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Propuestas para no tropezar de nuevo en la misma piedra

 

En España se empiezan a acumular intentos fallidos a la hora de investir a un Presidente del Gobierno. El artículo 99.5 de nuestra Carta Magna establece que “si transcurrido el plazo de dos meses a partir de la primera votación de investidura ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso”. Dicho precepto constitucional parecía hasta hace poco tiempo una remota posibilidad teórica que nunca se llevaría a la práctica. Sin embargo, y tras cuatro convocatorias a elecciones generales en menos de cuatro años, ahora se debe aplicar con demasiada frecuencia.  Quizá porque la experiencia ayuda a incrementar el conocimiento, todo parece indicar que algunas de las normas reguladoras de este concreto asunto deberían ser reformadas. Se dice que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Por lo tanto, merece la pena intentar que no sean tres o más las colisiones producidas por la frustración de repetir unos comicios electorales ante la incapacidad para designar al jefe del Ejecutivo. Dadas las circunstancias, me atrevo a proponer algunos cambios.

1.- Sobre el cómputo de los dos meses de espera: Considero que, en su caso, debería establecerse como plazo máximo, no como lapso de tiempo que tenga que transcurrir necesariamente para desbloquear una situación a todas luces enquistada. Si la imposibilidad aritmética derivada de la composición del Congreso o la inutilidad de los líderes de los grupos para buscar consensos son patentes desde el inicio, la obligación de soportar dos meses por semejante tesitura es un castigo innecesario. Ante situaciones de bloqueo evidente, procedería acortar dicho plazo o, en su caso, también contemplar la opción de alargarlo si la complejidad de la negociación requiriese de más días para el debate y el estudio de propuestas.

2.- Sobre la reelección de los mismos representantes que han demostrado su incapacidad para alcanzar un acuerdo de gobernabilidad: En algunos foros se defiende la idea de prohibir a los mismos líderes presentarse de nuevo a la repetición electoral, como castigo por no ser capaces de poner en marcha la legislatura con normalidad. Desde un punto de vista constitucional, creo que esa propuesta es inviable. Sin embargo, sí pienso que debería otorgarse al votante la posibilidad de sancionar al concreto representante a quien reproche la paralización de las instituciones como consecuencia de su ego, de su soberbia, de su incoherencia o de su irresponsabilidad. Para ello, el voto debería desbloquearse a fin de, aun optando por la misma formación política, eludir a ese número uno al que considera causante del gravísimo panorama de parálisis institucional.

3.- Sobre la labor del Monarca: El artículo 99.1 de la Constitución Española establece que “el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”. Usa el tiempo verbal del imperativo (propondrá). Sin embargo, ahora se ha querido cambiar la obligación derivada de la forma imperativa por un mero condicional, dando la impresión de que el Jefe del Estado podrá proponer o no. Asimismo,  se ha teorizado sobre si la hipotética persona elegida para someterse a la votación de investidura podría rechazar dicho encargo o estaría sometido al  deber constitucional de aceptarlo, por más que lo hiciera en contra de su voluntad. Son puntos que deben aclararse definitivamente y no dejarse a criterios interpretativos poco transparentes. ¿La decisión de no proponer a un candidato se debe a su deseo de ahorrarse el bochorno de otra nueva sesión de investidura destinada al fracaso? ¿Es realmente el criterio de evitar ese mal trago el que ha prevalecer a la hora de tomar tal decisión?

4.- La reiteración de la campaña electoral: En el año 2016 se modificó la Ley Orgánica del Régimen Electoral General para acortar de quince a ocho días la campaña electoral en el supuesto de que se aplicara el artículo 99.5 de la Carta Magna. En mi opinión, el recorte es positivo pero corto. Actualmente, el concepto de “campaña electoral” circunscrito al periodo en el que una candidatura puede pedir directamente el voto es retrógrado, absurdo y caduco. Vivimos en una permanente campaña electoral de hecho y esos ocho días resultan manifiestamente innecesarios.

Valoremos y analicemos, pues, estos cambios como forma para mejorar nuestra democracia y el funcionamiento de nuestro sistema de gobierno. Se podrán proponer otras modificaciones distintas a las que yo he planteado en estas líneas, pero el peor de los escenarios continuará siendo el de perpetuar los errores y arrastrar los desaciertos por no saber aprender de la experiencia. En definitiva, el de seguir tropezando en la misma piedra.

La calidad de la democracia: el vaso medio lleno o el vaso medio vacío

Si finalmente los españoles acudimos a las urnas el próximo mes de noviembre tras fracasar el intento de configurar un Gobierno, serán las cuartas elecciones generales en nuestro país en cuatro años. Una cifra inédita en nuestra historia democrática que está empezando a generar críticas hacia nuestro modelo representativo y a reflejar si cabe más hartazgo y desafección entre la ciudadanía y sus representantes. La tan mencionada crisis de la democracia representativa está calando ya en numerosos sectores de la sociedad española, sacando a la luz algunas grietas y humedades que padece nuestra casa común. Hay quienes tienden a ver solo la parte positiva y a transmitir un optimismo patológico, mientras que otros se afanan en ser los agoreros de un apocalipsis irreversible. Que el vaso de nuestra democracia se perciba más bien lleno o, por el contrario, parezca que se está quedando medio vacío, depende de los concretos datos o factores que se tomen como referencia.

1.- Razones para el optimismo: Si la democracia pudiera medirse y calificarse con una nota numérica, la española se encontraría entre las primeras del mundo. Al menos, así lo reflejan las conclusiones de los informes y estudios internacionales emitidos en los últimos años.

Cabe mencionar, por ejemplo, el “Rule of Law Index 2017-2018” elaborado por el “World Justice Project”. Este estudio contiene un apartado reservado a evaluar los índices de democracia. El análisis se efectúa en ciento trece Estados y tiene en cuenta principalmente siete factores: las limitaciones a los poderes gubernamentales, la ausencia de corrupción, la participación ciudadana sobre la base de la información a la población y la capacidad de ésta para influir en las políticas, los derechos fundamentales, el orden y la seguridad, la aplicación del imperio de la ley y, por último, la justicia civil y penal. Según este informe, España ocupa el puesto número 23.

Por otro lado se halla el denominado “Democracy Index” elaborado por “Economist Intelligence Unit” de “The Economist”. En este caso, mide cinco elementos de ciento sesenta y un países: el pluralismo y la calidad de los procesos electorales, la eficacia gubernamental, la participación política, la cultura política, y las libertades políticas y civiles. El índice se elabora a partir de informaciones que aportan expertos, y de resultados de encuestas a la población general. En el ránking de su edición de 2018 solo veinte países del mundo aparecen clasificados como “democracias plenas”. España ocupa el puesto número 19. Resulta llamativo que, dentro de la consideración de “democracias defectuosas”, aparezcan Estados Unidos (puesto 25), Francia (puesto 29) o Italia (puesto 33).

A tenor de estos datos, existen argumentos para estemos orgullosos, seamos optimistas e, incluso, saquemos pecho. Siempre, eso sí, que nos centremos exclusivamente en mirar la parte medio llena del vaso e ignoremos por completo el espacio vacío, obviando esas grietas por las que se pueden perder los beneficios atesorados hasta la fecha.

2.- Razones para el pesimismo: A nadie se le escapa que en este nuevo milenio los peligros a los que se enfrentan las democracias son distintos a los de antaño. Más que a invasiones y conflictos bélicos (que también) se exponen a “hackers” informáticos, a difusión de noticias falsas y a manipulaciones masivas del electorado por cauces tan novedosos como Internet y las redes sociales. No se trata de un mal augurio sin fundamento. Tanto la Unión Europea como la ONU ya han comenzado a elaborar estrategias con el ánimo de contrarrestar determinadas prácticas de desinformación para proteger sus sistemas democráticos y la correcta formación del debate público, a fin de preservar la esencia de todo sistema constitucional.

Asimismo, se torna cada vez más patente y manifiesta la desafección entre la ciudadanía y su clase dirigente. Aunque se trate de una crítica relativamente habitual, el porcentaje de electores que se sienten decepcionados con su democracia es alarmante. En las últimas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas, los partidos políticos y sus representantes se consolidan como el segundo problema más importante para los españoles, por detrás únicamente del fenómeno del desempleo. Llama la atención que se coloque como el peor dato de toda la serie histórica, el más alto de 1985. De hecho, ante la perspectiva de una nueva repetición electoral, el número de ciudadanos que se inclinaría por la abstención o por el voto en blanco asciende considerablemente.

A todo ello cabe añadir el avance de los denominados “populismos”. La proliferación de líderes populistas que acceden al poder en Occidente a través de elecciones democráticas supone un peligroso desafío. En cualquiera de sus versiones (de izquierda o de derecha, intervencionista o desregulador, xenófobo o nacionalista) pone en riesgo los principios y valores que fundamentan nuestro modelo de convivencia.

Por último, no se puede pasar por alto la ineficacia de las propias instituciones por cuanto se refiere a los fines para los que fueron creadas, como tampoco el deficiente funcionamiento del sistema. Los Parlamentos no pueden elegir al Presidente del Gobierno. Los Gobiernos no aguantan legislaturas completas. Las instituciones de control y regulación (Tribunal de Cuentas, Banco de España, etc…) no resultan efectivos a la hora de cumplir correctamente sus cometidos. La independencia de órganos esenciales se cuestiona (por ejemplo, la del Consejo General del Poder Judicial). El modelo de los sistemas electorales desvirtúa la opinión de los ciudadanos expresada en las urnas.

En definitiva, aun reconociendo los méritos y las bondades de nuestra democracia, urge ponerse a trabajar muy en serio para mejorarla y conservarla. Vivimos en un entorno de libertades que ni ha sido un regalo (mucho se ha luchado para conseguirlo) ni es perenne por naturaleza (puede desaparecer en cualquier momento). Que no nos pase como en ese refrán que afirma que no se valoran las cosas hasta que se pierden.

Autopsia a las elecciones del 28 de abril

Transcurridos algunos días desde el 28 de abril, procede realizar ya un estudio lo más imparcial posible de lo sucedido. Las cifras ilustran una realidad objetiva que conviene observar con perspectiva crítica para desentrañar conclusiones políticas y llevar a cabo una adecuada lectura de la voluntad ciudadana. Objetivos, sin duda, complejos, pues abordar el análisis político implica siempre pisar terrenos pantanosos.

1.- Las cifras de las elecciones: Los comicios del 28 de abril eran los decimocuartos para elegir a los miembros de las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado). Coincidían, además, con la elección de los diputados del Parlamento de la Comunidad Valenciana. Por lo que se refiere a las elecciones generales, éramos 34.799.107 los ciudadanos con derecho a voto, llamados a las urnas en 60.038 mesas electorales repartidas por todo el territorio nacional.

2.- Datos históricos anteriores al 28 de abril: La victoria que se tradujo en mayor número de escaños (202) fue la del PSOE en 1982. El triunfo que conllevó el menor número de escaños (123) fue el del PP en 2015. La de mayor porcentaje de votos (48,11%) correspondió al PSOE en 1982, mientras que la de menor fue la del PP en 2015 (28,71%). La victoria con más votos (11.289.335) recayó en el PSOE en 2008 y con menos (6.268.593) para UCD en 1979. El mayor triunfo del bipartidismo lo compartieron PSOE y PP en 2008 (323 diputados entre ambos) y el peor en 2015 (213 escaños entre los dos). En esta ocasión se ha igualado uno de esos records (el partido mayoritario gana con el menor número de escaños de la Historia, 123) y se ha batido otro (el denominado “bipartidismo” sólo acumula 189 escaños, su peor resultado).

3.- La participación: La participación media en las elecciones generales se situaba hasta ahora en el 73,79%. La máxima fue en 1982, con un 79,97% y la mínima en 2016, con un 66,48%. En 2019 ha marcado el 75,75%, por encima de la media histórica de este tipo de comicios.

4.- Las paradojas del sistema electoral: Pese a que en el Congreso de los Diputados el sistema electoral debe ser proporcional, la designación de la provincia como circunscripción electoral y su distribución de escaños sin seguir un estricto criterio poblacional provoca que la proporcionalidad se distorsione y que la igualdad del valor del voto se resienta. Ello, unido a la famosa “fórmula D´Hondt”, acarrea que el PACMA -con más de trescientos veintiséis mil votos- no obtenga ningún escaño, mientras que el Partido Regionalista de Cantabria -con poco más de cincuenta mil- sí. O que los apenas doscientos mil votos por los que supera el Partido Popular a Ciudadanos supongan nueve diputados más para los populares.

5.- Datos objetivos y lecturas subjetivas: El Partido Socialista recupera en estas elecciones dos millones de votos. Probablemente, uno de ellos lo obtenga de la merma de las “confluencias” de Podemos. A su vez, el Partido Popular pierde más de tres millones y medio de votos, al tiempo que Ciudadanos gana uno y VOX más de dos y medio. El PP se queda a menos de un punto porcentual de convertirse en el tercer partido en votos a nivel nacional, una posición que sí termina ocupando en la Comunidad de Madrid y en Andalucía. Los populares ocupan la cuarta posición en las Islas Baleares, la quinta en el País Vasco y la sexta en Cataluña. Con estos resultados, la conclusión de que el PSOE ha ganado las elecciones y es la única formación política con capacidad para armar una mayoría y gobernar no ofrece lugar a dudas. El Partido Popular se desangra, quedando por ver si con capacidad de recuperación o herido de muerte. Ciudadanos, por su parte, si bien gana un millón de votos y aumenta veinticinco escaños, aún permanece alejado de las expectativas que le contemplaban como opción de gobierno liderando una mayoría alternativa. Podemos pierde diez escaños y casi millón y medio de apoyos (si restamos los perdidos en coaliciones con las que iba de la mano (Compromís, En Marea, etc…).

6.- El Senado: El Senado cuenta con un sistema electoral diferente. En lugar de ser proporcional es mayoritario, facilitando así la consolidación de grandes mayorías. El PSOE -que en el Congreso dispone de una mayoría simple- ahora goza de una absoluta en la Cámara Baja y tal diferencia se produce simple y llanamente por la aplicación de un modelo distinto de adjudicación de escaños.

7.- Previsiones para el futuro: Si el objetivo es aspirar a una legislatura de cuatro años que goce de cierta estabilidad y llevar a cabo un programa político expresado en concretas reformas y normas en vigor, se precisan apoyos para construir mayorías parlamentarias sólidas. Las matemáticas, en principio, apuntan a la alianza de dos formaciones políticas (PSOE y Ciudadanos) como opción aparentemente más “sencilla”. Sin embargo, la política no es una ciencia exacta y, lo que hasta hace poco se presentó ante la opinión pública y el propio Congreso de los Diputados como programa de Gobierno para una votación de investidura, hoy se vislumbra como una solución inviable. Resulta, pues, paradójico que lo más fácil de un punto de vista político se transforme en lo más complicado numéricamente hablando: abrazar la idea de un gobierno en solitario con apoyos puntuales votación a votación o depender de la ayuda permanente de una disparidad de siglas. En todo caso, el peor de los escenarios sería continuar profundizando en una política de bloques separados rígidamente y donde la mitad de la población pretendiera legislar en contra de la otra mitad.

 

Buscando un buen momento para reformar la Constitución

Se cumplen cuarenta años desde que el pueblo español en referéndum otorgase un contundente sí a la Constitución Española. Cuatro décadas desde que las Cortes Constituyentes la aprobasen por amplísima mayoría. Durante todos estos años ha servido para construir sobre ella un modelo de convivencia basado en los principios democráticos y en la consolidación de los Derechos Fundamentales. Quienes me conocen saben muy bien que el Constitucionalismo es para mí algo más que la asignatura que imparto en las aulas de la Universidad. Constituye la esencia de mi ideología, de mis creencias y de mi forma de entender el Derecho. Nada puede representar mejor mis ideales que la expresión del punto uno del primer artículo de la Carta Magna, donde se proclama un “Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

Y es justamente porque me defino como un constitucionalista entusiasta y convencido por lo que defiendo que ha llegado el momento de revisar algunos aspectos esenciales de nuestra Constitución. No existe objetivo más alejado de los principios y valores que representa una Norma Suprema que el de pretender petrificar y sacralizar su letra porque, pese a sus innumerables aciertos y bondades, evidencia una falta de adaptación al siglo XXI y pide a gritos la necesaria revisión de algunas instituciones. Sin embargo, y aunque tales defectos se reconocen de forma mayoritaria, son numerosas las voces que argumentan que ahora no es el momento adecuado para abordar una reforma constitucional. Algunos manifiestan que a día de hoy no existe el consenso deseable. Otros afirman que el clima político se encuentra excesivamente crispado. Y otros más, que las posiciones están muy distantes y que no reina la calma social necesaria para ponerse a la labor.

Cuando escucho tal diversidad de excusas me retrotraigo a aquella época de la Transición cuyo aniversario celebramos estos días. ¿Acaso cuando se constituyeron las Cortes en el año 1977 existía un amplio consenso previo? ¿No se defendían a finales de los años setenta posturas políticas radicalmente opuestas? ¿El ambiente social se caracterizaba por una apacible calma en las calles? Evidentemente, no. Es más, si por aquel entonces se habría aguardado para empezar a redactar el texto constitucional a que los posicionamientos fueran coincidentes y las diferencias ideológicas se disiparan, a bueno seguro ahora no estaríamos celebrando el cuarenta aniversario de su promulgación. Ni siquiera el primero. “Buscar el momento adecuado” es un subterfugio, porque ese contexto ideal no existe ni existirá.

Aun así, es justo reconocer que tras la muerte de Franco los diputados y senadores disponían de un elemento común que ahora ha desaparecido. Antes, pese a las diferencias de ideas y a los enfrentamientos partidarios, todos aspiraban a un mismo objetivo y la labor parlamentaria se desarrollaba dentro de cierto respeto al adversario. En estos momentos, no se alza ninguna meta compartida sobre la que aglutinar a las diferentes formaciones políticas, y la rivalidad ha dado paso a una animadversión que hace imposible el debate y el encuentro. El hemiciclo ha dejado de ser un foro donde confrontar discursos para convertirse en una sede en la que el grito, el insulto y la descalificación campan a sus anchas. Prima más el postureo simplista de una camiseta reivindicativa que el esfuerzo serio y riguroso para cambiar las cosas. Se promueven las imágenes provocadoras para encender las redes sociales y las frases hirientes para ilustrar las portadas de los periódicos. El debate parlamentario se ha rendido a las reglas más burdas del marketing comercial con el objetivo de trasladar a los futuros votantes la publicidad que, supuestamente, desea ver. Se nos trata como a unos consumidores más a los que engañar para que compremos su producto. Si esto es así, cabe concluir que no procede comenzar en este momento ninguna reforma de la Constitución, pero no porque no sea necesaria, sino porque estamos huérfanos de líderes capacitados para llevar a cabo una tarea tan esencial.

De todos modos, y en honor a la verdad, nuestros representantes no son los únicos culpables de esta situación. De hecho, están ocupando sus puestos porque han recibido el respaldo de los votos de cientos de miles, incluso millones, de ciudadanos. Por lo tanto, su incapacidad política también refleja en cierta medida la incapacidad de sus votantes. No es presentable dedicarse a criticar exclusivamente a diputados y senadores sin, de rebote, encajar gran parte de los mismos reproches. Son demasiadas las personas que consumen discursos basados en el rugido más que en la palabra, en el desplante más que en la negociación, en el espectáculo más que en el trabajo, en la descalificación más que en la generosidad.

Y, mientras algunas normas quedan desfasadas y los problemas reales permanecen arrinconados, el tema de conversación es si hubo o no escupitajo de un diputado a un ministro. Se pierde un tiempo precioso comentando las llamadas al orden de la Presidenta del Congreso ante unos desplantes de patio de colegio en el Pleno. Se enquista una guerra absurda de lazos de colores.  Se perpetúa la utilización de las lenguas para establecer distancias entre unos de otros. Visto lo visto, la cuestión no es tanto si se debe reformar o no la Constitución –que está claro que sí-, como si la sociedad y su clase política están a la altura de los valores que el Constitucionalismo representa.

Una Constitución para el futuro

Los días 26 y 27 de abril se celebró en la Facultad de Derecho de la Universidad de Málaga el XVI Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España, a la cual pertenezco. Bajo el lema “40 años de Constitución: una mirada al futuro”, se ha pretendido analizar la necesidad de plantear una reforma constitucional como método para garantizar otras cuatro décadas (al menos) de convivencia dentro de un marco jurídico y político que resuelva los problemas actuales que padecemos, y que se adapte y modernice en atención a los cambios producidos durante este casi medio siglo de vigencia. La organización del evento constituyó varias mesas de trabajo, con nombres tan ilustrativos como “La reforma constitucional en serio” o “La crisis del modelo territorial”, evidenciando que no nos hallamos ante un asunto que pueda calificarse de secundario o baladí, y que tampoco hace referencia a controversias que se resolverán por sí solas ni con el mero paso del tiempo. Al contrario. El inmovilismo, la pasividad y la indiferencia hacia este importante reto supondría profundizar en las dificultades a las que nos enfrentamos, cuando no entrar en una deriva completamente alejada de los valores y principios que se proclamaron con la aprobación de nuestra Carta Magna.

Desde hace ya muchos años los profesores de Derecho Constitucional (y también de otras disciplinas) han venido manifestando la imperiosa necesidad de abordar con decisión su reforma como vía para fortalecerla y dignificar la importante función que está llamada a desempeñar. Cuando se elaboró la primera Constitución del mundo, la de los Estados Unidos de América de 1787, muchas personas se plantearon cuánto tiempo convendría mantenerla sin ser revisada. Thomas Jefferson sostuvo que no debería permanecer inalterada más de una generación, alegando que no era bueno para la Nación que lo dispuesto por individuos ya desaparecidos de la actividad política siguiera vinculando a ciudadanos presentes y futuros. Se tome o no esta anécdota histórica como referencia, lo cierto es que, además de la necesidad de vincular a las nuevas generaciones con las normas y reglas más elementales del juego democrático, otros dos datos corroboran lo esencial de la labor reformadora: el aprendizaje derivado de los errores y la incorporación de las novedades y evoluciones.

Los argumentos utilizados normalmente para contrarrestar este clamor en favor de una modificación constitucional no son más que excusas cansinas que obedecen al miedo paralizante o a la ignorancia peligrosa. Se alega, por ejemplo, que no existe consenso para tal cambio. Sin embargo, parece evidente que el acuerdo mayoritario es el resultado final de un proceso de negociación y análisis, nunca el inicial. Dicho de otro modo, los artífices de nuestra Transición no se reunieron por primera vez con todo pactado y atado. Por lo tanto, no cabe exigir que el punto de partida sea una manifestación de unanimidad o una mayoría cualificada. En su caso, será la meta y, para alcanzarla, primero procederá reunir, debatir y consensuar desde la discrepancia. También he oído numerosas voces que pretenden oponerse a una variación de nuestro texto normativo fundamental con la táctica de enumerar los aciertos y bondades del articulado ahora mismo vigente. Personalmente, aplaudo dichos aciertos y reconozco dichas bondades, pero se trata de construir una Constitución para el futuro, no de anclarse en la melancolía de un pasado cada vez más alejado del presente.

Sobre la mesa figura ya abundante material. El catedrático Javier García Roca publicó hace algunos años el libro “Pautas para una reforma constitucional”. También, bajo la denominación “Ideas para una reforma constitucional”, varios profesores ilustres, encabezados por Santiago Muñoz Machado, aportaron una serie de líneas básicas para acometer esta inaplazable tarea.

A mi juicio, son cinco los temas a abordar con urgencia:

1.- Nuestro modelo territorial: Para disponer de un Senado que sea una verdadera Cámara territorial, clarificar la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas y, por supuesto, decidir definitivamente qué tipo de sistema deseamos para convivir. Todo ello, no como fórmula para apaciguar a los nacionalismos mutados en grupos independentistas (tarea probablemente imposible), sino para mejorar una forma de Estado que, pese a sus éxitos y sus buenas intenciones, evidencia unas carencias preocupantes.

2.- La revisión de nuestro catálogo de Derechos Fundamentales: Para incorporar los nuevos derechos surgidos y enmendar algunos fallos descubiertos a lo largo de estas cuatro décadas.

3.- La reforma de los sistemas electorales: Para corregir las disfunciones y garantizar una mayor equiparación entre lo votado por los ciudadanos en las urnas y la posterior composición de los Parlamentos. Y, no solo para lograr una mayor proporcionalidad, sino también para conseguir una implicación superior de los ciudadanos como sujetos políticos protagonistas de la vida en democracia.

4.- Establecer una regulación de nuestras relaciones con la Unión Europea y clarificar los vínculos de los Tribunales internos con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

5.- Profundizar en la separación de poderes, sobre todo en lo relativo al Poder Judicial, revisando la elección y composición de su Consejo General y la figura del Ministerio Fiscal.

Se podrían citar otras, como la supresión de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona pero, en todo caso, lo que no es de recibo es empecinarse en celebrar el “cumpleaños” de nuestra Constitución momificándola como si fuese inalterable. Por ese camino tan solo lograremos destruirla.

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