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El Tribunal Constitucional como campo de batalla política

En los últimos días el Tribunal Constitucional ha protagonizado numerosas crónicas periodísticas y se ha situado en el centro de la confrontación política, en la enésima muestra de cómo la crispación entre nuestros representantes públicos, así como las cada vez más cruentas estrategias partidistas, erosionan la confianza de la sociedad en nuestras instituciones y en nuestro modelo de convivencia. Los altos responsables llevan jugando con fuego demasiado tiempo, así que no sería de extrañar que, finalmente, todo arda. El origen inmediato de esta nueva polémica se halla en la tramitación de una ley y en la presentación de un recurso de amparo por varios diputados, solicitando como medida cautelar que la suspensión de una votación prevista en el Congreso de los Diputados. Solicitud y medida inédita en las Cortes Generales que ha dado paso a otra escalada de descalificaciones, insultos y declaraciones descabelladas por parte de unos y otros, trasladando a la ciudadanía medias verdades, cuando no directamente mentiras. Por lo tanto, procede puntualizar varias cuestiones:

1.- No se ha recurrido ante el Tribunal Constitucional la ley que se estaba tramitando en las Cortes. La opción de recurrir ante el TC una ley antes de su aprobación y entrada en vigor sólo está prevista actualmente para los Estatutos de Autonomía. Lo que se ha presentado es un recurso de amparo, previsto para el supuesto de que el recurrente considere vulnerados los derechos fundamentales previstos en la Constitución.

2.- Los diputados recurrentes se quejan de cómo se ha llevado a cabo el trámite legislativo. En concreto, de que se ha usado una proposición de ley destinada a modificar el Código Penal (y referida a los delitos de sedición y malversación) para introducir, vía enmienda a dicha proposición, una reforma de otra norma completamente diferente y con la que no tenía conexión alguna, como es la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. Al hacerlo de esa manera, es decir, al no presentar un proyecto o propuesta de ley específica para modificar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional sino pretender su reforma en la tramitación de la modificación del Código Penal, se privó a esos diputados de la posibilidad de presentar enmiendas, afectando a su derecho a la participación política como representantes del pueblo.

3.- En los recursos de amparo, se prevé la posibilidad de que se adopten medidas cautelares si se considera que, de no hacerlo, la futura sentencia que se dicte pudiera carecer de eficacia alguna, dado que los perjuicios en los derechos supuestamente vulnerados ya serían definitivos e irremediables. En concreto, la regulación establece que, cuando la ejecución del acto impugnado produzca un perjuicio al recurrente que pudiera hacer perder al amparo su finalidad, se podrá disponer la suspensión del acto recurrido, siempre y cuando tal suspensión no ocasione perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido, ni a los derechos fundamentales o libertades de otra persona. El Tribunal Constitucional podrá adoptar cualesquiera medidas cautelares para evitar que el recurso pierda su finalidad.

4.- Ciertamente, en este caso existe una colisión entre los derechos de los recurrentes y otros intereses generales o constitucionales que también merecen protección, por lo que es discutible que pueda adoptarse dicha medida cautelar de suspensión del trámite legislativo. El hecho de que no existieran, hasta ahora, precedentes de una petición en el ámbito de las Cortes Generales, acrecienta las dudas sobre la viabilidad de la petición de suspensión de la votación o de paralización del trámite legislativo.

5.- No obstante lo anterior, lo que se ha difundido por varios sectores es la idea de que resulta intolerable que el Tribunal Constitucional si quiera se pronuncie sobre una petición como esa, calificando de antidemocrático y de inconstitucional que el Alto Tribunal emita una resolución resolviendo la petición de los recurrentes. Planteada así la cuestión, se debe dejar claro que, en un Estado de Derecho (en cualquier modelo constitucional), la opción de que ante una determinada controversia un tribunal resuelva de forma motivada sobre la misma por medio de la tramitación de una de las impugnaciones previstas en el ordenamiento jurídico es lo razonable y deseable. En un Estado Social y Democrático de Derecho, que un tribunal competente se pronuncie nunca puede ser visto como una amenaza o una afrenta para la democracia.

6.- Subyace en la anterior crítica la cada vez menos velada afirmación de que el Tribunal Constitucional decide políticamente y que es una institución con una composición ajustada a unas mayorías ideológicas diferentes de las que existen en el Parlamento, por lo que sus decisiones no son legítimas. En el colmo de la hipocresía, los mismos actores que se empeñan en emborronar con colores políticos la composición de los órganos de control que deben decidir sobre la base de la motivación jurídica, se echan ahora las manos a la cabeza por esas simpatías políticas de los magistrados. La realidad debe ser la estricta independencia del Constitucional y de sus magistrados con relación a los partidos que, a través de sus recursos, realizan sus peticiones y sus impugnaciones. Si no es así, es por culpa de los propios partidos políticos, que se han empeñado de forma grosera y torticera en trasladar a la composición de los tribunales las mayorías que se forman en las Asambleas Legislativas y en los Gobiernos tras cada elección.

7.- Finalmente el lunes, el Pleno del Tribunal Constitucional, por seis votos a favor y cinco en contra, estimó conceder la medida cautelar y ordenó suspender cautelarmente la tramitación parlamentaria de los preceptos que modifican la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. Personalmente, no tengo dudas respecto de la irregularidad en la tramitación de estas leyes en el Parlamento, por la consolidada doctrina constitucional que impide usar el procedimiento legislativo que regula una materia para, vía enmienda, regular otra diferente sin conexión alguna con el asunto que se tramita. En este punto, considero que los recurrentes tienen razón y que el modo de proceder del Parlamento ha sido contrario a las reglas básicas que impone nuestra Constitución.

8.- Más dudas me suscita, sin embargo, la adopción de la medida cautelar. Hasta ahora, existía una doctrina y jurisprudencia consolidadas que obligaban a diferenciar entre el pronunciamiento sobre el fondo del asunto y la decisión sobre la medida cautelar. No se puede adoptar la suspensión pretendida como si se estuviese adelantando el fallo final del recurso. Lo que hay que hacer es establecer si, de no concederse la medida cautelar, existirían perjuicios irreparables para los recurrentes y si, además, no supone una “perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido, ni a los derechos fundamentales o libertades de otra persona”. En ese concreto ámbito, resulta más discutible que pueda admitirse una medida como la paralización de un procedimiento legislativo, con la consecuencia de que un Parlamento no pueda votar la reforma que había impulsado.

9.- Es devastador el efecto que la política genera sobre las decisiones que deben estar basadas exclusivamente en criterios jurídicos. El panorama es bastante desolador. Los diferentes resultados de las votaciones en el pleno del Tribunal Constitucional en donde se repiten las posiciones por “bloques ideológicos”, con los denominados “magistrados conservadores y progresistas” defendiendo sus posturas, es una imagen nada edificante. Las llamadas de algunos dirigentes políticos a desobedecer al Tribunal Constitucional, así como las descalificaciones a sus miembros, evidencian que nos hallamos ante una realidad  dantesca para un Estado que se precie de calificarse como Estado de Derecho.

10.- La lenta, pero imparable, erosión de la separación de poderes y de las reglas esenciales de la independencia e imparcialidad de los órganos de control está desvirtuando y caricaturizando nuestro modelo de sociedad. Las constantes llamadas de atención desde el Consejo de Europa y la Unión Europea para profundizar y afianzar esas reglas básicas y elementales son desoídas. Peligrosa e irresponsablemente, caminamos por el alambre de la deslegitimación del Tribunal Constitucional. Yo apenas mantengo la esperanza de que la cordura retorne a los partidos políticos. La única expectativa para el optimismo pasa porque la ciudadanía ejerza el último poder que le queda y lance un claro y rotundo mensaje a las formaciones, tanto de izquierdas como de derechas o de cualquier otro signo, para que dejen de mangonear e interferir sobre el Poder Judicial y sobre los órganos de control y fiscalización previstos. En caso contrario, certificaremos la defunción de nuestro modelo constitucional.

 

Madurez constitucional y necesidad de reforma

Se han cumplido cuarenta y cuatro años desde que el pueblo español en referéndum otorgase un contundente sí a la Constitución Española. Más de cuatro décadas desde que las Cortes Constituyentes la aprobasen por amplísima mayoría. Durante este período, ha servido para construir sobre ella un modelo de convivencia basado en los principios democráticos y en la consolidación de los Derechos Fundamentales. Quienes me conocen saben muy bien que el Constitucionalismo es para mí algo más que la asignatura que imparto en las aulas de la Universidad. Constituye la esencia de mi ideología, de mis creencias y de mi forma de entender el Derecho. Nada puede representar mejor mis ideales que la expresión del punto 1 del primer artículo de la Carta Magna, donde se proclama un “Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. En todo este tiempo, esos valores se han asentado y han madurado.

Y, es justamente porque me defino como un constitucionalista entusiasta y convencido, por lo que defiendo que ha llegado el momento de revisar algunos aspectos esenciales de nuestra Carta Magna. No existe objetivo más alejado de los principios y valores que representa una Norma Suprema que el de petrificar y sacralizar su letra pues, pese a sus innumerables aciertos y bondades, evidencia una falta de adaptación al siglo XXI y pide a gritos la necesaria revisión de algunas instituciones. Sin embargo, aunque tales defectos se reconocen de forma mayoritaria, son numerosas las voces que argumentan que ahora no es el momento adecuado para abordar una reforma constitucional. Algunos manifiestan que, a día de hoy, no existe el consenso deseable. Otros afirman que el clima político se encuentra excesivamente crispado. Y otros más, que las posiciones se hallan muy distantes y que no reina la calma social necesaria para ponerse a la labor.

Miro a nuestro alrededor y encuentro una situación diferente. Hace escasos días la Asamblea Nacional francesa, por abrumadora mayoría (337 votos a favor y sólo 32 en contra), aprobó iniciar los trámites para la reforma de su Constitución. También pocas semanas atrás saltó la noticia de que Portugal prepara ya su octava reforma constitucional. La Constitución portuguesa de 1976 se va a modificar, buscando una adaptación a las realidades de una sociedad digital y a los retos sobre el clima. La Constitución alemana y la italiana han sido reformadas más de cuarenta veces. En los países de nuestro entorno se entiende que es necesario, para robustecer y fortalecer la Constitución, reformarla para mejorarla y adaptarla a las necesidades y a los tiempos. Con ello se logra un mayor apego de las nuevas generaciones al texto constitucional.

En el caso de España, resulta palmaria y manifiesta la conveniencia de reformar el Senado, actualmente ineficaz y desnaturalizado. También mejorar y modernizar el catálogo de Derechos Fundamentales y repensar nuestras normas electorales, profundizando en la calidad democrática y en la proporcionalidad e igualdad del sistema. Como necesaria es asimismo la coordinación con las instituciones de la Unión Europea e, incluso, con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por no hablar de clarificar el laberinto de la distribución competencial de nuestro Estado Autonómico. En definitiva, son muchos los aspectos susceptibles de progreso y enriquecimiento.

Buscar el momento ideal para reformar nuestro texto constitucional no deja de ser un subterfugio, habida cuenta de que ese contexto ideal ni existe ni existirá nunca. Cierto es que, ahora más que nunca, se percibe una manifiesta mediocridad en los responsables de sacar adelante las normas. La buena técnica legislativa se halla en claro retroceso y las trincheras ideológicas incitan en mayor medida a la batalla que al consenso. No se aprecia ninguna meta compartida sobre la que aglutinar a las diferentes formaciones políticas y la rivalidad ha dado paso a una animadversión que torna imposibles el debate y el encuentro. El hemiciclo ha dejado de ser un foro donde confrontar discursos para convertirse en una sede en la que el grito, el insulto y la descalificación campan a sus anchas. Prima más el postureo simplista de una camiseta reivindicativa que un esfuerzo serio y riguroso por cambiar las cosas. Se promocionan las imágenes provocadoras con el ánimo de encender las redes sociales y se amplifican las frases hirientes para ilustrar las portadas de los periódicos. El ejercicio parlamentario se ha rendido a las reglas más burdas del marketing comercial con el objetivo de trasladar a los futuros votantes esa clase de publicidad que, supuestamente, desea ver. Se trata a la ciudadanía como una consumidora susceptible de ser engañada para comprar ese concreto producto. Así pues, sólo cabe concluir que no se aborda la reforma de la Carta Magna, no porque no sea necesaria, sino por nuestra orfandad de líderes capacitados para llevar a cabo una tarea tan esencial. En cualquier caso, tal inacción tampoco carece de riesgos, ya que mantener un texto cada vez más obsoleto y ahondar en el desapego que provoca en los más jóvenes supone una peligrosa apuesta que puede acabar muy mal.

No obstante, y en honor a la verdad, nuestros representantes tampoco son los únicos culpables de esta situación. De hecho, ocupan sus cargos gracias al respaldo de cientos de miles, incluso de millones, de votantes. Por lo tanto, su incapacidad política refleja en cierta medida la incapacidad de sus electores. No es de recibo criticar a diputados y senadores sin, de rebote, encajar una parte considerable de esos mismos reproches. Demasiadas personas se decantan por los rugidos y los desplantes en los discursos, en detrimento de la palabra y la negociación. Por el espectáculo en vez de por el trabajo. Por la descalificación y no por la generosidad. Tal vez, tristemente, tengamos lo que nos merecemos.

La revisión de penas por las modificaciones del Código Penal

El ordenamiento jurídico no puede petrificarse conforme a los valores y realidades de un concreto momento histórico. La regulación de la convivencia humana y de las relaciones sociales cambia con el paso del tiempo, y las leyes deben responder a los escenarios de cada época. Los códigos y las normas se han de reformar como instrumento de evolución, progreso y perfeccionamiento. Una de las cuestiones a tratar en cada propuesta de cambio estriba en la relación de dichas modificaciones normativas con relación a los hechos del pasado que han sido juzgados y sentenciados conforme a otras normas.

Las tres reglas básicas son siguientes: a) Las normas sancionadoras, cuando resultan menos favorables para el ciudadano sancionado, así como las que restringen o limitan los derechos, nunca pueden se retroactivas, es decir, jamás pueden tener efectos hacia atrás en el tiempo. Así viene impuesto en nuestra Carta Magna; b) Por el contrario, las normas sancionadoras que resulten más favorables para el ciudadano sancionado, sí tienen efecto retroactivo, es decir, sí permiten revisar las previas sanciones impuestas bajo la aplicación de una normativa más severa; y  c) En general las leyes, no tendrán efecto retroactivo si no dispusieren expresamente lo contrario, y siempre ateniéndose a las dos reglas anteriores.

Con ocasión de la entrada en vigor de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual, vulgarmente denominada Ley del “sólo sí es sí”, se están produciendo decenas de revisiones a la baja de condenas por diversos delitos de naturaleza sexual. La Ministra de Igualdad calificó de “machistas” a los jueces y magistrados por tales decisiones y su partido político habló de “fachas con toga”. Semejantes reacciones y afirmaciones, impropias de personas con responsabilidades gubernamentales en un Estado Democrático y Constitucionalista, merecen ser calificadas como injustas.

En el artículo 2.2 de nuestro Código Penal se establece que “tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena”. Aunque el Tribunal Constitucional se muestra reacio a vincular la regla de la retroactividad de la ley penal más favorable con la Constitución, la realidad es que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirma que el artículo 7.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos garantiza, no sólo el principio de irretroactividad de las leyes penales desfavorables, sino también, de forma implícita, el principio de retroactividad de la ley penal más favorable. También ha sido recogido por el art. 49.1 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (“Igualmente, no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida. Si, con posterioridad a esta infracción, la ley dispone una pena más leve, deberá ser aplicada esta”) y así figuraba en el art. 15.1, inciso final, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (“Si, con posterioridad a la comisión del delito, la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”).

El hecho cierto es que la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual modifica la regulación de los delitos contra la libertad sexual, eliminando la, hasta ahora, diferenciación entre agresión sexual y abuso sexual, y en esta nueva configuración ha establecido unas nuevas penas.

Ningún delito lleva aparejada como posible pena una cifra única. Los jueces disponen siempre de un abanico u horquilla para ponderar su gravedad, en atención a las agravantes, atenuantes o circunstancias de cada caso. Así, por ejemplo, el artículo 138 del Código Penal dice que “el que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años”; el artículo 240 afirma que “el culpable de robo con fuerza en las cosas será castigado con la pena de prisión de uno a tres años”; o el artículo 404 expresa que “a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo, se le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de nueve a quince años”. Los jueces, por tanto, imponen una cifra concreta dentro de esa sanción mínima y máxima, atendiendo a las citadas circunstancias del caso.

La nueva regulación establecida por la Ley Orgánica 10/2022 prevé unas penas mínimas inferiores a las ya previstas en su antecesora. Si las opciones para sancionar un delito se amplían únicamente bajando las penas mínimas, necesariamente debemos concluir que los condenados a penas conforme al anterior Código Penal que recibieron un número de años de prisión dentro de esa horquilla mínima han de beneficiarse de esa minoración de penas. Lo mismo sucede si el anterior delito desaparece (abuso sexual) y se sustituye por una modalidad nueva cuyas penas mínimas son inferiores a las anteriores.

Algo similar sucederá también si, como se ha anunciado, desaparece finalmente el delito de sedición y se sustituye por una variante de los desórdenes públicos, asignándole una pena inferior. Las noticias relativas a los efectos que acarreará sobre los condenados por los acontecimientos del 1 de octubre de 2017 resultan públicas y notorias, dándose por sentado que ello supondrá irremediablemente la reducción de sus condenas, una postura que, por otra parte, se defiende con vehemencia desde algunos sectores políticos. Pues bien: el caso de la Ley Orgánica 10/2022 no es diferente.

El indulto: esa figura incómoda

La separación de poderes, como pilar básico del Estado Constitucional, siempre se ha visto matizada por una serie de reglas, más o menos discutibles, en las que alguno de los clásicos tres poderes (Legislativo, ejecutivo o judicial) termina por inmiscuirse, influir, o directamente afectar, a otro. En nuestro modelo, por ejemplo, es el Parlamento el que elige al Presidente del Gobierno, y puede cesarlo por medio de una moción de censura o la pérdida de una cuestión de confianza, provocando la caída de todo el Ejecutivo. Por su parte, el máximo representante del órgano gubernamental puede disolver las Cámaras Legislativas, convocando elecciones. En los Estados con un Jefe del Estado electo, éste tiene en ocasiones un poder de veto sobre las decisiones que emanan de Legislativo.

Sin embargo, todas estas formas de afectación entre Parlamentos y Gobiernos se reciben con cierta naturalidad. Los dos son órganos con una indudable naturaleza política y, en los sistemas parlamentarios, la necesaria confianza y respaldo político de los representantes directos de la ciudadanía sobre los gobiernos, deriva en una relación de dependencia que justifica esa forma de relacionarse y de injerir el uno en el otro. Pero cuando las excepciones o los quebrantos de la regla de la separación de poderes afectan al Poder Judicial, son menos defendibles y se comprenden menos por la población. Aquí ya no nos referimos a relaciones entre órganos de naturaleza política y, por ello, la forma en la que el Legislativo o el Ejecutivo termina por entrometerse en la labor judicial, lo vemos como una conducta más grosera y como una vulneración de uno de los valores más importantes de nuestro esquema de sociedad.

En este tema, podría referirme al polémico tema de la elección de puestos en el Consejo General del Poder Judicial o en el Tribunal Constitucional por el infame sistema de las afinidades partidistas o del reparto de cuotas en atención a la composición de las Cortes Generales. Sin embargo, en esta ocasión, me referiré a la figura del indulto. Una Ley de 18 de junio de 1870 es la que establece las reglas para el ejercicio de la gracia de indulto. Pese a su aprobación inicial en el siglo XIX, la norma se ha reformado en varias ocasiones, las últimas en los años 1988 y 2015.

Conforme al indulto, los reos de toda clase de delitos podrán ser indultados por el Gobierno del Estado. El indulto podrá ser total o parcial. La única excepción hace referencia a los condenados que no estuvieren a disposición del Tribunal sentenciador para el cumplimiento de la condena y a los reincidentes de algunos delitos. Pueden solicitar el indulto los penados, sus parientes, cualquiera otra persona en su nombre, sin necesidad de poder escrito que acredite su representación e incluso el propio tribunal sentenciador.

Las solicitudes de indultos se tramitan por el Ministro de Justicia, y requieren un informe del órgano judicial que emitió la sentencia condenatoria, del Jefe del establecimiento en que aquél se halle cumpliendo la condena si es que está encarcelado el preso, del Ministerio Fiscal y también se permitirá hacer alegaciones a la parte víctima del delito. Finalmente, la concesión de los indultos, cualquiera que sea su clase, se hará por medio de Real Decreto, que se publicará en el Boletín Oficial del Estado.

Se trata, pues, de que el Gobierno pueda evitar que se cumpla una sentencia penal condenatoria, en la que los tribunales han valorados las pruebas y han aplicado la legislación vigente. Las suspicacias sobre la adopción de este tipo de medidas son inevitables cuando el destinatario de la medida de gracia tiene vínculos claros con el Gobierno o el partido político que forma parte de él. No es un problema propio de España. El ex Presidente Trump indultó a dos personas de su entorno condenadas en la investigación sobre los vínculos de su campaña con Rusia poco antes de abandonar el cargo. En nuestro país ahora se habla del indulto a los ex presidentes de la Comunidad Autónoma de Andalucía. Estamos ante una medida cuando menos incómoda de explicar dentro de un Estado de Derecho. Obviamente no puede usarse como fórmula para que un gobierno sustituya la valoración jurídica de un tribunal ni, tampoco, como una vía para favorecer a afines, simpatizantes y compañeros de partido.

Así las cosas, conviene establecer unas reglas de control. El Tribunal Supremo, en una reciente sentencia de 20 de julio del año 2022, que establece cuál es el posicionamiento de nuestro Alto Tribunal en esta cuestión. A juicio este órgano, los actos que se pronuncien sobre el derecho de gracia, concediendo o denegando un indulto, aunque se consideren como típicos actos de Gobierno y, por ello, discrecionales, son susceptibles de control jurisdiccional. Ahora bien, no se trata de una fiscalización íntegra de la decisión adoptada en vía administrativa que no tenga límites, porque esa posibilidad sería contraria a la propia normativa del derecho de gracia en la Constitución. Y es que la decisión graciable que el indulto comporta, que es contrario a la efectividad de la condena impuesta por los Tribunales, no está sujeta a mandato legal taxativo siendo de plena disposición para el Gobierno, que no puede ser cuestionado en vía jurisdiccional en cuanto a la decisión esencial del mencionado derecho; esto es, sobre la procedencia o no de conceder el derecho o incluso el alcance con que el mismo se concede.

Por ello, es posible control judicial ha de abarcar a lo que ha venido delimitándose como «aspectos reglados del procedimiento», en concreto, en si han sido solicitados los informes preceptivos que se imponen por la vieja Ley de 1870. En el año 2013 se dictó otra resolución del Tribunal Supremo en la que se afirmó que se introduce la posibilidad de controlar el indulto, a través de la interdicción de la arbitrariedad, cuando el ejercicio de dicha potestad aparece como arbitraria, por aplicación del artículo 9.3 de nuestra norma constitucional, la cual prohíbe la arbitrariedad de los Poderes Públicos. A partir de ahí, se ha instaurado la regla de que la denegación del indulto no puede en modo alguno controlarse por los tribunales más allá de comprobar que se ha seguido el procedimiento reglado, y en el caso de concesión del indulto procedería controlarse en caso de que se perciba arbitrariedad.

En cualquier caso, es una figura que quizá pudiera tener más sentido en los siglos pasados, pero que en la actualidad su propia existencia supone una realidad incómoda que genera espacios en donde la posibilidad de adoptar una decisión política para afectar a una sentencia jurídica rechina con las reglas más elementales del Estado de Derecho. Quizá sería un buen momento para repensar la viabilidad de esta medida o, al menos, su adaptación al siglo XXI.

La representatividad política y sus límites

La Democracia parte de una sencilla y lógica teoría ideal, que termina complicándose a medida que se transforma en una realidad práctica menos perfecta de lo planteado en los manuales. El pueblo libre elige a unos representantes que ocupan los principales órganos políticos representativos, con el fin de elaborar las leyes y ejercer las acciones de gobierno conforme al sentir ideológico de la mayoría, dentro del marco establecido en la Constitución. Sin embargo, este utópico y perfecto plan se va distorsionando a medida que se lleva a cabo. La normativa electoral, los grupos de presión y la concentración de poder en los partidos políticos van generando alteraciones, en ocasiones no perceptibles a primera vista, que desvían el resultado final de aquel planteamiento diseñado en un inicio. Pero lo cierto es que, en esencia, los conceptos de legitimidad política y función representativa asociados a la elección existente entre la ciudadanía y cargo electo constituyen la base de todo sistema que pretenda ser democrático.

Paradójicamente, fuera de los órganos de naturaleza política dichos conceptos pierden su razón de ser e, incluso, dañan los cimientos de un verdadero Estado de Derecho. Por ejemplo, nos estamos acostumbrando a hablar de jueces conservadores o progresistas; a aceptar con naturalidad que un órgano como el Consejo General de Poder Judicial se reparta entre afines a los partidos políticos, en función de la composición de las Cortes Generales; a que los Consejos de Administración de las empresas públicas se compongan de militantes y cargos políticos en proporción los resultados electorales. En definitiva, a que el trasfondo de la representación política lo impregne todo. Esta nueva (y peligrosa) realidad afecta también a otros principios básicos del sistema constitucional, ya que la separación de poderes, los controles y la independencia, objetividad y neutralidad de determinados órganos se pierden o, al menos, se difuminan de un modo alarmante.

No cualquier órgano colegiado debe establecerse como una asamblea representativa del pueblo. No cualquier institución ha de responder al reparto de las siglas existentes en las Cortes Generales a resultas de unas elecciones. No cualquier organismo está llamado a representar a todas y cada una de las singularidades de una sociedad plural, ya sean políticas, religiosas, étnicas o de otra condición. La pretensión de extender la representatividad política más allá de los órganos de estricta naturaleza política supone una nefasta idea, tendente a pervertirlos a través de pugnas y dialécticas que no les son propias.

La situación que afecta en la actualidad al Consejo General del Poder Judicial en España resulta particularmente significativa, por lo que acarrea de vergüenza y bochorno constitucionales. Con la totalidad de sus miembros desempeñando un mandato caducado desde hace más de tres años, la previsión legal de que sean el Congreso de los Diputados y el Senado quienes los designen se ha alzado como un calamitoso fracaso, traduciéndose en uno de los episodios más indignos de la reciente historia de nuestra Carta Magna. Desde el punto de vista de la separación de poderes y de las necesarias independencia, objetividad y neutralidad en el desempeño de sus funciones, esta premisa de que a las formaciones políticas les corresponde elegir un número de miembros del órgano de gobierno de los jueces en función de los escaños obtenidos electoralmente no puede ser más grotesca.

El GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) lleva reclamando insistentemente a nuestro país una serie de importantes cambios, en aras a erradicar ese sesgo político intervencionista en ámbitos que no competen. Pero, visto lo visto, da igual que la Comisión Europea o el Consejo de Europa nos reprueben y censuren año tras año por este lamentable espectáculo. Se nos solicitan criterios legales objetivos para el nombramiento de los altos cargos de la judicatura, un cambio en el método de elección del Fiscal General y la revisión de su normativa, así como la eliminación de la intervención de representantes políticos en la elección de los miembros del CGPJ. Las directrices del Consejo son claras: “cuando existe una composición mixta de los consejos judiciales, para la selección de los miembros judiciales se aconseja que estos sean elegidos por sus pares (siguiendo métodos que garanticen la representación más amplia del poder judicial en todos los niveles) y que las autoridades políticas, como el Parlamento o el poder ejecutivo, no participen en ninguna etapa del proceso de selección”.

En definitiva, esa labor de representación y de orientación política y social que resulta tan lógica y loable en algunos órganos, se torna indeseable y despreciable en otros. Ni la legitimidad obtenida por medio de una elección democrática da derecho a trasladarla a todo tipo de instituciones, ni la misión de cualquier organización estriba en representar a la totalidad de las sensibilidades de la población.

Ya para concluir, si no se pone freno a esta deriva, la erosión de nuestro modelo democrático devendrá insostenible. Cuando en el artículo primero de la Constitución se dice que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, otorga al proceso democrático de elección una importancia incuestionable, pero en modo alguno establece un sistema donde esas reglas de representación política sean las únicas para constituir la composición de todos los órganos e instituciones del Estado.

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