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El eterno problema de la elección del Consejo General del Poder Judicial

El pasado 13 de noviembre se publicó un nuevo informe del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) referido a España. Este organismo del Consejo de Europa tiene como objetivo mejorar la capacidad de sus miembros para combatir la corrupción, ayudando a los Estados a identificar deficiencias en las políticas nacionales contra esa lacra y mejorar la calidad del Estado de Derecho, todo ello mediante la recomendación de reformas legislativas e institucionales y la implantación de prácticas que se consideren necesarias. Con anterioridad, otros informes dedicados a nuestro país ya habían puesto en evidencia algunas carencias de nuestro ordenamiento jurídico que se han ido solventando. De hecho, en el publicado hace unos días se reconocen algunos “esfuerzos” tendentes a reforzar la democracia interna y la transparencia. No obstante, pese a dichos avances, continúa la parálisis y el estancamiento referidos a la politización del órgano de gobierno del Poder Judicial (el Consejo General del Poder Judicial), una realidad que queda perfectamente marcada y subrayada.

Desde 1999, año en el que se constituyó formalmente este órgano del Consejo de Europa, se ha recomendado a España cambiar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, cuyos veinte vocales son designados exclusivamente por el Congreso de los Diputados y por el Senado, remarcando así la apariencia de politización de un órgano que, por sus funciones y su ubicación dentro del Tercer Poder, debe proyectar una exquisita imagen de independencia e imparcialidad respecto de los actores políticos que residen en las Cortes Generales y en el Gobierno. Durante dos décadas se ha insistido desde Europa en la importancia de dicha reforma, advertencia también avalada por buena parte de las asociaciones judiciales y de la doctrina académica. Pero España no ha atendido las peticiones de reforma, perpetuando innecesariamente la imagen de vinculación entre la institución de control y gobierno de los jueces con la clase política y sus dirigentes, y llegando a afectar incluso al modo de designación de determinados puestos de los tribunales de mayor jerarquía.

El informe es contundente. Para vergüenza de nuestros responsables políticos, se nos vuelve a instar a tomar medidas tendentes a evitar la percepción que aún mantiene la ciudadanía española de que la justicia en España está politizada. El Grupo de Estados contra la Corrupción lamenta que la labor llevada a cabo por la Subcomisión de Justicia en el Congreso en relación con la cuestión de la composición del C.G.P.J. haya fracasado, echando en cara la pérdida de una nueva oportunidad para subsanar un vicio que afecta a las características más elementales que todo Poder Judicial en un Estado Social y Democrático de Derecho debe poseer.

Si bien en ningún momento se pone en tela de juicio la independencia de los jueces, el informe sí constata que las estructuras de gobierno del Poder Judicial no se perciben como imparciales e independientes, existiendo “un impacto inmediato y negativo en la prevención de la corrupción y en la confianza del público en la equidad y eficacia del sistema jurídico del país”. Por ello, se vuelve a insistir en la necesidad de que las autoridades políticas españolas “no deben participar en ningún momento en el proceso de selección del turno judicial”, así como en la enmienda del sistema de designación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial.

Pero la clase política española continúa haciendo oídos sordos. Los dirigentes de las principales formaciones ignoran las recomendaciones y obvian el problema con negligencia y frivolidad. Es más, tras los resultados de las últimas elecciones generales, los dos partidos mayoritarios contaban los escaños para ver si entre ambos alcanzaban los 210 diputados necesarios en el Congreso para la designación, tanto de los Magistrados del Tribunal Constitucional como del Consejo General del Poder Judicial. Ante el fracaso de ese objetivo en la Cámara Baja (entre los dos suman 209 asientos) y el “logro” en el Senado (donde sí sobrepasan con holgura los tres quintos de sus miembros), la noticia difundida entre los medios es que PSOE, PP, Unidas Podemos y PNV pactarán entre ellos la renovación del C.G.P.J., con la única intención de excluir a Vox del reparto de la codiciada “tarta”.

Es evidente que nuestros dirigentes, o no han entendido el problema o, peor aún, se empeñan en no entenderlo. Pese a las voces críticas tanto académicas como profesionales, pese a las recomendaciones de los organismos internacionales y pese al más elemental sentido común que aspira a garantizar una separación de poderes seria, efectiva y garantista, seguimos viendo a los partidos políticos jugar al reparto de cromos y asientos con puestos que deberían estarles vedados. Pasarán los años y se publicarán más informes del grupo GRECO. Sin embargo, ellos continuarán sacándonos los colores en relación a este tema, perpetuando así un problema de fácil solución en teoría, pero de imposible remedio en la práctica, por culpa de su tendencia a acaparar, controlar y fagocitar todos y cada uno de los ámbitos de poder.

Lo que separa al derecho del delito

Una de las primeras ideas que traslado a mis alumnos cuando les explico la parte de la asignatura de Derecho Constitucional referida a los Derechos Fundamentales, es que no existe ningún derecho ilimitado y absoluto. Todos encuentran en algún momento un límite, normalmente cuando su ejercicio termina afectando a otro derecho igualmente fundamental de otra persona, o cuando para su efectividad se requiere del cumplimiento de determinados requisitos o formalidades. Nada hay más importante para una sociedad que el hecho de que su ciudadanía pueda ejercer sus derechos con libertad. Sin embargo, en cualquier modelo democrático y en todos los sistemas constitucionales vienen de la mano de ese elenco de derechos una serie de obligaciones esenciales para la convivencia pacífica de la ciudadanía. Desde el principio ético de que el derecho de una persona termina donde empieza el de otra, hasta los planteamientos más jurídicos que vinculan la práctica de tales derechos con el orden público, se parte de una premisa teórica lógica e innegable: mis derechos no pueden implicar la vulneración de los de mis vecinos, conocidos o desconocidos, que también ocupan su lugar dentro de la sociedad.

En todo Estado Democrático y en todo Estado Constitucional el derecho a manifestarse, a protestar y a difundir públicamente ideas políticas o, simplemente, ideas, constituye un pilar básico y elemental. Nuestra Carta Magna los recoge en los artículos 21 y 20.1 a), desarrollados principalmente en la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio. Un país no puede calificarse de libre, democrático y constitucional si tales acciones se restringen, cercenan o coartan hasta hacerlas ineficaces e irreconocibles, llegando incluso hasta su desaparición. Ello, sin embargo, no significa que se ampare cualquier forma de protesta, ni que para el ejercicio de los derechos anteriormente citados deban tolerarse acontecimientos como los presenciados recientemente en las calles de Cataluña.

Tal y como viene señalando nuestro Tribunal Constitucional en infinidad de sentencias, el derecho de reunión “es una manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria, siendo concebido por la doctrina científica como un derecho individual en cuanto a sus titulares y colectivo en su ejercicio, que opera a modo de técnica instrumental puesta al servicio del intercambio o exposición de ideas, la defensa de intereses o la publicidad de problemas o reivindicaciones, constituyendo, por lo tanto, un cauce del principio democrático participativo, cuyos elementos configuradores son, según la opinión dominante, el subjetivo -una agrupación de personas-, el temporal -su duración transitoria-, el finalístico -licitud de la finalidad- y el real u objetivo -lugar de celebración-”.

Conforme a nuestra Constitución, este derecho debe ejercitarse de forma “pacífica y sin armas” y, en los casos de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones, deberá existir una “comunicación previa a la autoridad”, que solo podrá prohibirlas cuando “existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes”. Fuera de estos parámetros, podemos hallarnos frente a actuaciones que no estén amparadas por ningún Derecho Fundamental e, incluso, estar hablando de comisión de delitos.

El artículo 513 del Código Penal establece que “son punibles las reuniones o manifestaciones ilícitas, y tienen tal consideración: a) Las que se celebren con el fin de cometer algún delito; b) Aquéllas a las que concurran personas con armas, artefactos explosivos u objetos contundentes o de cualquier otro modo peligroso”. Asimismo, en el siguiente artículo se indica que los promotores de cualquier reunión o manifestación que no hayan tratado de impedir por todos los medios a su alcance las ilegalidades anteriores, incurrirán en las penas de prisión de uno a tres años y multa de doce a veinticuatro meses. También, que los asistentes a una reunión o manifestación que porten armas u otros medios igualmente peligrosos serán castigados con la pena de prisión de uno a dos años y multa de seis a doce meses. Por último, que las personas que, con ocasión de la celebración de una reunión o manifestación, realicen actos de violencia contra la autoridad, sus agentes, personas o propiedades públicas o privadas, serán castigadas con la pena que a su delito corresponda, en su mitad superior.

Así pues, podemos estar hablando de ciudadanos libres ejerciendo un derecho o, por el contrario, de delincuentes que deben ser detenidos, procesados y condenados por la comisión de hechos delictivos. Pero en el concreto caso que nos ocupa, la línea que separa la delincuencia del ejercicio del derecho es sumamente clara y, por lo tanto, muy sencilla de distinguir. Así que basta ya de confundir derechos con delitos.

 

Violencia de género… sin género

Se ha conocido recientemente la incomprensible noticia de que la juez de instrucción encargada de investigar el suicidio asistido de María José Carrasco por su marido Ángel Hernández ha decidido derivar la investigación del caso a otro juzgado especializado en Violencia de Género. Más allá del debate sobre la necesidad de regular la eutanasia, o la conveniencia de despenalizar estas actuaciones en supuestos donde la voluntad de la víctima de poner fin a su vida es clara y patente a causa de sus constantes padecimientos, la sorpresa y la indignación se han incrementado, si cabe, por pretender acomodar estos hechos dentro de una legislación destinada a castigar y erradicar los delitos machistas.

Acto seguido, la Fiscalía ha presentado un recurso contra la decisión de la juez. Pilar Martín Nájera, Fiscal Delegada de Violencia de Género, ha manifestado que se ha realizado “una valoración sesgada” de las sentencias del Tribunal Supremo, apuntando que “para que se juzgue como un caso de violencia de género, debe haber un contexto de discriminación y dominación del varón”. Incluso el propio Ejecutivo no ha dudado en expresar su desaprobación ante dicha resolución judicial. Los Ministros de Justicia y de Interior y la propia Vicepresidenta del Gobierno también han  reprobado esta derivación a un juzgado de violencia contra la mujer.

En el fondo del asunto subyace la controversia de si, para hablar de violencia machista, se precisa de un contexto de comisión del delito motivado por la condición de mujer de la víctima o del empeño del delincuente en someterla o agredirla por razón de su sexo o, por el contrario, si el mero dato objetivo de que el sujeto activo de la conducta criminal sea un varón y el sujeto pasivo sea una mujer, basta para calificarlo como violencia machista.

Como profesor de Derecho Constitucional y abogado en ejercicio, entiendo y defiendo las razones que originaron la política legislativa sobre esta materia. Comparto y apoyo la doctrina que el Tribunal Constitucional estableció en sus sentencias 59/2008 y 80/2008 donde se concluyó la constitucionalidad del artículo 153.1 del Código Penal en la redacción dada al mismo por el artículo 37 de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la Violencia de Género. Pero, en este concreto caso, lo que se discute son las interpretaciones extensivas de unas normas sancionadoras y su aplicación a hechos que en modo alguno se encuadran en los supuestos que justificaron la creación de la citada normativa.

El Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha de la violencia contra la mujer y la violencia doméstica, firmado en Estambul el 11 de mayo de 2011 y ratificado por España, define el concepto de forma precisa. Establece que “violencia contra la mujer por razones de género” es toda violencia contra una mujer porque es mujer. Igualmente expresa que por “violencia contra la mujer” se deberá entender toda violación de los derechos humanos y toda forma de discriminación contra las mujeres basadas en el género, que implican o pueden implicar para ellas daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual, psicológica o económica, incluidas las amenazas para realizar dichos actos, la coacción y la privación arbitraria de libertad en la vida pública o privada.

El requisito de que las conductas estén motivadas por un componente discriminatorio hacia la mujer o por la mera condición de su sexo no puede desligarse de ninguna manera de la normativa reguladora de esta materia, tanto en lo referente a las penas a imponer como a los procedimientos a seguir y como a los órganos judiciales competentes para resolver. Lo contrario sería desnaturalizar su esencia, obviar su fundamentación y desprestigiar su aplicación.

En la sentencia del Tribunal Supremo 677/2018, de 20 de diciembre, ya se estableció que ante una agresión entre un hombre y una mujer no es preciso acreditar una específica intención machista, alegando que cuando el hombre agrede a la mujer ya es, por sí mismo, un acto de violencia de género con connotaciones de poder y machismo, cualesquiera que sean las circunstancias del caso. Tal forma de entender la cuestión supone, a mi juicio, un paso atrás en la lucha contra esta terrible lacra que padece nuestra sociedad. No debemos perder de vista el meollo de la cuestión debatida, ni al enemigo que queremos combatir, ni las razones que justificaron las medidas adoptadas. Porque cuando desligamos la aplicación de las normas penales especiales aprobadas de los fundamentos que las originaron y de la finalidad que se perseguía, estamos desandando todo el camino recorrido.

El secreto profesional del periodista forma parte de la libertad de todos

Matar al mensajero. Así reza el dicho popular y esa parece ser la práctica habitual cuando el contenido de una comunicación no resulta del agrado de su receptor de la misma. La libertad de prensa y el ejercicio de la profesión periodística siempre han molestado a los círculos de poder, ya sea empresarial, político o judicial. Sin embargo, constituye la esencia misma de la Democracia y se erige como uno de los principios fundamentales de un Estado Constitucional. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha llegado a calificar a la prensa como el “perro guardián de las libertades”. En nuestro país, tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo vienen subrayando la importancia para un sistema de libertades de la información veraz, destacando de forma reiterada la tendencia hacia la primacía del derecho a la información al vincularlo directamente con la formación de una opinión pública libre, valor esencial y condición imprescindible de todo Estado democrático.

Y, aun así, el periodismo no deja de sufrir ataques, de ser mirado con recelo, de resultar incómodo para quien ostenta el poder o ejerce algún tipo potestad. Tal vez por ello la revista “Time” acaba de nombrar “Hombre del año” al colectivo de periodistas personificado en la figura de Jamal Khashoggi, pero dedicado a cuantas personas luchan por dar a conocer la verdad y transmitir la información más rigurosa.

Esta misma semana hemos asistido en España a un insólito e inesperado ataque a la labor de la prensa. El Juzgado de Instrucción número 12 de Palma de Mallorca dictó una resolución en la que ordenaba requisar los teléfonos móviles, los ordenadores y los aparatos de almacenamiento de información de dos periodistas del Diario de Mallorca y de Europa Press. Se les requería directamente a facilitar cuantas claves fueran necesarias para acceder al contenido de dichos aparatos y todo ello sin indicar los argumentos jurídicos que llevaron al juez a tomar la decisión, dado que, literalmente, ordenó que sólo se notificase el fallo de su resolución, omitiendo la motivación que la sustentaba. En cumplimiento de la citada orden judicial, acudieron a las dependencias de esos medios de comunicación, que informaban sobre una causa penal declarada secreta que se tramitaba en aquel juzgado, con intención de descubrir las fuentes de información de ambos profesionales.

Sin embargo, nuestra Constitución garantiza el secreto profesional del periodista y la práctica judicial ampara dicha reserva. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en varias sentencias, también lo ha reconocido como derecho protegido por el Convenio Europeo de Derechos Humanos. En su sentencia de 27 de marzo de 1996 (Caso Goodwin contra el Reino Unido) apreció vulneración de los Derechos Humanos en las multas impuestas a un informador por negarse a revelar sus fuentes. La consideró igualmente en su sentencia de 21 de enero de 1999 (Caso Fressoz y Roire contra Francia), que versaba sobre la condena a profesionales de medios de información por publicar datos de índole fiscal calificados como secretos. Y, más tarde, en la sentencia de 25 de febrero de 2003 (Caso Roemen y Scharit contra Luxemburgo), teniendo como motivo el registro judicial del domicilio particular y del lugar de trabajo de los periodistas.

Aunque no existe una Ley que desarrolle el contenido del artículo 20.1 apartado d) de la Constitución -precepto que recoge expresamente el secreto profesional del periodista-, su inclusión dentro de la sección que regula “los Derechos Fundamentales y las libertades públicas”, unida a la reiterada jurisprudencia interna e internacional, dejan pocas dudas al respecto. Nos hallamos ante un Derecho Fundamental y, si bien no es un derecho absoluto (ninguno lo es), cualquier hipotética limitación ha de ser interpretada de forma restrictiva y siempre para salvaguardar un derecho o un bien jurídico constitucional merecedores de mayor protección.

En atención a la extraordinaria importancia que tiene para un Estado Democrático y para una sociedad libre el derecho a la información, cualquier obstáculo que pretenda interponerse al ejercicio del periodismo no puede, de ningún modo, afectar al contenido esencial de tal derecho. En ese caso, el secreto profesional se alzaría como último parapeto defensivo que, de quebrantarse, provocaría la indefensión absoluta, no sólo de los periodistas, sino de la labor informativa que ejercen y, por consiguiente, de toda la sociedad. Porque cuando nuestro Tribunal Constitucional proclama que la libertad de información es esencial para la formación de una opinión pública libre, y que sin ella quedan afectados otros muchos derechos constitucionales e, incluso, la propia legitimidad democrática, nos recuerda a esa percepción norteamericana de la prensa como “perro guardián de las libertades”. En consecuencia, solo cabe concluir que el secreto profesional del periodista forma parte de la libertad de todos.

Así pues, no es de extrañar que, ante tan inusual e inapropiada medida, la reacción generalizada haya sido contundente. La Asociación de Medios de Información, que representa a más de ochenta empresas de comunicación españoles, mostró en un comunicado el rechazo y la condena a los registros que tuvieron lugar el pasado martes. En idéntico sentido, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España reprobó tajantemente la incautación de documentación y de equipos corporativos y personales efectuada por los agentes de la Policía Nacional en la delegación balear de la agencia de noticias “Europa Press” y en el “Diario de Mallorca”. Ante las quejas de los profesionales de la información, el propio Consejo General del Poder Judicial (órgano de gobierno del Tercer Poder) emitió una nota en la que, literalmente, manifestaba que “los derechos constitucionales a transmitir y a recibir información veraz y al secreto profesional no se agotan en la dimensión subjetiva de sus titulares, sino que trascienden a una dimensión objetiva y se constituyen en pieza clave de nuestro Estado social y democrático de Derecho: sin una prensa libre que cuente con un marco adecuado de protección no es posible el desenvolvimiento de una sociedad democrática. Por lo tanto, este Consejo manifiesta su compromiso y su defensa del derecho fundamental a la libertad de información».

Es obvio que este lamentable episodio no puede volver a producirse. Ha de revocarse la orden judicial dictada y deben depurarse las pertinentes responsabilidades. Con este caso hay mucho en juego, puesto que no se está hablando exclusivamente de los derechos de dos concretos periodistas ni de los intereses de dos empresas de comunicación. Estamos hablando de los derechos de todos nosotros.

Los resbaladizos límites de la libertad de expresión

El pasado 20 de septiembre el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó una serie de sentencias (hasta cuatro) en una controversia entre un ciudadano alemán (el señor Klaus Günter Annen) y el Estado de Alemania, por unos requerimientos que las autoridades germanas habían decretado en relación a las campañas en contra del aborto que el citado particular llevaba a cabo en su página web. En su peculiar cruzada comparaba la interrupción voluntaria del embarazo con el Holocausto nazi y con el homicidio agravado, al tiempo que facilitaba los datos (nombres y direcciones) de los médicos que realizaban estas prácticas, calificándolos de pervertidos asesinos de niños. Uno de esos facultativos acudió a la justicia para que se eliminase su identificación. En una primera instancia, el tribunal desestimó la petición del doctor, alegando que era un hecho cierto y no discutido que realizase abortos, así como que en el resto de sus manifestaciones el señor Annen estaba amparado por la libertad de expresión.

Posteriormente, el médico varió sustancialmente su petición, solicitando una orden judicial civil para que Klaus Günter Annen desistiera de calificar la interrupción voluntaria de un embarazo como «asesinato con agravantes». En ese caso sí fue atendida su demanda y fue el demandado el que recurrió, alegando que, con la orden de prohibirle etiquetar en su página web los abortos como «homicidio agravado», el Tribunal de Apelaciones había violado su libertad de expresión.

En su sentencia, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconoce que la orden recibida por el señor Annen afectaba a su libertad de expresión. Sin embargo, dicha libertad no es absoluta, por lo que pueden imponerse límites, siempre y cuando resulten proporcionados y persigan un objetivo igualmente legítimo. En concreto, la Corte de Estrasburgo se centra en razonar si esta limitación de los derechos del ciudadano alemán a la hora de difundir en su blog sus ideas era necesaria y legítima en el seno de una sociedad democrática.

Para el Tribunal Europeo (y también para cualquier tribunal nacional) la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de un sistema constitucional, así como una de las condiciones básicas para su progreso y para la realización de cada individuo. Además, están amparadas por ella no solamente las ideas inofensivas o inocuas, sino también aquellas que ofenden y perturban, ya que sin  la exigencia de pluralismo, tolerancia y amplitud de miras no existe una sociedad democrática plena.

Pero, acto seguido, ese mismo Tribunal establece que tal libertad está sujeta a excepciones. Las limitaciones deben ser aplicadas restrictivamente y en consonancia con la necesidad de amparar un valor esencial del sistema democrático, una libertad, un derecho. La Corte de Estrasburgo concede a los Estados cierto margen para apreciar si existe esa necesidad de protección que faculta la restricción de la libertad de expresión, pero se reserva siempre la facultad para pronunciarse definitivamente sobre si esas restricciones son acordes con el Convenio Europeo de Derechos Humanos.

La decisión final de este Tribunal Internacional ha sido considerar que las restricciones a la libertad de expresión eran razonadas, legítimas y proporcionadas. Pese a reconocer que las declaraciones del demandante abordaron cuestiones de interés público, se concluyó que sus opiniones, tal y como fueron expresadas, imputaban la comisión de un delito al médico, lo que con la legislación alemana en la mano es manifiestamente falso. Una de las conclusiones finales de la sentencia es que las acusaciones del señor Annen no solo fueron muy graves (dado que una condena por homicidio agravado supondría la cadena perpetua) sino que podrían incitar al odio y a la agresión. Además, se debe tener en cuenta que este ciudadano alemán no fue condenado penalmente por difamación ni obligado a pagar daños y perjuicios. Únicamente se le ordenó que dejase de calificar los abortos como «homicidio con agravantes» y desistir, por lo tanto, de afirmar que el profesional sanitario estaba cometiendo ese delito. En consecuencia, valoran la medida como proporcionada y acorde con el Convenio.

Esta es la decisión de la más alta instancia europea jurisdiccional para la protección de los Derechos Humanos. No obstante, el problema radica en compatibilizar por un lado esa libertad de expresión de ideas que pueden ofendernos o perturbarnos, como reflejo de una sociedad pluralista y tolerante que admite la discusión democrática de temas de relevancia pública, con las limitaciones a la manifestación de ciertos discursos alegando que fomentan el odio o suponen un peligro para la propia convivencia democrática. Esa frontera de hasta dónde permitir y a partir de qué momento prohibir no está clara y supone adentrarse en terrenos pantanosos y resbaladizos.

En España tenemos problemas similares. Enjuiciamos letras de canciones o discursos ideológicos cargados de ofensas y descalificaciones. Y la pregunta ahí queda: ¿hasta dónde se debe permitir? Obviamente, la tendencia más cómoda (y también la más injusta) es aplicar la tradicional “ley del embudo”, siendo muy permisivos y tolerantes con los que piensan como nosotros, pero extremadamente rigurosos y severos con los que piensan distinto. Teniendo en cuenta que hablamos de la mera difusión de ideas (en ningún caso de la comisión de actos) la preferencia de la libertad de expresión debe ser, a mi juicio, una regla general que solo puede inaplicarse ante una clara incitación o justificación del odio como elemento para propagar la xenofobia y la hostilidad contra minorías y que pueda generar un caldo de cultivo para pasar de las palabras a los hechos delictivos o a la postergación social.

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