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La Administración de Justicia: relegada y maltratada

Del 17 al 19 de abril se celebraron en Jerez de la Frontera las XXXII Jornadas Nacionales de Juezas y Jueces Decanos de España. Como en anteriores ocasiones, se analizó la situación de la Administración de Justicia y, especialmente, el Real Decreto-Ley 6/2023, de 19 de diciembre, una mastodóntica norma que supera las ciento cincuenta páginas y que, con más de un centenar de artículos, reforma inconexamente diversas leyes. Más allá del grave estropicio que está causando la deficiente técnica legislativa en los últimos años y el abuso en la utilización de la figura del Decreto Ley por parte del actual Gobierno, en lo referente a la Administración de Justicia se pretendía adaptar nuestros juzgados y tribunales al reto de la digitalización y del uso de los nuevos instrumentos y herramientas tecnológicas, para una mejor y más eficiente gestión de los recursos públicos. Sin embargo, pese a esas supuestas buenas intenciones, el resultado final se pone en entredicho. En primer lugar, porque la publicación en el Boletín Oficial del Estado de una norma no genera, como por arte de magia, que lo establecido en el texto de la ley se cumpla, si previamente no se dota a los órganos judiciales de los medios necesarios para ello. En segundo lugar, porque estos “macro-decretos” que pretenden regular conjuntamente y de forma precipitada muchas materias diferentes, terminan constituyendo un galimatías inconexo y hasta contradictorio que genera, de entrada, más problemas y dudas que soluciones.

A la finalización de las citadas jornadas, los jueces decanos aprobaron un documento de conclusiones donde, inicialmente, se lamentan de que esta reforma se haya hecho sin escuchar a quienes, en el ejercicio diario de la función jurisdiccional, conocen realmente y de primera mano las necesidades y deficiencias del sistema y podían, si se les hubiese escuchado, realizar valiosas aportaciones para mejorar el servicio público de la Justicia.

Los firmantes califican la reforma de precipitada y consideran que el texto es producto de una deficiente técnica legislativa, que confunde términos jurídicos y contiene contradicciones. Literalmente, se puede leer en la valoración de Sus Señorías que estamos ante un “puzzle cuyas piezas no encajan”. La denominada «eficiencia digital» se ha regulado obviando la realidad tecnológica de los juzgados de este país. En los últimos cuatro años se ha avanzado significativamente y es loable el esfuerzo desplegado por las Administraciones con competencias en Justicia, pero dicho avance no ha sido igual en toda España. La situación de los partidos judiciales resulta diferente dependiendo de quién ejerce esas competencias, aun dentro de cada territorio.

En definitiva, los jueces decanos se quejan de que existirá una Justicia de dos, tres o infinitas velocidades, de modo que la plenitud del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva dependerá de ese territorio donde el ciudadano impetre la actuación judicial, ahondándose en las desigualdades. Por poner un ejemplo, tras la entrada en vigor de esta norma, la participación y presencia de acusados, testigos y peritos en los actos procesales, incluido el acto del Juicio Oral, será preferentemente telemática, pero para que ello sea efectivo se requiere una fuerte inversión en recursos técnicos y un acondicionamiento y ampliación de las sedes judiciales. Sin embargo, en este caso, primero se ha aprobado la norma y se está a la espera de esa inversión y acondicionamiento. Es decir, se ha empezado a construir la casa por el tejado, lo cual siempre supone una mala decisión.

Los jueces decanos de España consideran que ha llegado el momento de que, tanto por parte del Consejo General del Poder Judicial (órgano de gobierno de los jueces) como del Ministerio de Justicia (último responsable de la creación de plazas judiciales que configuran la Ley de Planta y Demarcación Judicial), se afronte el problema considerado como la piedra angular del sistema judicial y, en consecuencia, el que afecta en mayor medida a la situación en la que se encuentra la Administración de Justicia en nuestro país: la falta de juzgados y de jueces y juezas.

El número de órganos judiciales por cada cien mil habitantes en España es muy inferior a la media europea, a lo que se suma que el índice de litigiosidad en nuestro país se muestra sensiblemente superior a la media del resto de Estados de nuestro entorno. Ello origina un retraso en los señalamientos de los juicios, en la terminación de los asuntos y en las ejecuciones de las resoluciones, lo que afecta al servicio público de la Justicia y al derecho de los ciudadanos a una tutela judicial efectiva.

Así, en la sentencia del Tribunal Constitucional 54/2014 se afirma que «por más que los retrasos experimentados en el procedimiento hubiesen sido consecuencia de deficiencias estructurales u organizativas de los órganos judiciales o del abrumador trabajo que sobre ellos pesa, esta hipotética situación orgánica, si bien pudiera excluir de responsabilidad a las personas intervinientes en el procedimiento, de ningún modo altera el carácter injustificado del retraso». Y es que se conocen y están detectadas las zonas donde la carencia de plazas de jueces implica irremediablemente una afectación de los derechos de la ciudadanía a recibir el servicio público de la Justicia en unos plazos razonables.

Los datos resultan evidentes: los jueces decanos han realizado diversos estudios en relación al Informe del Servicio de Inspección del Consejo del año 2023, en el que se basaba la propuesta realizada al Ministerio de Justicia, que constaba de 269 plazas de jueces unipersonales para todo el territorio nacional. Pero son los propios jueces los que denuncian que las necesidades reales superan las 500. Pese a ello, el Ministerio de Justicia decidió crear el año pasado únicamente 70 unidades judiciales para todo el territorio nacional, lo que da una idea de la profunda discrepancia existente en esta materia y que hará que se perpetúe la principal carencia y el gran defecto de nuestro Poder Judicial. Con independencia del color político del partido en el Gobierno y de las mayorías ideológicas que se formen en el Parlamento, la Administración de Justicia siempre ha sido maltratada, a pesar de representar un pilar esencial del Estado de Derecho. Urge, pues, que su situación cambie y que se aborde con seriedad, rigor y preocupación la terrible realidad de nuestros juzgados y tribunales.

Los árboles y el bosque: A propósito de la sentencia 317/2024 de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid.

Reconozco que el cúmulo de despropósitos y desaciertos que han venido produciéndose con relación al ya reiterado asunto del abuso de la contratación temporal en las Administraciones Públicas, han generado un laberinto jurídico del que es difícil salir airoso. De esa cantidad de malas decisiones que nos han llevado hasta aquí, la mayoría son responsabilidad de los Parlamentos y los Gobiernos (y sus administraciones), los cuales sistemáticamente primero se han negado a transponer la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, relativa al Acuerdo marco de la CES, la UNICE y el CEEP sobre el trabajo de duración determinada, después se niegan a aceptar su responsabilidad en la nefasta política de personal que ha derivado en la sobredimensión de la precariedad en la función pública y, por último, han intentado a última hora, de forma parcial y chapucera, intentar arreglar el entuerto con la Ley 20/2021, norma que no sólo ha sido muy mal aplicada en algunos sectores sino que, además, tampoco respondía a las exigencias que nos llegaban desde la Unión Europea.

En este penoso escenario intervienen los jueces, intentando resolver un problema con las herramientas que disponen (el ordenamiento jurídico), encontrándose que internamente España no tiene bien regulado esta materia y, además, cuando encuentran alguna norma, colisiona más o menos frontalmente con otras, generando un galimatías jurídico del que algunos no saben cómo salir y otros directamente no quieren salir. Porque lo cierto es que en pleno año 2024, todavía hay tribunales (pocos, bien es cierto) que defienden posturas negacionistas y sentencian que el abuso de la temporalidad en el sector público ni existe ni puede existir y, los que sí están dispuestos a aceptar esa realidad no terminan de encontrar una consecuencia jurídica a semejante ilegalidad, formando un cúmulo de resoluciones contradictorias, y una jurisprudencia incoherente de la que no parece que pueda salirse.

Siendo la norma de origen de la Unión Europea (la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999) parecía que la solución debía venir del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. En el año 2015 se reformó la Ley Orgánica del Poder Judicial para introducir un precepto que de forma expresa establecía que “los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea” y nuestro Tribunal Constitucional ha sentenciado en más de una ocasión (por ejemplo, en sus sentencias 232/2015 o 101/2021 que apartarse de ese criterio jurisprudencial del TJUE supone una selección irrazonable y arbitraria de la norma aplicable al proceso dando lugar a una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva.

Pero resulta que no parece que las resoluciones del TJUE sirvan para solucionar de una vez por todas esta cuestión, dado que se aprecia una especial resistencia en buena parte de nuestros órganos judiciales a asumir los postulados que nos llegan desde fuera de nuestras fronteras. En algunos casos, esa resistencia se proclama de forma clara y directa. Así, por ejemplo, en la sentencia 257/2023 de 24 de mayo de 2023, dictada por la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Canarias (Sala de Santa Cruz de Tenerife), se puede leer: «no podemos asumir esa interpretación del Tribunal de Justicia de la

Unión Europea, que al amparo de competencias en materia de armonización de legislación laboral y de política social deja sin efecto un mandato constitucional (…) el apartamiento de los tribunales españoles de una declaración del Tribunal de Justicia en determinadas circunstancias es algo que se ha producido ya en el pasado». La deliberara decisión de no seguir la jurisprudencia del TJUE es clara y hasta se intenta argumentar.

En otros supuestos, la resistencia a sumir los criterios que nos vienen del órgano judicial de la Unión Europea se disfraza más con motivaciones que, pese al esfuerzo argumentativo, no pueden ocultar el rechazo a lo mandatado desde fuera de nuestras fronteras. En este sentido, nos encontramos el curioso caso de la sentencia 317/2024 de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Este tribunal, después de la cuestión prejudicial presentada y contestada por el TJUE mediante su resolución de 22 de febrero de 2024, termina por volver a usar la fórmula del “indefinido no fijo”, ante una reclamación de empleados públicos temporales. Pese a que en este caso no se niega la existencia del abuso de la contratación temporal y se proclama, la única consecuencia a tal constatación es perpetuar la temporalidad de los reclamantes.

Y es que, como cuando los árboles no dejan ver el bosque, la Sala de lo Social del tribunal madrileño se limita a resaltar y subrayar que no existe ninguna obligación de sentenciar la fijeza en estos casos, obviando el resto de mandatos que se desprenden de la jurisprudencia comunitaria. Literalmente, en la sentencia 317/2024 se dice: «en un análisis reposado de esa sentencia, podemos observar que no se impone en ningún caso como medida que se acuerde la fijeza¸ ya que se dice simplemente que “la conversión de esos contratos temporales en contratos fijos puede constituir tal medida”». Así, pues, es una posibilidad y no una obligación. Hasta aquí, nada que reprochar a esta resolución judicial.

Sin embargo, tras dedicar folios y un esfuerzo argumentativo a motivar las razones por las que, a juicio de la mayoría de la Sala, esa “posibilidad” hay que descartarla, olvida y la esencia de la doctrina jurisprudencial que lleva imponiendo el TJUE no desde la sentencia de 22 de febrero de 2024, sino desde mucho antes. Y es que, la realidad es que el tribunal comunitario lleva años reiterando e insistiendo en que el abuso de la contratación temporal debe ser sancionado para la Administración y compensado para el trabajador mediante una sanción y compensación efectiva y proporcional. Eso no es una “posibilidad”, sino una vinculación clara dirigida al órgano judicial, como también que, si no encuentra en el ordenamiento jurídico interno norma alguna que establezca esa sanción y esa compensación efectiva y proporcional, debe hacer un esfuerzo interpretativo para lograr dicha compensación y sanción y que, en ningún caso, ese órgano judicial se considere imposibilitado a cubrir esos vacíos o lagunas en su ordenamiento jurídico interno por criterios jurisprudenciales reiterados de sus tribunales superiores.

Literalmente, el TJUE en su sentencia del 22 de febrero de 2024 estableció «el tribunal nacional no puede considerar válidamente que se encuentra imposibilitado para interpretar una norma nacional de conformidad con el Derecho de la Unión por el mero hecho de que, de forma reiterada, se haya interpretado esa norma en un sentido incompatible con ese Derecho».

Por todo ello, aunque demos por buena la postura de la mayoría de la Sala del TSJ de Madrid de descartar la fijeza, esa decisión sólo sería válida y legítima si en el fallo adoptara otra forma de compensación efectiva y proporcional al abuso. Sin embargo, la decisión de proclamar que los reclamantes sean “indefinidos no fijos” evidentemente nunca puede entenderse como una compensación con los requisitos exigidos por el ordenamiento de la Unión Europea. Ello porque dicha medida simplemente supone perpetuar la temporalidad, por lo que se castiga el abuso de la contratación temporal con más temporalidad para el trabajador que la sufre, y se da la absurda paradoja consistente en que la solución a la obligación de combatir la precariedad laboral y poner coto al uso de nombramientos temporales termina siendo más precariedad y más temporalidad.

Esa sentencia tiene un voto particular suscrito por cinco magistrados que sí optar por la fijeza como única solución válida, ante la evidencia de la existencia del abuso de la contratación temporal, la obligación de compensarla y la ausencia de normativa interna que establezca la solución compatible con el Derecho de la Unión. En ese extenso voto particular, además de varios párrafos dedicados a la desmentir la supuesta inconstitucionalidad de la medida de fijeza, termina afirmando que «no existiendo otras medidas adecuadas para sancionar el incumplimiento, procedería haber declarado la fijeza plena de la trabajadora». Y es que, para lo jueces discrepantes, efectivamente la fijeza era una “posibilidad” pero, al final, deviene como la única existente y, estando obligados a adoptar una medida compensatoria, esa “posibilidad”, se convierte en la única.

Nos quedan por delante muchos meses de litigios (seguramente años) y muchas más polémicas a analizar. El 13 de junio de 2024 está prevista otra sentencia del TJUE, en este caso sobre los empleados públicos de vínculo administrativo que tramitan sus reclamaciones ante la jurisdicción contenciosa administrativa. Seguiremos enfrascados en recursos, resoluciones contradictorias y reclamaciones de todo tipo pero, pese a los comentarios y críticas que puedan hacerse a las sentencias que se vayan dictando, no conviene olvidar el auténtico responsable de este laberinto en el que estamos metidos. Los Parlamentos (estatal y autonómicos), los Gobiernos (estatal y autonómicos) con sus Administraciones, las cuales se niegan a transponer la directiva, y han actuado durante todas estas décadas con una escandalosa impunidad al usar las contrataciones y nombramientos temporales para cubrir sus necesidades permanentes de personal.

La legitimidad política y sus límites: una reflexión sobre la elección de órganos sin naturaleza política

Hace algunas semanas el Consejo de Administración de Radio Televisión Española, tras estudiar y descartar una fórmula de “presidencia rotatoria” para dicho ente, designó a Concepción Cascajosa como nueva presidenta provisional de RTVE. Esta mujer entró en la corporación pública a instancias del PSOE y milita en el citado partido. Tras difundirse su elección entre los medios de comunicación, volvió a avivarse la eterna polémica a causa de la cada vez más acusada politización de órganos que, pese a su naturaleza pública, no están llamados a funcionar como órganos políticos, ni menos aún partidistas. Los partidos políticos funcionan de facto como órganos de colocación de militantes y simpatizantes en instituciones de toda índole y en empresas de lo más variopinto, llevando la fórmula de la elección política hasta unos límites que desvirtúan la esencia de dichas instituciones y repercuten en su correcto funcionamiento.

La Democracia parte de una sencilla y lógica teoría ideal, que termina complicándose a medida que se transforma en una realidad práctica menos perfecta de lo planteado en los manuales. El pueblo libre elige a unos representantes que ocupan los principales órganos representativos, con el fin de elaborar las leyes y ejercer las acciones de gobierno conforme al sentir ideológico de la mayoría, dentro del marco establecido en la Constitución. Sin embargo, este utópico y perfecto plan se va distorsionando a medida que se lleva a cabo. La normativa electoral, los grupos de presión y la concentración de poder en las formaciones políticas van generando alteraciones, en ocasiones no perceptibles a primera vista, que desvían el resultado final de aquel planteamiento diseñado en un inicio. Pero lo cierto es que, en esencia, los conceptos de legitimidad política y función representativa asociados a la elección existente entre la ciudadanía y el cargo electo constituyen la base de todo sistema que pretenda ser democrático.

Paradójicamente, fuera de los órganos de naturaleza política, dichos conceptos pierden su razón de ser e, incluso, dañan los cimientos de un verdadero Estado de Derecho. Por ejemplo, nos estamos acostumbrando a hablar de jueces conservadores o progresistas; a aceptar con naturalidad que un órgano como el Consejo General de Poder Judicial se reparta entre afines a los partidos políticos, en función de la composición de las Cortes Generales; a que los Consejos de Administración de las empresas públicas se compongan de militantes y cargos políticos en proporción a los resultados electorales. En definitiva, a que el trasfondo de la representación política lo impregne todo. Esta nueva (y peligrosa) realidad afecta también a otros principios básicos del sistema constitucional, ya que la separación de poderes, los controles y la independencia, objetividad y neutralidad de determinados órganos se pierden o, al menos, se difuminan de modo alarmante.

No cualquier órgano colegiado debe establecerse como una asamblea representativa del pueblo. No cualquier institución ha de responder al reparto de las siglas existentes en las Cortes Generales a resultas de unas elecciones. No cualquier organismo está llamado a representar a todas y cada una de las singularidades de una sociedad plural, ya sean políticas, religiosas, étnicas o de otra condición. La pretensión de extender la representatividad política más allá de los órganos de estricta naturaleza política supone una nefasta idea, tendente a pervertirlos a través de pugnas y dialécticas que no les son propias.

La situación se torna vergonzante y deshonrosa en casos especialmente dolorosos, como el que afecta al Consejo General del Poder Judicial. Con la totalidad de sus miembros desempeñando un mandato caducado desde hace más de un lustro, la previsión legal de que sean el Congreso de los Diputados y el Senado quienes los designen se ha revelado como un calamitoso fracaso, traduciéndose en uno de los episodios más indignos de la reciente historia de nuestra Carta Magna. Desde el punto de vista de la separación de poderes y de las necesarias independencia, objetividad y neutralidad en el desempeño de sus funciones, esta premisa de que a las formaciones políticas les corresponde elegir un número de miembros del órgano de gobierno de los jueces en función de los escaños obtenidos electoralmente no puede resultar más grotesca.

El GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) lleva reclamando insistentemente a nuestro país una serie de importantes cambios, en aras a erradicar ese sesgo político intervencionista en ámbitos que no le competen. Pero, visto lo visto, da igual que la Comisión Europea o el Consejo de Europa nos reprueben y censuren año tras año por este lamentable espectáculo. Se nos solicitan criterios legales objetivos para el nombramiento de los altos cargos de la judicatura, un cambio en el método de elección del Fiscal General y la revisión de su normativa, así como la eliminación de la intervención de representantes políticos en la elección de los miembros del CGPJ. Las directrices del Consejo son claras: “cuando existe una composición mixta de los consejos judiciales, para la selección de los miembros judiciales se aconseja que estos sean elegidos por sus pares (siguiendo métodos que garanticen la representación más amplia del Poder Judicial en todos los niveles) y que las autoridades políticas, como el Parlamento o el Poder Ejecutivo, no participen en ninguna etapa del proceso de selección”.

En definitiva, esa labor de representación y de orientación política y social, que resulta tan lógica y loable en algunos órganos, se torna indeseable y despreciable en otros. Ni la legitimidad obtenida por medio de una elección democrática da derecho a trasladarla a todo tipo de instituciones, ni la misión de cualquier organización estriba en representar a la totalidad de las sensibilidades de la población.

El sectarismo como forma de hacer política

En las últimas semanas han proliferado los comentarios sobre el nivel (o, para ser más precisos, la falta de nivel) de los debates e interpretaciones que los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado llevan a cabo durante sus intervenciones. Las denominadas “sesiones de control al Gobierno”, establecidas en teoría para que el órgano parlamentario fiscalice y solicite rendición de cuentas al Ejecutivo, se han convertido en un diálogo de sordos donde los ataques personales, la falta de modales y la bronca entre los representantes del pueblo evidencian, no sólo la incapacidad de la institución parlamentaria para cumplir sus fines constitucionalmente encomendados, sino una degeneración política, social e institucional que debería alertarnos, si no avergonzarnos.

Paralelamente a lo anterior, se acrecientan las llamadas de atención ante el surgimiento de nuevos extremismos y populismos, cuando en realidad el problema no sólo estriba en la aparición de novedosas formaciones políticas con propuestas más radicales, sino en la evolución de los partidos políticos con dilatadas trayectorias hacia esos postulados más extremos. No supone sólo que el centro político se haya tornado inexistente, es que la comunicación y la posibilidad de entendimiento entre los bloques parece quebrada de tal modo que se impiden la formación de consensos y la consecución de objetivos comunes.

Obviamente, no faltan personas encantadas ante este panorama. Se sienten cómodas en la reyerta dialéctica y buscan constantemente herir al contrario. En la dinámica de “estás conmigo o contra mí”, no hay lugar para la avenencia, de la misma forma que el que se sienta en el escaño de enfrente ya no es un adversario político, sino un enemigo. Cada vez aumentan quienes entienden la convivencia como la imposición de un bloque sobre otro, derrotándolo a todos los niveles. Y para lograr tal fin, mejor que ejercer una buena labor propia, procede restregar las miserias y debilidades del oponente.

En ese sentido, las crónicas parlamentarias que transmiten los medios de comunicación se asemejan más a un constante “meme”, con el que los parlamentarios pretenden inundar las redes sociales, generando titulares con frases burlonas y cínicas, o promoviendo aplausos y abucheos de uno y otro sector del hemiciclo.

El artículo 103 del Reglamento del Congreso establece que los oradores serán llamados al orden “cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o de sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad”, o cuando “faltaren a lo establecido para la buena marcha de las deliberaciones”, o de cualquier otra forma “alteraren el orden de las sesiones”. En sentido similar cursa el artículo 101 del Reglamento del Senado.

No obstante, el problema no radica en que se ofenda al decoro de la Cámara, sino en la carencia misma del propio decoro. En su reciente sentencia 25/2023, de 17 de abril, el Tribunal Constitucional ya manifestó lo complejo y difuso de definir el decoro y, sobre todo, de establecer los límites estrictos de dicho concepto. Mencionaba el TC que ese término, como cualquier palabra, posee un significado que evoluciona con el tiempo.  Así, en el siglo XIX el decoro se entendía de forma diferente a la de doscientos años después por lo que, en gran medida, queda en manos de la Presidencia de la Cámara fijar esos límites, por lo que nos enfrentamos entonces a un nuevo problema: la cada vez más acusada falta de imparcialidad y profesionalidad en quién ocupa dicho cargo.

En cualquier caso, si verdaderamente se considera esta situación como un problema, se debe estudiar su origen para poder corregirlo. A mi juicio, constituye un factor determinante la creciente banalización de la función educativa, entendida como labor de formación de seres racionales, críticos y librepensadores. Cada vez resulta más acusada la tendencia a funcionar como sectas en diferentes ámbitos, ya sea en la religión, en la política, en el deporte o en la cultura. A los simpatizantes, forofos, adeptos o miembros de un determinado colectivo se les reclama obediencia y seguimiento ciego, basado en la pleitesía a un líder u organización y en la defenestración de cualquiera que ose cuestionar las decisiones adoptadas. Para ello, es necesario contar con personas que progresivamente piensen menos por sí mismas, carezcan de capacidad crítica y se limiten a situarse detrás de una bandera, de unas siglas o de un escudo para defenderlos con o sin razón, con o sin argumentos, frente a cualquier interlocutor. Recurriendo a un símil deportivo, se trata de ser menos libres y más “hooligans”.

Otro ejemplo ilustrativo muy actual: en determinados círculos de poder, el hecho de criticar la actuación de Israel sobre territorio palestino equivale a convertirse en “antisemita” y odiar a los judíos. No se contempla la posibilidad de cuestionar la acción del gobierno israelí sin pasar a formar parte de los enemigos de todo el pueblo de Israel. Existen otros supuestos menos trascendentales, pero que responden al mismo paradigma, como el aficionado que sólo ve el penalti en el área del equipo contrario y nunca en la propia, o el espectador que defenestra una creación artística por los postulados personales de su autor, dejando a un lado la belleza y la calidad de la obra. Se ha llegado al extremo de promover vetos y boicots a actos académicos universitarios cuyos participantes no piensan como algunos consideran que se debe pensar.

Ser sectario (cuyo significado, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, se vincula a pertenecer a una secta) se alza como una práctica demasiado común en estos tiempos que corren, y en la que lo principal se reduce a seguir las directrices de un líder, sin realizar un previo análisis o un examen objetivo, sosegado y riguroso. Sigmund Freud decía: “Si dos individuos están siempre de acuerdo en todo, puedo asegurar que uno de los dos piensa por ambos”, circunstancia que se evidencia cuando la totalidad de miembros de los grupos parlamentarios votan siempre a las órdenes de su portavoz, o cuando los partidarios de una formación política defienden por sistema a “los suyos” y nunca a los “contrarios”.

O recuperamos la capacidad de la ciudadanía para formarse y pensar por sí misma, libre y racionalmente, o el sectarismo destruirá el Parlamentarismo y la manera correcta de entender la Democracia. Y, obviamente, ese objetivo pasa por la Educación que, como la Justicia, permanece eternamente relegada a un segundo plano para nuestros representantes políticos.

Inteligencia artificial: entre el oxímoron y la ley

El Parlamento Europeo aprobó el pasado 13 de marzo por 523 votos a favor, 46 en contra y 49 abstenciones la denominada “Ley de Inteligencia Artificial de la Unión Europea”. Bien es cierto que, de entrada, existe la polémica sobre si se puede afirmar con rigor que una máquina pueda tener la cualidad de la inteligencia. De la misma manera que la expresión “realidad virtual” supone una contradicción en sí misma (si es virtual, no es real), se defiende por parte de varios sectores humanistas y filosóficos que una máquina no puede ser inteligente, dado que, como artefacto programado, actúa mecánicamente conforme a su programación, sin que tenga capacidad de entender, aprender, pensar y crear, al menos no como tales verbos fueron concebidos, es decir, como habilidad del ser humano (o de otro ser vivo) autónomo e independiente. Pero, dejando a un lado el posible oxímoron de base que nace del asunto en cuestión, lo cierto es que la norma aprobada intenta dar respuesta normativa a un problema (o a una oportunidad) que no podemos ignorar.

En cualquier caso, la norma europea se enfrenta a la “inteligencia artificial” como un riesgo a controlar. Ya en 2017, el Consejo Europeo instó a «concienciarse de la urgencia de hacer frente a las nuevas tendencias, lo que comprende cuestiones como la inteligencia artificial […], garantizando al mismo tiempo un elevado nivel de protección de los datos, así como los derechos digitales y las normas éticas». En 2019 el Consejo de la Unión Europea destacó la importancia de garantizar el pleno respeto de los derechos de los ciudadanos europeos y pidió que se revisase la legislación pertinente en vigor, con vistas a garantizar su adaptación a las nuevas oportunidades y retos que plantea la IA. El reto es regular o controlar la opacidad, la complejidad, el sesgo, cierto grado de imprevisibilidad y los comportamientos parcialmente autónomos de ciertos sistemas de IA, para garantizar su compatibilidad con los derechos fundamentales y facilitar la aplicación de las normas jurídicas.

Buena parte de la norma se halla destinada a prohibir. Así, expresamente se prohíbe:

  1. a) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de un sistema de IA que se sirva de técnicas subliminales que trasciendan la conciencia de una persona, para alterar de manera sustancial su comportamiento de un modo que provoque, o sea probable que provoque, perjuicios físicos o psicológicos a esa persona o a otra.
  2. b) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de un sistema de IA que aproveche alguna de las vulnerabilidades de un grupo específico de personas debido a su edad o discapacidad física o mental, para alterar de manera sustancial el comportamiento de una persona que pertenezca a dicho grupo de un modo que provoque, o sea probable que provoque, perjuicios físicos o psicológicos a esa persona o a otra.
  3. c) La introducción en el mercado, la puesta en servicio o la utilización de sistemas de IA por parte de las autoridades públicas o en su representación con el fin de evaluar o clasificar la fiabilidad de personas físicas durante un período determinado de tiempo, atendiendo a su conducta social o a características personales o de su personalidad conocidas o predichas, de forma que la clasificación social resultante provoque una o varias de las situaciones siguientes:

i)un trato perjudicial o desfavorable hacia determinadas personas físicas o colectivos enteros en contextos sociales que no guarden relación con los contextos donde se generaron o recabaron los datos originalmente.

ii)un trato perjudicial o desfavorable hacia determinadas personas físicas o colectivos enteros que es injustificado o desproporcionado con respecto a su comportamiento social o la gravedad de este.

  1. d) El uso de sistemas de identificación biométrica remota «en tiempo real» en espacios de acceso público, salvo que dicho uso sea estrictamente necesario para alcanzar uno o varios de los objetivos siguientes:

i)la búsqueda selectiva de posibles víctimas concretas de un delito, incluidos menores desaparecidos.

ii)la prevención de una amenaza específica, importante e inminente para la vida o la seguridad de las personas físicas o de un atentado terrorista.

iii)la detección, la localización, la identificación o el enjuiciamiento de la persona que ha cometido o se sospecha que ha cometido determinados delitos.

Pero, obviamente, el problema y los retos no son europeos sino mundiales. El 30 de octubre de 2023, el presidente de los Estados Unidos Joe Biden emitió la denominada “Executive Order on Safe, Secure, and Trustworthy Artificial Intelligence”, donde se proclama que el Gobierno Federal tratará de promover principios y acciones responsables de seguridad y protección de la IA con otras naciones, para garantizar que la IA beneficie a todo el mundo en lugar de exacerbar las desigualdades, amenazar los derechos humanos y causar otros daños.

España, por su parte, dio luz verde recientemente el Real Decreto 729/2023, de 22 de agosto, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia Española de Supervisión de Inteligencia Artificial. Corresponde a esta Agencia llevar a cabo tareas de supervisión, asesoramiento, concienciación y formación dirigidas a entidades de derecho público y privado, para la adecuada implementación de toda la normativa nacional y europea en torno al adecuado uso y desarrollo de los sistemas de inteligencia artificial, más concretamente, de los algoritmos. Además, la Agencia desempeñará la función de inspección, comprobación, sanción y demás que le atribuya la normativa europea que le resulte de aplicación y, en especial, en materia de inteligencia artificial.

Parece evidente que nos encontramos ante un momento crucial en la historia de la Humanidad, uno de esos puntos de inflexión que determinará si las oportunidades que la nueva tecnología nos ofrece serán usadas en beneficio de la prosperidad común o se destinarán a nuevas formas de control, represión y discriminación. No es ciencia ficción. Se trata de nuestro presente y nuestro futuro.

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