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La democracia del pasado para la sociedad del futuro

Son muy numerosas las personas que no entienden por qué en un sistema parlamentario no se permite que los electores voten a los miembros de los gobiernos, ya sean locales, autonómicos o nacionales. De hecho, cuando introducen sus papeletas en las urnas, la inmensa mayoría de los votantes cree que está eligiendo a su alcalde o a su presidente, error que continúan arrastrando legislatura tras legislatura. En los orígenes del parlamentarismo, el Ejecutivo (de ahí su denominación) era un mero brazo ejecutor del Legislativo. La Cámara de Representantes ejercía su control sobre él y la finalidad de sus funciones, burocráticas y administrativas, consistía en llevar a la práctica las normas emanadas de los Parlamentos. Por lo tanto, nos situábamos ante un poder a la sombra de otro poder en el que el centro de gravedad del sistema descansaba sobre la Asamblea. Por esa razón, lo relevante era que los ciudadanos participasen sólo en la elección de los miembros parlamentarios.

Es obvio que el panorama ha evolucionado. Ahora el poder de los Parlamentos se ha mediatizado y el de los Gobiernos ha aumentado exponencialmente, desvirtuando así las reglas iniciales del sistema parlamentario clásico. Ese citado centro de gravedad se ha ido trasladando hasta situarse cada vez más cerca del Ejecutivo, que ha agrandado sus competencias y facultades convirtiéndose en el verdadero motor político de las democracias. En la actualidad, los Gobiernos pueden dictar normas con el mismo rango de ley que los Parlamentos, los Presupuestos Generales del Estado pueden ser propuestos únicamente por los primeros y los Presidentes se han convertido en el cargo por antonomasia de una democracia.

Sin embargo, dicha evolución (en algunos casos, cabría mejor hablar de mutación) no ha conllevado la revisión de las tradicionales y arcaicas reglas electorales, cuya caduca visión, en la que el ciudadano debe limitarse a elegir a sus representantes en el Parlamento sin participar en la designación de los miembros de los Ejecutivos, seguimos heredando. Para los vetustos cánones del sistema parlamentario, el Gobierno continúa personificando ese mero brazo ejecutor de la Cámara de Representantes, ese cuerpo burocrático y administrativo controlado por y al servicio de la Asamblea. Ajeno al enorme cambio producido en los últimos siglos, el parlamentarismo clásico nos impone un modelo electoral anclado en un pasado que ya no existe.

A todo lo anterior ha de añadirse que, en determinados casos, el tradicional control del Legislativo sobre el Ejecutivo se ha caricaturizado hasta el extremo por culpa de la denominada “disciplina de partido”, que impone al diputado de turno obedecer las órdenes de un líder que, desde la sede de su formación política, maneja los hilos impidiendo la independencia que requiere toda labor de control. En este sentido, se ha aceptado como una situación normal -incluso deseable y hasta comprensible- que los diputados del partido que ejerce la labor gubernamental no efectúen ninguna vigilancia ni supervisión sobre ella, sino que, en atención a sus siglas, se limiten a defenderla y aplaudirla.

Es otra razón de peso por la que, a mi juicio, los sistemas parlamentarios presentan evidentes signos de caducidad en varias de sus señas de identidad. No se trata de constatar que están en crisis, puesto que la crisis es global y afecta a todos los sistemas. Se trata de reconocer que su empeño por encadenarse a unas tradiciones teóricas que ya nadie practica, ahonda aún más en la desafección, el desinterés y la desilusión del electorado ante semejante forma de hacer política.

Porque, tras su participación en las elecciones, la ciudadanía asiste entre perpleja e indignada al mercadeo de puestos y al reparto de cargos llamados a  configurar lo que debería ser una verdadera democracia. Si tú me apoyas aquí, yo te apoyo allí. A ti te tocan tantas consejerías y a mí, la presidencia. Con tal de que no salga aquel, te cedo a ti la alcaldía. Después, aparece ese grupo político que, pese a contar con el menor número de votos y escaños, se siente facultado para orientar las políticas durante los próximos cuatro años y se relame al redactar su listado de exigencias. Mientras tanto, los votantes continuamos marginados y atónitos.

Creo firmemente que ya ha llegado el momento de revisar y repensar nuestro modelo de gobierno. No es posible seguir impidiendo que los votantes participen activa y directamente en la elección de los órganos de naturaleza política más relevantes de una democracia. Y los gobiernos lo son. Tal vez no lo fueran en sus inicios, pero esa época pasó y no volverá jamás. Sin embargo, se da la paradoja de que los propios encargados de cambiar las normas (a saber, los partidos políticos) se resisten a la más mínima modificación que les reste un ápice de su cuota de poder. Y ante esta tesitura tan rechazable es preciso, al menos, que la población sea muy consciente de que la democracia del pasado pretende imponerse a la sociedad del presente y del futuro por quienes ejercen el poder.

Síntomas y diagnóstico después de la jornada electoral

Ha transcurrido el 26 de mayo dejando tras de sí una de las citas electorales más significativas de la reciente historia de nuestro archipiélago. Las peculiaridades de estas elecciones impregnaban de un especial valor a este domingo. Padeciendo todavía la resaca de las Elecciones Generales, los canarios hemos estrenado ya el nuevo sistema electoral después de treinta y siete años de vigencia del anterior, acumulando además otras decisiones a nivel europeo, autonómico y local. Nunca antes habíamos sido convocados para participar en dos comicios tan próximos en el tiempo ni habíamos dispuesto de tantas papeletas y urnas. Por lo tanto, vale la pena realizar un análisis de los hechos para luego extraer algunas conclusiones. Es imposible llevar a cabo en pocas líneas la ardua labor de valorar todas y cada una de las convocatorias, de modo que me centraré exclusivamente en los resultados de las elecciones autonómicas:

 

1.- La participación: Ha descendido situándose por debajo del sesenta por ciento. En las anteriores elecciones fue del 60,99% y en las elecciones generales se elevó hasta el 68,14% en nuestras islas. Es cierto que teniendo en cuenta el escaso plazo transcurrido desde el 28 de abril, la bajada en la afluencia de votantes era previsible. Siempre se ha afirmado que la concatenación de procesos electorales tiende a desincentivar a los electores. Sin embargo, es preocupante esta tendencia. Una alta participación afianza la legitimidad del resultado.

 

2.- El mapa del resultado electoral: Hasta ahora los grupos parlamentarios eran seis: el mixto (compuesto exclusivamente por los miembros de la Agrupación Socialista Gomera) y los de Nueva Canarias, Podemos, Partido Popular, Partido Socialista Obrero Español y Coalición Canaria. La tímida incorporación de Ciudadanos fragmenta un poco más el espectro político, pero no supone un gran cambio. En cualquier caso, refleja fielmente la diversidad de criterios que se da en el seno de la sociedad canaria representada en su nuevo Parlamento, pues no se debe olvidar que la función principal de todo sistema electoral es plasmar la voluntad de los ciudadanos dentro de cada institución.

 

3.- El ganador electoral: En unas elecciones gana quien obtiene más votos y escaños, aunque en nuestro archipiélago esa doble circunstancia no se aglutina siempre en la misma formación política. Así, en 2015 Coalición Canaria, habiendo recibido quince mil votos menos que el Partido Socialista, logró tres escaños más. En este 2019, y fruto en gran medida de la reforma electoral aprobada con el nuevo Estatuto de Autonomía, se ha corregido tal patología y el partido más votado, el PSOE, ha obtenido también el mayor número de escaños en el hemiciclo. Continuando asimismo con una larga tradición a resultas de la fragmentación anteriormente citada, el vencedor tampoco ha alcanzado la mayoría absoluta.

 

4.- El ganador post electoral: A día a hoy, tanto los partidos como los ciudadanos ansían más el ejercicio del Gobierno que la Cámara de representación popular, de modo que el verdadero triunfador no es quien obtiene la mayoría parlamentaria sino la Presidencia del Ejecutivo. También en este concreto punto conservábamos una larga tradición por la que el ganador de las elecciones pasaba directamente a la oposición mientras que los perdedores conseguían finalmente gobernar. Le sucedió en 2007 y en 2015 al Partido Socialista y en 2011 al Partido Popular. Sus candidaturas recibieron más votos, pero de nada les sirvió a la hora de ejercer el ansiado puesto presidencial. Así funcionan los sistemas parlamentarios.

 

En este caso, y realizando un análisis simplista en atención a los bloques ideológicos tradicionales, un pacto entre partidos denominados de izquierda que incluyese a PSOE, Podemos, Nueva Canarias y, en su caso, la Agrupación Socialista Gomera sumaría una mayoría suficiente. En política ya estamos acostumbrados a ver diversos tipos de alianzas, pero el mensaje del electorado parece ser claro y contundente.

 

5.- La nueva lista regional: Ha contribuido a modular la desproporción del anterior sistema y a corregir levemente la desigualdad del valor del voto, si bien continuamos estando en unos parámetros criticables, si analizamos las circunscripciones insulares.

 

6.- El horizonte de la próxima legislatura: La democracia del siglo XXI nos condena a tiempos de inestabilidad y continua contienda política. Al menos así se vislumbra, no sólo a nivel nacional, sino también internacional. En consecuencia, da la impresión de que los canarios nos veremos igualmente engullidos por ese tsunami de enfrentamiento y crispación. Ante ese escenario, un pacto de gobierno que aspire a durar cuatro años debería establecerse entre tres o cuatro formaciones políticas, un enorme reto para quien se erija como futuro encargado de llevar las riendas de la política en Canarias.

 

7.- Síntomas y diagnóstico: Visto lo visto, habrá que familiarizarse con la fragmentación parlamentaria, con los gobiernos inestables y con los pactos entre varias formaciones políticas, lo cual no tiene por qué ser ni necesariamente bueno ni irremediablemente malo. Serán la calidad de las decisiones adoptadas por los cargos públicos, la eficacia de las políticas puestas en marcha y la habilidad de sus gestores para detectar los verdaderos intereses de la ciudadanía a la que representan lo que determinará una futura legislatura exitosa o fracasada. Y en ese empeño deberemos centrarnos todos. Los políticos que ocupan el puesto, los medios de comunicación que informan y  los ciudadanos que vigilamos contribuiremos en mayor o menor medida a avanzar o a retroceder. Por el contrario, si nuestros representantes se pierden en disputas estériles y en análisis realizados con estrechez de miras en aras de un exclusivo interés partidista, si los medios de comunicación carecen de objetividad y rigor en la información que difunden, y si los ciudadanos caemos en el desinterés, abrazamos el discurso demagógico y aplaudimos el grito y el insulto, colaboraremos a enfermar nuestra democracia. Y si la democracia enferma, quizá muera. No caigamos, pues, en el error de creer que nuestro modelo de Estado Social y Democrático de Derecho es indestructible y afanémonos en su cuidado y fortalecimiento.

Teorías y realidades sobre los nombramientos de cargos públicos

Hace algunas semanas se publicó la noticia de que el Presidente del Gobierno en funciones, cargo que presumiblemente repetirá en esta nueva legislatura, había llevado a cabo una primera elección. Pedro Sánchez había decidido que el Secretario del P.S.C., Miquel Iceta, se convirtiera en el nuevo Presidente del Senado. Como era previsible, tal elección suscitó aplausos entre sus adeptos y abucheos entre sus adversarios. El nombramiento fue calificado por unos de acertado y simbólico (dada la figura del elegido), así como de constituir un mensaje dirigido hacia los sectores nacionalistas. Sin embargo, la opción presidencial se catalogó por otros de notable despropósito y grave amenaza. Personalmente, y con independencia de mi percepción del perfil de Iceta como apto o no para tan relevante puesto, me llamaron la atención dos datos que pasaron inadvertidos en un primer momento, pero que demuestran hasta qué punto nuestro sistema democrático está siendo distorsionado. El primero, que el Presidente del Senado debe ser elegido por los miembros de la Cámara Alta de entre uno de ellos. El segundo, que el señor Iceta ni siquiera es senador.

Efectivamente, el artículo séptimo del Reglamento del Senado establece que serán los senadores quienes mediante votación escribirán un nombre en una papeleta, resultando elegido aquel que obtenga el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara acreditados hasta el momento ante la misma. Si no logra la mayoría absoluta, se procederá a efectuar una nueva votación entre aquellos senadores que hayan empatado en mayor número de votos o, en su defecto, entre quienes hayan obtenido las dos cantidades superiores. Será en esta segunda votación donde el más votado resultará ya elegido. Por lo tanto, la decisión de Sánchez implica que los senadores no podrán escoger libremente a quién consideren de entre ellos el mejor para ostentar el cargo, sino que se limitarán a obedecer la orden proveniente del Ejecutivo, desnaturalizándose no sólo la separación de poderes proclamada con contundencia en nuestra Constitución sino, además, distorsionándose la propia autonomía del Parlamento catalán, que también debería al parecer someterse al dictado del Presidente. Porque el hecho cierto es que Iceta no se presentó al Senado en las pasadas elecciones de modo que, para adquirir la condición de senador, deberá ser designado como tal por la Asamblea Legislativa Autonómica.

Así las cosas, ¿no sería lo deseable para nuestro sistema parlamentario que los encargados de elegir elijan? De la misma forma que criticaría que desde el Parlamento se anunciase qué ministros ha de escoger el Presidente del Gobierno para conformar su equipo, critico que el Jefe del Ejecutivo se dedique a anunciar desde Moncloa nombramientos como los de Presidente del Senado o del Tribunal Supremo, desatando como sucedió hace unos meses una avalancha de protestas ante la quiebra de la independencia del Poder Judicial.

El panorama que dibuja esta propuesta de Sánchez convierte en simples marionetas al servicio de su líder a los verdaderamente responsables de tomar la decisión. No parece probable (aunque nunca se sabe) que los senadores en Madrid ni los miembros del Parlament vayan a contradecir los deseos del Presidente, transformando así en papel mojado las normas que regulan la designación de, en este caso, la cuarta autoridad del Estado. Pese a que en nuestro vigente texto constitucional se proclama con contundencia que los diputados y los senadores no están sometidos a mandato imperativo, lo cierto es que se ha extendido una práctica consistente en que los ocupantes de dichos escaños muten en dóciles cumplidores de las órdenes de su jefe de filas.

Finalmente el Parlamento catalán rechazó su designación como senador y, por lo tanto, frustró que Iceta pueda presidir el Senado, aunque no lo hizo por las razones aquí expuestas, sino por otras motivaciones políticas. Si de verdad creemos en la separación de poderes, si de verdad aspiramos a contar con un Parlamento independiente del Gobierno y si de verdad defendemos un sistema en el que la asamblea representativa popular controle al Ejecutivo y no al revés, no podemos aceptar esta deriva de sumisión institucional. Cuando hace algunos meses se anunció por parte de Gobierno la designación de Manuel Marchena como Presidente de Consejo General del Poder Judicial -antes incluso de que se procediese a designar a los veinte vocales del Consejo que debían escogerle y nombrarle-, se originó un escándalo mayúsculo que terminó con la renuncia al cargo del propio Magistrado como consecuencia de las nefastas formas empleadas para su nombramiento. A mi juicio, Miquel Iceta debería haber actuado de la misma manera que Manuel Marchena, negándose a tomar parte en la distorsión de nuestro modelo parlamentario, para de ese modo devolver al Senado lo que al Senado pertenece.

 

Los atajos del Gobierno a la hora de legislar

El pasado viernes 28 de diciembre el Consejo de Ministros aprobó el vigésimo quinto Decreto Ley del Gobierno de Pedro Sánchez en poco más de seis meses. La moción de censura que destituyó a Mariano Rajoy se votó el pasado 1 de junio y el primer Decreto Ley del nuevo Ejecutivo socialista entró en vigor el día 22 de dicho mes. La materia de aquella primera norma se refería al régimen jurídico aplicable a la designación del Consejo de Administración de la Corporación RTVE y de su Presidente. En la última reunión del Presidente con sus Ministros se usó esta peculiar norma para regular la creación artística y la cinematografía, para adoptar medidas en materia tributaria y catastral y, también, para formalizar revalorización de las pensiones públicas. En total veinticinco Decretos Ley en apenas medio año.

Sin embargo, nuestro sistema constitucional establece que la forma normal de legislar se lleve a cabo mediante normas legales aprobadas en el Parlamento. Tan sólo de modo excepcional se faculta al Gobierno para dictar decretos con el mismo rango que la ley. La literalidad de la Carta Magna es clara: “En casos de extraordinaria y urgente necesidad». Además, se proclama igualmente que nunca podrá “afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al Derecho electoral general”.

En otras palabras, un sistema parlamentario como el nuestro funciona otorgando al Parlamento (los representantes de la ciudadanía elegidos directamente por los ciudadanos) la capacidad de dictar leyes. Allí es donde se produce el debate entre todos los grupos políticos y donde se votan las normas. De ahí su posición preeminente en nuestro ordenamiento jurídico. Por lo tanto, permitir que sea el Gobierno en solitario el que se apropie de esa posición reservada a la Asamblea Legislativa debe suponer una excepcionalidad limitada y convenientemente controlada. En estos tiempos en los que las mayorías absolutas en las Cámaras legislativas han desaparecido, debe existir, para preservar una situación de normalidad, una mayoría parlamentaria que sostenga al Gobierno o, al menos, cierta capacidad de los diputados para negociar y alcanzar acuerdos. Si ambas opciones fallan, el propio sistema parlamentario falla. Sin respaldo parlamentario ni posibilidad de los líderes políticos para establecer alianzas, lo deseable es convocar elecciones y dar la voz a la ciudadanía para que nuevamente se pronuncie.

A día de hoy, el Ejecutivo presidido por Pedro Sánchez cuenta con el único respaldo de los ochenta y cuatro diputados del Grupo Socialista de entre un total de trescientos cincuenta miembros del Congreso, es decir, menos de la cuarta parte. Tanto el actual clima político como el enfrentamiento partidista imposibilitan la consecución de grandes pactos. Sin embargo, ante esta situación, el Gobierno de España ha decidido convertir lo excepcional en habitual y aceptar la rareza como usual y así, ante la inviabilidad de alcanzar en el Parlamento los consensos y respaldos correspondientes, opta por utilizar  Consejo de Ministros tras Consejo de Ministros ese mecanismo contemplado únicamente “en casos de extraordinaria y urgente necesidad”, desnaturalizando nuestra organización normativa.

Asuntos como la ordenación de los transportes terrestres en materia de arrendamiento de vehículos con conductor o los derechos en favor de quienes padecieron persecución durante la Guerra Civil y la dictadura se han legislado en exclusiva desde el Gobierno sin pasar por el Parlamento. Como sucede con otras cuestiones, la hipocresía política alcanza cotas vergonzantes. Mientras se ejercía la oposición, se criticaba duramente a los anteriores gobiernos cuando abusaban de la figura del Decreto Ley. Sin embargo, al llegar a la Moncloa, caen en el olvido aquellos antiguos discursos de protesta y dan paso a la justificación de esta herramienta puesta al servicio de las normas.

Los atajos usados por el Ejecutivo de Pedro Sánchez para saltarse el trámite parlamentario desvirtúan, pues, nuestro sistema constitucional. Actualmente, nuestro modelo parlamentario es una caricatura de lo que debería ser. Vivimos una época de continuas anomalías en la que se pretende que aceptemos como normales situaciones completamente atípicas, y no sólo en lo referente al recurrente abuso del Decreto Ley como norma. O retornamos hacia un modelo parlamentario reconocible o más nos vale cambiarlo y optar por otro de corte más presidencialista. Lo que resulta verdaderamente inaceptable es condenar a la ciudadanía a soportar una constante tesitura  de anormalidad.

El Decreto Ley como atajo inadecuado

El pasado sábado 25 de agosto se publicó en el Boletín Oficial del Estado el décimo Decreto Ley de esta legislatura (séptimo del Gobierno de Pedro Sánchez en apenas dos meses), relativo a la exhumación y traslado de los restos mortales de Francisco Franco del Valle de los Caídos. Como es lógico, cada español mantendrá una opinión al respecto. Desde un punto de vista puramente subjetivo, la medida cuenta con defensores y con detractores. Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente jurídico, me permito apuntar una serie de reflexiones que tal vez ayuden a entender la polémica generada y arrojen un poco de luz sobre una cuestión tan propicia para alentar acaloradas y no siempre meditadas discusiones.

En cuanto al fondo del asunto, es decir, sobre la decisión del Ejecutivo de desplazar los restos del dictador, cabe recordar que el pasado 11 de mayo de 2017 el Congreso de los Diputados aprobó por 198 votos a favor, un solo voto en contra y 140 abstenciones requerir al Gobierno a la exhumación de los restos de Franco y su retirada del Valle de los Caídos, así como a la reubicación de los de José Antonio Primo de Rivera. En ese sentido, no parece coherente echar ahora en cara a los miembros del gabinete de Pedro Sánchez el cumplimiento de un mandato surgido de una de las Cámaras legislativas y aprobado sin oposición alguna. De hecho, se llegó a publicar en los medios de comunicación que el solitario voto en contra se debió a un error de la diputada popular Celia Alberto, y no a una negativa consciente y voluntaria. A lo anterior hay que añadir la vigencia de la Ley 52/2007 de 26 de diciembre, de Memoria Histórica, en la que se establece que en ningún lugar del Valle de los Caídos “podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas o del franquismo”. En consecuencia, y desde ese punto de vista estrictamente jurídico, no considero que pueda ejercerse ninguna crítica sobre el fondo de esta decisión del actual Consejo de Ministros.

Sin embargo, sí es preciso efectuar un análisis sobre la forma en la que se ha adoptado la medida. Y, en este concreto aspecto, creo que debe someterse la acción gubernamental a una severa crítica por haber recurrido a la fórmula del Decreto Ley, un mecanismo excepcional y únicamente válido cuando se cumplen una serie de presupuestos. Dicho de otra manera, el Gobierno no puede acudir a esta vía ni de forma habitual ni a su antojo, sino exclusivamente ante circunstancias de “extraordinaria y urgente necesidad”, conforme se establece en el artículo 86 de nuestra Constitución Española.

Es muy probable que buena parte de la ciudadanía considere que, siendo correcta la medida, resulte irrelevante o secundario el modo escogido para ejecutarla. Sin embargo, no consiste en un mero asunto de protocolo ni en una formalidad sin importancia. Muy al contrario, se trata de una cuestión básica y central dentro de nuestro sistema parlamentario en el que, como regla general, se reserva el rango de las normas legales a los Parlamentos y el rango de las normas reglamentarias al Gobierno, existiendo entre ambas una jerarquía donde posee la primacía la regulación proveniente de las Cámaras legislativas. Ello se justifica en esencia porque los miembros de las Asambleas son elegidos directamente por la ciudadanía (no así el Gobierno) y por la mayor legitimidad democrática que implica la participación de todos los representantes del pueblo en el procedimiento de elaboración de las leyes. Por el contrario, las normas que emanan del Gobierno están marcadas por la ausencia de debate político y por la no intervención de las otras formaciones con asientos en el hemiciclo.

Muy excepcionalmente se permite al Ejecutivo que dicte normas ocupando el espacio que corresponde al Parlamento. En el específico caso del Decreto Ley, ante supuestos de “extraordinaria y urgente necesidad” que requieran de una decisión normativa pronta, sin la lentitud parlamentaria en la respuesta. El Tribunal Constitucional ha dictaminado ya en reiteradas sentencias que el concepto de extraordinaria y urgente necesidad que contiene la Constitución no es, en modo alguno, una cláusula o expresión vacía de significado y dentro de la cual el margen de apreciación política gubernamental se mueva libremente, sin restricción alguna. Se trata de un claro límite jurídico a su actuación. Por eso, dicho tribunal puede declarar la inconstitucionalidad de la norma en supuestos de uso abusivo, arbitrario o no justificado.

La cuestión es si en esta concreta decisión nos encontramos o no ante un supuesto de “extraordinaria y urgente necesidad”. Uno de los elementos utilizados para enjuiciarlo es considerar si, en el caso de aguardar a su tramitación parlamentaria, existiría un perjuicio para el interés general. Dicho de otro modo, ¿si se tramitase como una ley en el Parlamento, el retraso en la adopción de la medida generaría algún perjuicio comparado con la rapidez en su tramitación por parte del Gobierno? La respuesta afirmativa no parece imponerse, por lo que se deduce que el Ejecutivo ha invadido de forma inadecuada el espacio del Parlamento, error que nunca puede calificarse como menor en un Estado Constitucional.

En todo caso, se trata de una nociva tradición política común, sea cual sea el color del partido que gobierne. De forma cíclica, la oposición acusa a los inquilinos de la Moncloa de abusar de modo inconstitucional del Decreto Ley pero, cuando se da la vuelta a la tortilla, se produce la habitual amnesia. El que prometió no legislar por decreto comienza a hacerlo y el que lo había hecho hasta entonces, comienza a escandalizarse ante dicho comportamiento. Frente a esta realidad, la ciudadanía debe mostrarse más crítica con sus representantes y no ser permisiva con unas prácticas que tergiversan y distorsionan nuestro modelo de convivencia.

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