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Modelo territorial: la difícil tarea de contentar a todo el mundo
Existe una gran diversidad en los modelos de organización democráticos y constitucionalistas. Lo que define y determina que un Estado se halle dentro de los denominados sistemas creados y amparados por el constitucionalismo es el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales, la separación y el control de los poderes públicos y la proclamación de imperio de la ley como base del Estado de Derecho. A partir de ahí, ser una República o una Monarquía, o configurarse como un país centralista o descentralizado, depende de cómo quiera organizarse su ciudadanía. El problema español radica en cuánto nos cuesta ponernos de acuerdo en esa forma de organización. Por ello, asistimos de forma recurrente a diversas reclamaciones para implantar modelos antagónicos, generándose así un debate que provoca crispación política y relega a un segundo plano otros muchos problemas que afectan directamente a la población.
Contentar a todo el mundo se torna imposible. Se debe encontrar un modelo que agrade a una amplia mayoría para que, de ese modo, la legitimidad del sistema sea superior. Hasta ahora se ha implantado en España el denominado “Estado Autonómico”. Contiene numerosos fallos, entre ellos el laberíntico sistema de distribución de competencias o la irritante irrelevancia del Senado como Cámara de representación territorial. Pero, a pesar de sus errores, ha sustentado una convivencia que dura ya más de cuarenta años. De cuando en cuando se ponen sobre la mesa nuevas propuestas, dado que en una democracia no deben existir temas “tabú”, pero finalmente es la soberanía del pueblo la que tiene siempre la última palabra. Entre esas propuestas, figuran las siguientes:
1.- El modelo del Estado Federal: Muy común dentro de los Estados Constitucionalistas y perfectamente asumible siempre que se sigan los procedimientos de reforma establecidos. En el caso de España, encajaría en el supuesto de un Estado unitario que se transforma para generar varios Estados miembros bajo una misma Constitución. No obstante lo anterior, en este debate se suele considerar que supondría una mayor descentralización de la que ya tenemos y que ello derivaría en más competencias para las Comunidades Autónomas, al pasar a ser un Estado miembro dentro de la Federación. La realidad, sin embargo, es que nuestro nivel de descentralización con el actual Estado Autonómico es muy elevado e incluso superior a algunas Federaciones. Es más, en algunas de ellas (por ejemplo, Alemania) se han empezado a cuestionar su propio modelo de reparto competencial y resultan frecuentes las reformas constitucionales, no sólo para clarificar esa distribución de materias entre Federación y “Landers” (nombre que reciben allí los Estados miembros), sino para que la Federación asuma nuevas facultades y materias.
2.- El modelo de la “Nación de Naciones”: Con independencia de lo que políticamente cada quien quiera entender por “Nación” o “Nacionalidad”, lo importante cuando se trata de elaborar normas jurídicas y definir la organización territorial es determinar el titular de la soberanía y saber si hablamos de Estados independientes (cada uno con su respectiva Constitución) que llegan a acuerdos propios del Derecho Internacional para abordar sus intereses comunes o si, por el contrario, se configuran dentro de una sola Constitución, como única norma jurídica suprema interna de un Estado. Dicho de otra manera, no existe el “Estado confederal”. Lo que existen son las “Confederaciones de Estados”. O hablamos de un Estado (una soberanía, una Constitución y un acuerdo jurídico interno para organizarse) o hablamos de varios Estados (cada uno soberano, cada uno con su Constitución) que por la vía del Derecho Internacional llegan a acuerdos. La cuestión de si por tener una lengua o dialecto propios, o una cultura autóctona, o unas costumbres o historia común, faculta para hablar de una Nación o, por contra, se requiere algo más, entraña un debate más político que jurídico. Lo determinante es cómo nos organicemos por la vía de las normas jurídicas que van a establecer dicha organización. Y ahí no hay mucho margen para los eufemismos.
Dicho esto, el significado de Nación depende de las épocas y de las perspectivas de estudio. Un primer concepto se relaciona con una población aglutinada en comunidad y en un espacio geográfico determinado, con lazos culturales basados en la lengua, las costumbres y las tradiciones. Esta idea persiste en la Edad Media y en los inicios de la Edad Moderna. Ya con la evolución histórica, jurídica y, sobre todo, con la llegada del constitucionalismo, tal idea se supera, y comienza a vincularse con la nacionalidad, la soberanía y la unidad. Así, nuestra primera Constitución de 1812 decía que la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios y que la soberanía reside en la Nación. Nuestra actual Constitución de 1978 afirma en su Preámbulo que el texto constitucional es fruto del uso de la soberanía que hace la Nación, recalcando que la soberanía nacional reside en el pueblo español y que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, como patria común e indivisible de todos los españoles.
Resulta evidente que la introducción de los elementos “soberanía”, “nacionalidad” y “unidad” para configurar el concepto de Nación determina un significado muy distinto al usado inicialmente, cuando dichos conceptos jurídicos ni siquiera existían. Así que, por muy legítimos que se alcen los debates entre la clase política, o por muy variopintos que se otorguen los significados al sustantivo en cuestión desde el punto de vista sociológico, al final se trata de plasmar a través normas jurídicas qué hacemos con la soberanía y qué pasaporte vamos a usar. Llegados a este punto, en nuestra tradición jurídico constitucional partimos de la soberanía del conjunto de la población española, por lo que tienden a coincidir Estado y Nación.
3.- El modelo del Estado Libre Asociado: Con independencia de que se pueda poner a Puerto Rico como ejemplo para aplicarse posteriormente en España, yo entiendo que no es viable tomarlo como referencia para implantarlo por la vía de la reforma de nuestra Constitución. Sin entrar en el espinoso tema de si la isla se considera todavía una colonia o no, y de si su Constitución de 1952 responde a las características de una Constitución en sentido estricto, esta opción, claramente excepcional y atípica, sólo es realmente viable si se parte de dos previos Estados soberanos, cada uno con sus respectivas Constituciones para, posteriormente, por medio de un Convenio Internacional, establecer pactos y acuerdos. De entrada, esta posibilidad no tiene cabida en el caso español, donde las Comunidades Autónomas ni son soberanas, ni cuentan con una Constitución, ni un supuesto pacto con el Estado poseería naturaleza de convenio o tratado internacional.
Sea como fuere, y aunque se llegue a una postura común sobre qué se entiende por “Nación” y qué modalidad de pactos pueden existir entre los diferentes territorios de España con el Estado, volvemos al punto de partida: ¿Cuál es la postura mayoritaria del conjunto de la ciudadanía española, que es la llamada en todo caso a decidir en una hipotética reforma constitucional de semejante calado? Porque no cabe obviar que, en democracia y en materia de consensos constitucionales, lo importante es la decisión de una holgada mayoría de la población. Urge plantearnos estos asuntos por medio de un análisis serio y riguroso, alejado de demagogias, estrategias partidistas y planteamientos inviables, dado que cada vez con mayor frecuencia asistimos a defensas de postulados basados en argumentaciones fraudulentas e interpretaciones demasiado forzadas que persiguen el objetivo de lograr el círculo cuadrado. Es decir, que persiguen un imposible.
Internet, libertad de expresión y responsabilidades
El Pleno del Tribunal Constitucional ha dado a conocer recientemente una sentencia cuyo ponente ha sido el magistrado y ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo Moreno, en la que se ha desestimado el recurso de amparo formulado por una entidad mercantil, responsable de una página web con enlaces a diferentes noticias y comentarios de los usuarios, que los visitaban en un dominio propiedad de la sociedad recurrente. El referido recurso se dirigía contra una sentencia dictada por la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo recurrida en casación, y otra de la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Málaga, que condenaba a la demandante de amparo a pagar una indemnización de mil doscientos euros por no retirar de la página web, pese a haber sido requerida dos veces para ello, el comentario de un usuario anónimo, donde se calificaba como “hijo de puta” a un concejal que había realizado un gasto manifiestamente excesivo a través del teléfono suministrado por el Ayuntamiento.
La empresa recurrente alegaba que carecía de la condición de medio de comunicación y que actuaba como mero “agregador de contenidos”, por lo que no ejercía ningún tipo de control ni de supervisión de los enlaces, como tampoco de los comentarios que los usuarios decidían incorporar al sitio web de su propiedad. Ante tal presupuesto, el Tribunal aprecia que existe un conflicto entre el derecho al honor de la persona que reclama la retirada del comentario del sitio web y la libertad de expresión del internauta anónimo (autor de dicho comentario). Ese conflicto termina afectando a la empresa propietaria del dominio web, conforme al artículo 16 de la Ley 34/2002, de 11 de julio, de Servicios de la Sociedad de la Información (LSSI), como intermediadora obligada a retirar contenidos ilícitos de los que tenga conocimiento efectivo.
En la sentencia, el TC considera que la libertad de expresión no puede amparar expresiones puramente vejatorias, ni siquiera en un contexto de crítica política, cuando resultan totalmente innecesarias, se amparan en el anonimato y se realizan en un medio con extraordinaria capacidad de difusión, como es Internet. Rechaza, por tanto, que las resoluciones impugnadas hayan vulnerado el derecho a libertad de expresión.
No obstante, la decisión del Pleno del Tribunal no fue unánime. Contó con el voto particular de la magistrada María Luisa Balaguer. En su postura, disidente de la mayoría de sus compañeros, consideró que la sentencia debería haber sido estimatoria de las pretensiones de la recurrente en amparo, apreciándose la vulneración de su derecho a la libertad de expresión atendiendo a que el afectado por el comentario era un cargo público, el cual debe soportar un nivel de crítica más elevado, por lo que la ponderación de los derechos en conflicto que realiza la sentencia, a juicio de la firmante del voto particular, no resulta conforme con la función institucional reconocida a las libertades de expresión e información que establece la jurisprudencia europea y el propio Tribunal Constitucional en una sociedad plural. Asimismo, el voto particular razona que la sentencia hubiera constituido una buena oportunidad para abordar la cuestión de la titularidad de las libertades comunicativas de las plataformas en Internet.
La previa sentencia del Supremo, que también condenó a la propietaria de la página de Internet, reconoció que resultaba indiscutible la relevancia pública y el interés general de los asuntos a que se refería la noticia publicada, porque hacían referencia a la política municipal, así como que el comentario se encuadraba en una crítica en relación con la gestión de los asuntos públicos.
En cuanto a los términos y conceptos usados para expresar esa crítica a la labor de gestión política, el Tribunal Supremo efectuó un repaso por otras sentencias sobre aspectos similares.
La sentencia 338/2018 consideró amparado por la libertad de expresión el uso del término «mercenario», por el ámbito de pugna política en el que se empleó, y la sentencia 620/2018, atendiendo al contexto de agrio enfrentamiento entre una agrupación de electores y el alcalde y dos concejales de un pequeño municipio, concluyó que los calificativos dirigidos por aquella a estos últimos mediante un escrito difundido en la localidad (tales como «fascistas» o «pequeño dictador», unidos a inequívocas imputaciones de irregularidades en la gestión) debían considerarse amparados por la libertad de expresión ya que, «por más duros que fuesen los términos empleados, se circunscribieron al ámbito de la gestión política, sin atacarles en su esfera privada y sin incitar al odio ni a la violencia contra ellos».
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos también ha abordado este asunto. En sus sentencias de 15 de marzo de 2011 (caso Otegui Mondragón contra España) y de 13 de marzo de 2018 (caso Stern Taulats y Roura Capellera contra España), el Tribunal Europeo asigna a la libertad de expresión en el debate sobre cuestiones de interés público una relevancia máxima, de tal forma que las excepciones a dicha libertad de expresión requieren de una interpretación restrictiva, constituyendo por ello su único límite que no se incite ni a la violencia ni al odio. Sin embargo, los Tribunales españoles tienden a establecer límites más estrictos, y el Tribunal Supremo ha concluido que, ni la condición de personaje público del destinatario de la crítica ni el interés general de la misma por razón de la materia tratada, amparan en la libertad de expresión manifestaciones inequívocamente vejatorias, como los meros insultos. A esta diferencia entre los límites a imponer en estos casos conforme a los Tribunales europeos o internos españoles es a la que se refería la magistrada discrepante.
Pero, al margen del problema sobre la libertad de expresión, se halla el asunto referido a la responsabilidad de los propietarios de las páginas de Internet que admiten comentarios de usuarios. La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso DELFI AS contra el Estado de Estonia, imputa al titular de un portal de Internet la responsabilidad derivada de las opiniones vertidas por usuarios anónimos en la citada web. Posteriormente, en el asunto Sánchez contra Francia, el TEDH analiza el supuesto de un perfil público de un político en la red social Facebook que permitía comentarios de terceros. Los Tribunales franceses habían establecido la responsabilidad penal del titular del “muro” de FB, tras apreciar que se trataba de contenidos de incitación al odio frente a ciertos grupos de personas por su origen étnico o su adscripción religiosa. El TEDH avaló el criterio de los Tribunales franceses, exigiendo diligencias al titular de la página web en las que esos comentarios encontraron una vía para la difusión.
Jurar y prometer… o no
Hace escasas semanas se dio a conocer una sentencia del Tribunal Constitucional que resolvía un recurso de amparo presentado por algunos diputados del Partido Popular en el Congreso, contra el acuerdo de la Presidenta de la Cámara Baja adoptado en la sesión constitutiva de la XIII Legislatura, celebrada el 21 de mayo de 2019, y por la que se consideró debidamente prestado el juramento o promesa de acatamiento de la Constitución de veintinueve representantes electos que utilizaron en sus fórmulas diversas expresiones al “sí juro” o “sí prometo”. Así, algunos de ellos reinventaron el enunciado inicialmente previsto para cumplir con el trámite, añadiendo menciones a los «presos políticos», la «República catalana» o «vasca», a las denominadas “Trece Rosas”, al planeta o a la «España vaciada». En la deliberación del citado recurso se abstuvo el magistrado Juan Carlos Campo Moreno, antiguo Ministro de Justicia del Gobierno de Pedro Sánchez, debido a su relación personal con la Presidenta del Congreso, autora de la resolución recurrida.
De entrada, en el fallo del T.C. se advierte que no ha enjuiciado si las fórmulas de acatamiento usadas por los diputados en cuestión contravienen las normas parlamentarias, sino solamente si ello afectó al núcleo esencial del derecho de representación política de los demandantes de amparo, dado que los recurrentes alegaron que, al admitir como juramento o promesa esas otras expresiones, se había vulnerado el derecho a la representación política del artículo 23.2 de la Constitución. Centrado, pues, el debate en tal aspecto, la decisión mayoritaria del Constitucional fue que con la decisión de Meritxell Batet no se vulneró el derecho fundamental de los recurrentes.
Desde hace décadas el Alto Tribunal ha mantenido una doctrina (por ejemplo, en su sentencia 119/1990) por la que, para considerar cumplido el requisito de acatamiento de la Constitución, no bastaría sólo con emplear la fórmula ritual, sino hacerlo, además, sin acompañarla de cláusulas o expresiones que, de una u otra forma, varíen, limiten o condicionen su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello. Sin embargo, sí ha permitido la adición de palabras que no desvirtúen el significado del juramento o promesa, como sucede con la coletilla «por imperativo legal».
En ese sentido, resultan célebres las manifestaciones del Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo expresadas en una de las sesiones del juicio que terminó condenando por sedición a varios diputados y cargos públicos en relación a los hechos ocurridos el 1 de octubre de 2017 en Cataluña. Durante uno de los interrogatorios, una testigo dijo que respondería “por imperativo legal”, a lo que el Presidente de la Sala manifestó: «Usted está sentada ahí por imperativo legal, ha respondido a las preguntas de su letrado por imperativo legal, ha respondido a las preguntas del Ministerio Fiscal por imperativo legal… Y ahora tiene el imperativo legal de responder a la circular… Todo lo que ha pasado esta mañana es por imperativo legal».
Evidentemente, numerosas conductas de los ciudadanos se cumplen porque lo impone la ley. Pagamos impuestos por exigencia de las normas, de la misma manera que acatamos el Código de la Circulación o cualquier otra regla de convivencia regulada en la normativa vigente y válidamente aprobada. Por lo tanto, se trata de un añadido superfluo y absurdo. El artículo 9 de nuestra Carta Magna ya establece que la ciudadanía y los Poderes Públicos se hallan sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.
No obstante, esta sentencia del T.C. cuenta con los votos discrepantes de cuatro de sus miembros. Ricardo Enríquez Sancho, César Tolosa Tribiño, Enrique Arnaldo Alcubilla y Concepción Espejel Jorquera defienden que el recurso debió ser estimado y que el Tribunal tendría que haber declarado vulnerado el derecho de los recurrentes en cuanto a los juramentos prestados que, o bien eran ininteligibles o introducían adiciones que los desnaturalizaban y vaciaban de sentido, al incluir reservas o condicionamientos irreconciliables con la exigencia de acatamiento de la Constitución. En realidad, estos disidentes de la postura mayoritaria consideran que el Constitucional evitó pronunciarse sobre la verdadera cuestión de fondo, perdiendo una gran oportunidad para zanjar el debate sobre esta polémica.
Imponer un requisito como este para acceder a la condición de diputado o senador no vulnera el derecho fundamental del candidato al acceso y ejercicio del cargo público, pues tal derecho «no comprende el de participar en los asuntos públicos por medio de representantes que no acaten formalmente la Constitución» (sentencia 101/1983, de 18 de noviembre, del Tribunal Constitucional). El acto de juramento o promesa es individual y, como dice el Supremo, no puede entenderse cumplido de manera implícita por el acceso a un cargo o a un empleo público, ni tampoco puede entenderse cumplimentado de forma tácita en otros deberes, como el de «actuar en el ejercicio de sus funciones».
Ahora bien, el propio Tribunal Constitucional ha establecido en reiteradas sentencias que esta manifestación de quienes quieren optar a un cargo público no debe interpretarse como una adhesión ideológica al texto constitucional, ni tampoco como una conformidad total a su contenido. Nuestra Constitución, como norma de cabecera de un Estado democrático plural, respeta las ideologías que defienden su modificación por los cauces procedimentales previstos. Dicho de otro modo, los candidatos y candidatas se comprometen a respetar el ordenamiento jurídico, aunque puedan defender su reforma y su discurso difiera de las reglas vigentes en cada momento.
La respuesta del Derecho al sentimiento de odio
El mundo del fútbol ha protagonizado estas últimas semanas las portadas de todos los medios de comunicación, al hilo de los lamentables incidentes ocurridos durante un partido disputado entre el Real Madrid y el Valencia C.F.. Fue tal el revuelo originado que la titular del Juzgado de Instrucción número 10 de la capital del Turia ha abierto un procedimiento judicial para investigar dichos acontecimientos, ante la posible comisión de un delito de odio. El odio, como tal, no es sancionable y, como cualquier otro sentimiento humano, no puede regularse a través de normas jurídicas. Por ley no cabe imponer el amor ni la simpatía, ni tampoco es posible prohibir el rechazo o la animadversión personal ni colectiva. Los sentires y pensamientos internos resultan inabarcables para el ámbito del Derecho.
Cuestión bien distinta se deriva de convertir dichos sentimientos en actos externos. En ese caso, la regulación jurídica sí cuenta con la posibilidad de penalizar los comportamientos en que se traducen. Mediante las leyes se regulan conductas que la mayoría de la sociedad considera reprochables y perseguibles y, en esa línea, desde hace varios años la respuesta jurídica a aquellas que reflejan odio hacia las personas y colectivos minoritarios o vulnerables revisten especial importancia. Así, conviene resaltar tres concretos aspectos sobre la citada cuestión:
1.- El odio como agravante en la comisión de delitos: A la hora de decidir la concreta pena a imponer, el artículo 22 de nuestro Código Penal considera una agravante que el delito castigado sea perpetrado por motivos racistas u otra clase de discriminación, referente a la ideología, religión o creencias de la víctima. Ello significa que, sea cual sea el delito cometido (lesiones, asesinato, injurias, etc..), si el motivo que llevó al delincuente a cometerlo fue la raza, el sexo, la edad y la orientación o identidad sexual de la víctima, el castigo debe ser mayor. Todo delito lleva aparejada una penalidad que ofrece al juez una horquilla, que va desde una pena mínima a una máxima. Al configurarse como agravante, se obliga al juzgador a escoger la pena más elevada.
2.- El odio como delito en sí mismo: El artículo 510 del Código penal castiga una amplia variedad de conductas vinculadas con las acciones ejecutadas por motivos de odio a un determinado colectivo. Entre ellas figuran:
- a) los que públicamente fomenten o inciten, directa o indirectamente, al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, su origen nacional, sexo, orientación sexual, aporofobia, enfermedad o discapacidad.
- b) los que produzcan y difundan escritos o cualquier otra clase de material que, por su contenido, sean idóneos para fomentar o incitar al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra una persona determinada, por las mismas razones expresadas en el apartado anterior.
- c) los que lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito de alguno de los grupos vulnerables señalados anteriormente, o de cualquier persona por idénticos motivos de los ya reseñados.
Las penas a imponer pueden ir desde los seis meses hasta los cuatro años de prisión, además de multa. Igualmente, está prevista la inhabilitación especial para profesión u oficio educativos en el ámbito docente o deportivo por un tiempo superior, entre tres y diez años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta en su caso en la sentencia. Por último, se faculta al juez o tribunal a acordar la destrucción, borrado o inutilización del soporte usado para la comisión del delito.
3.- El discurso del odio como límite a la libertad de expresión: La libertad de expresión, como cualquier derecho fundamental, tiene límites, siendo el más destacado el denominado “discurso del odio”, que se configura como las palabras pronunciadas en unos términos que supongan una incitación directa a la violencia contra determinadas razas, colectivos o creencias. Para poder diferenciar cuándo estamos ante discursos amparados por la libertad que debe exigirse en un Estado Social y Democrático de Derecho y cuándo, ante opciones que no están legitimadas, debemos dilucidar si tales palabras son expresión de una opción política o ideológica legítima que pudieran estimular el debate social o si, por el contrario, persiguen desencadenar un reflejo emocional de hostilidad incitando y promoviendo el odio y la intolerancia, incompatibles con el sistema de valores de la democracia.
Por otro lado, y al margen de la concreta respuesta que dé el Derecho a este tipo de actuaciones, existe el reproche social, vinculado a la consideración que para la sociedad posean estas conductas, y que pueden y deben generar una reacción de la ciudadanía ante comportamientos que se consideren ética o moralmente reprobables.
Sistema electoral canario: mejoras inacabadas
Los canarios estamos llamados a participar en las Elecciones Autonómicas del próximo domingo 28 de mayo. Será la segunda vez que se aplique la reforma electoral aprobada tras la entrada en vigor de nuestro nuevo Estatuto de Autonomía, en noviembre del año 2018. Ese cambio normativo supuso un hito que procede reivindicar, aunque desde muchos sectores se empeñen en minusvalorarla. Sí es cierto que desde un primer momento todos éramos conscientes de que estos avances obtenidos eran sólo un primer paso que debía culminarse más adelante cuando, no ya dicho Estatuto de Autonomía, sino una posterior ley electoral, consumara de forma completa y definitiva los retos y cambios que nuestro modelo electoral requería. Conviene incidir tanto en las necesidades que impulsaron esta reforma como en los logros obtenidos.
El Parlamento de Canarias debe representar a la población de nuestras islas. Es una asamblea de representación poblacional que tiene marcada la regla de la proporcionalidad. Así se desprende de nuestro Estatuto y, por derivación, de las reglas establecidas en nuestra Constitución. Cierto es que debe respetarse otro mandato relacionado con la representación de las diferentes partes del territorio, siendo evidente que, en un archipiélago, cada isla debe tener garantizada una mínima representación. Pero la esencia de una Cámara Legislativa Autonómica en España es que el pueblo se halle correctamente representado desde la regla de la proporcionalidad.
Antes de la reforma del año 2018, la designación de escaños por las islas generaba un nivel de desproporción y de desigualdad en el valor del voto entre los canarios realmente vergonzante. Nuestro Parlamento se configuraba más como una cámara de representación territorial que poblacional. Es decir, se preocupaba más por representar a los territorios insulares que a su población y ello afectaba a la calidad de nuestra democracia. Un sistema electoral debe saber traducir los votos de los electores en concretos asientos en las instituciones pero, al aplicar nuestras antiguas reglas electorales, los resultados eran sonrojantes. En la historia de los comicios electorales en Canarias hemos visto cómo, por ejemplo, el tercer partido en votos ha logrado ser el primer partido en escaños. Eso, desde un punto de vista democrático, resultaba intolerable.
Por eso la ciudadanía reclamaba un cambio. Movimientos cívicos al margen de los partidos, como “Demócratas para el cambio”, se movilizaron e impulsaron una corriente que exigía reformas. Finalmente, las formaciones políticas se hicieron eco de la necesidad y del reclamo popular, materializando una modificación de calado en nuestro Estatuto de Autonomía, cambiando las reglas del juego electoral y estableciendo las siguientes novedades:
- Se instauró una circunscripción regional, autonómica, además de las ya existentes en cada una de las islas. Así, la ciudadanía canaria pasaba a disponer de dos votos para la elección de su Parlamento. Un primer voto para elegir a sus representantes por su isla, y otro segundo para elegir a sus representantes por la nueva circunscripción regional.
- Se bajaron las barreras electorales, es decir, el porcentaje mínimo de votos exigido para poder optar al reparto de los escaños.
- Como los partidos políticos se negaron de forma rotunda a discutir la opción de restar disputados a las islas, no quedó otra alternativa que aumentar el número de diputados de sesenta a setenta. Esta ha sido la medida más criticada, reprochándose el aumento de cargos públicos y de gasto. Cierto es que, personalmente, yo hubiese optado por la otra vía (restar diputados a las circunscripciones insulares), pero el rechazo a esa opción por las formaciones políticas no dejó otro camino que su aumento para mejorar la proporcionalidad. Y, pese a las críticas apuntadas, la dimensión de nuestro Parlamento en atención a su población se enmarca dentro de los estándares del resto de Asambleas autonómicas.
- Se estableció la regla (que ni existía ni se respetaba antes) de que a ninguna circunscripción insular se le podrá asignar un número de diputados y diputadas inferior a otra que tenga menos población de derecho.
Con ello, los logros obtenidos se pueden resumir en los siguientes:
1.- Canarias dispone por fin de, al menos, una circunscripción donde existe una real y matemática igualdad en el valor del voto entre todos los canarios (la circunscripción autonómica).
2.- Se rompió con la regla de que las denominadas islas periféricas, con menos del veinte por ciento de la población de la Comunidad Autónoma, elegían a la mitad del Parlamento.
3.- Se erradicó la situación de que islas con menos población eligiesen a más diputados que otras islas con mayor población.
4.- Se reforzó el sentido regional de nuestra Autonomía, más allá de la realidad insular.
Cierto es que, como se indicó al principio, los que de alguna manera participamos en esta reforma estatutaria, sosteníamos la idea de que se trataba de un primer paso, una primera fase, un punto de partida que tendría como culminación una posterior ley electoral que profundizase en los retos abordados y lograse mejorar aún más la proporcionalidad y la calidad de nuestra democracia. Sin embargo, pese a los avances apuntados, seguimos manteniendo unos índices de desproporción y desigualdad criticables. Por ello el propio Estatuto de Autonomía, después de fijar las reglas con las que votamos en las elecciones de 2019, imponía el mandato de que el Parlamento de Canarias debía elaborar, en un plazo no superior a tres años, la ley que completase la reforma.
Esa Ley fue la Ley 1/2022, de 11 de mayo, de Elecciones al Parlamento de Canarias, que supuso una profunda decepción, dado que se limitó a copiar el modelo establecido en la Disposición Transitoria Primera del Estatuto, sin ahondar, profundizar o mejorar en nada lo ya conseguido.
Así, se perdió una gran oportunidad para:
- Mejorar la proporcionalidad del sistema en atención al criterio poblacional y a la igualdad del valor del voto entre los ciudadanos y ciudadanas canarios.
- Estudiar la aplicación de otras fórmulas para la asignación de escaños a las candidaturas que superaban las barreras electorales, pasando de la fórmula “D’Hondt” a otras más proporcionales.
- Abordar la posibilidad de contemplar sistemas de votación más participativos para el electorado, como las listas no bloqueadas o las abiertas.
- Abordar la regulación de los debates electorales y la propaganda electoral conforme a los actuales tiempos.
Esperemos que en el futuro existan mayorías que cumplan con el reto de seguir mejorando nuestro modelo electoral porque, con ello, se mejorará nuestra Democracia.