.

 

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