Category Archives: Derecho

El retroceso de la democracia en el mundo

Recientemente se ha publicado el índice de calidad democrática que elabora cada año la publicación “The Economist”. Resulta indiscutible que el ranking “Democracy Index” de esta revista se alza como uno de los más influyentes y esperados y que, a nivel mundial, sus conclusiones no son alentadoras. La salud de la democracia se resiente considerablemente, reflejando en 2023 una disminución del bienestar democrático respecto al año anterior. Así, teniendo en cuenta que en 2024 se prevé la celebración de unos setenta procesos electorales en todo el planeta, se espera que sólo cuarenta y tres se lleven a cabo de forma libre y justa.

El citado ranking puntúa la calidad democrática de los países en una escala de 0 a 10, siendo 10 el nivel máximo de democracia y 0 el nivel mínimo, estableciendo varias categorías según la puntuación numérica que recibe cada país. Así, los países entre 8 y 10 puntos son clasificados como “democracia plena”, entre 6 y 8 se consideran “democracia defectuosa”, entre 4 y 6 se llaman “gobiernos híbridos” y, si se obtiene menos de 4 puntos, “gobiernos autoritarios”. Para efectuar tal clasificación se examinan diversas características, como las normas y procesos electorales, el funcionamiento del sistema de gobierno o el nivel de libertades civiles.

Según este informe, en el mundo hay 24 democracias plenas. Encabeza la lista Noruega, seguida por Nueva Zelanda, Islandia, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Irlanda y Suiza (los únicos nueve países que superan el 9 en la puntuación). A continuación, Países Bajos, Taiwan, Luxemburgo, Alemania, Canadá, Australia, Uruguay, Japón, Costa Rica, Austria, Reino Unido, Grecia, Mauricio y Corea del Sur. Cierran la lista de esta clasificación de “democracias plenas” Francia y España. Nuestro país ocupa, por lo tanto, el puesto 24.

El grupo de “democracias defectuosas” lo integran cincuenta países, entre ellos Estados Unidos, Israel (con una nota muy baja en el apartado de libertades civiles), Portugal, Italia, Bélgica o Argentina.

Entre los denominados “gobiernos híbridos” (con una nota entre el 4 y el 6), figuran treinta y cuatro Estados, como Turquía, El Salvador o México.

Formalmente, cincuenta y nueve Estados son considerados autoritarios, formando el grupo más numeroso. Cierra la clasificación Afganistán, con una puntuación de 0,26. Le acompañan Corea del Norte, Siria, Arabia Saudí, China, Rusia, Venezuela, Irak, Irán o Qatar.

Lo expuesto implica que menos de un ocho por ciento de la población del planeta vive en una democracia considerada plena (en el año 2015 era casi un nueve por ciento), mientras que el cuarenta por ciento de la humanidad soporta algún tipo de régimen autoritario. Se refleja el mayor deterioro en los índices de las libertades civiles y en los de la calidad de los procesos electorales.

Destacan positivamente los países nórdicos (Noruega, Islandia, Suecia, Finlandia y Dinamarca), que siguen dominando la clasificación con cinco de los seis primeros puestos (siendo Nueva Zelanda la que ocupa el segundo lugar).

Un apartado del análisis se dedica a la relación entre democracia y paz. Ciertamente, los conflictos bélicos y la progresión de la violencia impulsan a los regímenes autoritarios, mientras que en la pacífica convivencia proliferan las democracias. La invasión de Rusia en Ucrania, los enfrentamientos en los territorios palestinos, los conflictos entre Hamás e Israel, la conquista militar de Nagorno Karabaj por parte de Azerbaiyán, la crisis entre Guyana y Venezuela, la guerra civil en Sudán o las insurgencias islamistas en el Sahel constituyen ejemplos de una larga lista. Buena parte de África y todo Oriente Medio parecen estar sumidos en una lucha permanente. Y el número de contiendas entre Estados, conflictos territoriales, combates civiles, insurgencias islamistas y yihadistas, ataques violentos a bases militares o al transporte marítimo comercial lleva a concluir a “The Economist” que vivimos en un mundo cada vez más inseguro y conflictivo.

Es innegable que este tipo de diagnóstico puede llevar a lecturas muy diversas y que no todas las situaciones resisten la misma comparación. Por ejemplo, la realidad de un pequeño país como Luxemburgo no es comparable a la de un gigante como los Estados Unidos de América a la hora de confrontar datos y contrastar circunstancias. Por otro lado, se recurre a determinados parámetros difícilmente evaluables o cuya potencial influencia sobre el resultado de la calidad de la democracia se torna ambigua. Cuando se incluyen en la misma ecuación los datos económicos, la calidad de vida de los votantes y el funcionamiento de un sistema de gobierno, las conclusiones resultantes pueden dar lugar a discusión.

Tal vez la desigualdad en las democracias suponga uno de los puntos más complejos cuando se trata de evaluar a todos los participantes con las mismas reglas. Así, se parte inicialmente de la premisa de que el mayor desarrollo económico produce, por lo general, un efecto positivo en el incremento de democracia, pero se constata que no se traduce necesariamente en un mayor bienestar en la ciudadanía. Se suele hablar de la “paradoja de Easterlin”, según la cual el progreso económico no ha conseguido cambiar apenas la sensación de satisfacción subjetiva de la población.

En cuanto a las elecciones políticas, para la puntuación se presta especial atención a las posibles irregularidades en las votaciones, si el sufragio es universal, si la votación se desarrolla con libertad, si hay igualdad de oportunidades en las campañas electorales y si la financiación de los partidos se ejerce con transparencia. Posteriormente, realizados ya los comicios, se observa si se produce la transferencia de poderes de forma ordenada y si la población puede formar partidos políticos o cualesquiera organizaciones civiles independientes de los Ejecutivos.

Con relación al funcionamiento del Gobierno, se tiene en cuenta para valorar a los Estados si disponen de un sistema eficaz que rinda cuentas. También, si el Poder Legislativo constituye la institución política fundamental y si el Ejecutivo se halla libre de interferencias por parte de las Fuerzas Armadas o de poderes u organizaciones extranjeras. Igualmente, se contempla el grado de conexión del poder político con grupos económicos, sociales o religiosos dentro del país, se valora si se garantiza un acceso público a la información y se calibra el nivel de corrupción existente.

Dentro del apartado de los derechos y de las libertades civiles, se otorga una singular importancia a la existencia de medios de comunicación libres y a las libertades de prensa y de expresión, comprobando que los debates de interés público sean abiertos y plurales. Y no deben existir restricciones en el acceso a Internet, requiriéndose igualdad y ausencia de discriminaciones, tanto de forma individual como grupal.

Periodistas, pseudoperiodistas y derecho a la información

Recientemente se ha dado a conocer que el PSOE, por medio de su director de Comunicación, Ion Antolín, ha remitido sendos escritos a las Direcciones de Comunicación y a las Mesas de cada una de las cámaras legislativas de las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado), solicitando la revisión de las reglas que se aplican a la hora de conceder acreditaciones a los medios de comunicación para trabajar dentro del Parlamento, con el objeto de que se pueda denegar el acceso a lo que el partido define como «pseudoperiodistas» que actúan más bien como «activistas» y difunden noticias falsas.

Es más, el propio Partido Socialista apunta a una serie de medios a los que no acredita en su sede de Ferraz ni en el Complejo de la Moncloa, pidiendo que las Mesas del Congreso y del Senado, con el asesoramiento de las asociaciones profesionales y la Red de Colegios Profesionales de Periodistas, establezcan unas reglas claras que, con criterios técnicos y profesionales, articulen la concesión de acreditaciones en las sedes parlamentarias, estableciendo, además, un procedimiento sancionador que posibilite la retirada de credenciales a quienes no respeten una serie de reglas deontológicas.

El artículo 20 de la Constitución reconoce y protege el derecho a comunicar libremente información veraz por cualquier medio de difusión, llegando a afirmar que ese derecho no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa. En ese mismo artículo también se ampara la libertad de expresión. Si bien ambas libertades son diferentes, no siempre son fácilmente distinguibles ante una concreta comunicación que se recibe. En principio, la libertad de expresión hace referencia a la libertad para comunicar pensamientos, ideas y opiniones, y la libertad de información se refiere a la comunicación de hechos. Ello implica que la libertad de expresión conlleva un matiz subjetivo (opinión), mientras que libertad de información contiene un significado que trata de ser objetivo (hecho).

Lo que se pretende plantear con esta petición del Partido Socialista hace referencia a quién puede ser titular del derecho a informar y, como medio de comunicación o periodista, recibir ese tipo de acreditaciones para poder ejercer una profesión tan básica y necesaria para el normal funcionamiento de una democracia. Es evidente que el periodista, además de su libertad informativa, es titular de la libertad de expresión y, además de informar, puede opinar, como cualquier ciudadano. Igualmente obvio es que los medios de comunicación mantienen lo que se denomina una “línea editorial”, referida a la orientación ideológica del tratamiento de la información, y que se puede analizar tanto como una libertad del medio de comunicación como como una seguridad para los consumidores de noticias, los cuales recibimos la información siendo conscientes de que se nos proporciona desde una orientación o visión concreta de esa realidad.

El problema radica en los límites que se establecen a todos esos derechos. ¿Qué es información y qué opinión? ¿Qué es una noticia falsa o una manipulación interesada de la realidad y qué una legítima valoración u opinión subjetiva de los hechos transmitidos? ¿Cuándo se está informando y cuándo se está manipulando? Y, sobre todo, si se quiere poder diferenciar todo eso, ¿a quién corresponde decir qué es verdad y qué es mentira, y otorgar carnets o credenciales para informar? No son preguntas fáciles de responder con rigor y objetividad, ni problemas sencillos de solucionar.

Si bien en otros países de nuestro entorno, como en el caso de Italia, la profesión de periodista está regulada legalmente en cuanto a las formas, procedimientos y requisitos para su acceso y ejercicio, en España la situación es otra. Aunque existen títulos universitarios de Periodismo o de Ciencias de la Información, el ejercicio de la profesión va por otro lado, sin que exista una legislación que establezca requisitos o formalidades para el desarrollo de tal actividad, o se establezca un “estatuto jurídico” del periodista con una concreta regulación de derechos y obligaciones.

Es cierto que la vigente Constitución Española no limita el disfrute de los derechos vinculados a la información a ningún concreto requisito y, en ese sentido, cualquier ciudadano puede informar y alegar ese derecho como propio. Distinta cuestión supone hablar del ejercicio de una profesión que pretenda regularse, lo cual sí es posible, pero se insiste que en España, hasta la fecha, nunca se ha regulado ni parece que esté previsto hacerse en un futuro próximo. Así, en la antigua sentencia del Tribunal Constitucional 6/1981 ya se afirma que «son estos derechos, derechos de libertad frente al poder y comunes a todos los ciudadanos. Quienes hacen profesión de (…) la comunicación de información, los ejercen con mayor frecuencia que el resto de sus conciudadanos, pero no derivan de ello ningún privilegio». Y en la posterior sentencia 30/1982 se concluye también que el derecho a la información «sirve en la práctica, sobre todo, de salvaguardia a quienes hacen de la búsqueda y difusión de la información su profesión específica». Más clara es la posición en la sentencia del Tribunal Constitucional 165/1987, en donde se puede leer que la especial protección del derecho de información alcanza «su máximo nivel cuando la libertad es ejercitada por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública, que es la prensa entendida en su más amplia acepción. Esto, sin embargo, no significa que la misma libertad no deba ser reconocida en iguales términos a quienes no ostentan igual cualidad profesional, pues los derechos de la personalidad pertenecen a todos».

Por todo ello, resulta muy discutible que desde una institución pública se pueda censurar previamente a determinado medio de comunicación o a determinadas personas que ejercen como periodistas, alegando que sus publicaciones no se ajustan a la realidad. Así, procede recordar la sentencia del Tribunal Supremo que concluyó que Vox no tenía derecho a impedir el acceso al periódico “El País” y la “Cadena SER” a sus actos públicos electorales durante la campaña para las Elecciones Generales del 10 de noviembre de 2019, como también que el Parlamento Europeo votó recientemente la denominada “Ley de Libertad de los Medios de Comunicación”, por la que se obliga a los Estados miembros a que garanticen el pluralismo de los medios y a que protejan su independencia frente a injerencias gubernamentales, políticas, económicas o privadas. Esta norma, además, prohíbe expresamente todo tipo de intromisión en las decisiones editoriales de los medios de comunicación, así como que se ejerza presión externa sobre los periodistas, acceder a contenido cifrado en sus dispositivos u obligarlos a revelar sus fuentes.

Habrá que tener cuidado con cómo se pretende, desde las instituciones públicas y los partidos políticos, determinar quién es periodista y medio acreditado y quién no. Está en juego la información, una de las libertades sobre las que se cimienta la democracia, así como la efectividad de la prohibición de la censura informativa.

La inviolabilidad del domicilio como límite a la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad

En los últimos meses varias noticias relacionadas con procedimientos judiciales analizaban las actuaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que pretendían entrar en los domicilios de los particulares dentro del desempeño de sus funciones. El artículo 18.2 de la Constitución Española establece que «El domicilio es inviolable. Ninguna entrada o registro podrá hacerse en él sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito». Así, a principios de enero de este año, se dio a conocer una sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, la cual anuló una previa condena por los delitos de resistencia a la autoridad y lesiones leves que otro tribunal impuso a un ciudadano que trató de impedir la entrada en su domicilio de policías municipales de Madrid, avisados por una queja vecinal de ruidos en dicho inmueble.

En la argumentación del Tribunal Supremo se establece que, en el caso enjuiciado, no existió un delito flagrante que hubiese habilitado la entrada legítima de los agentes en la casa sin autorización judicial, ya que ni la existencia de ruidos, ni la negativa del acusado a identificarse suponían la comisión de un delito, por más que pudiesen acarrear responsabilidades en el ámbito administrativo, de acuerdo con la Ley de Seguridad Ciudadana o la normativa municipal.

Según los hechos probados, tras la llegada de madrugada de los agentes de la Policía Local, uniformados, a la puerta de la casa que los vecinos habían denunciado por ruidos, el acusado abrió la misma, pero se negó a facilitar su documentación al ser requerido de identificación. Tras ello, apartó a uno de ellos y trató de cerrar la puerta del piso, lo que intentaron impedir los agentes, produciéndose un forcejeo con la puerta, atrapando la pierna de uno de los agentes, pese a lo cual los agentes lograron abrirla y entrar en la vivienda, procediendo a detenerle, a pesar del forcejeo para impedirlo del acusado. Por todo ello, el Juzgado de lo Penal, en sentencia ratificada después por la Audiencia de Madrid, condenó al acusado por un delito de resistencia y un delito leve de lesiones.

Sin embargo, el condenado recurrió y el Tribunal Supremo ha estimado ahora su recurso y le absuelve de ambos delitos. Recuerdan los magistrados del Alto Tribunal que “la protección domiciliaria que la Constitución reconoce ofrece al ciudadano la facultad para oponerse a los controles públicos, si bien no deja cabida a reacciones desproporcionadas”, pero en el caso concreto no lo fueron. La sentencia destaca que “los policías traspasaron el espacio físico que delimita la zona de exclusión a razón de la inviolabilidad domiciliaria, al acceder a la vivienda para, previo forcejeo con el acusado, proceder a su detención. Una extralimitación que desvanece los perfiles del delito de resistencia por el que el recurrente viene condenado. Cierto es que pudiera entenderse que la actitud del acusado puso fin a las perspectivas de indagación de los policías pero, en definitiva, fue un intento de evitar la intromisión de los Poderes Públicos en el espacio de intimidad domiciliaria. Una intimidad que inicialmente cedió de manera parcial al abrir la puerta a los agentes, pero de la que no por ello perdió disponibilidad”, argumentan los jueces del Supremo.

Frente a esta decisión judicial se contrapone otra, que ocupó mucho espacio en los medios de comunicación, por la que un jurado popular declaró no culpables a los dos agentes de la Policía Nacional que dirigieron el operativo que irrumpió sin autorización judicial, el 21 de marzo de 2021, en un piso de Madrid, para poner fin a una fiesta que contravenía las restricciones impuestas durante el Estado de Alarma, vigente en aquellas fechas por la pandemia. Los dos policías absueltos se enfrentaban a una pena de dos años y seis meses de prisión y seis de inhabilitación, que pedía para ellos la acusación particular al considerarles autores de un delito de allanamiento de morada. La Fiscalía y las otras partes personadas habían planteado la absolución de los seis agentes desde el comienzo de la vista, al considerar que su actuación aquel día no fue constitutiva de delito alguno.

En el veredicto, los nueve miembros del jurado concluyen que los policías estaban habilitados para derribar la puerta con un ariete y entrar en la vivienda, al considerar que hubo una desobediencia grave y flagrante por parte de los ocupantes de la vivienda, al negarse de manera reiterada e insistente a salir del inmueble para identificarse, como les pidieron los agentes.

Por esos hechos se iniciaron dos procesos judiciales. Uno primero, contra los participantes de la referida fiesta, por los delitos de resistencia o desobediencia a la autoridad y coacciones y, al mismo tiempo, uno segundo contra los agentes de Policía. La causa contra los ocupantes de la vivienda fue archivada finalmente por la Audiencia Provincial de Madrid, en una resolución judicial que concluía que la negativa de los ocupantes a identificarse no podía calificarse de delito. Sin embargo, la causa contra los funcionarios continuó, celebrándose juicio y dictándose la referida decisión. No obstante, este caso no ha concluido, toda vez que la acusación particular ha presentado recurso contra la absolución.

La inviolabilidad del domicilio se vincula al derecho a la intimidad de las personas, pues protege el ámbito donde estas desarrollan su esfera más íntima. Por ello, el Tribunal Constitucional ha dado al término “domicilio” un significado amplio, identificándolo con el espacio donde el individuo vive esa libertad más íntima. En concreto, se consideran domicilio a efectos constitucionales las segundas viviendas o las habitaciones de hotel, aunque no constituyan la residencia habitual de los afectados.

Por lo que se refiere al “delito flagrante”, el Tribunal Constitucional lo ha definido como «situación fáctica en la que el delincuente es sorprendido -visto directamente o percibido de otro modo- en el momento de delinquir o en circunstancias inmediatas a la perpetración del delito» (STC 341/1993, de 18 de noviembre). Para que ello habilite a la entrada en un domicilio se exige: a) inmediatez del hecho, es decir, que se está realizando o se acaba de cometer; b) percepción directa del hecho; y c) la necesidad de intervención urgente para evitar la consumación del delito o la desaparición de los efectos del mismo (Sentencias del Tribunal Supremo 701/2005, de 6 de junio, y 40/2001, de 16 de enero).

Incapacidades propias y ayudas ajenas

Hace algunos días se publicó una noticia en la que se afirmaba que el Gobierno de España había solicitado oficialmente a la Comisión Europea su mediación en las negociaciones para avanzar en la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Inmediatamente, también se difundió que Didier Reynders, Comisario europeo de Justicia,  estaba » reflexionando sobre esta solicitud de las autoridades españolas». Asimismo, semanas atrás ya se había dado a conocer que el PSOE y Junts per Catalunya habían recurrido a la supervisión de un verificador internacional, en concreto un diplomático salvadoreño, para que realizara una serie de funciones indeterminadas como mediador, iniciándose para ello una ronda de contactos en Suiza.

Existen numerosos manuales que ensalzan las bondades de la mediación para la resolución de conflictos. La intervención de un “tercero” neutral e imparcial que ayuda a dos personas a comprender el origen de sus diferencias, a conocer la visión del otro y a encontrar soluciones para resolver sus controversias puede suponer una alternativa apta para desatascar determinados problemas. No seré yo quien cuestione tal opción como vía para avanzar en la armonía y dejar atrás las disputas. La Ley 5/2012, de 6 de julio, de Mediación en Asuntos Civiles y Mercantiles, en su artículo primero establece que “se entiende por mediación aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador”.

No obstante lo anterior, cuando se trata de un Estado, de problemas constitucionales o de la política al más alto nivel, resulta más cuestionable que el recurso de la mediación se contemple con naturalidad y normalidad. De hecho, la mencionada ley excluye expresamente las controversias en las Administraciones Públicas de cualquier mediación posible. Cierto es que algunos pasos tienden a trasladar las herramientas de la mediación a los conflictos internacionales, pero en este caso ni siquiera se puede hablar de problemas entre dos países o de pugnas transfronterizas entre diferentes Estados, sino de divergencias internas de un país que se intentan resolver con la vigilancia, control o intercesión de una persona u órgano internacional, incluso trasladando al extranjero la ubicación de las conversaciones entre las partes en conflicto.

Y no puede verse con naturalidad dicho recurso a la mediación pues se supone que internamente existen instituciones y mecanismos especialmente previstos para discutir, debatir y resolver los problemas políticos y jurídicos que se planteen entre los partidos políticos o acerca del cumplimiento de las normas. El que se torne necesario solicitar ayuda a la Comisión Europea para renovar el Consejo General del Poder Judicial, o se requiera ir a Ginebra bajo la observancia de un diplomático extranjero para que el PSOE y Junts per Catalunya sean capaces de conversar, constata la incapacidad propia para abordar un asunto tan sencillo como nombrar a los miembros de un órgano o debatir políticamente entre partidos.

Es precisamente a este punto al que quiero llegar, al de la constatación de la incapacidad propia que conduce a recurrir a la ayuda ajena. Esta situación debe causar vergüenza y, ante la evidencia de ese fracaso personal, provocar una reacción para promover un cambio. Que los miembros del Consejo General del Poder Judicial lleven cinco años con el mandato caducado y que durante todo ese tiempo las Cortes Generales no hayan podido nombrar a los nuevos cargos debería abochornar a sus responsables. Y que dos formaciones políticas no puedan utilizar el Parlamento para discutir sus posiciones evidencia de nuevo la inutilidad de una institución cada vez más entregada al Ejecutivo. En definitiva, acudir a entidades y organismos internacionales para resolver cuestiones internas de nuestro país, lejos de constituir un signo de madurez y responsabilidad, obra como un reflejo de incompetencia.

Carece de sentido ocultar la realidad o disfrazarla de lo que no es. El Parlamento ya no sirve para discutir nuestros problemas políticos y los representantes no cumplen su función en las instituciones. Entonces, ¿qué opciones restan? Una, normalizar y aceptar esa manifiesta incapacidad y lanzarse a pedir ayuda internacional. Otra, llevar a cabo reformas internas para recuperar unas Cortes Generales que cumplan sus funciones de acuerdo a su naturaleza.

Urge repensar el modelo parlamentario, a día de hoy en situación de letargo, por no decir moribundo. Las Cortes Generales se hallan desnaturalizadas, habida cuenta de que son la institución que controla al Gobierno y que, de forma libre, representa al pueblo. Actualmente, una ficción, por no decir una ciencia ficción. Diputados y senadores no controlan a nadie. Más bien, son controlados por los partidos y acatan las directrices de sus órganos de dirección. La disciplina de partido (prohibida expresamente por nuestra Constitución, pero admitida en la práctica) y el control respecto de quiénes integran las listas electorales, han convertido a “nuestros” representantes en cumplidores dóciles y obedientes a sus respectivas siglas.

Ciertamente, tal y como establece la ley, los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial deben ser elegidos por los diputados y senadores de las Cortes Generales. Sin embargo, la realidad es que no eligen nada ni a nadie. Ni siquiera son ellos los que se reúnen en el Parlamento de la Nación para llegar a acuerdos. Esperan a que sus líderes se pongan de acuerdo en las respetivas sedes de sus partidos y escojan según su criterio para, a posteriori, limitarse a pulsar el botón que les ordenan. Un fenómeno similar sucede con el denominado “problema catalán”. Diputados y senadores tampoco se ocupan de este tema. Aguardan pacientemente a que el Gobierno y Carles Puigdemont fijen las reglas sobre cuándo, cómo, dónde y quiénes se reúnen para, a renglón seguido, apretar dicho botón que se les indique. Para eso, pues, no necesitamos un Parlamento.

Es preciso acabar con esta situación y abordar cambios en las normas electorales y en la regulación de las asambleas legislativas, a fin de reforzar la separación de poderes, recuperar la institución parlamentaria como centro de gravedad del sistema político y ejercer la verdadera representatividad de los diputados y senadores electos respecto de sus electores. En caso contrario, habrá que admitir esa incapacidad propia para resolver los problemas y que conduce a solicitar ayuda internacional.

El Tribunal Constitucional y la imparcialidad de sus miembros

Hace unos días el Tribunal Constitucional emitió una nota de prensa en la que anunciaba que el magistrado Juan Carlos Campo Moreno, antiguo ministro en el anterior Gobierno de Pedro Sánchez, había comunicado al Presidente del Constitucional, Cándido Conde-Pumpido Tourón, su abstención en un recurso de amparo interpuesto por un particular sobre la admisión parlamentaria de la Ley Orgánica de Amnistía. Aunque parece evidente que dicho recurso de amparo será inadmitido, dado que no existe cauce procesal ni derecho material por el que un ciudadano pueda recurrir en amparo la decisión de un parlamento de tramitar una proposición de ley, sí abre un debate sobre la imparcialidad de alguno de los miembros que deben decidir sobre la constitucionalidad de dicha norma legal, cuando se recurra por los legitimados para ello por medio de los medios de impugnación que nuestro ordenamiento jurídico prevé.

Nuestro Tribunal Constitucional ya ha manifestado en varias sentencias que el derecho a un juez imparcial constituye una garantía fundamental del sistema de justicia. Dicha imparcialidad comprende dos vertientes: subjetiva y objetiva. La subjetiva garantiza que no ha mantenido relaciones indebidas con las partes del proceso (lo que integra todas las dudas que se deriven de las relaciones del juez con aquellas), en tanto que la objetiva asegura que se acerca a la cuestión litigiosa o controvertida sin haber tomado postura en relación con ella (lo que debe ponderarse en cada caso concreto).

El problema es que el método de elección de los miembros del Tribunal Constitucional es un caldo de cultivo perfecto para sospechar sobre el grado de imparcialidad de los componentes de dicho órgano encargado de velar por la constitucionalidad de las normas. Este problema no es actual. Se puede poner como antecedente el Recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 6/2007 por la que se modificó la Ley Orgánica 2/1979 del Tribunal Constitucional y que originó que la por aquel entonces Presidenta y el Vicepresidente se abstuvieron en la toma de la decisión por la posible apariencia de pérdida de imparcialidad.

Pero el problema se acrecienta cuando hablamos de las recusaciones, es decir, no cuando el propio magistrado decide apartarse, sino cuando una de las partes acusa de pérdida de imparcialidad sin que el miembro del tribunal acepte esa valoración, debiendo pronunciarse el Tribunal Constitucional sobre la necesidad de apartar al juez señalado. El hecho de que se elijan para ocupar los puestos de tan importante institución a personas con una clara y manifiesta vinculación política, incluso a miembros destacados del Gobierno de turno, implica la proliferación de recusaciones y de acusaciones con una sólida sospecha de falta de objetividad e imparcialidad.

La propia Ley Orgánica del Poder Judicial, aplicable de forma supletoria al Constitucional, establece como causa de abstención o recusación “haber ocupado cargo público, desempeñado empleo o ejercido profesión con ocasión de los cuales haya participado directa o indirectamente en el asunto objeto del pleito o causa o en otro relacionado con el mismo”, así como “haber ocupado el juez o magistrado cargo público o administrativo con ocasión del cual haya podido tener conocimiento del objeto del litigio y formar criterio en detrimento de la debida imparcialidad”.

Por otro lado, el artículo 14 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional establece que el Pleno del Tribunal puede adoptar acuerdos cuando estén presentes, al menos, dos tercios de los miembros que en cada momento lo compongan, generándose el problema de qué ocurre cuando entre abstenciones y recusaciones los que quedan para decidir no llegan a ese quorum mínimo.

El Tribunal Constitucional dictó sendos Autos en febrero y marzo de 2023 afirmando que cuando las recusaciones planteadas afectan al quorum del Tribunal la salvaguarda del ejercicio de la jurisdicción constitucional impone que no deba excluirse del Pleno a ninguno de sus magistrados presentes. Ello implica que se obvian por completo las reglas sobre la imparcialidad del órgano para asegurar que el mismo pueda funcionar. Las consecuencias de ello son devastadoras para la legitimidad y la autoridad del Tribunal Constitucional y, con ello, de todo nuestro sistema.

Esta penosa situación se solucionaría si desde los Grupos Parlamentarios y desde el Gobierno no se designasen miembros sobre la base de una estrategia para posicionar a afines en los órganos jurisdiccionales. Sin embargo, parece que procede perder toda esperanza. Los partidos políticos han dado sobradas muestras a lo largo de las décadas que están dispuestos a enturbiar al Poder Judicial y a los órganos de control con sus propuestas ideológicas y partidistas, lo que pone en jaque la credibilidad de nuestro modelo constitucional.

Nuevamente, y con una irritante reincidencia, los partidos políticos pretenden concentrar más y más cuota de poder, e intentar influir en cualquier órgano o institución que tenga como misión fiscalizar, controlar o vigilar el estricto complimiento de las leyes. Hace aproximadamente un año se publicó el informe “Midiendo el Estado de derecho: antes y después de la pandemia”, en colaboración con la Cátedra de Buen gobierno e Integridad de la Universidad de Murcia. En el mismo se hacía hincapié en la politización de la justicia y su impacto en la eficacia del sistema judicial, así como que uno de los grandes problemas que tiene el Poder Judicial de nuestro país es la interferencia del Poder Ejecutivo en él. En la undécima encuesta anual sobre el estado de la justicia en la Unión Europea, difundida hace unos meses, España es uno de los Estados miembros de la Unión Europea donde la justicia se percibe como más sensible a la politización. Los datos situaban a nuestro país a la cola en Europa, solo por encima de Croacia, Polonia, Bulgaria y Eslovaquia.

Procede revertir urgentemente esta situación. En caso contrario, estaremos avanzando justo en sentido contrario a los principios y valores que decimos defender.

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